Sin lugar a dudas, es importante
desarrollar la mente de los hijos. No obstante el regalo más valioso que se les
puede dar, es desarrollarles la conciencia. John Gay.
Hace mucho tiempo, seguramente demasiado, que no me había sentido tan
indignado por lo que algunos de mis semejantes pudieran hacer o decir.
Siempre he sido uno de los convencidos de que la palabra es el único
valor constante que puedes servir como elemento catalizador de cuantas
controversias puedan producirse entre los seres humanos.
Pero, también no es menos cierto que se producen momentos, situaciones
que ni la palabra ni la paciencia logran sacar a flote a ese ser negociador,
esa persona que, como principio, desearía no tener que maldecir en hebreo por
lo que se ve obligado a escuchar.
Debido a unas circunstancias que no vienen al caso, en las últimas
semanas he tenido la oportunidad, casi me he encontrado en la obligación de ver
algunos de esos programas de debates que tan habituales se han convertidos en
todas las televisiones del mundo. Para mi gusto, en España, de una excesiva profusión.
Especialmente, si tenemos en cuenta que con tantas tertulias y tantas
opiniones, generalmente encontradas, suele suceder que lejos de enriquecerse el
debate y aclararse algo en él, este acabe por convertirse en un batiburrillo de
indescifrables y múltiples soluciones que, finalmente, no aportaran ninguna
al problema planteado a debate. Salvo al
lucimiento personal de sus protagonistas.
Y ahí es donde entra de lleno mi capacidad de aguante dialectico. En
algunas de estas tertulias nos encontramos con personajes de todo tipo y
condición, demasiados en número y exasperantes por su repetición y, por lo
general, bastante mal preparados. Muchas de sus opiniones no deberías pasar de
ser meros comentarios de vecindad.
Sin embargo, todos ellos pretenden sentar catedra y, naturalmente,
tener razón. Ese valor tan difícil de encontrar en estos tiempos. Pero entre
ellos hay unos, en particular los más jóvenes, cuyos argumentos chocan
profundamente con los más elementales principios de los televidentes. De manera
directa con aquellos que tienen la mínima capacidad de reflexionar sobre lo que
están escuchando.
Tales son los casos del retoño radical Pablo Iglesias - ignoro si
heredero universal de los principios que inspiraron al fundador del PSOE, pero
méritos hace para serlo – y la ínclita Tania Sánchez Melero. Ambos, allí por
donde pasan, van dejando unos tufos a pretérito putrefacto y cutre,
insoportables.
Estoy próximo a cumplir los 65 años
y, dadas las circunstancias, tuve que convivir con una España en crisis
permanente. Tanto en lo político como en lo social. Pese a encontrarme en las
antípodas de aquellos comunistas, conviví más que de cerca con una izquierda,
resumida en un PC conocido por todos como “el partido” que, en su momento,
mereció todos mis respetos. Y puedo asegurarles que jamás les escuche las
soflamas que estos dos personajes nos lanzan a través de las ondas, cada vez
que se les da la palabra.
Y yo me pregunto que si aquellos, abierta y justificadamente
enfrentados a un régimen dictatorial, trataron de mantener un mensaje
razonablemente equilibrado, cómo es posible que estos discretos personajillos
que jamás vivieron en primera persona incidencia alguna, ni tienen experiencia
que les avale como tal, se permiten cada noche enviarnos sus mensajes más
radicales. ¿De qué fuentes perversas y revanchista han mamado durante su
infancia y juventud?
Y es que no se puede vivir eternamente, ni aún menos obtener
beneficios de las batallitas contadas por el “abuelo cebolleta”. Dicen que la
historia la escriben los presuntos vencedores. Pero a la vista de casos como
los de estos personajes, tan trasnochados en su esencia, es evidente que no
siempre es así.
Además, uno se pregunta y les pregunta ¿quién garantiza que lo que les
cuenta y defiende el “abuelo cebolleta” es la verdad y no su verdad?
Felipe Cantos, escritor.