Todos los pecados tienen su origen en el complejo de inferioridad, que otras veces se llama ambición. Cesare Pavese.
Primer destello: Un cuento más de “princesa encantada”…de haberse conocido.
Vaya por delante mi neutro respeto y un nulo interés por la Institución Monárquica, que raya en la indiferencia. Pero he de reconocer que me encuentro gratamente sorprendido por el aspecto que, poco a poco, va tomando la figura y, de manera específica, el rostro de la “princesa” Letizia.
Es evidente que la adoptada princesa no se encontraba cómoda con su anterior aspecto, lo que me obliga a preguntarme si el Príncipe Felipe tampoco lo estaba. De ser así, algo no ha funcionado bien en una relación que parecía creada por las plumas de los hermanos Grimm, de Charles Perrault, o del mismísimo Andersen. Pero, como viene a cuento en los cuentos, eso es harina de otro costal.
Lo que verdaderamente deseaba transmitirles es que la transformación de la “princesa” Letizia está consiguiendo hacérnosla irreconocible. Hay que realizar un gran esfuerzo para reconocerla en las imágenes que en la actualidad se publican de ella. Por favor, tomen fotos anteriores, obtenidas de cualquier viejo telediario, y colóquenlas junto a las que en la actualidad encontraremos en cualquier medio de comunicación. ¡Asombroso! ¿Verdad? Se asemejan como un huevo a una castaña. O al menos es lo que a mi me parece.
Lo cierto es que, por lo general y salvo honrosas excepciones, jamás le presto atención a ese mundo que recogen con profusión las revistas del corazón, popularmente conocidas como del hígado.
Pero en este caso nuestra “bella princesa” ha conseguido llamar mi atención hasta preocuparme seriamente por su salud. Si se molestan en analizarlo mínimamente verán que su evolución es muy similar a la que viviéramos años atrás con el inigualable “rey del pop”, Michael Jackson.
Confío en que, como aquel, no acabe por perder la nariz o, quién sabe, una oreja. Sería una pena que tras del enorme esfuerzo por conseguir tan privilegiada posición, acabara incapacitada para escuchar las clásicas intrigas de la corte, o no poder oler lo que se cocina en palacio.
Segundo destello: Esa “cosa” llamada Justicia.
Observo como en los últimos meses va aumentando la cólera del ciudadano contra la Administración de Justicia Española, y me pregunto ¿por qué ahora?
¿Qué está sucediendo en nuestra Administración de Justicia que no haya sucedido durante décadas? ¿Tal vez la politización? Desde cualquier perspectiva: eficacia, modos, métodos de trabajo y comprensión de sus protagonistas, es y ha sido un desastre.
Todos sabemos que sus “señorías” siempre han sido seres de otra galaxia, señalados, según ellos, por el dedo divino de no se sabe bien qué “dios”.
Pero la cosa viene de lejos. Ya en 1995 me vi en la necesidad de escribir un libro sobre la comatosa situación de esta Administración de Justicia titulado “La inJusticia en España”.
Difícil de resumir cuanto en el libro se dice, pero si constatar los cuatro grandes males, o defectos de nuestra imprescindible institución: lenta, cara, ineficaz e irresponsable.
Inútil extenderse en lo de “lenta”. Dudo que haya alguien que no lo haya sufrido en sus propias carnes. En cuanto a lo de “cara”, traten de llevar a buen puerto cualquier pleito limitado de recursos, y después me cuentan. Si nos referimos a lo de “ineficaz”, no conozco a nadie que después de una larga espera pueda decir algo positivo de la sentencia. Si es que ha sido capaz de entenderla en el farragoso lenguaje de los jueces. Y sobre lo de “irresponsable”. ¿Conocen algún juez que, previa emisión de una sentencia equivocada, rectificada por instancias superiores, haya sido sancionado, haciéndole responsable de los daños causados a las partes? Y todo ello, contrastando con el enorme y peligroso poder que emana de su cargo.
Un juez puede tomar decisiones equivocadas que afecten de manera negativa la vida y hacienda de las personas sin que ello conlleve, pese al error, responsabilidad alguna para él.
Si para colmo nos tropezamos en el camino con sujetos como el juez Garzón, la situación, además de dramática, se convierte en un esperpento.
Tercer destello: ¿Qué hemos hecho para merecer esto?
Estos días me encuentro inmerso en plena lectura de la que, creo, es la última novela publicada por el escritor mejicano y premio Cervantes, Carlos Fuentes. Relato de sorprendente y original inicio; a ratos delicioso, cuando de realismo, en el que te reconoces, se trata; a ratos complejo, cuando se imponen las reflexiones íntimas de sus protagonistas; a ratos desconcertante en extremo cuando el relato es controlado, desde otro mundo, por un alma en suspensión. Pero siempre sugerente y atractivo, como, por lo general, corresponde a la prosa de mi colega Carlos Fuentes.
Excuso decirles los placenteros momentos que la obra me está ofreciendo. Pero, en honor a la verdad, debo confesarles que la razón que me ha invitado a hablarles del libro es un corto párrafo en el que, con la maestría del buen escritor, Carlos Fuentes resume la que, presumo, es su opinión sobre la clase política. Como es de suponer, nada edificante para esta.
En numerosas ocasiones he definido con toda claridad lo que pienso de esta casta, en la que, sin duda, de tarde en tarde aparece alguno “bueno” que, naturalmente, acabará devorado por la camada, o transmutado en un converso.
Por ello me sorprende que cuantas personas, como el propio Carlos Fuentes, plasma en el relato - los personajes, Jericó y Josué, reconociendo su escaso talento para cualquier actividad deciden dedicarse a la política como última y mejor opción para prosperar (¿o será medrar?) - levanten en más ocasiones su autorizada voz para denunciar a estos personajes que, siendo en su mayoría indigentes intelectuales, se convierten, por mor de un voto raramente reflexionado, en dirigentes de nuestras vidas.
Bien es cierto que, por otro lado, resulta complicado encontrar una solución al problema. ¿Será este realmente el castigo del que nos habla la Biblia?
Felipe Cantos, escritor.
Primer destello: Un cuento más de “princesa encantada”…de haberse conocido.
Vaya por delante mi neutro respeto y un nulo interés por la Institución Monárquica, que raya en la indiferencia. Pero he de reconocer que me encuentro gratamente sorprendido por el aspecto que, poco a poco, va tomando la figura y, de manera específica, el rostro de la “princesa” Letizia.
Es evidente que la adoptada princesa no se encontraba cómoda con su anterior aspecto, lo que me obliga a preguntarme si el Príncipe Felipe tampoco lo estaba. De ser así, algo no ha funcionado bien en una relación que parecía creada por las plumas de los hermanos Grimm, de Charles Perrault, o del mismísimo Andersen. Pero, como viene a cuento en los cuentos, eso es harina de otro costal.
Lo que verdaderamente deseaba transmitirles es que la transformación de la “princesa” Letizia está consiguiendo hacérnosla irreconocible. Hay que realizar un gran esfuerzo para reconocerla en las imágenes que en la actualidad se publican de ella. Por favor, tomen fotos anteriores, obtenidas de cualquier viejo telediario, y colóquenlas junto a las que en la actualidad encontraremos en cualquier medio de comunicación. ¡Asombroso! ¿Verdad? Se asemejan como un huevo a una castaña. O al menos es lo que a mi me parece.
Lo cierto es que, por lo general y salvo honrosas excepciones, jamás le presto atención a ese mundo que recogen con profusión las revistas del corazón, popularmente conocidas como del hígado.
Pero en este caso nuestra “bella princesa” ha conseguido llamar mi atención hasta preocuparme seriamente por su salud. Si se molestan en analizarlo mínimamente verán que su evolución es muy similar a la que viviéramos años atrás con el inigualable “rey del pop”, Michael Jackson.
Confío en que, como aquel, no acabe por perder la nariz o, quién sabe, una oreja. Sería una pena que tras del enorme esfuerzo por conseguir tan privilegiada posición, acabara incapacitada para escuchar las clásicas intrigas de la corte, o no poder oler lo que se cocina en palacio.
Segundo destello: Esa “cosa” llamada Justicia.
Observo como en los últimos meses va aumentando la cólera del ciudadano contra la Administración de Justicia Española, y me pregunto ¿por qué ahora?
¿Qué está sucediendo en nuestra Administración de Justicia que no haya sucedido durante décadas? ¿Tal vez la politización? Desde cualquier perspectiva: eficacia, modos, métodos de trabajo y comprensión de sus protagonistas, es y ha sido un desastre.
Todos sabemos que sus “señorías” siempre han sido seres de otra galaxia, señalados, según ellos, por el dedo divino de no se sabe bien qué “dios”.
Pero la cosa viene de lejos. Ya en 1995 me vi en la necesidad de escribir un libro sobre la comatosa situación de esta Administración de Justicia titulado “La inJusticia en España”.
Difícil de resumir cuanto en el libro se dice, pero si constatar los cuatro grandes males, o defectos de nuestra imprescindible institución: lenta, cara, ineficaz e irresponsable.
Inútil extenderse en lo de “lenta”. Dudo que haya alguien que no lo haya sufrido en sus propias carnes. En cuanto a lo de “cara”, traten de llevar a buen puerto cualquier pleito limitado de recursos, y después me cuentan. Si nos referimos a lo de “ineficaz”, no conozco a nadie que después de una larga espera pueda decir algo positivo de la sentencia. Si es que ha sido capaz de entenderla en el farragoso lenguaje de los jueces. Y sobre lo de “irresponsable”. ¿Conocen algún juez que, previa emisión de una sentencia equivocada, rectificada por instancias superiores, haya sido sancionado, haciéndole responsable de los daños causados a las partes? Y todo ello, contrastando con el enorme y peligroso poder que emana de su cargo.
Un juez puede tomar decisiones equivocadas que afecten de manera negativa la vida y hacienda de las personas sin que ello conlleve, pese al error, responsabilidad alguna para él.
Si para colmo nos tropezamos en el camino con sujetos como el juez Garzón, la situación, además de dramática, se convierte en un esperpento.
Tercer destello: ¿Qué hemos hecho para merecer esto?
Estos días me encuentro inmerso en plena lectura de la que, creo, es la última novela publicada por el escritor mejicano y premio Cervantes, Carlos Fuentes. Relato de sorprendente y original inicio; a ratos delicioso, cuando de realismo, en el que te reconoces, se trata; a ratos complejo, cuando se imponen las reflexiones íntimas de sus protagonistas; a ratos desconcertante en extremo cuando el relato es controlado, desde otro mundo, por un alma en suspensión. Pero siempre sugerente y atractivo, como, por lo general, corresponde a la prosa de mi colega Carlos Fuentes.
Excuso decirles los placenteros momentos que la obra me está ofreciendo. Pero, en honor a la verdad, debo confesarles que la razón que me ha invitado a hablarles del libro es un corto párrafo en el que, con la maestría del buen escritor, Carlos Fuentes resume la que, presumo, es su opinión sobre la clase política. Como es de suponer, nada edificante para esta.
En numerosas ocasiones he definido con toda claridad lo que pienso de esta casta, en la que, sin duda, de tarde en tarde aparece alguno “bueno” que, naturalmente, acabará devorado por la camada, o transmutado en un converso.
Por ello me sorprende que cuantas personas, como el propio Carlos Fuentes, plasma en el relato - los personajes, Jericó y Josué, reconociendo su escaso talento para cualquier actividad deciden dedicarse a la política como última y mejor opción para prosperar (¿o será medrar?) - levanten en más ocasiones su autorizada voz para denunciar a estos personajes que, siendo en su mayoría indigentes intelectuales, se convierten, por mor de un voto raramente reflexionado, en dirigentes de nuestras vidas.
Bien es cierto que, por otro lado, resulta complicado encontrar una solución al problema. ¿Será este realmente el castigo del que nos habla la Biblia?
Felipe Cantos, escritor.
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