29 noviembre 2007

Que alguien nos salve de los “salvadores”.


Cuando la estafa es enorme ya toma un nombre decente. Ramón Pérez de Ayala.

El repetitivo y no por ello menos falso mensaje de “salvemos el planeta”, junto con la obsesiva campaña en defensa de determinadas especies en extinción, puede llevarnos a la sin razón y al paroxismo más absoluto.

En ocasiones, uno se pregunta si la educación que tiempo atrás recibiera no es un serio obstáculo para responder con contundencia a todos aquellos que pretenden tomarnos el pelo.
Y quizás porque uno mismo entienda que aquella fue, aunque algo cartesiana, correcta, intentará, siempre que sea posible, escuchar lo que los demás dicen, pese a que, en ocasiones, estos puedan resultar francamente insoportables.
Así sucede con uno de los sectores sociales - aquel que dice preocuparse de la protección del medio ambiente - donde las exageraciones y la pesadez de sus comunicadores superan los límites de la educación recibida, desbordando la paciencia del sujeto receptor.
Uno, insisto, pese a que lo educaron bien, comienza a estar hastiado de escuchar las sandeces que de manera continuada difunden estos emisarios del desastre y profetas de la desolación.
Es evidente, y yo no tengo duda alguna, que se hace imprescindible que de manera ordenada y sistemática nos concienciemos de la necesidad de tratar con la máxima delicadeza a la madre naturaleza y a cuantos en ella convivimos. Pero en modo alguno justifica, salvo puntuales casos, el que se nos quiera vender innecesarios mensajes catastrofistas y, lo que aún es peor, culparnos de la muerte y extinción de determinadas especies de animales y plantas.
La madre naturaleza nos ha mostrado, y nos muestra, de manera constante que ella, en su propia evolución, va creando las condiciones en las que el ser humano, como exponente máximo, va desarrollándose. Puede que no de manera perfecta – en el fondo la perfección puede significar la nada - pero en modo alguno debemos sentirnos culpable absoluto de cuanto desastre sobre ella se haya producido, o se pudiera producirse.
De hecho nos lo impone nuestra propia condición de seres racionales. Nuestra tendencia a mantener lo más arreglado y pulcro posible nuestro entorno más cercano es una clara demostración de ello. Pero llegar a cuestionarse, o incluso afirmar de manera categórica que la gran mayoría de especies se encuentran en peligro de extinción sólo por culpa de las acciones del hombre, con franqueza, no es de recibo. Es, sin duda, una demagogia barata falta de toda consistencia. Una maniobra de distracción utilizada por todos aquellos, especialmente políticos, que no tienen alternativas a los graves problemas que a diario acosan de manera real al hombre.
Puede que el mensaje haga mella en un gran número de conciencias, aún cuando estas se pregunten qué es exactamente lo que han hecho mal para que, hoy, se encuentre en peligro de extinción, por ejemplo, el armadillo gigante o el hurón de pies negros, en América; el kakapo o la foca monje, en Europa; el burro salvaje o el hipopótamo pygmy, en África; el Ibis nipón o el rinoceronte de India, en Asía, y por no resultar excesivamente cargante con la lista señalaremos por último, como ejemplos, la tortuga verde y el dragón de Komodo, en Oceanía. Naturalmente, esta no es más que una pequeña muestra de la larga lista que probablemente nos exhibiría un ecologista “al uso”. Vamos, de los que hoy se llevan.
Pero si observamos con detenimiento la realidad de lo que se nos quiere hacer creer, con toda probabilidad surgirán de inmediato multitud de interrogantes de difícil respuesta para el sujeto en cuestión.
La primera, respetando plenamente el derecho a la vida de cualquier ser vivo, sería, independientemente de si es o no culpable el ser humano, si la mayoría de estos animales cumplen alguna utilidad práctica en la vida del hombre. ¿Puede alguien explicarme para qué demonios se precisa un hipopótamo cuyo único objetivo es permanecer sumergido en el agua todo el día? ¿Y la ingente cantidad de cocodrilos a la espera de la presa en los ríos africanos? Supongo que resultara ocioso hacerse la misma pregunta sobre la desaparición, o no, de las pirañas, de los mosquitos y moscas, y qué decir de las avispas, arañas y demás insectos que tanto molestan al común de los mortales.
Sé, perfectamente, que la pregunta supera los límites del pragmatismo más molesto y que cualquier iniciado en esta nueva liturgia me abordaría de inmediato con que todo cumple una función en la naturaleza, al formar parte del ecosistema. . Pero de no haberse desarrollado los acontecimientos del modo en que lo han hecho, lo cual demuestra que el ecosistema no es, ni debe ser inmutable, ¿cuál sería la situación?
Traten de imaginar por un momento que todas y cada una de las especies extinguidas, y las que al parecer lo harán en los próximos años, se hubieran desarrollado del mismo modo que el ser humano. Cuesta poco llegar a la conclusión de que este planeta, ya de por si difícil y agresivo para el ser humano, se hubiera vuelto definitivamente inhabitable para él.
Doy por sentado que es lamentable el hecho de que las futuras generaciones quedarán privadas de la “razonable” satisfacción de conocer de cerca, o cuanto menos haber visto alguna vez en su ambiente salvaje a los grandes felinos, a las inigualables ballenas, o a las majestuosas águilas, por poner algunos ejemplos de cada uno de los hábitats en los que se desenvuelve nuestra vida.
Pero ello no me llevará al desvarío de cargar sobre nuestras conciencias, de manera global, la inevitable desaparición de especies afectadas por la propia evolución de la vida. A menos que los más fanáticos en la defensa de las especies en extinción planteé la necesidad de controlar la natalidad del hombre, frente a la de las demás especies, y a favor de estas últimas.
No nos engañemos, llevamos cientos de siglos, miles de años viendo desaparecer especies afectadas por su propia evolución y la de la naturaleza, sin que la mano del hombre haya tenido nada que ver en ello. Y pese a todo, o quizás por ello, el hombre ha continuado con su imparable desarrollo.
Si el ser humano hubiera podido evitar la extinción de los grandes carnívoros antidiluvianos, o los más cercanos y grandes felinos, como el tigre de bengala, o los leones africanos y especies similares, ¿podrían darme respuesta los profetas de la devastación de que es lo hubiera sido entonces del hombre? Seguramente serviríamos de desayuno comida y cena de todos ellos.
En cuanto a la intervención definitiva del hombre sobre las demás especies animales, igualmente les preguntaría a los iluminados agoreros - que por cierto viven extraordinariamente bien de las subvenciones obtenidas de sus feroces campañas - ¿qué sucede con aquellas especies con las que, en este caso sí, el ser humano viene manteniendo una constante batalla por eliminarlas de la faz de la tierra, sin conseguirlo. Entiéndase, por ejemplo, cucarachas, ratas, reptiles e insectos que, salvo inspirar a los guionistas de los dibujos animados, para poco más contribuyen al bienestar del hombre.
Seamos honestos. Una vez más la demagogia más burda y el engaño más sutil se instala en el mensajes de quienes, generalmente provenientes de una izquierda carente de una ideología felizmente naufragada, a falta de mejor oferta política y social, se erige en salvadores de lo que haga falta.
En un inicio fueron los fracasados principios básicos del hombre para la convivencia. No hay más que observar el mundo a tu alrededor para darse cuenta del resultado. Después, la lucha por la igualdad y los derechos sociales. Huelga recordar los estrepitosos fracasos de los “paraísos socialistas”. Posteriormente los “terribles” daños provocados en la capa de ozono que acabarían por envenenar el planeta y que, finalmente, quedaron en nada. A continuación los “gravísimos” problemas provocados por la globalización, para llegar, por último y lo más reciente, el mensaje repetido hasta el hastío de “salvemos el planeta”, en donde el cambio climático y la extinción de las especies se han convertido en la columna vertebral de todo el movimiento.
Por tanto, no se trata de exterminar por exterminar animales, cualquiera que estos sean, incluidas las antipáticas ratas, o los repulsivos escorpiones, ni provocar problemas climatológicos donde no los haya. Pero tampoco de llegar a concederles espacios de privilegios, como el reciente caso planteado por el socialista Pedro Pozas en el Congreso Español, sobre los derechos “humanos” de los grandes simios, mientras problemas de primerísimo orden en las necesidades de los seres humanos – vivienda, hambre, justicia, seguridad, naturaleza mal atendida y peor protegida, violencia de género, niños desamparados, enfermos terminales, etc. – continúan sin resolverse.

Felipe Cantos, escritor.