26 enero 2007

El peligroso laicismo de un presidente progre.

“El hombre masa carece simplemente de moral, que es siempre, en esencia, sentimiento de sumisión a algo…” José Ortega y Gasset.

De entrada debo confesarles que las pasadas navidades, con valiosos matices, enriquecidos unos y amargos otros, han sido ciertamente desconcertantes, por las evoluciones paranoicas de un presidente de gobierno desnortado.
Hacía mucho tiempo que, salvo el hecho de celebrar inercialmente y, casi, de manera obligada estas festividades navideñas, no me veía en la necesidad de reflexionar sobre el significado e influencia de las mismas, de manera directa en la vida de los ciudadanos de medio mundo e, innegablemente, de manera indirecta en la otra mitad.
Soy un cristiano de esos que se autodenominan “no practicante”. Y a fe que así ha venido siendo desde que cumplí los dieciséis años. Puedo asegurarles que en ningún momento he tenido la mínima tentación de buscar alternativas para, como dicen los que si lo han intentado, “encontrarme”. Jamás he tenido duda alguna de donde he estado, donde estoy y, espero, donde estaré.
Soy plenamente consciente de que todas las religiones te ofrecen el mismo mensaje – incluso, en estos difíciles momentos, el tan polémico Islam – pues todas ellas se encuentran profundamente hundidas en las mismas raíces.
Cuestión aparte es la interpretación, interesada, que de cada uno de sus contenidos pueda hacerse. De manera que una vez imbuido plenamente en la que por tradición y cultura te ha correspondido, de poco sirve andar en la búsqueda de nuevas alternativas que te lleven a un nuevo “paraíso”.
Sin embargo, lo que si aprendí, desde muy pequeño – tal vez tuve la enorme fortuna de encontrar en mi vida buenos maestros, y mejores padres – fue extraer de esa formación religiosa - activa o pasivamente - todo lo positivo que en cualesquiera de ellas se encuentra. De manera especial en dos aspectos: el histórico y el cultural, y destacando de ellos los valores éticos y morales que ambos contienen.
Respecto al primero, el histórico, porque me ha permitido conocer mis ancestros, saber de dónde procedo y recordarme constantemente quién soy. Que no es poco.
El segundo - independiente del mensaje religioso y la perversa interpretación que de cualquier texto teológico pueda hacerse, digo bien, cualquier texto, no sólo del católico - porque me han marcado durante toda mi vida, y continúa haciéndolo, las pautas mínimas de comportamiento que, sin obligarme a tornar en un exagerado beato creyente, me ayuda a intentar ser cada día lo que comúnmente se conoce como “una buena persona” - cuestión aparte de cada uno de nosotros es si lo conseguimos, o no - permitiéndome hacer ver a los demás, y estos a mí, lo más positivo del ser humano.
De siempre he venido sosteniendo que, incluso ante la negada actitud de cerrar ojos y oídos frente a evidencias indiscutibles, es obligado el respeto a la opinión de los demás. Aún así, es conveniente, aunque nos “disfracemos” de laicos o aconfesionales, no olvidar cuáles son nuestras verdaderas raíces. De otro modo estaremos condenados al error permanente. De manera especial en cuanto a la educación que debamos ofrecer a nuestros hijos, para enfrentarse al futuro.
No soy “demasiado amigo” de todo lo que supone la parafernalia eclesial, pudiendo calificarse mi relación con tal sector de la sociedad de respetuosamente distante. Sé, perfectamente, que al amparo del ejercicio de su apostolado se han realizado actos maravillosos, como otros hartamente reprobables.
Por ello, estoy de acuerdo en que la religión, como tal, no tiene por qué ser, necesariamente, la referencia en la que cimentemos toda la formación de nuestros hijos. Pero los innegables valores que contienen su historia y su cultura - nuestra cultura, lo niegue quien lo niegue - si les serán imprescindibles para ubicarse lo más cerca posible de su realidad más inmediata.
Desproveer de esos valores culturales y de esa innegable historia conlleva a un vacío que difícilmente nuestros jóvenes sabrán llenar. O, desgraciadamente, lo harán con sucedáneos materiales que sólo conseguirán cubrir sus necesidades por un corto espacio de tiempo, llevándoles con facilidad a la continua desilusión, sino a algo más lamentable.
Por eso no he logrado comprender nunca la “cruzada” iniciada desde las instituciones del estado, principalmente por el Gobierno liderado por su presidente Rodríguez Zapatero, contra los más elementales principios básicos de nuestra cultura, a todas luces, de profundas raíces católicas.
No se trata de seguir al pie de la letra cuantas directrices emanen desde la cúpula del catolicismo – entiéndase el Papa de Roma – pero si tomar lo mejor que nos ofrece una cultura como la católica, que es la nuestra. Aún menos, convertirse en anticlerical, siguiendo las directrices políticas del gobernante de turno o, aún peor, tratando de alcanzar del modo que sea la licenciatura de “progre”.
Lo importante son los valores positivos que de cualquier religión se puedan obtener y que en el caso de la judeo-cristiana son muchos. No digo yo que desde el más pragmático de los laicismos no sea posible educar de una manera “razonable” a un joven. Aunque, sin duda alguna, dependerá en exceso de la “madera” de la que, este, esté hecho. Si esta no es buena, la carencia de valores profundos condicionara su futuro como persona. Desproveer de esos valores a una juventud es colocarles en la misma situación en la que se encontraría alguien perdido en la inmensidad del desierto, sin agua.
Recientemente viví una experiencia que vino a confirmarme lo importante de inculcar valores éticos y morales a una juventud que jamás les serán aportados criándose en una sociedad que se autodeterminan laica o aconfesional, y cuyos valores se cimentan, principalmente, en ese brutal pragmatismo.
En estas pasadas navidades, realizando, junto con mi familia, una de las tradicionales visitas navideñas, la mayor de mis hijas – catorce años - tuvo la oportunidad reencontrarse con una antigua compañera de colegio, de su misma edad, que había regresado a Alemania para continuar con sus estudios. La “pequeña”, pues pese a su “madura” actitud no dejaba de ser una niña de catorce años, presumía ante mi hija de que hacía algún tiempo que mantenía relaciones intimas, y animaba, más bien la exhortaba a que se iniciara en ellas. “Si bien - acabó por confesarle - aunque no eran lo que esperaba, tampoco estaba mal”.
Cuando al anochecer se despedían, la precoz joven trató de introducir un condón en el pequeño bolso de mi hija. Para la estupefacción de aquella, quien probablemente estaba convencida de la admiración y, probable envidia que habría despertado en su joven e inexperta amiga, mi hija extrajo del interior de su bolsito el pequeño y morboso paquetito y con la mejor de sus sonrisas se lo devolvió.
Como el hecho de inculcar a nuestros hijos una formación moral y ética no es impedimento para mantener con ellos la mayor libertad de comunicación, en cualquier tema que sea preciso, una vez en el coche no me resistí a preguntarle que es lo que había sucedido entre ellas. Cuando acabó de contarme “la anécdota” no pude por menos que sonreírle agradecido y especialmente orgulloso de su madurez. “Papá – concluyó - no podía creerse, cuando le devolví el condón, que le dijera que todavía no me encontraba preparada ni física, ni síquicamente.”
De regreso a casa, desplazándome por la autopista, concluía un día de los más hermosos que he tenido en mi vida. Creo que mi hija, a diferencia de la otra “pequeña” y pese a sus “adelantadas relaciones”, había demostrado una verdadera madurez.
La conclusión final es muy sencilla. No se trata de prohibir o alentar estímulos o sensaciones que la madre naturaleza irá despertando en su momento, en cada uno de nosotros. La cuestión es nutrir a nuestros hijos de valores esenciales – los católicos los tienen y son los nuestros – para que llegado el momento sepan reaccionar ante situaciones complejas. Especialmente para su edad.
Ignoro las edades de las hijas de nuestro laico y progre presidente. Pero especulando que estas se encuentren en la misma coordenada de la de mi hija y se vieran en la necesidad de “enfrentarse” a una situación similar, ¿habrán recibido de su padre la formación necesaria, católica o no, para responder con la misma cordura?
Es más, si el señor Rodríguez Zapatero fuera el padre de la otra pequeña y encontrara casualmente un condón en su bolsito de mano, o sobre la mesilla de noche, ¿llegaría a preocuparse, o estaría encantado de la precocidad de su pequeña?

Felipe Cantos, escritor.





02 enero 2007

¡Y ahora!, hemos de esperar a que dimita, lo echamos… ¿o volverán a votarlo?


La ambición es el excremento de la gloria. Pietro Aretino.

Acabo de escuchar las últimas noticias sobre el atentado de eta, en la terminal cuatro del aeropuerto de Barajas, y recordar, también, las últimas actuaciones y declaraciones del “presidente” Zapatero y sus acólitos. Créanlo, estoy, como decía el clásico, que me subo por las paredes.
No logro comprender como en un país de apariencia normal y, supuestamente inteligente en su conjunto, imbuido y destacando con claridad en un mundo manifiestamente competitivo en todas las áreas sociales, pueda haber sido engañado de manera tan burda por un personaje de opereta. No hay intelecto humano que pueda soportarlo.
Desde que el cretino de Zapatero llegó al poder, desgraciadamente sobre una pila de cadáveres aún por explicar, nada ha vuelto a ser lo mismo en España. Ni se trataba, ni se trata únicamente de discernir entre la supuesta izquierda, que dice representar - aunque yo no tengo duda alguna que sólo se representa a sí mismo - y la anodina derecha que no acaba de aclararse donde está, ni enterarse de nada.
Este impresentable, e imprevisto - que no imprevisible - sujeto, superando todo lo predecible en política, no es que haya, y esté, atentado contra los principios fundamentales de nuestra sociedad – Constitución; equilibrios regionales; fundamentos sociales, culturales y religiosos; bases históricas, etc. – pervirtiendo con ello los más elementales principios éticos y morales, es que atenta contra la inteligencia mínima de los españoles, consiguiendo hacernos aparecer ante el resto del mundo como un país de estúpidos.
Como bien saben los lectores habituales de mis artículos, hace más de quince años que resido fuera de España. Esa, digamos, privilegiada situación me ha permitido durante todos estos años tener una visión, sino perfecta, al menos si con la suficiente distancia como para no cegarme, o que los árboles me impidieran ver el bosque. Si a ello le añadimos mi más que nulo interés por la política, hasta que este sujeto apareciera en escena, puedo asegurar con total convicción que no me guiaba motivación política alguna. Mis motivaciones fueron, y son pura y llanamente humanas, e intelectuales.
En aquel momento, desde las perspectiva humana y pese a los atentados, no logré entender nunca que es lo que los votantes pudieron ver en un personaje que, en su aspecto y posteriormente en sus actos, era y es la viva imagen de un extravagante, deformado y mal cómico de humor negro. Una imagen que lejos de producir respeto, y el tiempo ha venido a darnos la razón, provoca la risa floja y el chiste fácil. Pero no así sus decisiones.
Sé perfectamente que, “aunque la cara es el espejo del alma”, eso, en sí mismo, no sería nunca suficiente para descalificar a nadie. Pese a ello, siempre he tenido la sensación que Zapatero era la propia caricatura de ZP, y viceversa. Una marioneta manejada desde algún oculto lugar. No era, ni es posible pensar que “alguien así” estuviera y esté al mando de la nave de una nación como España. Salvo ocultos intereses bastardos, ¿van a decirme que entre millones de españoles “eso” era y es lo mejor que tenemos?
Pero si lo analizamos desde el lado intelectual, la cosa no mejora en absoluto. Más bien empeora drásticamente. ¿Cómo es posible tener al frente de una nación, sea esta España, Azerbaiján, o el antiguo Congo Belga, un personaje cuyo bagaje intelectual se encuentra bajo mínimos y que en sus palabras, además de la constante mentira, se encuentra la vaciedad más absoluta?
Puede que sea injusto aplicar sin más el proverbio “la cara es el espejo del alma”. Pero si nos atenemos a aquel otro de “por sus actos los conoceréis”, no tengo la menor duda de que el “lamentable” presidente que nos ha caído como un castigo divino queda incontestablemente retratado.
Es muy posible que algún lector se cuestione hasta donde la responsabilidad de los actos de este personaje y su trastornada manera de interpretar la gobernabilidad de una nación, sin contar con la de sus electores. Y tendría toda la razón. Hace tiempo que vengo manteniendo que debería aplicarse un “cierto grado” de responsabilidad a quienes, salvo con la cabeza, votan a un candidato con cualquier parte de su anatomía: ojos, riñones, hígado o, incluso – perdonen - con el culo. De otro modo no puede entenderse que determinados candidatos, caso que nos ocupa, puedan haber llegado jamás a conseguir puesto de responsabilidad alguno.
Soy plenamente consciente que el contenido de este artículo no se ajusta a las elementales normas de cortesía que debe presidir todo texto para su publicación. Pero ni puedo, ni quiero que sea de otra forma. Les aseguro, pese a haber dejado en el camino de este escrito gran parte de la frustración y de algún modo haberme desahogado, que la ira que aún me domina ha superado todos los límites soportables.
Es tal la desfachatez y el cinismo del ínclito personaje, a lo largo y ancho de ese mal llamado “proceso de paz”, que inició de espalda a la mayoría de los españoles, que es difícil de contenerse.
Llamar accidentes mortales a los atentados de eta es, hablando en román paladino, la miserable justificación de los mismos, expresada, o bien por un irresponsable caradura; o bien por un deficiente mental incapaz de discernir sobre el bien o el mal, o bien por un repugnante sinvergüenza.
No sé usted, querido lector. Pero yo me siento estafado, burlado, vilipendiado por un personajillo de tres al cuarto, y su corte de indigentes intelectuales, que no puedo por más que expresar en este escrito toda mi frustración, diciendo: ¡basta ya!, ¿hasta cuándo hemos de soportar los españoles esta situación?
Humanamente es una canallada, e intelectualmente un despropósito.
Baste sólo recordar dos de las últimas ocasiones en que el “señor” presidente pretendió, y seguramente logró con muchos de los ingenuos españoles, burlarse de nosotros y tomarnos el pelo. Hace escasos dos meses, en el mismo momento en el que el Parlamento Europeo, por expresa petición del grupo socialista, discutía sobre la conveniencia, o no, de apoyar el mal llamado “proceso de paz”, eta ratificaba sus intenciones asaltando un polvorín y robando armas y explosivos. La sorprendente, por no calificar de estúpida respuesta del impresentable: “Si se demuestra la autoría de eta, habrá consecuencias”. Aún hoy es la fecha en la que estamos a la espera de esas consecuencias.
Él pasado día 30 de diciembre, después del último Consejo de Ministros, del año, una vez más el indolente personaje, que parece sacado de una de esas películas de serie b que trafica con zombis, mentía a los españoles asegurándoles que si este año eta había sido buena, él, faltaría más, nos “prometía una vez más”, que el próximo año aún sería mejor.
La respuesta de eta, escasas veinticuatro horas después, no se hizo esperar: un gravísimo atentado en la terminal cuatro del aeropuerto de Barajas con el balance de dos personas muertas. Ante ello, esa “cosa” que tenemos de presidente nos viene a decir, en su engolada forma habitual, más o menos, que eso no se hace, que así no vamos a ninguna parte y que, de momento, él y su corte de ineptos van a dejar de jugar. En síntesis: ni tan siquiera con muertos por delante este chapucero está dispuesto a romper un diálogo que jamás debió de iniciarse.
Pese a todo ello, y aún habiendo escuchado los testimonios de primera mano de algunos de los afectados – seguramente muchos de ellos responsables directos de que este individuo se encuentre donde está - relatando como vivieron la angustia de los primeros momentos, o las infinitas quejas de los perjudicados, tengo serias dudas de que llegado el momento, estos, no vuelvan a repetir su voto a favor de un personaje semejante.
En cuanto a los que desde el principio estuvimos convencidos del error cometido en la elección de este hombre, no podemos ser, no ya educados, ni siquiera corteses. Este hombre no se merece el más mínimo respeto, ni yo estoy por la labor de concederle la más mínima indulgencia. Como he venido manteniendo desde que llegó al poder, su sumisa actitud ante la banda terrorista eta sólo es posible entenderla en clave de débito.
Por la tranquilidad de toda una sociedad y la dignidad de un pueblo, debe dimitir de inmediato y asumir las responsabilidades que se hayan derivado de sus actos.

Felipe Cantos, escritor.