25 enero 2006

¿Que se entiende por beber?


El beber es como el amor: el primer beso es mágico, el segundo íntimo, el tercero rutinario. Luego simplemente le quitas la ropa a la chica. Nicolás Chamfort.

Hace algunos días tuve la oportunidad de cenar en uno de los más señoreados restaurantes españoles, concretamente madrileño. Excuso mencionar el nombre, por otro lado innecesario, pues ya de por sí tiene suficiente fama sin necesidad de que yo aporte mi grano de arena. El caso es que disfrutamos de una inigualable comida típicamente española, centrada principalmente en dos de las tendencias más imaginativas y saludables de nuestra cocina tradicional: la vasca, con sus carnes y verduras, y la mediterránea, con sus pescados y arroces.
Naturalmente, cada uno de los comensales, de los seis que nos encontrábamos en la sala, se decidió por una de las dos alternativas. No era caso de mezclar sabores de fuerte personalidad en si mismos. Y fue fácil la decisión.
No sucedió así con los vinos. Costó Dios y ayuda tomar la decisión de cual de ellos sería el más adecuado. No era cuestión de poner sobre la mesa una excesiva variedad, tanto en tipos, como en estilos. Finalmente, pese al tópico de si tintos para carnes y verduras, y blancos para arroces y pescados, todos estuvimos de acuerdo en que un tinto que justificara la tradición de la Ribera del Duero, sería bien recibido por todos, comieran lo que comieran. Tal vez les convenció aquello que, confieso que no es mía la frase, “el mejor blanco es un tinto”.
No me duelen prendas admitir que determinados vinos blancos suelen ser, aunque para mí en otros momentos distintos al de la solemnidad de una buena comida, bien recibidos por el consumidor en general. Especialmente si este es del género femenino. De los rosados prefiero no opinar. No tengo juicio al respecto. De modo que como siempre me ha parecido que no son “ni chicha ni limoná”, o como decía el clásico, “ni es tu tío, ni es tu tía”, prefiero continuar como hasta ahora.
De manera que al calor, al olor y al sabor de aquella inigualable comida, como viene siendo habitual, se dieron los más variados temas de conversación. Pero uno de ellos, supongo que condicionado por las varias botellas que del inigualable ribera iban siendo consumidas, centró la mayor parte de la velada: ¿qué entendemos por beber? Alcoholes, se entiende.
Y la propuesta no era baladí. Desde hace algunos años estoy siguiendo y analizando la multitud de datos que vienen publicándose sobre los hábitos en el beber, de los españoles. También, como es natural, de otros europeos. En la casi totalidad de ellos se manifiesta una clara preocupación, yo diría que justificadísima, por el elevado número de bebedores que se van incorporando. Inquietud especial supone la facilidad y la corta edad de acceso de los jóvenes al alcohol.
Sin embargo, en la velada, yo traté de plantar una clara diferencia en el cómo, en el cuándo y en el dónde se producen estas situaciones, y las grandes diferencias que las envuelven. Especialmente en aquello que se amparan en las llamadas tradiciones.
Porque si bien es cierto que cualquier exceso, en cualquier cosa, y el beber no es una excepción, más bien un agravante, siempre será perjudicial, no es menos cierto que en ocasiones se mezcla, como decía el castizo, “los churros con las merinas”. Cuando al referirnos al beber tratamos de generalizar no estamos siendo justos. Existe, como antes apuntaba, maneras de beber y “maneras de beber”.
Dejaremos a un lado lo que de dramático pueda suponer el alcoholismo adquirido, convertido en enfermedad. Asunto por otro lado que se escapa a este pequeño análisis. Se trataba de diferenciar cuales son los hábitos de beber de, por ejemplo los europeos. Nada tiene que ver, pese a que, como en todo, siempre hay quien se excede, la forma tradicional de beber del español medio, o si lo preferimos de los europeos del sur, latinos del Mediterráneo, con los hábitos de los europeos del norte.
No hay que olvidar que no es casual el que seamos conocidos como el país de las tapas. Aunque más justo sería reconocer que en todo el arco mediterráneo, quizás con menor profusión, se da esta costumbre. Incluso al otro lado del Peñón. De modo que mientras que por estos lares nuestros lo habitual es que a cualquier copa de bebida alcohólica, partiendo desde la más simple de las cervezas, pasando por un vino, hasta llegar al más sofisticado de los cócteles, lo normal es que les acompañen un pequeño refrigerio, para compensar los efectos de la bebida y hacerla más “digerible”; en las tradiciones del norte de Europa, sin olvidarnos de las Islas Británicas, eso es algo insólito. Lo normal es que debas beber tu copa, como habitualmente se dice: “a pelo”.
Difícilmente encontrarás tras de una simple cerveza, o del más fuerte aguardiente, o del más cálido vodka, o del más “suave” agua de tierra, o de la refrescante pinta de cerveza, o de la inigualable Guinness, el complemento de alimento que pueda facilitarte su digestión. Admito que las diferencias climatológicas han sido un factor determinante a la hora de haber sido confeccionadas las bebidas más tradicionales de cada país. Pero no así los hábitos para su consumo. Y sin embargo, solemos generalizar continuamente sobre el consumo de bebidas alcohólicas sin tener en cuenta estas circunstancias.
Que en España se bebe, ¡cierto! Que debemos controlar nuestros hábitos para no perdernos en equivocas e, incluso, parciales y permisivas conclusiones, ¡sin duda!
Pero que en este mundo donde, dicen, todas las comparaciones son odiosas, también hemos de de ser suficientemente claros. No es, ni será nunca lo mismo cumplir con el rito de degustar un aperitivo, acompañado de un buen pincho de tortilla, o de morcilla de Burgos, o de una ración de calamares; que verter sobre tu estómago, a la misma hora y sin otro elemento que lo acompañe, un copazo de fuerte aguardiente. Por mucho que en ese momento te encuentres a 15 grados bajo cero.
Como nunca será igual el “regar”, razonablemente, una de nuestras copiosas comidas - la costumbre de la siesta tampoco es casual - con cualquiera de nuestros buenos caldos, convirtiéndose el acto en, casi, una religión; que acabar en cinco minutos con una exuberante y siempre deliciosa Guinness, para acompañar a un, también, siempre escaso Croque Monsieur, más conocido como sándwich de jamón y queso a la plancha. Les aseguro que, odiosa o no, las comparaciones aquí son imprescindibles.
Y eso, dejando al margen excepciones, que siempre las habrá, valorando en su justa medida la costumbre que existe en algunos países, especialmente fríos, de tomar en vacío y con cierta facilidad, y a cualquier hora del día, o de la noche, licores que para el común de los españoles serían imposibles de digerir. Pocas veces tomamos nuestros alcoholes a pelo y sin ningún motivo que lo justifique. Casi siempre tratamos de encontrarle una justificación y, comiendo algo, hacer de ello un momento entrañable, por encima del hecho de beber por beber.

Felipe Cantos, escritor.

¿Ganar independencia, o perder intimidad?


El absurdo es la razón lúcida que constata sus límites. Camus.
Hace escasas semanas me vi en la necesidad, imagino que como todo hijo de vecino que precisa cubrir sus necesidades más vitales, como el alimentarse o el vestirse, de acudir a uno de esos habituales y mastodónticos centros comerciales en los que igual te planchan un huevo como te fríen una camisa. Confieso mi escasa, o nula, predisposición a visitar esos establecimientos. Pese a ello, y contrariamente a lo que se pudiera deducir, considero, salvo excepciones, que favorecen notablemente la competencia y ayudan a mejorar los precios. Pero la masificación siempre me ha agobiado, y si en algún lugar es fácil de conseguir ese objetivo con suma facilidad es en los campos de fútbol y en los denominados “hipers”.
También, para que negar lo evidente, uno, con los años, se hace más sibarita, más cómodo. De modo que prefiero el trato más cercano, más personal del amigo tendero que siempre nos aconseja lo más conveniente y al que tan siquiera es preciso decirle como deben ser de finas las lonchas del jamón, o el elegante y sofisticado “palito” de las pequeñas chuletas del lechal que nos permitirán, aún en momentos comprometidos, poder degustarlas casi con elegancia al comerlas con la punta de los dedos, que no con la mano.
Así que, obligado por las circunstancias - mi esposa no podía hacerlo y las escasas provisiones podrían calificarse de “escasísimas”, colocando a la familia en un claro riesgo de desfallecer por inanición si no se tomaban medidas urgentes – decidí cambiar mis hábitos y sin el mínimo interés por que se pudiera convertir en una costumbre me lancé a realizar el necesario acopio de alimentos. Tampoco era cuestión de obligar a la familia a convertirse en faquires por una mera cuestión de comodidad, o de “estilo”. He de reconocer que, pese a los bien atendidos cien kilos de mi anatomía, es imprescindible escuchar y atender las exigencias impuestas por nuestro metabolismo. Sin duda ello nos permitirá poder tomar el azaroso tren que nos transporta a diario a una nueva estación de nuestra vida.
De modo que me puse manos a la obra con la intención de abreviar aquella ingrata misión lo más rápidamente posible pero, pese a mi buena intención por acabar cuanto antes y escapar del lugar, no fue posible. Hube de realizar la compra al ritmo que los técnicos te exigen, cumpliendo las pautas impuestas por toda una infraestructura mercantil de la que es difícil desprenderse. Después de un largo rato con el pequeño Sascha subido a esa torturante silla metálica instalada frente al conductor del incalificable vehículo en el que vas introduciendo lo que seleccionas - su culito quedó marcado por las rayas durante horas, lo que le convirtió en mi mejor enemigo durante la compra, y tiempo después - conseguí alcanzar una de las cajas de pago, bien surtidas de zombis como yo. Pese a mantener el propósito de no prestar atención alguna a cuanto bicho viviente se cruzaba conmigo durante la operación de avituallamiento, pues la responsabilidad de la Intendencia no es asunto trivial, no pude por menos que desviar mi atención, en varias ocasiones, seguramente alcanzó la docena, hacia un personaje, él, coincidente en mi recorrido, pertrechado tras de su inseparable y ruidoso, ¿tal vez también odioso? teléfono móvil, o gsm para los más duchos, ¿cursis?, en la materia. No oculto que dispongo de un “chisme” de esos, casi eternamente apagado, sólo útil para aquellas ocasiones en que realmente se precisa de una urgencia. Por ello nunca he comprendido bien la constante necesidad, casi impulsiva, de mantener ese bicho pegado a la oreja. A veces, como en el caso de los conductores – ellas y ellos - con verdadero riesgo para la seguridad de los demás, y de la suya propia. Yo me pregunto cómo harían antes estos “moviladictos” y, si la necesidad de comunicación era, o es, tan grande, me sorprendo de que la telepatía no se haya desarrollado de igual manera que las setas, comestibles o no, en primavera. El caso es que aquel sujeto, y lamento haber sido indiscreto, pero su cercanía y de manera especial su tono excesivamente alto me impidió evitar el escuchar, contestaba al teléfono las cosas más banales que uno pudiera imaginar: “si, claro, no olvidaré la salsa de tomate”; “claro, claro que he cogido el pan”; “ya sabes que a mi no me gustan los espaguetis, pero los llevaré”; “¿vino tinto?, no, de ninguna manera que luego vomitas. Para eso no merece la pena hacer la compra, caramba”, etc., etc., etc.
Y digo yo, ¿es que a aquel sujeto y a su inteligente comunicador/a nadie les había explicado que existe algo que se llama bloc de notas, o el papel y el lápiz para hacer una simple lista de compra? La última de estas comunicaciones, casi ininterrumpidas durante todo el proceso de la compra, se produjo en la caja de salida. “Oye, estoy en la caja, ¿con que quieres que pague?” (¿)
Una vez pagado el peaje y pasada la aduanera caja comencé a respirar, sintiéndome libre de nuevo. Especialmente del insoportable sujeto del “telefonino” al que, gracias a mi abundante carrito, le di tiempo a alejarse de nosotros. O eso creía yo. Porque quiso la mala fortuna que Sascha, en su afán de beberlo y en el mío de que cesara en su llanto, volcara sobre mí un zumo de frutas integro, lo que me obligó a pasar por los aseos del insufrible “hiper”. Cuando nos encontrábamos en su interior, afanados en secar y borrar de nuestra ropa lo mejor posible toda huella de la catástrofe, de nuevo el reconocible sonido del maldito teléfono traspaso mis oídos. La conversación que pude escuchar no tenía desperdicios. “Si”, sonó una voz que en primera instancia pude escuchar como un susurro que situé tras una de las puertas cerradas de los varios aseos que se sucedían en una línea recta que vista desde la entrada parecía no tener fin. “Pues donde voy a estar, mujer, aquí, donde tú me has enviado”, volví a escuchar la misma voz, a la que se le notaba el enorme esfuerzo que realizaba por acabar con el objetivo que hasta allí parecía haber llevado a su propietario, a la vez que trataba de atemperar el tono para no ser escuchado en el exterior. “¿Cómo que donde es aquí? Pues aquí, caramba: en el centro comercial.”, bramó la voz, dándome la sensación esta vez de que el ansiado suave tono comenzaba a perder parte de su relativa importancia. “No, mujer, estoy bien. Es que ahora no puedo hablar. Estoy en el servicio, coño, en el servicio”. “¿Que qué hago? ¡Joder!, ¿qué quieres que haga? Pues... eso”. Tras de un corto impas de silencio un extraño sonido, más reconocible como el resoplido de un búfalo, vino a preceder a la, al parecer, alterada y última respuesta del agobiado moviladicto. ¿Qué a qué viene tanto misterio? La voz había perdido ya todo interés por pasar desapercibida, lo que nos permitió a todos, a mí, al pequeño Sascha y a los que durante el transcurso de la jugosa conversación habían ido entrando en el recinto higiénico, escuchar sin ningún pudor el último bramido: ¿Qué misterio, ni que leches? Porque estoy cagando. Te enteras. ¡Pues hala!
Lamento haber sido tan contundente con el relato y de manera especial con la trascripción literal de la conversación. Pero esperando que sepan pasar alto la “sutil” indelicadeza, supongo que estarán de acuerdo conmigo en que determinados avances de la técnica, en especial la comunicativa, lejos de adaptarse a nuestras necesidades parecen haber sido creadas para complicarnos más la vida. Es posible que contribuya de manera notable a nuestra libertad de movimientos, permitiéndonos decir que contestamos desde el lugar en el que se supone que deberíamos de estar – enhorabuena a los “vivos/vas” - o en el más insospechado del mundo, sin que realmente nos encontremos en él. Mas, pese a lo anónimo del pequeño artefacto y la libertad que con su utilización se le supone, la realidad es que hemos perdido gran parte de nuestra intimidad y yo diría que de nuestra libertad. Hoy es sumamente fácil conocer algunos de los detalles y entresijos de la vida de una persona, sin que tan siquiera sepamos su nombre. Basta con que, sin proponértelo, te veas obligado a escuchar cuantas conversaciones se producen en los entornos habituales en los que se desenvuelve tu actividad personal, o profesional. A mí, además de lo molesto en ocasiones, me parece una pena. ¿Y a usted?
Hasta siempre,

Felipe Cantos, escritor.

Los nuevos servidores de Belcebú: Los Cejaflejos


Pienso que si el diablo no existe, que si el hombre lo ha creado, lo ha hecho a su imagen y semejanza. Feodor Dostoyevski.

Hace algún tiempo que un buen amigo mío, algo obsesivo, eso sí, viene sosteniendo que las legiones del Diablo están trabajando en las más altas esferas. Con absoluta tenacidad, sostiene que en vista de que al “ilustre” personaje cada vez le es más difícil conseguir adictos a su causa, por la vía de las almas corruptas, si es que a determinados niveles, aún corrupta, quede alguna, lleva tiempo haciéndolo por la vía de los cerebros enfermos que, por lo que parece, le está resultando más fácil vencer cualquier atisbo de sólidos principios. Insistía en que sólo le faltaba encontrar la prueba que demostrara su existencia y, de manera contundente, sus conexiones y sus señas de identidad.
Así que, dispuesto a confirmar su tesis, apareció la otra mañana en casa, completamente exultante. “Lo sabía, lo sabía”, gritaba como un poseso al entrar en el hall de casa. “Sabía que en esas cejas, circunflejas, se encontraba anidada la razón de todos los males”. Yo, no terminaba de entender a qué se refería. Pero él no pareció darle demasiada importancia a mi desconcierto, y prosiguió visiblemente excitado. “Durante varios meses no había terminado de comprender qué era lo que sucedía, qué era lo que pasaba por la mente de ese personaje llamado zp, espero que irrepetible”, - señaló con un gesto de horror- “para que, partiendo de la, casi, nada, alcanzara las cotas más altas de… ¡Dios sabe cómo calificar en lo que se ha convertido!”, señaló con énfasis
“Aquella cosa, aparentemente sencilla y apocada, que se ganó en sus primeros pasos el calificativo de “Bambi”, ¡angelito!”, prosiguió, “se ha convertido, por mor de los acontecimientos, eso sí, provocados por él, en una explosiva mezcla que bien pudiera llamarse “Flubber. Si, hombre, recuerda. Aquella combinación gelatinosa de color verde limón, semejante a esa pasta tan asquerosa con la que juegan los niños - “blandibloog” creo que se llama - que en cuanto conseguía una cierta consistencia comenzaba a desplazarse alocadamente en todas direcciones sin control, provocando en sus movimientos toda clase de cataclismos”.
“Pero el problema, temo para mí”, señaló reflexivo, “que no sea fácil de resolver”. Mi asombro le importaba un pimiento, él continuaba sin más. “No creo que se trate de una anécdota con las que la caprichosa naturaleza, en ocasiones, nos sorprende”, sentenció. “Pues, si eres mínimamente observadores, podrás comprobar que la enfermedad parece haberse extendido a gran velocidad entre la clase política”.
“La cuestión, ahora”, aclaró, dejando la voz hueca para darle mayor trascendencia a lo que pretendía decir, “es saber dónde se inició el mal para, si aún estamos a tiempo, tratar de controlarlo. Yo tengo una ligera sospecha de que ese mal no se trasmite por contagio. Es más, estoy firmemente convencido, como en el caso de otras enfermedades fácilmente identificables, que es de origen genético. Que el sujeto en cuestión lleva el germen en su interior y que en el caso de que practique ciertas actividades, en las que la esencia sea complicarle la vida al prójimo, lo que vulgarmente se llama hacerle la puñeta, entre las que la política forma parte destacable, se manifiesta con fuerza”.
Yo continuaba sin terminar de aclararme. Pero, visto lo visto, decidí permanecer en silencio a la espera de que acabara su prédica. “Probablemente una de las razones sea la, casi, obligada necesidad de elevar las cejas mientras fruncimos el ceño. Eso sucede, naturalmente, cuando nos encontramos en actitud profundamente reflexiva, por la trascendencia de una inevitable decisión. Ese gesto de cerrar nuestra mente a todo y a todos, lo que nos interesa, claro está, en la que zp es un maestro consumado, para después elevar las cejas en un ruego al altísimo de turno, es lo que provoca la dramática consecuencia de lo que vengo denunciando”.
“Claro está que el repunte, nunca mejor dicho, puede ser peligroso en el caso de que se tengan contactos frecuentes con otros sujetos afectados del mismo mal. Porque, en ese caso, se potencian los efectos, multiplicándose exponencialmente. Si este contacto se desarrolla al más alto nivel, las posibilidades de que tus cejas terminen formando un perfecto ángulo de menos de cuarenta y cinco grados es un hecho científicamente indiscutible”.
“Y ya, lo que resulta sumamente peligroso es si con nuestra actividad, generalmente si es de las de con “mando en plaza”, decidimos que la única idea que vale es la nuestra. Ya conocen aquel proverbio, y si no yo se lo recuerdo, que dice: “nada hay más peligroso que una idea, cuando no se tiene más que una”.
Les aseguro que no pude más y trate de interrumpirlo. Pero ni poniéndole un bozal lo hubiera conseguido. Estaba fuera de sí. “Calla y escucha”, me espetó. “Lo triste, es que es una enfermedad difícilmente detectable a tiempo, ya que esta, raramente, se manifiesta en los primeros años de la vida del sujeto en cuestión. Casos hay, si, cuya huella, consecuencia del biberonazo, quedo cicatrizada tiempo después sobre la frente del sufrido progenitor. Pero son anécdotas que no cumplen la regla”. Yo, entrando en situación, no pude esconder mi risa floja imaginando a zp en la cuna, durante sus primeros meses, después de haber dejado de ser un nasciturus, mostrando sus exuberantes cejas circunflejas, mientras, mirando embobado a su mamá, pestañea repetidas veces. “Lo cierto es que, como antes te decía”, mi amigo volvió a reclamar mi atención, “si eres observador, podrán comprobar como la enfermedad parece estar despertando y extendiéndose con claro riesgo de epidemia. Si antaño el primero en llamar nuestra atención sobre el fenómeno fue el ínclito Ibarreche - ya sabes, el de los vascos y las vascas – seguido del ya citado Zapatero, ahora, ignoro las razones, pero miedo me dan, se han apuntado a la “moda” personajes como José Bono; Cándido Conde-Pumpido; Artur Mas, si bien, todavía, algo incipientes y, a ratos, según sea lo que nos está contando, Juan José Rodríguez Ibarra, así como un largo etcétera de políticos en activo”.
Bien es cierto que, hasta ese momento, yo, salvo el lado humorístico que de sus rostros se desprende, y la pena y risa floja que me provocan cada vez que veo algunos de ellos en cualquier medio de comunicación, nunca había intentado ir más allá.
Pero ahora que mi amigo lo dice, e insiste constantemente en que debemos mantenernos muy alertas, creo que algo de razón puede tiene. Que eso que está sucediendo no es normal y que, para él y otros muchos que le dan la razón, es un claro signo de la aparición en la tierra de una nueva secta: “los cejaflejos”.
En su teoría mantienen que, como en el caso de las profecías maléficas -me recuerda constantemente La maldición, Damiel, la momia y otras similares - relacionadas directamente con el demonio y las claves para invocar a “la bestia”, a través del famoso número 666, ahora la manera de formar parte de la secta y reconocer a sus adeptos es plasmar claramente en su rostro la seña de identidad: las cejas circunflejas.
Desde luego, si es por la radicalidad de sus actos, la cosa no pinta demasiado bien.
Yo, no sé qué decirles. La verdad es que mi amigo es muy serio: ¿y si tuviera razón?

Felipe Cantos, escritor.

La lenta velocidad de la luz


De pequeños principios resultan grandes fines. Mateo Alemán.

Debo confesarles que, en principio, fueron, y son, tantas y tan contradictorias las razones que me inspiraron este artículo que me resultó difícil su concreción. Bueno, aunque al decir verdad, siempre hay una que es indiscutible: el incontrolable deseo de escribir. Aunque ello lleve intrínsecamente el riesgo, que no la intención, de no ser demasiado trascendental. ¡Qué le vamos a hacer! A otros les da por subirse a los árboles, o hacerse políticos creyendo que con ello cumplen con la “divina” misión que les ha sido encomendada: salvar el mundo.
Sin embargo, como imagino que se estarán preguntando a que demonios viene el rimbombante titular que encabeza este pequeño artículo, trataré de explicarme. He estado varios años trabajando en una novela sobre Europa, basada en personajes, acontecimientos y fechas reales, pero reconvertida en una aglutinación de historias apócrifas con un objetivo común: poner en ciernes el gran riesgo y la viabilidad legal de Europa como el “Estado de los Estados”. Su relato nace, en centro Europa, en los oscuros inicios del siglo xii para terminar en nuestros días, en pleno siglo xxi, enfrentada a los fantásticos acontecimientos históricos y los más escalofriantes descubrimientos científicos. Por el momento es todo cuanto puedo y deseo contarles. Tampoco es cuestión de resumirles aquí más de cuatrocientas páginas de un relato y agotar su paciencia sin que, lamentablemente, podamos llegar a ninguna conclusión en este momento.
Pero por aquello de no parecer excesivamente superficial, si les diré que en la ingente labor de investigación que ha sido necesario realizar para darle forma a la novela, me he visto obligado a sumergirme en mundos cuya realidad sobrepasa sin dificultad alguna a la ficción más imaginativa. Por ella –la novela- de manera obligada, se darán cita desde la tecnología de comunicación más simple, casi vulgar y harto conocida, hasta los más nuevos y sofisticados descubrimientos en el campo de las desconocidas y aún más inquietantes Nanociencia, Nanotecnología y los derivados de la aplicación de ambas.
Les puedo asegurar que, en principio, mi intención fue siempre la de realizar una novela llena de sensibilidad. Un relato cuyo contenido se sustente principalmente en las reacciones y relaciones humanas más primitivas en donde, sin que medien agentes externos, muchos de ellos artificiales, podamos ver al ser humano en toda su extensión. De modo que, pese a que continua siendo la principal razón que me inspiró el emprender y terminar su creación, me ha sido muy difícil abstraerme de todo cuanto, en términos científicos, fui descubriendo de manera vertiginosa e imparable en nuestro mundo actual. Será, tal vez, que se cumple mi máxima sobre la inevitable rebeldía de los personajes de una novela, intentando, estos, ser lo que desean y no lo que el autor pretende, valiéndose para ello de cuanto les rodea.
Sea como fuere, la realidad es que el cúmulo de acontecimientos que afectan de pleno a nuestras vidas es tal que, independientemente de los inexcusables datos históricos y científicos que sean necesarios aportar para la coherencia a un relato, en la mayoría de las ocasiones fortuitos, están condicionando el todo de nuestra existencia. Sin ir más lejos, tengo sobre la mesa de mi estudio un recorte de prensa en el que, con todo lujo de detalles técnicos, se nos anuncia el proyecto ¡y la posibilidad! de que sea construido, en escasos quince años, un ascensor al espacio, sustentado por un cable de, sí, asómbrense, ¡100.000 kilómetros! ¿Y saben lo peor? Que todos los cálculos realizados y datos obtenidos permiten verlo con excepcional optimismo.
Me viene a la mente el recuerdo de conversaciones, aparentemente banales en aquella época, que mantuve, años a, con altos ejecutivos japoneses de una importante multinacional en algunos de los viajes que realicé a Tokio. Ellos aseguraban que debido a lo complejo de las inversiones en “este” nuestro planeta y de manera especial la falta de suelo en el Japón, hacía algo más de una década – hablaban de principios de los ochenta – que se estaba invirtiendo en la materialización de proyectos que permitieran la producción industrial ¡en el espacio! Al parecer, el problema principal, aparentemente hoy resuelto por medio de un tren espacial, era el transporte de la producción a la Tierra. Ahora que, si tenemos en cuenta el trabajo realizado por investigadores del propio Japón sobre la velocidad de la luz, aplicada al transporte humano, aquello finalmente se convirtió en un juego de niños. Estos, realizando ciertos experimentos, aseguraban que haciendo pasar un rayo de luz a través de un tubo de cadmio de un metro habían conseguido tal velocidad que el rayo había conseguido llegar instantes antes de haber salido. ¡Asombroso!, pero posible. ¿Verdad que ahora comprenden el titular del encabezamiento?
Lo cierto es que, como decía el clásico, lo tiempos adelantan que es una barbaridad. Aunque, como de todo lo nuevo en esta vida, siempre podremos obtener ventajas sorprendentes: ¿qué me dicen si, viajando sobre ese rayo de luz en el interior del tubo de cadmio, tuvieran la posibilidad de conocer a sus ancestros antes de que estos le hubieran engendrado? ¿O, al subir a ese ascensor camino de su apartamento en el piso, ni se sabe, tuvieran la fortuna de coincidir con ese/a deseable vecino/a y el ascensor se averiara a mitad de camino? En el primer caso, si lo que vemos no nos gustara, siempre tendríamos la posibilidad, no se como, de negarnos a nacer. En lo que se refiere al segundo, lo más probable es que en cuanto se hubiera realizado el rescate lo primero que habría que hacer es acudir a la oficina de empadronamiento más próxima y posterior bautizo.
De modo que, mal que nos pese, llegamos a la conclusión que pese a que uno en su mayor autenticidad se pase la vida tratando de buscar, al escribir, aquellas palabras que dando forma a frases con mayor o menor fortuna, pueda conseguir provocar las emociones más íntimas en el ser humano, terminará, en estos tiempos, con encontrarse con los poderosos condicionantes que el imparable y sorprendente ritmo de vida imponen, convirtiéndolo en una misión, casi, imposible. Y es que la agresividad el medio es muy fuerte.
Una confesión. El sueño de todo escritor, difícilmente logrado, al menos en mi caso, es provocar con sus textos ese mundo de sensaciones que sólo una buena composición musical puede conseguir. Tal vez en el mundo de la poesía, en el de la excepcional, se entiende, fuera posible acercarse algo. Pero incluso en ese caso, para conseguir alcanzar su verdadero esplendor, se precisaría que fuera acompañada de una mínima composición musical. De manera que pese a que lo uno no evita lo otro, o precisamente por ello, comprenderán lo difícil que resulta compaginar un sensible y emotivo texto literario con el pragmatismo emanado de los cálculos de la Teoría Cuántica; los valores matemáticos para desarrollar un cable de 100.000 kilómetros de longitud sujeto no se sabe bien a que cosa allá en el espacio, o conseguir llegar a estar presente, como observador privilegiado, en tu propio nacimiento. ¿Me estaré volviendo loco?
Hasta siempre.
Felipe Cantos, escritor.

La imaginación publicitaria al poder: ¡Un muerto al volante!


Generalmente se encuentra en la naturaleza humana más de locura que de sabiduría. Francis Bacon. Barón de Burulan.

La verdad es que ni siquiera tenia muy claro si el titular de este artículo era el más adecuado, como presentación para la habitual columna que vengo realizando en estas colaboraciones. Pero si hubieran estado en mi pellejo, en el momento de la visión que me lo inspiró, estoy convencido de que las dudas de ustedes hubieran sido las mismas.
Bien es cierto que en el ámbito de lo publicitario, base de este texto, uno está acostumbrado a casi todo. Y que el lenguaje que se viene utilizando, incluso falseando la realidad de unos hechos, o mostrando unos resultados a todas luces incorrectos, en más ocasiones de las que desearíamos, están rayando con el código penal.
Pero héteme aquí, que en el relato de lo que deseo exponerles, por la originalidad de lo que vi, llegó a desconcertarme de tal modo que aún hoy, varias semanas después de lo sucedido, no he sido capaz de discernir si era correcto, incorrecto o, incluso irreverente. Esto último, seguramente, será lo más probable.
Al regreso de una excursión por los Países Bajos, concretamente en una de las carreteras comarcales que une la bellísima ciudad de Brujas con la segunda capital de Bélgica, la flamenca Amberes, me vi en la necesidad de ralentizar considerablemente mi marcha para permitir el paso de una enorme caravana de vehículos que, en la tradicional fila india de aquellos que acompañan a su última morada al “agraciado” de turno, se resistían a ser interrumpidos para no romper su armonía y permanecer unidos todos en un mismo grupo. Hasta ahí todo era normal, como en todas estas manifestaciones “sociales” que, dicho sea de paso, aunque sea la última para el interfecto, o quizás por ello, tratamos de mostrarle nuestra innegable solidaridad y no perderlo de vista hasta su última morada, aunque durante años, mientras vivía entre nosotros, nos pudiera haber importado un pimiento.
Pese a mi gran paciencia, que les aseguro fue mucha, el cansancio acumulado en el viaje y aquella interminable fila de coches ralentizados, como si todos en aquella carretera, y no sólo el difunto, dispusieran de todo el tiempo del mundo, consiguió provocarme una cierta desazón que iniciándose en un sentimiento de frustración, acabó con el tiempo convirtiéndose, al decir de los franceses, en un “enervamiento”. Tuve la sensación que aquel desfile en dirección a Dios sabe qué cementerio, se había convertido en un interminable pase de modelos de automóviles de todas las marcas habidas. Para más “inri”, algunos de los pasajeros de los vehículos, tal vez conscientes de mi infortunio, trataron de darme ánimos saludándome con suaves y discretos gestos, desde sus ventanillas. Ignoro quién sería el personaje que todos ellos custodiaban en dirección a su última morada, pero a tenor del elevado número de vehículos, cercano a los cien, debía tratarse de un difunto “de peso”.
Cuando había llegado a un número cercano a la mitad decidí relajarme, arrepanchingándome en mi asiento, a la espera de que aquel tormento pasara. Casi a punto de ceder y dejarme mecer por el ronroneo de los motores al pasar frente a mí, cuando algo me sobresaltó al depositar mi mirada en el parabrisas del, al parecer, el último de los vehículos: iba conducido por un cadáver. Perdón, rectifico: por un esqueleto.
Naturalmente, era consciente de que podía tratarse de una persona disfrazada. Hasta ahí, aunque bastante adormilada, mi perspicacia funcionaba. Hombre, me dije, en esta vida casi todo es posible. Pero semejante falta de respeto en un momento como este, no sé, no sé. Sin embargo, mi curiosidad, como al gato, se despertó consiguió matar, sólo, mi apatía, y decidí averiguar si lo que mis ojos habían contemplado era real. Durante algunos minutos seguí a la caravana sin posibilidad alguna de adelantamiento. Como resultado únicamente lograba ver la silueta de una cabeza completamente pelada, dando la sensación de que aquel vehículo iba conducido por el mismísimo Nosferatu. Mi curiosidad me carcomía.
Finalmente la comitiva de automóviles abandonó la pequeña carretera comarcal para adentrarse en una de las autopistas que, formando parte del “ring”, comunican de manera extraordinaria la casi totalidad de ciudades y villas que conforman la Bélgica más conocida. Por fortuna, pese a que la oscuridad había comenzado a extender su largo manto y a adueñarse de la poca luz natural que languidecía, la permanente luz artificial, de la que disfruta Bélgica en sus autopistas durante toda la noche, había iniciado su trabajo.
Gracias a esa luz que, dicen, es un regalo de los monarcas belgas a sus conciudadanos, pude abandonar la interminable hilera y, acelerando, comenzar los deseados adelantamientos, largamente esperados. Efectivamente mis ojos no me habían engañado y sentado al volante del último de los automóviles que cerraba la comitiva se encontraba ¡un esqueleto!
Los cristales entintados de la limusina me impidieron comprobar si en los asientos traseros de aquel vehículo había alguien sentado. Pero puedo asegurarles que junto al “original” conductor no se hallaba ningún ser vivo que pudiera estar controlando el coche. Coche que por otro lado no dio, en ningún momento, ninguna sensación de inestabilidad, ni realizó maniobra alguna sospechosa. Aquel esqueleto, que sin duda no era un disfraz, sino más bien un artilugio mecánico, ejecutaba los pequeños movimientos que se requerían, para mantener el vehículo en su ruta, como el más hábil de los conductores.
Acelerando me alejé en dirección a la cabeza de la comitiva, dispuesto a averiguar algo más de aquello, si es que era posible. Tuve la sensación que al alejarme de la ventanilla el original personaje realizó un gesto a modo de despedida. Mi curiosidad iba en un aumento directamente proporcional con el de mi estupor. No por el hecho en sí de que fuera un esqueleto el que condujera un automóvil. Efectos publicitarios, y no publicitarios, aún más sorprendentes hemos visto cualquiera de nosotros en múltiples ocasiones. Era el momento en si, la muerte de una persona, y el lugar elegido para la exhibición de “aquello”, una comitiva mortuoria camino del cementerio.
Pero mi sorpresa no había hecho sino comenzar, porque al alcanzar la cabeza de la comitiva, de nuevo, al volante del primero de los automóviles, el que dirigía la comitiva, se encontraba otro esqueleto de iguales características al anterior que al verme en paralelo junto a él, este sí, soltó por un momento su huesuda mano derecha y me saludó, a la vez que abría la boca y realizaba un gesto a modo de escalofriante sonrisa.
Largo rato después de haber regresado a casa aún me sacudían los escalofríos por el efecto del repelús que lo vivido horas antes me había provocado. Cruzaba los dedos mientras me repetía una y otra vez: “lagarto”, “lagarto”. No lograba entender bien cómo era posible que, ni aún tratándose de publicidad, o precisamente por eso, el mundo de los difuntos no se podía respetar, evitando situaciones como esa. Me decía para mis adentros que no, que seguramente yo estaba equivocado y que pese a no haber encontrado cámara, ni foco, ni elemento alguno que lo confirmara, aquello no podía ser más que la filmación de una secuencia de una película, o el sketch humorístico de un anuncio publicitario.
Con esa convicción me quedé más tranquilo y, tomando una copa de licor, decidí sentarme y recuperar las fuerzas gastadas durante el viaje, leyendo la prensa.
Pero no era mi día. Allí, frente a mi, en la contraportada del diario que había elegido, se encontraban de nuevo, esta vez juntos, los dos esqueletos. Ambos, dirigiéndose, el uno al otro y viceversa, la misma macabra sonrisa que pretendieran lucir conmigo cuando me cruce en su camino horas antes. Se daban sus huesudas manos en actitud sumamente amistosa, casi fraternal. Bajo ellos, efectivamente, el anuncio de una empresa de pompas fúnebres, cuya lapidaria frase en grandes caracteres decía: “Servicios funerarios Montrel: probablemente la mejor funeraria del mundo”, para terminar recordándonos a todos la inexcusable obligación de pasar por sus dependencias en cuanto lo consideráramos oportuno.
Admito que la competencia en el mundo de la empresa es dura, y que la imaginación, siempre al poder, debe de utilizarse hasta donde esta sea posible, para obtener los máximos rendimientos. ¿Pero no creen que, en este caso, el creador de la campaña publicitaria se pasó… un pelín?

Felipe Cantos, escritor.

La inevitable resignación ante el cambio generacional


Nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. José Ortega y Gasset.

Les aseguro que es cierto. Hacía muchísimo tiempo que no me encontraba tan desconcertado en una situación cuyo desarrollo debería aceptar con aparente normalidad. Dicen los que creen conocerme bien - soy de los que piensan que jamás se termina de conocer bien a alguien - que, por lo general, soy un tipo extremadamente racional y equilibrado, lo que me permite distanciarme de las cosas y tomar estas con cierta filosofía. Vamos, que las acepto, pese a la gravedad de algunas experiencias sufridas, como algo natural, inevitable.
Y bien es cierto que en mi vida, imagino que como en la de todos, ha habido cambios de gran trascendencia, En lo que a mi respecta, en lo personal y anímico, he amado, ignoro si siempre con acierto y pleno convencimiento, más de una vez. He optado por caminos que consideraba definitivos y han resultado ser, definitivamente, un fiasco. He depositado ese imprescindible amor y esa necesaria confianza en quienes finalmente no lo merecía. Estoy convencido de que, sin duda, a la inversa, habrá sucedido lo mismo.
En cuanto a lo profesional y lo económico, parcelas estas en la vida de las personas, para mí, bastante más baladí, he sido alternativamente un discreto y vulgar peón de cualquier mediocre proyecto; así como la parte más importante de un todo, enriqueciéndome y volviendo a empobrecer con toda naturalidad, en más de una ocasión.
Es indudable que la piel se nos comienza a endurecer y cuartearse desde el mismo momento en que iniciamos nuestra andadura por estos mundos de Dios. Por ello, al amparo de cuanto nos sucede a lo largo de nuestra existencia, vamos, unos mejor que otros, aceptando todo aquello que, pese a no estar de acuerdo con ello, lo asumimos como inevitable. De modo y manera que, por ejemplo, salvo los inevitables comentarios del momento, en ocasiones repletos de agresividad, vemos y dejamos pasar ante nuestros ojos las enormes incongruencias y barbaridades cometidas por nuestra clase política, sea esta del signo que sea, con absoluta indiferencia y mayor indolencia por su parte: donde dije digo, digo diego,¡y ya está!. O asumimos con total facilidad inconcebibles sentencias de nuestros jueces y magistrados a sabiendas de que, se use el código de leyes que se use, jamás deberían ser permitidas por el más elemental sentido común.
Pues bien, en base a esa presunta actitud mía ante las cosas suelo optar, imagino nuevamente que como todos, por aceptar los cambios que sobre estas se producen con la mayor naturalidad, por estrambóticos que estos sean. Me digo que la razonable y constante evolución de la especie humana, con sus grandes contradicciones, es irremediable.
Pero hay algo en esa evolución que consigue romper con todo lo dicho hasta ahora y alterar mi tranquilidad de espíritu: son los cambios generacionales, y lo que consigo llevan esos cambios. A fuerza de ser sincero, he de admitir que me cuesta un enorme esfuerzo asumir esa constante evolución de quienes van incorporándose a nuestra clase adolescente, camino de una envidiable juventud. Peor aún, el aceptarla sin más.
Debo igualmente admitir que cuando yo me encontraba censado en las listas de los poseedores de los cerebros más moldeables del universo - los adolescentes - seguramente, pensé de las generaciones anteriores lo mismo que las actuales piensan de los carrozas de turno: es decir, nosotros. Yo soy de la generación de Los Beatles – los menciono, no por que fueran mis preferidos, sino por fijar con exactitud un determinado momento - de modo que no voy a ocultar que aquellos pelos y aquellas músicas desconcertaron hasta límites insospechados a nuestros padres, rompiendo todos sus esquemas, y no digamos ya a nuestros abuelos. Pero había algo en aquella generación - dejando al margen la incomparable e irrepetible música que se creo en las décadas de los sesenta y los setenta, del siglo pasado – que, pese a los indiscutibles cambios, suscitaba una cierta tranquilidad en las generaciones anteriores. Era el razonable deseo de mantener inalterables, en la medida de lo posible, las buenas costumbres, y ciertas tradiciones y valores morales y éticos. Pero, sobretodo, una buena educación. Puede que algo hipocritona. Vale. Pero respetando las mínimas formas y el valor por el buen gusto. Incluso mejorándolo, si era posible. Y ello, pese a las rivalidades existentes entre aquellas influyentes tendencias: “rokers y “mod”, que vinieron a marcar las modas de varias generaciones. Pese a los pelos, o las ropas que cada uno exhibía, incluidos las extravagantes vestimentas rokeras, aún hoy vigentes, se perseguía el buen gusto por la manera de vestir, por los modos de actuar y, salvo excepciones, de manera especial por el modo de comunicarte con tus compañeros y amigos, hoy, “colegas”. Justo es reconocer que, en ocasiones, como pasa con todo, exagerando el abanico de tendencias que podrían ir desde lo más cutre, rayando en lo sucio, hasta alcanzar la categoría de “pijos”.
Ahora es todo lo contrario. La práctica totalidad del universo de nuestros adolescentes gira alrededor del mal gusto, y una inexplicable tendencia a mostrar la mayor cantidad de centímetros de epidermis que sea posible. Aunque este/a se encuentre de viaje turístico en las estepas siberianas, a 30grados bajo cero. Sus ropas son, bajo una mirada mínimamente crítica, impresentables: irregulares y grandes pantalones cuya caja, lejos de marcar una buena figura, ha de mostrar al sujeto, él, como si llevaran un pañal o estuvieran - disculpen la grosería - cagados; ellas mostrando todo lo posible la parte más baja del trasero y exhibiendo, como un trofeo ganado a pulso, la mayor parte posible del pequeño tanga. Si estos son de colores llamativos, como violetas, naranjas y, en algunos casos, fluorescentes, tanto mejor. En cuanto a la parte superior, pequeñas y anodinas piezas sin ninguna personalidad, salvo la de mostrar nuevamente la mayor parte posible de la epidermis de quien la “luce” y, como mínimo, el ombligo. En ocasiones, como antes decía, en pleno invierno exhibiendo, por exceso abajo y por defecto arriba, tal cantidad de piel que difícilmente se libraran, cuando menos, de un resfriado del quince. Todo ello, parte superior e inferior, no sólo del sujeto/a, sino de la ropa, perforada de imperdibles y un sinfín de pequeños elementos metálicos que en función del número y tamaño, supongo, definirán la personalidad del adolescente.
Pero lo peor de todo está en la música con la que se identifican. Hemos pasado de las baladas más melosas, incluso empalagosas, pasando por el Heavy Metal más duro, pero con evidente protesta social y algún que otro mensaje, a la grosería como valor creativo. Dejando a un lado el inevitable “rap”, para mi superado, pero que ha impregnado la música de la última década, y en donde la mayoría de los interpretes son cantantes negros que parecen estar siempre muy enfadados, nos encontramos con “ídolos” de masas de adolescentes cuyos nombres deja mucho que desear y su escasa capacidad creatividad parece haber sido obtenida en el cubo de la basura, o en los urinarios públicos de cualquier suburbio olvidado de una gran ciudad. Estrofas de un indudable mal gusto, y vuelvo a pedir disculpas, como “Fóllame, fóllame, es lo único que me puedes hacer”; o “que te follen tío, que por aquí pasa el río”; o “que te den por el culo y que te folle un pez, a ver si así te enteras de una vez”, son moneda de curso legal en el panorama “artístico” juvenil, y no tan juvenil.
Auque quizás lo peor de todo no sean las “obras” de aquellos jóvenes que, a falta de capacidad creadora, recurren a la siempre fácil y sobrada, en esas edades, capacidad provocadora. Con ellos, a poco que lo intenten, siempre es fácil de que se cumpla la máxima de que “todo es susceptible de empeorar”.
Claro que a tenor de lo que puede suceder con artistas de los llamados consagrados: todo es posible. Alucinado, lo que se dice alucinado quedé hace unos días al comprobar el nivel de creación de uno de nuestros más “insignes cantantes”, Nacho Cano, y escuchar algunos textos de sus últimas composiciones. Es de suponer que se trata de uno de los componentes de aquel añorado grupo que se llamó Mecano. Aunque a tenor de lo que escuche no creo que fuera el más creativo.
Son ustedes capaces de imaginarlo en un estudio de grabación, ante un micrófono, sujetando con la mano izquierda los cascos, o con la derecha, que cada uno es muy quien, con la cara transpuesta en un gesto sólo posible en la cara de un iluminado que está “pariendo” la más bella composición musical, poética o literaria, para venir a decirnos algo así como: “coge mi mano y no te separes, que en el viaje infinito yo cuidaré de que no se despeine tu flequillito” ¡A lo que te obliga la más elemental educación!
De modo que espero comprendan mi resistencia a entender “ciertas” evoluciones generacionales. Confío en no haber perdido el paso al tiempo, pero si he de ser sincero, antes de llegar hasta allí, como “revolucionario”, prefiero quedarme aquí, como “reaccionario”.

Hasta siempre,
Felipe Cantos, escritor.

19 enero 2006

La dignidad de los muertos…y la nuestra


Cuando inicié la aventura de darle forma periódicamente a esta serie de artículos me prometí que, en al medida de lo posible, trataría de no alejarme demasiado del tono jocoso y relajado, y si fuera posible divertido o, cuanto más, irónico. Pensé que era, y son, demasiados comentaristas y demasiadas columnas, abiertas a diario en los miles de medios de comunicación existentes, para que la mía aportara algo nuevo a la ajetreada vida política de España.
Además, pretendía, y pretendo, otra cosa que no sea la repetición constante del mismo tema, aunque, por desgracia, dado el talante -¿qué palabra tan de moda, verdad?- que están tomando las cosas en nuestro país, comienzo a pensar que nunca serán suficientes.
Pero, amigo, no siempre es posible acceder a los deseos. Menos aún si estos son los propios. Al menos en cuanto a lo que de lúdico pudiera tener este texto. Estoy desconcertado, les aseguro que no tengo muy claro como debo reaccionar ante lo que, como un insulto al alma, me provocan la más absoluta repulsa de determinadas actitudes humanas.
La razón de fondo, aunque provocada por múltiples detonantes, es la triste valoración que se obtiene al reflexionar sobre la manipulación que habitualmente se hace en los medios de comunicación sobre la muerte de personas. Dejando al margen los espectaculares casos – Yak 42, helicóptero de Afganistán, atentados de 14M, y otros similares- en los que las razones políticas inspiran y condicionan todo, superando con exceso al propio hecho en si de la triste desgracia de unas muertes, siempre prematuras, es difícil entender las acciones, los gestos de los propios familiares de las victimas. Vaya por delante, como bien es cierto y en múltiples ocasiones he manifestado con toda sinceridad, que he conseguido superar mi “admiración” por eso que llaman la “clase política”, sea del signo que sea, con un claro objetivo: tratar de prescindir de ella en la medida de lo posible. Como individuo, creo haberme acercado bastante a mi propósito. Desgraciadamente, como ser vinculado a una sociedad, no parece que pueda conseguirlo.
Siempre ha existido y siempre existirá quien del dolor ajeno intente y, lamentablemente, con demasiada frecuencia, obtenga réditos para su particular causa. Y aunque no está demás denunciarlo, para que al menos no caiga en el olvido, de nada sirve lamentarlo pues tal “defecto” no es posible corregir ya que va arraigado en lo más profundo del ser humano, llegando a hacerse, casi, comprensible cuando se trata de la defensa de determinados intereses. Esos que los seducidos suelen denominar “la causa”. Además, por lo general, es lo que cabe esperar de la clase política. Pero lo que ya resulta incomprensible, al menos para mí, es que se presten a ello, con participación directa en la exhibición y en el espectáculo las, denominadas, victimas: los familiares y personas más cercanas, afectadas por la tragedia acaecida.
Cuando, como consecuencia del conocimiento de una tragedia, se me ha dado la ocasión de poder responder a la pregunta de que haría yo si me encontrara en el lugar de los seres que han sufrido el zarpazo, la respuesta, inexorablemente, siempre ha sido, y confío en que seguirá siendo, la misma: aislarme en lo más profundo y no participar en la exhibición de mi dolor como una mercancía. Mil veces me he puesto en la piel del padre al que violan y asesinan un hijo; del que, como consecuencia de un atentado terrorista, pierde un ser querido; del que es conocedor de ultrajes y abusos a esos mismos seres queridos o, como en el caso de los dramáticos siniestros acaecidos, es golpeado brutalmente por el destino, perdiendo algún ser querido en un accidente. Y mil veces me he respondido lo mismo. Con el dolor incrustado en el alma actuaría con la máxima discreción, reflexionando y tratando de acercarme en cada caso de acuerdo con las circunstancias del drama: si solidaridad con los demás afectados, solidaridad; si asesoramiento, asesoramiento; si denuncia, denuncia; si intervención personal, toda mi dedicación y colaboración plena para tratar de que se haga justicia con mayúsculas (después de casi mil muertos, aun me resulta sorprendente, casi milagroso, entender como ni una sola de las víctimas de eta, saltando como un resorte, no haya hecho otra cosa, que se sepa, que acogerse al amparo de la avt).
Pero, desde luego, lo que nunca haría sería caer en demagogias y, siempre, alejarme de cualquier tentación de exhibición, rechazando de manera clara y contundente cualquier manipulación, Dios sabe con que oculto objetivo, inducida por la utilización de cámara de televisión, o periodista alguno.
Es difícil entender, salvo por un escaso, sino nulo, nivel cultural, como familiares cercanos, en ocasiones los propios padres de la víctima, aceptan colocarse ante las cámaras de la televisión para relatarnos su versión de los hechos. Salvo que uno haya superado ya todos los límites posibles de falta de sensibilidad - del medio de comunicación y de su representante ya lo espero todo, o mejor, ya no espero nada - sorprende que en momentos como esos se puedan tener deseos de hacer publicidad de lo sucedido, llegando en ocasiones a corregir y aumentar la versión oficial.
Admitiendo que el mundo de los medios de comunicación ha sobrepasado todos los límites posibles, disparando todas las alarmas, en cuanto a mantenerse ante esta sociedad con un mínimo de ética, de la estética mejor no hablar pues el mal gusto está permanente presente en ellos, no es admisible que los propios afectados, por exceso o por defecto, participen en ello. Recrearse en el dolor propio, exhibiéndolo como mercancía para obtener determinadas ventajas, o tratar de que otros las obtengan, además de hacer poco creíble a los protagonistas, denuncia la catadura moral de quienes lo realizan. El pecado es aún mayor cuando ni tan siquiera cabe escudarse en carencias culturales, o un limitado nivel intelectual.
¿En serio hay quien crea que, tras de un espantoso accidente donde se mezclan los pedazos de muertos sin posibilidad humana de ser identificados rápida y fácilmente para ser entregados a sus familiares, lo verdaderamente importante, pase el tiempo que pase, es que cada uno se lleve el “suyo” a casa? ¿De verdad que alguien cree que en las lamentables catástrofes que a diario se suceden, en donde se ven afectados decenas de personas – accidentes de trenes y aviones, o colisiones múltiples en carreteras, sin olvidarnos de los actos terroristas - verdaderamente tiene importancia que a uno le terminen dando el “suyo”? ¿Acaso hay ingenuo que crea que eso se hace así? ¿Hay quien se crea que los muertos del 11-M, y otros casos similares, se encuentran cada uno en su “sitio”? Sigo creyendo que lo importante, aunque no sea más que por respeto a nosotros mismos y, sin duda, a los muertos, es tratar de retener en nuestra memoria la mayor cantidad posible de recuerdos de ellos. Y no físicamente, mediante unos restos que en breves semanas dejaran de serlo – “polvo eres y en polvo te convertirás” -, sino espiritualmente. Porque ahí, en espíritu es donde siempre les encontraremos. Lo demás sólo servirá para arropar las macabras maniobras de quienes por una razón u otra, políticos y medios de comunicación, principalmente, realizan, con absoluta falta de escrúpulos, en su propio beneficio.

Felipe Cantos, escritor.

17 enero 2006

Aniversario en el Habana club


Hace escasas noches, naturalmente con sus correspondientes días, pese a la dureza de tener que cumplir la “pila” de años que uno empieza a tener que soportar sobre su espalda, como si por mor de la edad te hubiera convertido en aquel mitológico personaje que, rodilla en tierra, ha de sujetar por toda la eternidad el globo terráqueo, decidí salir a celebrarlo, al decir de los clásicos “como es debido”. Después de todo no se cumple algo más de medio siglo todos los días. ¿Más de medio siglo he dicho? ¡Puaf!
El caso es que deseoso de sujetar tal cantidad de años, o al menos alargarlo el mayor tiempo posible - la otra alternativa, la de que pase rápido el momento, sin duda, es peor, pues sin que apenas te des cuenta llega el siguiente - decidimos, mis acompañantes y yo, prolongar la noche tomando unas copas allí donde la “marcha” que todos llevábamos dentro pudiera desarrollarse y expandirse, cada uno en su medida, cual lava emanada de virulentos volcanes. Para ello nada mejor, nos dijimos, que acercarnos hasta una de esas coquetas y pequeñas salas de música en directo, en donde el ensordecedor ruido de los conversadores, tratando de robarse la palabra, no te permite oír un carajo la música que, en ocasiones, suele ser de cierta dignidad.
El Habana club, que pese a su significado nombre suele estar más dedicado a las bandas de jazz que a lo que se supone al nombrarlo, fue el elegido. Pensamos que si bien el jazz no era la música por excelencia preferida del conjunto del grupo, al menos en aquel ambiente y con aquel sonido se podría producir un seductor momento de intimación, y quién sabe si de confidencias. Después de todo cuando la música no te atrapa pero te acompaña con su seductor sonido, suelen producirse esos mágicos momentos en que los seres más cercanos, estos que nos llamamos amigos para diferenciarnos de aquellos otros más distantes, solemos, al calor de esos momentos, dejarnos, como las cebollas, algunas de las múltiples capas con las que consciente o inconscientemente nos cubrimos.
Así que, todos los demás, como yo mismo - conversador infatigable - nos las prometíamos muy felices, ilusionados con dedicar parte de la noche a dejarnos envolver por las inmortales melodías de los reyes del jazz, como Chris Barber, o el mismísimo Louis Armstrong, entre otros, degustar unas maravillas caipiriñas y, por qué no, si la ocasión se presentaba y con la ayuda de la estimulante bebida brasileira, dedicar cierta parte de ese noctámbulo momento al deporte nacional: “el marujeo”. Y no vayan a creer, pues el nivel intelectual del grupo era alto y el coeficiente de inteligencia, cuanto menos, superaba la media del ciento veinticinco. Pero que quieren que les diga. Eso de despellejar al ausente, naturalmente con estilo y sin hacer sangre, tiene su gracia.
Pero, ¡ay, amigo! Ya saben aquello tan manido de: “el hombre propone y… etc.” La primera dificultad fue encontrar, ¡a las dos de la mañana! una plaza de aparcamiento. Con buena voluntad conseguimos hacerlo a casi siete minutos del local de referencia: el Habana club. Pero las dificultades no habían hecho más que comenzar, pues conseguir una mesa bien pudiera ser parte del guión de la película de Tom Cruise, aún sin filmar: Misión Imposible iii. Tuve que hacer uso de las más viejas artimañas para, poco a poco, conseguir reunir en un rincón, junto a una pequeña mesa en la que apenas se podía colocar los cinco vasos de cualquier contenido, cinco pequeños asientos. Estos eran una especie de taburete de muy poca altura, forrado en una tela que castigaba seriamente con un soberbio latigazo, producido sin duda por la electricidad estática, a quien osara acariciarlos con más violencia de la que ellos podrían soportar y en los que apenas si cabían los traseros de cualquiera de nosotros. Hubo un momento en que, para retener más de un asiento y poder rescatarlo para la causa, tuve que colocar un pie sobre uno, el trasero sobre un segundo y una de mis manos apoyada sobre un tercero, en un indescriptible número de circo. Debieron de pasar más de veinticinco minutos para conseguir que todos pudiéramos sentarnos. Cuando lo conseguimos, hubo un momento en que el grupo no pudo evitar romper el silencio con una estruendosa carcajada. Por fortuna los convecinos, que más que convecinos parecían siameses nuestros por la obligada cercanía, debido al ruido reinante en el local a penas si la escucharon. Mientras reíamos nos mirábamos con estupefacción. El taburete era tan pequeño que nos obligaba a sentarnos de tal modo que nuestras rodillas alcanzaban, o superaban según que caso, la altura de nuestras cabezas. Mirando a nuestro alrededor pudimos comprobar como el resto de los concurrentes se encontraba en la misma ridícula posición que, al margen de lo incómodo, seguramente para la mayoría podría resultar, incluso, nocivo para su salud. La penumbra que suele reinar en estos locales de copas daba a la escena todo el aspecto de una colmena de saltamontes, o cigarras, reunidos y acumulados para protegerse durante las horas nocturnas.
Con un “bueno, pues ya está”, decidimos pasar página y dedicar toda nuestra atención al objetivo que hasta allí nos había llevado: escuchar, en la medida de lo posible algo de buena música y disfrutar de una refrescante caipiriña. Lo primero no parecía fácil, pues el ensordecedor ruido de ambiente apenas si permitía adivinar qué es lo que sonaba como música de fondo. Sin embargo, el segundo, como en un inesperado milagro, se produjo de tal modo que consiguió dar forma también al primero. La llegada de la negrita batanga, con el clásico pañuelo atado sobre su cabeza y contorneándose al caminar entre las cigarras y los saltamontes al ritmo del “meneito”, fue toda una premonición. A través de ella y de lo que emanaba su figura, de senos generosos y compacto pero no exagerado trasero, que al contra luz fue lo más semejante a una aparición, pudimos intuir, contra todo pronóstico, que aquella noche la música que interpretaba la banda era digna merecedora del nombre del local.
Después de pedirle las tan ansiadas caipiriñas esta se marchó con el mismo “meneito” con el que llegara, dejándonos con una agradable sensación. Sorprendentemente, no tardó demasiado en regresar, acompañada de su “meneito” y con las caipiriñas, y tuvimos la oportunidad de confirmar que de todo aquel montaje era lo más cercano a lo auténtico. Los músicos, pese a su buena voluntad, mostraban en la ejecución de las piezas un virtuosismo más cercano a cualquier otro tipo de música y no parecían encontrarse realmente en su “salsa”. Pero ella, simultaneando el servicio de las mesas y emulando a los bailarines de la pista, colaboraba en la animación y puesta en escena de las piezas que la banda, más mal que bien, interpretaba sin poderse desprender del fuerte acento francófono. Mientras nos sirvió las caipiriñas continuó con su canturreo y el “meneito sandunguero” que conmovía el alma y algo más, lo que hizo que olvidáramos todas las primeras molestias y pasáramos un rato agradable.
No se si fruto de la “aparición”, o de las caipiriñas ingeridas, pero por la mañana aún resonaban en nuestros oídos la alegre música obligándonos a acompañarla con el meneito: “Juan Tanamera, menéalo pa…quí, menéalo pa…lla”. Todo resultó ideal en El Habana club que, pese a que tradicionalmente produce buen jazz, en esta ocasión se prodigó, bien es cierto que con graves deficiencias técnicas que cubrieron con su mejor ánimo, interpretando ritmos caribeños difíciles de resistir. Finalmente resultó una buena noche. Y es que yo creo que el alma esta confeccionada sólo con evocadores elementos musicales cuya autenticidad esta a prueba de todo. De modo que bastará con pulsar uno sólo de esos elementos para que veamos las cosas de modo distinto… y mejoradas. Además, ¿hay alguien capaz de resistirse al “meneito” provocado por un buen ritmo salsero aderezado con una refrescante caipiriña? ¡Pues eso!

Hasta siempre.
Felipe Cantos, escritor.

16 enero 2006

El español en la unión europea y la necedad de un presidente


Desde hace algún tiempo se conoce la definida decisión, por parte de las autoridades comunitarias, de restringir el uso de algunas de las lenguas que hasta ahora se han venido utilizando en las Instituciones Europeas con toda normalidad. Independientemente de lo que su uso pueda significar en sus ya altos presupuestos, tanto económicos, como administrativos y de gestión, al parece, tras de la incorporación de los últimos diez países, lo que motiva más a los altos ejecutivos/funcionarios es evitar que la Unión Europea se convierta en una nueva Babel.
La fuerte polémica que hace algunos meses se suscitara por las declaraciones realizadas por el portavoz de la DG de Interpretación de la Comisión Europea, Ian Andersen, a El País, y publicadas por este diario días después, puso de manifiesto un problema larvado que tarde o temprano debía aflorar a la superficie.
Aceptando en principio que dichas manifestaciones hubieran sido hechas tal y como el diario de ámbito nacional las publicó - tratándose de El País yo las pondría en cuarentena – cabría calificarlas, sin temor alguno, como improcedentes y a destiempo. Decir que “…no se puede pretender que el que alguien escribiera un libro muy importante hace 400 años sea un argumento para defender una lengua en el siglo xxi”; o que “…no entiendo que se contraponga el orgullo nacional a una práctica racionalizadora en el uso de los escasos recursos disponibles. El orgullo nacional nos lleva a lo que ocurrió en Yugoslavia”, entra de lleno en el terreno de lo grotesco, rayando con la ofensa.
Ahora bien. Superando, no sin dificultad, el orgullo patrio y la infinidad de argumentos que se vienen utilizando para mantener el español entre las lenguas de obligado uso en todo el entramado de las Instituciones Europeas, especialmente por parte de los profesionales - interpretes y traductores que viven de su uso e interpretación - antes de rasgarnos vestidura alguna es obligada una profunda reflexión: la Unión Europea no puede convertirse en una nueva Torre de Babel con veinte lenguas, y algunos anexos, en uso obligado. No es sólo un problema económico, y quien así lo entienda se equivoca de pleno. Es, también, un grave problema de racionalidad y equilibrio profesional y, sobretodo, de sentido común. No es posible ni se puede pedir que estén presentes en cada reunión de las Instituciones Europeas un sinfín de intérpretes para cubrir, en ocasiones, innecesarios servicios. Son frecuentes las ocasiones en que determinadas lenguas, de las llamadas minoritarias, y en muchas ocasiones no tan minoritarias, pese a disponer de interpretación prescinden de esta y se dirigen a su auditorio directamente en ingles. A veces, todo sea dicho, ante el horror y la desesperación de los propios interpretes.
Es de dominio publico que las lenguas denominadas en el argot de la profesionales “menores, o exóticas”, no por su importancia intrínseca, que la tienen, sino por su reducido usó, aceptan, de entrada, su secundario papel en las macroinstituciones internacionales. Su propia pasividad ante problemas como el sucedido con la lengua española así lo demuestra.
De modo que dejando al margen la lengua inglesa, indiscutible por razones obvias, en principio, el “problema” parece reducirse a las “altivas” lenguas más conocidas, aunque no siempre las más utilizadas a nivel mundial: francés, italiano, alemán, portugués y, naturalmente, nuestro español.
Si bien es cierto que nuestra lengua goza de una excelente salud, pese a los ataques que de continuo recibe - más desde el interior de nuestro propio país que desde el exterior - la manoseada cifra de 400.000.000 de hispanohablantes en todo el mundo debe ser un motivo de orgullo para los españoles, pero de relativa preeminencia. Pese a su indiscutible proyección en Hispanoamérica, su importancia en el seno de las Instituciones Europeas es relativa. Al fin y a la postre, ciñéndonos estrictamente a la Unión Europea, el número real de hispano parlantes, de esos 400.000.000 citados, que pertenecen y viven en ella son, aproximadamente, unos 42.000.000 - poco más del 10% de la población europea - frente a los cercanos 100.000.000 de alemanoparlantes, o los, aproximadamente, 75.000.000 de francófonos. Las otras dos lenguas discordantes, el italiano y el portugués, aplicando las mismas reglas que al español, aún resulta, con el primero de ellos lo mismo que con España, y en cuanto al segundo, aún más difícil de sostener sus tesis en esta batalla.
Como es evidente, hecha estas salvedades, uno llega a la conclusión que los problemas nunca vienen solos, ni son producto de la casualidad. Si tenemos en cuenta todo lo expuesto y las dificultades que en estos momentos, después de la incorporación de los últimos diez países a la Unión Europea, la mastodóntica institución no puede permitirse, en ninguna de sus vertientes, desarrollar toda su labor en veinte lenguas, algunas de escaso relieve, con unos pocos cientos de miles de hablantes. Mal que nos pese, debe imponerse la inteligencia, acompañada de coherencia y, de manera especial, el olvidado sentido común.
No hay la menor duda, al menos para quien escribe estas líneas, que las dificultades que encontrará nuestra lengua española en las instituciones europeas, repitiéndose situaciones como las que han dado origen a este artículo, se verán sensiblemente aumentadas en los próximos años, pese a la presumida actitud de nuestro presidente de gobierno. La evidente falta de solvencia y la enorme perdida de influencia de nuestro país en el seno de la Unión Europea es notoria en todas sus instancias. Más, en el caso del uso de las lenguas, si a las dificultades que ya se plantean directamente con nuestro “potente” español le sumamos las descabelladas pretensiones del gobierno del señor Zapatero de que nuestras otras cuatro lenguas “periféricas”: catalán, euskera, valenciano (con polémica añadida) y gallego adquieran el rango de oficiales en el seno de las instituciones - aunque las facturas sean pagadas directamente por España –, flaco favor nos hace el ínclito e “inteligente” presidente español. Con una mera reflexión, parece fácil aventurar el catastrófico final al que nuestro entrañable español está siendo empujado.

Felipe Cantos, escritor.

14 enero 2006

A vueltas con la inevitable balanza

Hace algunas fechas vine a plantearles la inexorable ley que, nos guste o no, impone la inevitable balanza del equilibrio en todos los ordenes del universo. Pese a los mail recibidos mostrando, como no puede ser de otro modo, su razonable desacuerdo y discrepando de mi teoría – los ha habido también a favor, que conste en acta - sigo pensando lo mismo, si cabe con mayor fuerza. Dejaremos a un lado la complejidad de lo que supondría entrar en la más simple observación de nuestro universo, en donde las leyes de la balanza se cumplen de manera inexorable de modo que se pueda mantener un mínimo equilibrio en el que, incluso, los cataclismos espaciales son provocados por la materia energética en libertad para la autorregulación de todo él. Así que tratando de descender al terreno de lo accesible para el común de los mortales – como yo - en aquella ocasión mantenía, y aún mantengo, que es inevitable que exista un buen número de pobres de solemnidad para que exista un rico; que son necesarios gestos amables, para compensar los agresivos; que es inevitable gente indeseable, para reconocer a los que merecen nuestro respeto; contar con amores maltratados, para reconocernos y reconocer los buenos; vivir situaciones extremas, para sentir el placer de la felicidad cuando la recobramos y así, sin dejar a un lado los tópicos universales como la noche y el día, o la vida y la muerte, hasta el infinito.
Aún más. Estoy plenamente convencido de que esta inexorable ley donde tiene mayor vigencia es en el mundo de los sentimientos que en ningún otro ámbito de la vida del ser humano. Salvo escasos ejemplos, esos que son la excepción que rompe la regla y razón por lo que han pasado a la historia universal, es difícil encontrar casos en los que la transmisión de sentimientos nobles - desde su escala menor hasta la mayor: simpatía, amistad, afecto, cariño, o amor - se hayan producido de manera incontenible y constante en una sola dirección. Más temprano que tarde un amor no correspondido ha sido compensado con un desamor que, en muchas ocasiones, ha sobrepasado el más simple de los desprecios hasta alcanzar el mayor de los odio por aquella persona que en su momento fue lo más importante en nuestra vida.
Pero debo confesarles mi asombro al tener que admitir que jamás pensé que mi denominada “ley de la balanza” pudiera alcanzar el nivel tan bajo que recientemente descubrí en su aplicación. Les aseguro que no hay ánimo alguno de ofensa, ni humor negro mal entendido. Al menos en la intención de este escritor. Pero no pude por menos que mostrar mi estupefacción al leer durante las pasadas vacaciones, en un periódico de los llamados de “provincia”, un discreto pero encantador artículo - ignoro si su autor, Eduardo Mas, trataba de avisarnos de la “catástrofe” que se nos avecina - que versaba sobre la desaparición de los jumentos, conocidos de manera más popular como burros o asnos.
Continuando con las confesiones, les diré, solemnemente, que en principio, y hasta alcanzar el primer tercio del pequeño artículo, creí que este estaba escrito en clave de humor y que en modo alguno se estaba refiriendo a los pequeños y nobles cuadrúpedos, si no, utilizando la más fina ironía, a los burros – o como gusta de llamar su autor, jumentos - de dos patas.
Porque estarán de acuerdo conmigo en que si algo nos sobra en este país, de manera especial en el mundo de la política y sus aledaños, son los “jumentos” de tan limitado número de extremidades. Y creo, con la misma solemnidad de antes, que en este caso mis disculpas por la comparación deben ir dirigidas hacia la noble bestia de cuatro patas. Son tantos los ejemplos y ejemplares de dos patas que de nada serviría intentar dar nombres y sólo conseguiríamos provocar eso que ellos pomposamente denominan “discriminación negativa”. Pero estoy seguro de que en las mentes de todos ustedes, tengan la inclinación política que tengan, se estarán barajando un sin fin de nombres. Y si no, analicen todo cuanto ha sucedido durante el último semestre en España y verán lo fácil que les resultará.
La síntesis es que una vez más, ahora si, con el deseo pleno de que prevalezca por encima de cualquier otra interpretación la clave del humor, es que, de nuevo, se cumple la inexorable ley de la balanza. No me negaran ustedes que siendo cierta, desgraciadamente, la desaparición progresiva de los pequeños y simpáticos cuadrúpedos, y aunque siempre tuvimos que contar en nuestra fauna con especimenes tan impresentables como los de dos patas, no es menos cierto que el número de estos últimos viene aumentando de manera alarmante. Lo que viene a confirmar de nuevo mi teoría: ante la desaparición de unos burros, los de cuatro patas, es necesario, para mantener el equilibrio, la aparición del mismo número de patas para poder contar con nuevos burros, aunque estos sean solamente de dos.
Y no es que me preocupe en exceso, lo lamento por los ecologistas y demás demagogos del sistema, la definitiva desaparición de los simpáticos animalitos. Pero creo que, cumplido su cometido, como casi todo en este mundo, su ciclo se está cerrando uniendo su principio y su fin. Lo que lamento es que sean ellos y no los de dos patas los que se encuentren en peligro de extinción. Al fin y a la postre, nuestros simpáticos “Plateros” nos han aportado generosamente su inestimable ayuda, siendo en algunos momentos piezas indispensables en el desarrollo del progreso humano, tanto en el aspecto físico: transportes, comunicación y un sin fin de otras actividades; como en el intelectual, inspirando a creadores en el mundo de las Bellas Artes: literatura, pintura, escultura, etc.
Frente a esto, los jumentos de dos patas siempre nos dejarán, en el mejor de los casos, su incompetencia, su deslealtad, su egoísmo, sus malas artes y por encima de todo una imbecilidad supina al creer que el resto de los humanos que no somos como ellos es porque somos tontos y no sabemos reconocer sus “valores”. Cuando la realidad es que son fácilmente reconocibles por lo que son capaces de soportar sus estómagos, esos si, de verdaderos asnos, para poder superar con facilidad lo que al ciudadano de bien le es difícil digerir.
Lo cierto es que no se si entristecerme más por la desaparición de los unos, o por la imparable proliferación de los otros. O por las dos cosas juntas.
Hasta siempre.

Felipe Cantos, escritor.

13 enero 2006

Lo debe o ¿tal vez lo teme?

Desde que, aquellos españoles que nos consideramos de bien, nos viéramos obligados a iniciar el vía crucis que llevamos sobre nuestras espaldas a partir del momento en que se instalara en la Moncloa el señor Zapatero - les aseguro que me encantaría hablar de la gobernabilidad, pero sería un sarcasmo – la gran mayoría de nosotros nos hemos preguntado una y mil veces el por qué de esa incomprensible actitud agresiva hacia todo aquello que, en mejor o peor situación, había heredado de los anteriores gobernantes.
Bien es cierto que mi opinión sobre los políticos, sean del signo que sean, deja mucho que desear y, generalmente, me inspiran poca confianza. No tengo duda alguna de que las “altruistas” razones que motivan su interés por los problemas de sus conciudadanos, son, por encima de cualquier otra, medrar del modo que sea para encontrarse social y económicamente en un lugar privilegiado ante estos. Les conmino a ustedes a que me ofrezcan siquiera una terna de nombres, a lo largo de nuestra joven democracia, no creo que sea necesario irse más lejos, en la que la situación social, y especialmente económica de un político, retirado o en activo, sea sustancialmente peor, o incluso igual, que la que tenía cuando se inició en la política. Lamentablemente, todos estaremos de acuerdo en que más bien sucede todo lo contrario. El enriquecimiento y la posición alcanzada serían difícilmente conseguidas a través de cualquier otra actividad profesional. Puede que el caso de algún empresario rompa la regla. Pero con una sustancial diferencia a favor de este último: el empresario se juega, junto con su esfuerzo, su patrimonio y, en muchas ocasiones, el de su familia. El político, el de todos nosotros, y sin riesgo alguno. Para él, claro está.
Sin embargo, pese a la mala opinión que albergo de los políticos, siempre había mantenido la convicción de que llegados determinados momentos, salvo situaciones extremas, sus actos tendrían un límite. Por eso, ni la mayoría de las personas que conforman mi amplio entorno, ni yo, en absoluto podemos comprender como el señor Zapatero, junto con sus colaboradores, en el escaso margen de algo más de un año, han conseguido destrozar todo aquello que tanto nos había costado darle forma, incluso con la vital aportación del partido político al que dice pertenecer, y crear, sin aparentes razones justificables, múltiples frentes de confrontación. Desde la educación a la economía, pasando por la religión, el agua, la sexualidad, , el ejército, la política exterior, las finanzas, los medios de comunicación, la política de integridad y cohesión territorial, el terrorismo y tantos otros, hasta desenterrar a los muertos apelando a una lúdica y macabra maniobra llamada “memoria histórica”. Y uno se pregunta si para gobernar con otro “talante”, para que tus votantes no te confundan con el paisaje existente hasta tu llegada al poder, es preciso poner todo patas arriba, con claros e innecesarios riesgos de enfrentamientos.
A mis cumplidos cincuenta y seis años, me consta que como a la mayoría de los españoles, la política me había motivado poco, por no decir muy poco, o nada, considerándola un mal necesario. Ahora me alegra recordar que, pese a haberla vivido muy de cerca, por mi plena integración en el mundo de la edición y de las Artes Gráficas, jamás aceptara las propuestas, de mayor o menor calado, que desde diversas tendencias políticas me propusieran la incorporación a algún cargo en las instituciones. Siempre he preferido, y prefiero, mi libertad e independencia de criterios, que la obligada servidumbre a unas consignas que, sin duda, han de cumplirse cuando se pertenece a esas “clases políticas”. Les confieso que, independientemente de la inclinación política, como igualmente me consta que le sucede a la mayoría de los españoles, en el fondo, salvo a los sectarios, nos daba un poco lo mismo quien gobernara. Claro está, siempre que los ganadores, dentro de las “anormales” reglas del juego político, se dedicaran a intentar mejorar las actuaciones de sus predecesores. Cuanto menos con la ambición, que nunca con la ilusión, de mantenerse en el poder todo el tiempo que fuera posible.
Pero lo que ha sucedido, y me temo que seguirá sucediendo, en estos últimos veinte meses, nada tiene que ver con el habitual “mal comportamiento” de una clase política, siempre sucia en su actividad “profesional”. De modo y manera que, aunque no sea más que como hábito asumido en democracia, bien está la descalificación directa, o subliminal, del adversario; bien está realizar políticas que tratan de alejarse y sean lo menos parecido a lo que realizaba su predecesor, cuando te encontrabas en la oposición; bien están alianzas incomprensibles en otros momentos, que te permitan, contra viento y marea, mantenerte en ese poder que tanto ansías; bien está tratar de contemporizar con todos, sin conseguir contentar a ninguno.
Pero lo que ya no es posible entender, al menos en el especial caso del señor Zapatero y sus colaboradores del psoe, es su irrevocable decisión de abrir cuantos frentes sean posibles, de manera que no quede puente alguno en pie por el que poder acercarnos a la otra orilla. Incluso para aquellos que, como antes decía, consideramos a la política y a los políticos, a lo sumo, como un mal menor.
No es de recibo aceptar que hasta las raíces más profundas de una cultura se vean en riesgo por el incomprensible fanatismo de un iluminado. Porque, sino, ¿díganme entonces qué razones puede tener para actuar como lo hace un personaje nacido, dicen que en Valladolid, y criado en León, a los pechos de la Castilla más tradicional, y yo me atrevería a decir que rancia? ¿De qué otro modo se puede entender su cerrazón en la defensa del desmembramiento de España? ¿Y su defensa, no razonable y justa, sino a ultranzas y sin fisuras del Movimiento Gay? ¿Guardará algún secreto en el armario el señor Zapatero? ¿A qué cultura pertenece este sujeto y cuáles son sus raíces, que se aleja tanto de la del español medio? Y en cuanto a su indisimulada animadversión hacia la Iglesia, ¿de dónde le viene? ¿Tal vez de que, como a casi todos los de mi generación, durante los últimos años del franquismo, nos obligaron a asistir a misa?
¡Seamos serios! Verán, yo les confieso que, aunque me autodefina católico, debe hacer más de cuarenta años que no piso una iglesia, salvo para aquellos actos inevitables que considero innecesario mencionar aquí. De modo que no soy sospechoso de nada. Pero el hecho de que lo haga es la afirmación, clara y contundente, del reconocimiento a la cultura a la que pertenezco, con todo lo que ello conlleva, independientemente de lo que pueda suponer la Iglesia, como tal, en mi vida que, les adelanto, es muy poco, o nada. Aunque la respeto. Sin embargo, en esa cultura, mal que pudiera pesarme, como parece ser el caso del ínclito señor Zapatero, es la que contiene nuestras ancestrales raíces. ¡Las de este personaje también! O eso pensamos la inmensa mayoría de los españoles. ¿Creen acaso, aunque nos dirigiéramos a los convencidos de izquierda, que si los que le votaron hubieran sabido que este individuo era más pro musulmán que católico; más independentista que español; más pro gay que reflexivo y equilibrado, le hubieran votado? Creo que es innecesario decirle la respuesta. Sobradamente usted la conoce.
De modo que, llegados a este punto, lo único que cabe preguntarse son las razones que le inspiran…o le obligan, a actuar de la manera que lo hace. Para ello hay mil especulaciones. De manera concreta se habla de las deudas contraídas por él y su partido, para poder mantenerse en el poder. Sin duda, desde la óptica política, es obvio y absolutamente lógico que algo de ello haya. Pero, por su anormal y radical comportamiento, estoy seguro que también debe haber motivos no exclusivamente políticos. Les decía al inicio de esta reflexión que, pese a lo que opino de la clase política, siempre había considerado la posibilidad de que sus actuaciones tuvieran un freno que, llegado al límite, le impusiera la dignidad.
Y ahora, visto lo visto lo visto, no tengo duda alguna. Siempre que no esté en juego el último recurso al que el hombre se aferra, la dignidad, es posible que este, por miserable que sea, le ponga freno a sus desatinos. Sólo el temor, por no hablar del terror, puede hacer que se olvide ¡hasta de su dignidad!
De manera que si tenemos en cuenta las “malas compañías” con las que nuestro ínclito Zapatero se relaciona desde que llegara al poder: los independentistas de erc y sus viejos afiliados de Terra Lliure; los independentistas vascos y eta; el sátrapa de Marruecos y su poderoso y terrible servicio de inteligencia – recordemos el 13m - ; el golpista de Venezuela; el dictador cubano Castro y, sin ir más lejos, la vieja guardia corrupta del psoe, difícilmente podremos evitar llegar a la conclusión de que no es tanto lo que debe, lo que ni siquiera por dignidad en su cumplimiento merecería la pena defender ni conservar, sino lo que teme.
No siempre es fácil salir y recuperar la libertad, más bien todo lo contrario, cuando uno se introduce en un mundo de “tinieblas”. Ya saben aquello de que: quién con fuego juega…
Lo terrible es que aunque el pudiera terminar abrasado, lo cual es muy probable, sin duda alguna, el ciudadano de a pie, sin comerlo ni beberlo, recibirá quemaduras de pronostico reservado.

Felipe Cantos, escritor.

Marionetas de Dios. 450 páginas
La dinastía Báthory, legendaria familia enraizada en los Carpatos, controla las tierras de la Rumania más conocida en el siglo XIII – Valaquia, Moldavia y Transilvania – rigiendo los destinos de sus habitantes con una sanguinaria tiranía. El culto al diablo, con ritos sangrientos, domina todas las esferas del poder, encabezado por Erzsébet Báthory – la Condesa Sangrienta – y aceptado por la práctica totalidad del resto de los integrantes de la cruel familia, a excepción de su sobrino Alessandro Báthory. Vlad Tepes, insigne guerrero e inigualable estadista, quien siglos después inspiraría, injustamente, el personaje central de la novela de Bram Stoker, Drácula, liberará a Alessandro Báthory, treinta años después, del cautiverio al que fuera sometido en el castillo de Bran (Transilvania) por la perversa%2

10 enero 2006

A filosofar, que es gratis

Hace días tuve la terrible sensación de haber perdido la mayor parte de mi vida. ¿O quizás todo lo contrario? No, no vayan a creer que me estoy quedando con ustedes. En todo caso, lo que estoy es un poco desconcertado. Verán, siempre creí, durante cuarenta años, ¡o más!, vamos, desde que tengo uso de razón, que para conseguir llegar a ser un gran personaje, de esos que mandan y viven bien, a costa de todos los demás, claro, hacía falta, amén de unas “apreciables cualidades” humanas, muy por encima de las del común de los mortales, una imprescindible y sólida formación intelectual y académica e, inexcusablemente, una gran ambición en la que apoyar todo el resto de la estructura y poder trabajar lo que fuera necesario hasta conseguir llegar a la cima. Y, desde luego, carecer de la más elemental ingenuidad. Aunque no fuese más que por aquello de que los demás ambiciosos se tomaran en serio tu “candidatura”. Saber que estás, y que estás seria y decididamente dispuesto a dar la batalla, es imprescindible para ahuyentar adversarios. ¿O son enemigos?
He de confesarles que nunca he sentido la menor tentación de convertirme en uno de esos personajes, ¡qué peligro tienen!, que pretenden, por encima de cualquier otra cosa, convertirse en líderes y guías de todos nosotros. ¡Uff, qué horror! Bastante tengo con poder ser mi propio guía y, si me dejan, ayudar en lo posible el caminar de mis hijos.
Lo cierto es que ignoro si mi desinterés ha sido por falta de formación. Decididamente creo que no, pues sin llegar a ser un erudito, considero que me encuentro en condiciones de mantenerme con cierta dignidad entre los razonablemente aceptables. Pudiera ser que mis “cualidades humanas” no dieran para alcanzar grandes objetivos. Eso es muy probable, yo diría que seguro. Pero de lo que no tengo duda alguna es de mi escasa ambición por aparecer como un iluminado salvador del mundo.
Pero, miren por dónde, yo estaba absolutamente errado. La verdad no sé si alegrarme por ello, en su momento se verá. Pero, cuanto menos, si me ha provocado el deseo de tratar de analizarlo con ustedes, por aquello de si me pudieran echar una mano en mi desconcierto. Ahora resulta que para llegar a eso que llaman “arriba” es suficiente con tres sencillos “valores”, aparentemente al alcance de todos los mortales: Ser, simplemente, un “buen hombre” o, mejor aún, parecerlo. Exhibir una gran sonrisa. No vayan a creer que no es importante. Probablemente todo lo contrario: yo me atrevería a decir que es condición “sine qua non”. Aunque esta no sea ni la más atractiva, ni la más inteligente. Basta con que sea, digo, la más exhibida. Tampoco importa si es un poco bobalicona e, incluso, algo estúpida. Lo importante es que esté ahí, permanentemente. Les aseguro que no es fácil. Y por último, ser un fanático, un adicto a los cuentos clásicos de Perrault, de los Hermanos Grimm y, a mayor abundamiento por la riqueza de la prosa y, probablemente, por su calidad literaria, de Hans Christian Andersen.
Así que se me han derrumbado como un castillo de naipes todos los esquemas sobre los que durante años había construido mi filosofía de vida. Porque, díganme ustedes sino cómo debo sentirme al saber que yo siempre he cumplido y aún cumplo los tres requisitos. ¡Soy, el candidato perfecto!
Verán. En palabras de Machado “soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Así mismo, si me lo propongo, tengo una sonrisa que para qué les voy a contar - como decía el clásico, “no se la salta un gitano” -. Y, para colmo, desde pequeñito lo que más me ha gustado es que me cuenten y, especialmente, contar cuentos infantiles. Los de Calleja son mi especialidad. Vamos que soy lo que vulgarmente se dice un cuentista.
De modo que, ahora que me encuentro frustrado y cabreado a tope, tengo que admitir mi torpeza por no haber decidido nunca presentarme a presidente de gobierno allí donde hubiera hecho falta. Fuera cualidades de estadista; fuera cualidades democráticas; fuera sentido de estado y de gobierno; fuera las dotes de organización y capacidad negociadora y un equilibrado sentido de la autoridad. En síntesis, fuera todo aquello que debería conformar la figura de un líder, con mayúsculas, y adelante con la simpleza, adelante con la falta de escrúpulos y el cambalache – bonito tango y qué actual, ¿verdad? -, adelante con la mínima formación y todo aquello que consigue diferenciar al más capaz del menos.
¿Para qué?, si todo lo que un “estadista a la moda” debe hacer es sonreír todo el día ante las cámaras de los reporteros, como si le hubiera dado un “aire”, mientras, en un mundo en plena ebullición y dificultades mil, él se dedica a repetir ante los foros internacionales los clásicos cuentos de Hadas y Dragones que, como tal, siempre terminaran bien.
Claro que tal vez, meditándolo bien, yo, salvo las “cualidades” antes descritas, todavía carezca de alguna otra que había pasado por alto, como es: un buen talante. Eso sí, para hacer con él lo que me venga en gana, que para eso es mío. No decididamente no creo que yo tenga las cualidades necesarias para alcanzar tan “alto honor”. A no ser que, tal vez, pueda equilibrar mis deficiencias, mejorando un poco mi dominio de la lengua de Shakespeare y logre decir algo más que “yes”, sin saber si me acaban de preguntar si mi dimisión, o mi divorcio están próximos.
Felipe Cantos, escritor.
Dedicado al ínclito José Luis Rodríguez Zapatero, el más mediocre y nefasto Presidente (por accidente) de Gobierno Español que jamás tuvo nación alguna.

08 enero 2006

Pero, ¿qué es un político?

Les aseguro que el titular de este pequeño articulo no es un desvarío, ni una tomadura de pelo, ni estratagema alguna para distraerles por no saber de que otra cosa escribir. Hace mucho tiempo, creo que desde que perdí la ingenuidad y comencé a ver las verdaderas caras de este mundo, que he considerado a estos personajes como seres de otra galaxia. Nunca me han parecido personas creíbles ni accesibles y sí, siempre, más cercanas a la estrella Mirach de la constelación de Andrómeda, que a nuestro sufrido mundo. Eso sí, para sorpresa - ¿e indignación? - de propios y extraños, con un pragmatismo y una capacidad para aferrarse a los valores terrenales más que sorprendentes. Por eso, desde que tengo uso de razón, vengo en preguntarme ¿qué es un político? O, más exactamente ¿de que es profesional un político?
Ya sé que se utiliza como respuesta el manido: “de la política”. Pero, lo siento, no me sirve. Desde que uno nace, aun sin pretenderlo, con su sola presencia está haciendo política. De modo que, como todos sabemos, es algo genérico, casi intangible, y demasiado amplio como para convertirlo en una simple “profesión”. Como Dios, puede ser, a la vez, el todo y la nada. De hecho, todos los que tratan de adoptarla como una “profesión” suelen, con anterioridad y para guardarse las espaldas, formarse en cualquier otra disciplina que le permita, esta si, profesionalmente, poder subsistir hasta que consigan meter la cabeza y tratar de medrar. Por eso creo que no existe la profesión de político, sino, más bien, partiendo desde cualquier otra actividad reconocida, el “profesional” de la política. Puede que les parezca lo mismo, pero no lo es. Es relativamente fácil acceder desde cualquier profesión, cuanto más cualificada mejor, a una actividad dentro de la política. Sin embargo, a la inversa, desde la política pura y dura, es absolutamente imposible, sin hacer uso del nepotismo, acercarse a una profesión convencional, y cuanto más cualificada más difícil.
Pese a ello, en mi ingenuidad, en algún momento llegué a pensar que los políticos eran algo así como pequeños dioses, como ellos mismo se consideran, y que enviados por designación divina, como salvadores de todos los demás mortales, se encontraban entre nosotros para poder guiarnos por este mundo tan difícil. Probablemente de ahí venga mi creencia de su origen andromediano. Es posible, casi definitivo en muchos casos, que un determinado entorno y una definida vocación nos conduzcan al ejercicio de una actividad profesional concreta. Pero les aseguro, y ustedes estarán de acuerdo conmigo, que nadie nace político. Como tampoco se nace médico, arquitecto, deportista de élite, programador, ciclista, o buhonero.
Dejando al margen honrosas excepciones, y que suelen durar poco en ese perverso mundo, la mayor parte de los políticos, incluidos los que, por razones que desconozco se denominan “de raza”, suelen carecer de un currículo profesional mínimamente presentable, salvo que el propio ejercicio de la política le haya permitido completar uno a su medida. En palabras más simples: la generalidad de ellos carecen de todo crédito para desenvolverse en la vida civil y son, o han sido, cuando más, mediocres profesionales en lo “suyo”. Aunque, sirviéndose de la política, hayan conseguido encaramarse a los puestos más altos.
La gran mayoría, pese a poder exhibir un título en la pared de su despacho - sorprendentemente y en gran número universitarios - nunca ejercieron su licenciatura y cuentan, como bagaje principal para conseguir el poder y convertirse en nuestros “líderes”, con una filiación, generalmente desde su juventud, a un partido con posibilidades. Cuantos más años tenga el carné del partido mayores serán sus posibilidades para poder medrar - si es que su formación política llega al poder - no ya en la infraestructura del partido, sino en la propia sociedad a la que dice desear representar y defender, y en realidad sólo pretende aprovecharse de ella.
En ocasiones, si su capacidad profesional e intelectual es inferior a la media exigida por las grandes formaciones políticas y sus probabilidades son limitadas, por no decir nulas, cabe la alternativa, ya saben aquello de “más vale ser cabeza de ratón que cola de león”, de acercarse a un pequeño partido marginal, - regional y, hoy, preferiblemente de ideología nacionalista, ecologista, verdes e, incluso, marxista - para, a tenor de quienes forman sus bases, poder alcanzar los mismos objetivos que cabría esperar perdido en la magnificencia de un gran partido: un escaño o puesto en cualquier institución - supranacional, nacional o autonómica - por pequeño que este sea. Soy de los que nunca han creído, y hoy aún menos, en las ideologías obligadas. Me repugnan, además de parecerme unos cretinos, aquellos que dicen: “Estos son los míos. De modo que si alguien a de llevárselo crudo, mejor ellos”. En síntesis: lo importante para un político, como en la selva, es buscar su hueco para poder subsistir, o alcanzar cotas mayores si la suerte le sonríe – se hace innecesario exponer recientes ejemplos en la política española – y vivir de ello lo más y mejor posible.
No me cabe la menor duda de que hay políticos ingenuamente bienintencionados. Pero son tan escasos, y generalmente al principio de sus carreras, que apenas si merece la pena mayor reseña sobre el particular, que la presente. Hay quien manifiesta que allí donde hay un político todo está sucio. Yo no diría tanto. Pero si mantengo que en el ejercicio de la política la máxima es la consecución del poder, aunque para ello haya que jugar sucio cuantas veces sea necesario, usando, si es preciso, los codos, y dejando marcado y en la cuneta a tu adversario.
Sé, perfectamente, que la lucha por conseguir un espacio en la vida profesional e, incluso, en la vida social y familiar, es inevitable y necesaria. Nadie regala nada. Pero hay una gran diferencia entre estas luchas, que sólo afectar al interesado y a su entorno más cercano, con aquellas, que, mal que nos pesen, tiene una influencia plena en la vida de todos los demás. Conseguir el poder por medio del ejercicio político debería ser antes que un premio, una gran responsabilidad para el que lo logra. Sin embargo no es así, y lejos de ser los máximos responsables, pues, además de ostentar el poder sus decisiones nos afectan y dañan, o benefician, a todos, son los primeros en cubrir sus espaldas con leyes que, incluso, nos impiden juzgarlos. Hace tiempo que llegué a la conclusión que para ser un “buen político” hacen falta tres cualidades indispensables y una virtud. Las tres primeras: un cinismo a prueba de intransigentes, una capacidad de encajador al más puro estilo Paulino Uzcudun y un estomago que para si lo quisieran a la limón el mismísimo Obélix junto con el último ganador del concurso de comedores de hamburguesas, tipo Mc’ Donnald. La virtud: una inconmensurable capacidad amnésica en cuanto llegue al poder. De no disponer de estas “cualidades”, no se esfuerce, amigo, su carrera como político estará acabada antes de iniciarse.
Por eso no sorprende la desfachatez con que habituales realizan sus declaraciones los autodenominados “padres de la patria”. Sirva como ejemplo las declaraciones escuchadas en el consejo de la Comisión Europea para formalizar el reciente nombramiento de los Comisarios. A preguntas de un periodista a uno de los nombrados sobre su experiencia profesional para acceder a tan importante y responsable cargo, la respuesta de este no pudo ser más definitiva: “… yo no tengo por que ser un profesional de algo, ni saber de nada. ¡Yo soy un político!
De modo que, pese a mi reflexión, y evitando buscar en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua el mayor número posible de sinónimos de “vividor”, me encuentro en el mismo punto de partida de cuando comencé este artículo: pero, ¿qué es un político?
Hasta siempre.

Felipe Cantos, escritor.