16 enero 2006

El español en la unión europea y la necedad de un presidente


Desde hace algún tiempo se conoce la definida decisión, por parte de las autoridades comunitarias, de restringir el uso de algunas de las lenguas que hasta ahora se han venido utilizando en las Instituciones Europeas con toda normalidad. Independientemente de lo que su uso pueda significar en sus ya altos presupuestos, tanto económicos, como administrativos y de gestión, al parece, tras de la incorporación de los últimos diez países, lo que motiva más a los altos ejecutivos/funcionarios es evitar que la Unión Europea se convierta en una nueva Babel.
La fuerte polémica que hace algunos meses se suscitara por las declaraciones realizadas por el portavoz de la DG de Interpretación de la Comisión Europea, Ian Andersen, a El País, y publicadas por este diario días después, puso de manifiesto un problema larvado que tarde o temprano debía aflorar a la superficie.
Aceptando en principio que dichas manifestaciones hubieran sido hechas tal y como el diario de ámbito nacional las publicó - tratándose de El País yo las pondría en cuarentena – cabría calificarlas, sin temor alguno, como improcedentes y a destiempo. Decir que “…no se puede pretender que el que alguien escribiera un libro muy importante hace 400 años sea un argumento para defender una lengua en el siglo xxi”; o que “…no entiendo que se contraponga el orgullo nacional a una práctica racionalizadora en el uso de los escasos recursos disponibles. El orgullo nacional nos lleva a lo que ocurrió en Yugoslavia”, entra de lleno en el terreno de lo grotesco, rayando con la ofensa.
Ahora bien. Superando, no sin dificultad, el orgullo patrio y la infinidad de argumentos que se vienen utilizando para mantener el español entre las lenguas de obligado uso en todo el entramado de las Instituciones Europeas, especialmente por parte de los profesionales - interpretes y traductores que viven de su uso e interpretación - antes de rasgarnos vestidura alguna es obligada una profunda reflexión: la Unión Europea no puede convertirse en una nueva Torre de Babel con veinte lenguas, y algunos anexos, en uso obligado. No es sólo un problema económico, y quien así lo entienda se equivoca de pleno. Es, también, un grave problema de racionalidad y equilibrio profesional y, sobretodo, de sentido común. No es posible ni se puede pedir que estén presentes en cada reunión de las Instituciones Europeas un sinfín de intérpretes para cubrir, en ocasiones, innecesarios servicios. Son frecuentes las ocasiones en que determinadas lenguas, de las llamadas minoritarias, y en muchas ocasiones no tan minoritarias, pese a disponer de interpretación prescinden de esta y se dirigen a su auditorio directamente en ingles. A veces, todo sea dicho, ante el horror y la desesperación de los propios interpretes.
Es de dominio publico que las lenguas denominadas en el argot de la profesionales “menores, o exóticas”, no por su importancia intrínseca, que la tienen, sino por su reducido usó, aceptan, de entrada, su secundario papel en las macroinstituciones internacionales. Su propia pasividad ante problemas como el sucedido con la lengua española así lo demuestra.
De modo que dejando al margen la lengua inglesa, indiscutible por razones obvias, en principio, el “problema” parece reducirse a las “altivas” lenguas más conocidas, aunque no siempre las más utilizadas a nivel mundial: francés, italiano, alemán, portugués y, naturalmente, nuestro español.
Si bien es cierto que nuestra lengua goza de una excelente salud, pese a los ataques que de continuo recibe - más desde el interior de nuestro propio país que desde el exterior - la manoseada cifra de 400.000.000 de hispanohablantes en todo el mundo debe ser un motivo de orgullo para los españoles, pero de relativa preeminencia. Pese a su indiscutible proyección en Hispanoamérica, su importancia en el seno de las Instituciones Europeas es relativa. Al fin y a la postre, ciñéndonos estrictamente a la Unión Europea, el número real de hispano parlantes, de esos 400.000.000 citados, que pertenecen y viven en ella son, aproximadamente, unos 42.000.000 - poco más del 10% de la población europea - frente a los cercanos 100.000.000 de alemanoparlantes, o los, aproximadamente, 75.000.000 de francófonos. Las otras dos lenguas discordantes, el italiano y el portugués, aplicando las mismas reglas que al español, aún resulta, con el primero de ellos lo mismo que con España, y en cuanto al segundo, aún más difícil de sostener sus tesis en esta batalla.
Como es evidente, hecha estas salvedades, uno llega a la conclusión que los problemas nunca vienen solos, ni son producto de la casualidad. Si tenemos en cuenta todo lo expuesto y las dificultades que en estos momentos, después de la incorporación de los últimos diez países a la Unión Europea, la mastodóntica institución no puede permitirse, en ninguna de sus vertientes, desarrollar toda su labor en veinte lenguas, algunas de escaso relieve, con unos pocos cientos de miles de hablantes. Mal que nos pese, debe imponerse la inteligencia, acompañada de coherencia y, de manera especial, el olvidado sentido común.
No hay la menor duda, al menos para quien escribe estas líneas, que las dificultades que encontrará nuestra lengua española en las instituciones europeas, repitiéndose situaciones como las que han dado origen a este artículo, se verán sensiblemente aumentadas en los próximos años, pese a la presumida actitud de nuestro presidente de gobierno. La evidente falta de solvencia y la enorme perdida de influencia de nuestro país en el seno de la Unión Europea es notoria en todas sus instancias. Más, en el caso del uso de las lenguas, si a las dificultades que ya se plantean directamente con nuestro “potente” español le sumamos las descabelladas pretensiones del gobierno del señor Zapatero de que nuestras otras cuatro lenguas “periféricas”: catalán, euskera, valenciano (con polémica añadida) y gallego adquieran el rango de oficiales en el seno de las instituciones - aunque las facturas sean pagadas directamente por España –, flaco favor nos hace el ínclito e “inteligente” presidente español. Con una mera reflexión, parece fácil aventurar el catastrófico final al que nuestro entrañable español está siendo empujado.

Felipe Cantos, escritor.

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