25 enero 2006

¿Ganar independencia, o perder intimidad?


El absurdo es la razón lúcida que constata sus límites. Camus.
Hace escasas semanas me vi en la necesidad, imagino que como todo hijo de vecino que precisa cubrir sus necesidades más vitales, como el alimentarse o el vestirse, de acudir a uno de esos habituales y mastodónticos centros comerciales en los que igual te planchan un huevo como te fríen una camisa. Confieso mi escasa, o nula, predisposición a visitar esos establecimientos. Pese a ello, y contrariamente a lo que se pudiera deducir, considero, salvo excepciones, que favorecen notablemente la competencia y ayudan a mejorar los precios. Pero la masificación siempre me ha agobiado, y si en algún lugar es fácil de conseguir ese objetivo con suma facilidad es en los campos de fútbol y en los denominados “hipers”.
También, para que negar lo evidente, uno, con los años, se hace más sibarita, más cómodo. De modo que prefiero el trato más cercano, más personal del amigo tendero que siempre nos aconseja lo más conveniente y al que tan siquiera es preciso decirle como deben ser de finas las lonchas del jamón, o el elegante y sofisticado “palito” de las pequeñas chuletas del lechal que nos permitirán, aún en momentos comprometidos, poder degustarlas casi con elegancia al comerlas con la punta de los dedos, que no con la mano.
Así que, obligado por las circunstancias - mi esposa no podía hacerlo y las escasas provisiones podrían calificarse de “escasísimas”, colocando a la familia en un claro riesgo de desfallecer por inanición si no se tomaban medidas urgentes – decidí cambiar mis hábitos y sin el mínimo interés por que se pudiera convertir en una costumbre me lancé a realizar el necesario acopio de alimentos. Tampoco era cuestión de obligar a la familia a convertirse en faquires por una mera cuestión de comodidad, o de “estilo”. He de reconocer que, pese a los bien atendidos cien kilos de mi anatomía, es imprescindible escuchar y atender las exigencias impuestas por nuestro metabolismo. Sin duda ello nos permitirá poder tomar el azaroso tren que nos transporta a diario a una nueva estación de nuestra vida.
De modo que me puse manos a la obra con la intención de abreviar aquella ingrata misión lo más rápidamente posible pero, pese a mi buena intención por acabar cuanto antes y escapar del lugar, no fue posible. Hube de realizar la compra al ritmo que los técnicos te exigen, cumpliendo las pautas impuestas por toda una infraestructura mercantil de la que es difícil desprenderse. Después de un largo rato con el pequeño Sascha subido a esa torturante silla metálica instalada frente al conductor del incalificable vehículo en el que vas introduciendo lo que seleccionas - su culito quedó marcado por las rayas durante horas, lo que le convirtió en mi mejor enemigo durante la compra, y tiempo después - conseguí alcanzar una de las cajas de pago, bien surtidas de zombis como yo. Pese a mantener el propósito de no prestar atención alguna a cuanto bicho viviente se cruzaba conmigo durante la operación de avituallamiento, pues la responsabilidad de la Intendencia no es asunto trivial, no pude por menos que desviar mi atención, en varias ocasiones, seguramente alcanzó la docena, hacia un personaje, él, coincidente en mi recorrido, pertrechado tras de su inseparable y ruidoso, ¿tal vez también odioso? teléfono móvil, o gsm para los más duchos, ¿cursis?, en la materia. No oculto que dispongo de un “chisme” de esos, casi eternamente apagado, sólo útil para aquellas ocasiones en que realmente se precisa de una urgencia. Por ello nunca he comprendido bien la constante necesidad, casi impulsiva, de mantener ese bicho pegado a la oreja. A veces, como en el caso de los conductores – ellas y ellos - con verdadero riesgo para la seguridad de los demás, y de la suya propia. Yo me pregunto cómo harían antes estos “moviladictos” y, si la necesidad de comunicación era, o es, tan grande, me sorprendo de que la telepatía no se haya desarrollado de igual manera que las setas, comestibles o no, en primavera. El caso es que aquel sujeto, y lamento haber sido indiscreto, pero su cercanía y de manera especial su tono excesivamente alto me impidió evitar el escuchar, contestaba al teléfono las cosas más banales que uno pudiera imaginar: “si, claro, no olvidaré la salsa de tomate”; “claro, claro que he cogido el pan”; “ya sabes que a mi no me gustan los espaguetis, pero los llevaré”; “¿vino tinto?, no, de ninguna manera que luego vomitas. Para eso no merece la pena hacer la compra, caramba”, etc., etc., etc.
Y digo yo, ¿es que a aquel sujeto y a su inteligente comunicador/a nadie les había explicado que existe algo que se llama bloc de notas, o el papel y el lápiz para hacer una simple lista de compra? La última de estas comunicaciones, casi ininterrumpidas durante todo el proceso de la compra, se produjo en la caja de salida. “Oye, estoy en la caja, ¿con que quieres que pague?” (¿)
Una vez pagado el peaje y pasada la aduanera caja comencé a respirar, sintiéndome libre de nuevo. Especialmente del insoportable sujeto del “telefonino” al que, gracias a mi abundante carrito, le di tiempo a alejarse de nosotros. O eso creía yo. Porque quiso la mala fortuna que Sascha, en su afán de beberlo y en el mío de que cesara en su llanto, volcara sobre mí un zumo de frutas integro, lo que me obligó a pasar por los aseos del insufrible “hiper”. Cuando nos encontrábamos en su interior, afanados en secar y borrar de nuestra ropa lo mejor posible toda huella de la catástrofe, de nuevo el reconocible sonido del maldito teléfono traspaso mis oídos. La conversación que pude escuchar no tenía desperdicios. “Si”, sonó una voz que en primera instancia pude escuchar como un susurro que situé tras una de las puertas cerradas de los varios aseos que se sucedían en una línea recta que vista desde la entrada parecía no tener fin. “Pues donde voy a estar, mujer, aquí, donde tú me has enviado”, volví a escuchar la misma voz, a la que se le notaba el enorme esfuerzo que realizaba por acabar con el objetivo que hasta allí parecía haber llevado a su propietario, a la vez que trataba de atemperar el tono para no ser escuchado en el exterior. “¿Cómo que donde es aquí? Pues aquí, caramba: en el centro comercial.”, bramó la voz, dándome la sensación esta vez de que el ansiado suave tono comenzaba a perder parte de su relativa importancia. “No, mujer, estoy bien. Es que ahora no puedo hablar. Estoy en el servicio, coño, en el servicio”. “¿Que qué hago? ¡Joder!, ¿qué quieres que haga? Pues... eso”. Tras de un corto impas de silencio un extraño sonido, más reconocible como el resoplido de un búfalo, vino a preceder a la, al parecer, alterada y última respuesta del agobiado moviladicto. ¿Qué a qué viene tanto misterio? La voz había perdido ya todo interés por pasar desapercibida, lo que nos permitió a todos, a mí, al pequeño Sascha y a los que durante el transcurso de la jugosa conversación habían ido entrando en el recinto higiénico, escuchar sin ningún pudor el último bramido: ¿Qué misterio, ni que leches? Porque estoy cagando. Te enteras. ¡Pues hala!
Lamento haber sido tan contundente con el relato y de manera especial con la trascripción literal de la conversación. Pero esperando que sepan pasar alto la “sutil” indelicadeza, supongo que estarán de acuerdo conmigo en que determinados avances de la técnica, en especial la comunicativa, lejos de adaptarse a nuestras necesidades parecen haber sido creadas para complicarnos más la vida. Es posible que contribuya de manera notable a nuestra libertad de movimientos, permitiéndonos decir que contestamos desde el lugar en el que se supone que deberíamos de estar – enhorabuena a los “vivos/vas” - o en el más insospechado del mundo, sin que realmente nos encontremos en él. Mas, pese a lo anónimo del pequeño artefacto y la libertad que con su utilización se le supone, la realidad es que hemos perdido gran parte de nuestra intimidad y yo diría que de nuestra libertad. Hoy es sumamente fácil conocer algunos de los detalles y entresijos de la vida de una persona, sin que tan siquiera sepamos su nombre. Basta con que, sin proponértelo, te veas obligado a escuchar cuantas conversaciones se producen en los entornos habituales en los que se desenvuelve tu actividad personal, o profesional. A mí, además de lo molesto en ocasiones, me parece una pena. ¿Y a usted?
Hasta siempre,

Felipe Cantos, escritor.

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