30 diciembre 2007

Las próximas elecciones en España: entre lo esperpéntico y lo siniestro.


La salud de las democracias, cualquiera que sean su tipo y su grado, depende de un mísero detalle técnico: el procedimiento electoral. Todo lo demás es secundario. José Ortega y Gasset.

No cabe duda de que los españoles en general y los liberales en particular lo tenemos difícil en estas próximas elecciones.
Aludiendo al titular de este artículo, respecto de lo primero – lo esperpéntico - y pese al alto nivel de estulticia con el que sin pudor podemos calificar a nuestra derecha, en cualesquiera de las vertientes que la conforman, aún cabe esperar alguna alternativa que mitigue sus devaneos e indefiniciones políticas o, cuanto menos, que su manifiesta imbecilidad, siempre bajo la capa del complejo, no provoque una hecatombe sobre el inocente ciudadano medio.
No cabe mayor desatino en el comportamiento de estos dirigentes – no todos, naturalmente, pero entre los que si, su propio “líder” el señor Rajoy – que el caer en la tentación de entrar en el juego de una izquierda carente de todo escrúpulo, con la que de nada ha servido, ni servirán los paños calientes.
Es razonablemente lógico admitir que la política haga extraños compañeros de cama. Y aun cuando el desencuentro, en función de las ideas de cada parte, sea inevitable soslayar, no es de recibo que los engaños y burdas mentiras de una de las partes – en este caso la izquierda representada por el señor Zapatero, cuyo comportamiento durante su mandato ha sobrepasado con holgura el licito penal – puedan continuar siendo asumidas, casi, con naturalidad, por este insulso “líder” de la derecha.
Vaya por delante mi sólida decisión de votar al pp, por primera vez, en las próximas elecciones. Paro también mi confesión de que no será porque considere que el señor Rajoy, su partido es otra cosa, sea la mejor opción, sino, ante las barbaridades y desatinos del señor Zapatero, lamentablemente, la menos mala.
Este hombre – Rajoy – ha dejado la impronta de ser un buen parlamentario. Pero nada más. Su meliflua actitud ante las ofensas recibidas por parte del psoe, protagonizadas directamente por el señor Zapatero, dicen muy poco en su favor y dejan mucho que desear como sólido líder. Entre una inacabable lista: desprecio absoluto a él y al partido que representa a más de diez millones de votantes españoles; engaños constantes con promesas que incumplía escasos minutos después de reunirse ambos; clara intención de marginarlo - y echar si fuera posible - a él y a su partido de la vida política; acciones y decisiones gubernamentales destinadas claramente a la provocación y el enfrentamiento entre los españoles; asumir como algo “políticamente” normal unos comportamientos rayando y sobrepasando el lícito penal.
Su “blando” carácter se ha visto reflejado en más de una ocasión, dando mucho que pensar sobre la solidez de su liderazgo. Baste recordar las “hazañas” del ínclito alcalde de Madrid, señor Gallardo, a quien cuesta ubicar con claridad en su posicionamiento político y, salvo para él mismo, nunca se ha sabido bien para quién “trabaja”.
Tampoco es “pecata minuta” recordar que el señor Rajoy se encuentra donde se encuentra gracias al decisorio dedo del “cesar” autocesado.
De manera que todo ello, y mucho más, conforman un personaje que si bien nos ofrece, desde el punto de vista humano, mayor confianza que su adversario, no termina de solidificar la figura del líder, con mayúsculas.
En cuanto a lo segundo – lo siniestro – lo que representa ese personaje desconcertante donde los haya, el señor Zapatero, ¿qué decir que no se haya dicho ya a lo largo de todo su “reinado”? Él mismo se ha encargado de refrendarlo diariamente con sus actuaciones. Mentiroso compulsivo – negación constante de las negociaciones con ETA, mientras se repetían las reuniones con la banda -; traidor impenitente – destroza la constitución que le dio el poder y que juro defender -; incompetente declarado – nos ha alejado de Europa y de la primera línea del mundo (económica y políticamente) para colocarnos en el vagón de cola junto a naciones tercermundistas -; indigente intelectual – su propia confesión, vanagloriándose de sus deficiencias culturales (toda z es buena si es suya) y su deficiente expresión verbal lo sitúa dentro de la mediocridad más recalcitrante; lamentable “líder” capaz de rodearse de lo más cutre del panorama político español, probablemente para encubrir sus propias deficiencias intelectuales: – el rotácico, casi disléxico y analfabeto integral Pepiño Blanco, el balbuceante e impresentable Moratinos, la manifiestamente inculta e incompetente “Maleni”, los resentidos Bermejo y Conde Pumpido, y una larga lista de colaboradores -; político perverso y egocéntrico – guiado por su ambición personal no ha tenido escrúpulo alguno en realizar cuantas alianza hayan sido precisas con los más radicales enemigos de España (nacionalista principalmente), con el único objetivo de mantenerse en el poder bajo el lema que ha sido santo y seña de su gobierno: “como sea”.
De manera que difícil lo tenemos los españoles en las próximas elecciones. Votar con conciencia significaría no hacerlo a ninguna de las dos alternativas “aprovechables”. Porque si nos referimos al resto de la camada política, nos encontraremos con una recua de pequeños grupúsculos cuyo único objetivo es conseguir vivir de la carroña.
Así que la única alternativa que nos queda es hacerlo por puro e inevitable pragmatismo, tratando de alejar de la Moncloa a quien en estos cuatro años ha conseguido el dudoso mérito de retrotraernos a los años treinta del siglo pasado, abriendo de nuevo una lamentable brecha entre las dos “españas” en casi todos los frentes posibles: el social, el económico, el religioso, el político y, por supuesto, el institucional.
De no hacerlo significaría dejar en manos del “circunflejo” señor Zapatero la suerte de un país con más de 2000 años de historia, para que lo convierta en los nuevos “reinos de taifas”. Con franqueza, no sé ustedes pero yo, a estas alturas y sumergido de lleno en la filosofía europeísta, no tengo deseo alguno de emular las hazañas de D. Pelayo.
Por otro lado, si no lo hiciera -el votar - perdería el derecho de poder quejarme cuando, llegado el momento, los resultados no me gustaran. Aunque, como les decía en el titular de este artículo, me vea en la incongruente necesidad de hacerlo entre lo esperpéntico y la siniestro.

Felipe Cantos, escritor.

Ese “casondeo” llamado “justisia”.



"La justicia es un cachondeo". Pedro Pacheco, ex-alcalde de Jerez.

Así de fácil, envuelto en ese “deje” tan particular del habla andaluza, calificó en su momento a la Administración de Justicia Española, hace ahora más de veinte años, el que fuera alcalde de Jerez, Pedro Pacheco.
Algunos años más tarde, yo, personalmente, me vi en la necesidad de cuestionar seriamente a nuestra administración de justicia, mediante el libro “La inJusticia en España”.
Por desgracia, a pesar de las más de dos décadas transcurridas y las innumerables denuncias efectuadas desde los más diversos sectores de nuestra sociedad, las cosas, lejos de haber mejorado en algo, han venido a confirmar aquellas palabras y cuantos escritos se han vertido sobre su ineficacia, su inequidad y, lo más terrible, sobre la dudosa honradez de la Administración de Justicia Española. Ya se lamentaba el Talmud: “¡Ay de la/s generación/es cuyos jueces merezcan ser juzgados!”.
Dejando al margen las razones que obliguen a un ciudadano a acercarse a un juzgado, acuda a él en calidad de acusador o de acusado, la imagen, siempre distante y extremadamente fría del lugar y de sus habituales ocupantes, ratificada por la consciente “auto magnificencia” de un/a juez/a que parece llegado de otra galaxia, le provocará una desalentadora sensación que tardará mucho tiempo en asumir y olvidar.
Pese a ello, y siempre en la primera visita - las siguientes, por experiencia, serán cosa distinta - el obligado visitante depositará en aquel lugar toda la confianza de que dispone para la mejor solución de su problema, deslumbrado de manera especial por la endiosada actitud - yo calificaría de voluntaria pose – de sus “señorías”. Lamentablemente, el resultado final, por lo general, será la obtención de una sentencia tardía, cara, ineficaz e irresponsable. En definitiva: siempre injusta.
Y si bien es cierto que todas y cada una de esas desalentadoras experiencias quedarán en el “armario” de cada uno de sus protagonistas, no alcanzando la difusión que tal injusticia merecería; no sucede lo mismo con aquellos asuntos que, transcendiendo de lo privado, afecta de lleno nuestras vidas: son las actuaciones judiciales derivadas de las actividades políticas, legales o no.
Y aún así, pese a la difusión que permite a la ciudadanía el conocimiento de estas últimas y la trascendencia que de ellas puedan derivarse, los parámetros de su mal funcionamiento, en ocasiones plenamente consciente y responsable de rozar de lleno, sino sobrepasar el lícito penal, son fácilmente intercambiables.
Las actuaciones a lo largo de estos últimos años de una Institución Fiscal, arropada, sino en connivencia plena con una Judicatura desnaturalizada, han pasado de sorprendernos, a obligarnos a replantearnos la sensatez y el equilibrio de tan necesarias instituciones.
Son tan burdas sus decisiones que no cabe apelar, para contrarrestar el malestar del ciudadano, el presumible desconocimiento que en materia jurídica éste pueda tener. Lejos, muy lejos de ello, lo que cabe pensar es que algunas de sus “señorías” han perdido el juicio o, descaradamente, poniéndose el birrete, la toga y los manguitos por montera, han decidido tomarnos el pelo.
En ningún momento debemos olvidar que, pese a ser dura, la Ley es, por encima de cualquier otra consideración, Ley. Un conjunto de normas que nos hemos dado para ser aplicadas con toda contundencia, sin matizaciones que, al albur de unos intereses determinados y con demasiada frecuencia bastardos, las desnaturalicen.
Es por ello que la mayoría de las actuaciones realizadas a lo largo de estos cuatro últimos años, por determinados jueces de la Audiencia Nacional, presididos, cómo no, por el ínclito juez Garzón, y de los Tribunales Supremos, sin olvidarnos del Constitucional, en clara connivencia con el estamento fiscal, además de ser una constante provocación a la inteligencia del ciudadano, produce vergüenza ajena.
Pese a que en estos casos es difícil de aceptar, cualquier persona con el mínimo sentido común - elemental sentido que se le supone en profusión a los estamentos jurídicos - podría entender que puedan darse contradicciones por razones de estricta interpretación de los libros de leyes.
Lo que ya no es tan fácil de entender y aún menos de asumir es que, partiendo de los mismos parámetros jurídicos, aquello que sirvieron para exculpar, o no sancionar en el mes de, pongamos por caso octubre, alcanzado el mes de febrero, y sin que se haya producido cambio alguno relevante en la documentación del proceso, provoquen la inmediata detención del procesado y su encarcelamiento sin fianza.
A nadie se le escapa que las decisiones del egocéntrico juez Garzón, en esta ocasión descaradamente encaminadas a favorecer las aspiraciones del psoe de ganar las próximas elecciones del 9 de marzo, son provocadas y precedidas por intereses impúdicamente partidistas. El caso concreto del procesamiento de la cúpula de la mal llamada “izquierda abertzale”, más conocida como eta, sería, sino fuera por la incongruencia en si misma, de juzgado de guardia. Por desgracia, no es el único caso.
Y uno, en su obligada “ingenuidad”, se pregunta por las razones que puedan justificar tan descaradas contradicciones en la aplicación de las leyes y, de manera especial, la incomprensible inoperancia de unos poderes judiciales que no se manifiestan con contundencia, para evitar desmanes de esta envergadura. Obsérvese la indolencia del Consejo General del Poder Judicial ante la desvergonzada manipulación que de la Justicia, desde hace mucho tiempo, viene haciendo este juez, en función de sus “conveniencias políticas”.
Por ello, aunque me permita a través de esta tribuna advertir al impresentable “juez estrella” que ya no engaña a nadie con sus burdas artimañas ¿jurídicas?, no puedo, como ciudadano común, dejar de preocuparme, en extremo, lo que ya en su momento denuncié en el libro “La inJusticia en España”: el omnímodo poder de los jueces en España.
De manera que frente a la seguridad que debería inspirar la justicia para el ciudadano, ¿cómo no sentirse inseguro, e incluso indefenso, ante una Administración de Justicia, que asume con toda naturalidad situaciones de esta envergadura, públicamente interesadas y descaradamente manipuladoras, de determinados jueces?
¿Por qué frente a casos como el presente no saltan todas las alarmas, ni se observa, en la Judicatura, el más leve movimiento de preocupación en busca de caminos que permitan atajar tales desmanes?

Felipe Cantos, escritor.

29 noviembre 2007

Que alguien nos salve de los “salvadores”.


Cuando la estafa es enorme ya toma un nombre decente. Ramón Pérez de Ayala.

El repetitivo y no por ello menos falso mensaje de “salvemos el planeta”, junto con la obsesiva campaña en defensa de determinadas especies en extinción, puede llevarnos a la sin razón y al paroxismo más absoluto.

En ocasiones, uno se pregunta si la educación que tiempo atrás recibiera no es un serio obstáculo para responder con contundencia a todos aquellos que pretenden tomarnos el pelo.
Y quizás porque uno mismo entienda que aquella fue, aunque algo cartesiana, correcta, intentará, siempre que sea posible, escuchar lo que los demás dicen, pese a que, en ocasiones, estos puedan resultar francamente insoportables.
Así sucede con uno de los sectores sociales - aquel que dice preocuparse de la protección del medio ambiente - donde las exageraciones y la pesadez de sus comunicadores superan los límites de la educación recibida, desbordando la paciencia del sujeto receptor.
Uno, insisto, pese a que lo educaron bien, comienza a estar hastiado de escuchar las sandeces que de manera continuada difunden estos emisarios del desastre y profetas de la desolación.
Es evidente, y yo no tengo duda alguna, que se hace imprescindible que de manera ordenada y sistemática nos concienciemos de la necesidad de tratar con la máxima delicadeza a la madre naturaleza y a cuantos en ella convivimos. Pero en modo alguno justifica, salvo puntuales casos, el que se nos quiera vender innecesarios mensajes catastrofistas y, lo que aún es peor, culparnos de la muerte y extinción de determinadas especies de animales y plantas.
La madre naturaleza nos ha mostrado, y nos muestra, de manera constante que ella, en su propia evolución, va creando las condiciones en las que el ser humano, como exponente máximo, va desarrollándose. Puede que no de manera perfecta – en el fondo la perfección puede significar la nada - pero en modo alguno debemos sentirnos culpable absoluto de cuanto desastre sobre ella se haya producido, o se pudiera producirse.
De hecho nos lo impone nuestra propia condición de seres racionales. Nuestra tendencia a mantener lo más arreglado y pulcro posible nuestro entorno más cercano es una clara demostración de ello. Pero llegar a cuestionarse, o incluso afirmar de manera categórica que la gran mayoría de especies se encuentran en peligro de extinción sólo por culpa de las acciones del hombre, con franqueza, no es de recibo. Es, sin duda, una demagogia barata falta de toda consistencia. Una maniobra de distracción utilizada por todos aquellos, especialmente políticos, que no tienen alternativas a los graves problemas que a diario acosan de manera real al hombre.
Puede que el mensaje haga mella en un gran número de conciencias, aún cuando estas se pregunten qué es exactamente lo que han hecho mal para que, hoy, se encuentre en peligro de extinción, por ejemplo, el armadillo gigante o el hurón de pies negros, en América; el kakapo o la foca monje, en Europa; el burro salvaje o el hipopótamo pygmy, en África; el Ibis nipón o el rinoceronte de India, en Asía, y por no resultar excesivamente cargante con la lista señalaremos por último, como ejemplos, la tortuga verde y el dragón de Komodo, en Oceanía. Naturalmente, esta no es más que una pequeña muestra de la larga lista que probablemente nos exhibiría un ecologista “al uso”. Vamos, de los que hoy se llevan.
Pero si observamos con detenimiento la realidad de lo que se nos quiere hacer creer, con toda probabilidad surgirán de inmediato multitud de interrogantes de difícil respuesta para el sujeto en cuestión.
La primera, respetando plenamente el derecho a la vida de cualquier ser vivo, sería, independientemente de si es o no culpable el ser humano, si la mayoría de estos animales cumplen alguna utilidad práctica en la vida del hombre. ¿Puede alguien explicarme para qué demonios se precisa un hipopótamo cuyo único objetivo es permanecer sumergido en el agua todo el día? ¿Y la ingente cantidad de cocodrilos a la espera de la presa en los ríos africanos? Supongo que resultara ocioso hacerse la misma pregunta sobre la desaparición, o no, de las pirañas, de los mosquitos y moscas, y qué decir de las avispas, arañas y demás insectos que tanto molestan al común de los mortales.
Sé, perfectamente, que la pregunta supera los límites del pragmatismo más molesto y que cualquier iniciado en esta nueva liturgia me abordaría de inmediato con que todo cumple una función en la naturaleza, al formar parte del ecosistema. . Pero de no haberse desarrollado los acontecimientos del modo en que lo han hecho, lo cual demuestra que el ecosistema no es, ni debe ser inmutable, ¿cuál sería la situación?
Traten de imaginar por un momento que todas y cada una de las especies extinguidas, y las que al parecer lo harán en los próximos años, se hubieran desarrollado del mismo modo que el ser humano. Cuesta poco llegar a la conclusión de que este planeta, ya de por si difícil y agresivo para el ser humano, se hubiera vuelto definitivamente inhabitable para él.
Doy por sentado que es lamentable el hecho de que las futuras generaciones quedarán privadas de la “razonable” satisfacción de conocer de cerca, o cuanto menos haber visto alguna vez en su ambiente salvaje a los grandes felinos, a las inigualables ballenas, o a las majestuosas águilas, por poner algunos ejemplos de cada uno de los hábitats en los que se desenvuelve nuestra vida.
Pero ello no me llevará al desvarío de cargar sobre nuestras conciencias, de manera global, la inevitable desaparición de especies afectadas por la propia evolución de la vida. A menos que los más fanáticos en la defensa de las especies en extinción planteé la necesidad de controlar la natalidad del hombre, frente a la de las demás especies, y a favor de estas últimas.
No nos engañemos, llevamos cientos de siglos, miles de años viendo desaparecer especies afectadas por su propia evolución y la de la naturaleza, sin que la mano del hombre haya tenido nada que ver en ello. Y pese a todo, o quizás por ello, el hombre ha continuado con su imparable desarrollo.
Si el ser humano hubiera podido evitar la extinción de los grandes carnívoros antidiluvianos, o los más cercanos y grandes felinos, como el tigre de bengala, o los leones africanos y especies similares, ¿podrían darme respuesta los profetas de la devastación de que es lo hubiera sido entonces del hombre? Seguramente serviríamos de desayuno comida y cena de todos ellos.
En cuanto a la intervención definitiva del hombre sobre las demás especies animales, igualmente les preguntaría a los iluminados agoreros - que por cierto viven extraordinariamente bien de las subvenciones obtenidas de sus feroces campañas - ¿qué sucede con aquellas especies con las que, en este caso sí, el ser humano viene manteniendo una constante batalla por eliminarlas de la faz de la tierra, sin conseguirlo. Entiéndase, por ejemplo, cucarachas, ratas, reptiles e insectos que, salvo inspirar a los guionistas de los dibujos animados, para poco más contribuyen al bienestar del hombre.
Seamos honestos. Una vez más la demagogia más burda y el engaño más sutil se instala en el mensajes de quienes, generalmente provenientes de una izquierda carente de una ideología felizmente naufragada, a falta de mejor oferta política y social, se erige en salvadores de lo que haga falta.
En un inicio fueron los fracasados principios básicos del hombre para la convivencia. No hay más que observar el mundo a tu alrededor para darse cuenta del resultado. Después, la lucha por la igualdad y los derechos sociales. Huelga recordar los estrepitosos fracasos de los “paraísos socialistas”. Posteriormente los “terribles” daños provocados en la capa de ozono que acabarían por envenenar el planeta y que, finalmente, quedaron en nada. A continuación los “gravísimos” problemas provocados por la globalización, para llegar, por último y lo más reciente, el mensaje repetido hasta el hastío de “salvemos el planeta”, en donde el cambio climático y la extinción de las especies se han convertido en la columna vertebral de todo el movimiento.
Por tanto, no se trata de exterminar por exterminar animales, cualquiera que estos sean, incluidas las antipáticas ratas, o los repulsivos escorpiones, ni provocar problemas climatológicos donde no los haya. Pero tampoco de llegar a concederles espacios de privilegios, como el reciente caso planteado por el socialista Pedro Pozas en el Congreso Español, sobre los derechos “humanos” de los grandes simios, mientras problemas de primerísimo orden en las necesidades de los seres humanos – vivienda, hambre, justicia, seguridad, naturaleza mal atendida y peor protegida, violencia de género, niños desamparados, enfermos terminales, etc. – continúan sin resolverse.

Felipe Cantos, escritor.

13 octubre 2007

La mediocridad de Zapatero, ¿un valor en alza?


Cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje. Aldoux Huxley.

Aún cuando a lo largo de una vida todo ciudadano que se precie como tal pueda sentir, ocasionalmente, la necesidad de tomar conciencia del papel que le ha correspondido representar en la sociedad a la que, le guste o no, pertenece, hay momentos en que esa necesidad se convierte en una obligación.
Salvo para aquellos que se dejen cercar por la más despreciable de las indolencias, inexorablemente, para el resto surgirán situaciones en las que se hace obligada una mínima reflexión que nos debería mostrar la auténtica realidad de una escenario, cuanto menos, complicado. Sin duda, salvo para los insensatos - algunos imbéciles crónicos y otros imbéciles sin saberlo, que no se qué es peor - las difíciles circunstancias por las que en estos momentos transita España es una de ellas.
Una vez más, y van…, reitero mi absoluto desinterés por cualesquiera de las alternativas políticas que en la actualidad se barajan en España. No he sido jamás seguidor directo de ningún partido, mi opinión sobre ellos, y los políticos que los representan, es harto conocida. De manera que cuando escribo sobre estos temas intento poner mi “pluma”, por encima de cualquier otra cosa, al servicio de la coherencia. Utilizar el sentido común, desgraciadamente el menos común de los sentidos, es mi objetivo primordial. Aunque no siempre es posible conseguirlo, es el único modo en el que poder emitir un razonamiento mínimamente imparcial, alejado de las influencias partidistas.
Se preguntarán que a qué demonios viene esta larga introducción. Es muy simple. Asentado en lo expuesto anteriormente, me he permitido hacer un análisis, tan amplio como ha sido posible, sobre la labor realizada por el señor Rodríguez Zapatero a lo largo de su legislatura; no como gobernante y político en activo, sino como la persona que se encuentra “dentro” de ese personaje que le ha tocado representar. El resultado es, además de sorprendente, espeluznante.
No hay duda que las actitudes mostradas por Rodríguez Zapatero se han visto, y se ven, condicionadas en su faceta de ciudadano/político; de igual manera que sucede a la inversa, político/ciudadano. Pero ello no es óbice para que concluyamos que lo que aceptamos de este sujeto, como político, sería imposible hacerlo como ciudadano, como vecino o, no digamos ya, como amigo o familiar.
A lo largo de estos años, el personaje en cuestión ha demostrado ser una persona en la que no es posible confiar. Desde que “Bambi” asomara la patita, sin el menor de los escrúpulos, ha ido dejando en el camino – la cuneta dirían en el argot mafioso – a cuantos se dejaron seducir por “sus encantos”.
Soy consciente que muchos de ellos, yo diría que la gran mayoría, merecieron ser engañados del mismo modo que lo son aquellos que pretenden aprovecharse del supuesto “tonto” del timo de “la estampita”. Pero ello no devalúa en absoluto los “méritos” del ínclito zp. Más bien los acrecenta.
No es necesario exponer como ejemplo lo que, lamentablemente, es moneda de curso legal en cualquier mala democracia que se precie: maltratar a su más directo rival, la oposición. El señor Rodríguez Zapatero no ha tenido empacho alguno en, liándose la manta a la cabeza, maltratar a cuantos socios y colaboradores, más o menos cercanos, ha tenido. Comenzando por los Pascual Maragall, los Artur Mas, los José Bono, los Miguel Sebastián y tantos otros para, pasando por los socialistas navarros, por significados responsables socialistas de algunas de nuestras más importantes instituciones, por algunos jueces de los llamados “vizcochables”, por los batasunos euskaldunes – a su manera eta incluida – hasta, lo que hace escasos meses era impensable, alcanzar a sus incontestables amigos, socios y más allegados colaboradores en la parcela mediática, el Grupo Prisa, con el ínclito Juan Luis Cebrián a la cabeza.
La verdad es que resulta difícil entender como es posible que un personaje de estas características, con una mezcla de insensatez y maldad, fácilmente identificable pero malamente administradas, haya lograda tamaña “hazaña”. Dudo mucho que Maquiavelo y Rasputín a “la limón” fueran capaces de alcanzar cotas similares.
Pero lo más terrible es comprobar que pese al peligro que encierra el personaje, capaz de haber provocado que de nuevo España se divida, por el momento ideológicamente, en dos frentes, todavía quedan personas, al parecer legión, que confían en él.
Como mero observador podría entender, evidentemente dejando en el camino la mayor parte de mis escrúpulos, que toda la camada que vive en las cercanías de la política, del empresariado, o de las Instituciones del Estado, para no perder sus prebendas, se mantuvieran “fieles al líder”. Sin embargo, lo que resulta imposible de comprender, al menos para mí, es que el ciudadano de a pie, visto lo visto en estos tres largos años de gobierno zp, aún pueda tener dudas con respecto al peligro que encierran las decisiones de este “presidente”.
Tal vez aquí se cumpla la máxima en el engaño. Aquella de que el último en enterarse, siempre, es la “otra parte”. Y, lamentablemente, ese papel le ha tocado jugar a los votantes de este hombre incapaz de mostrar dos rasgos seguidos de cordura y honradez.
De otro modo sólo cabe pensar que, como a los “masocas”, a los votantes de este hombre, socialistas o no, les va la marcha o, peor aun, su capacidad de reflexión se encuentra bajo mínimos, o es inexistente.
Qué otra consideración cabría otorgar a quienes en su vida privada no darían cobijo, ni tan siquiera saludarían al cruzarse con él en la escalera de su portal - ¡buenos somos los españoles ejerciendo de críticas porteras! - y sin embargo son capaces de votarlo para convertirlo en el personaje más poderoso en la vida pública española.
Lo crean o no, carezco de una ideología definida. No me interesan los fundamentalismos, por discretos que estos pretenden ser. Me apoyo en las humanidades para llevar a cabo mi vida de una manera razonablemente digna. Por esa razón, siempre, me ha traído sin cuidado a dónde dirijan los ciudadanos su voto: derechas, izquierdas, centros, o lo que les venga en gana.
Lo que sí me preocupa es que ese voto vaya destinado a quien, alejado en exceso de la razón, ha demostrado sobradamente ser un indigente intelectual, incapaz de cumplir con uno sólo de los parámetros que se le suponen a un buen dirigente político, del que siquiera cabe esperar de él que, además de retorcido, sea inteligente.


Felipe Cantos.
Escritor.

07 octubre 2007

¿Dónde quedó el euskera?


“Nadie puede adoptar la política como profesión y seguir siendo honrado.” Louis McHenry Howe.

Qué difícil resulta frenar la carcajada estruendosa cuando nos llegan noticias de algunos de los últimos acontecimientos sucedidos en España, provocados por algunos de sus personajillos más “ilustres”. De modo que por aquello de que no se nos quede dibujada en nuestro rostro la sonrisa de la estupidez, cuanto menos, permítasenos dar rienda suelta a una sutil sonrisa de indulgencia.
Y ello, pese a que, como la gran mayoría de los sensatos de este país, había decidido, en espera de mejores tiempo, vacunarme contra las infecciones de flagrante inmoralidad en la que se ha convertido todo cuanto tocan, o pasa por, las manos y las mentes de ese inconcebible personaje llamado José Luis Rodríguez Zapatero y sus secuaces.
No voy a caer en el error de aburrirles con la interminable lista de desatinos que, en los algo más de tres años de desastrosa gestión gubernamental, ha creado tan “insigne personaje”. Entre otras razones por haber sido harto difundidas y repetidas por un sinfín de medios de comunicación.
Pero no deja de ser sorprendente que en este país de nuestros amores – y desventuras mil en estos momentos – aún se puedan dar situaciones que, constantemente y pese a haber despertado las conciencias de millones de españoles, continúen intentando pervertir la sociedad y, lo que es peor, tacharla de indigente mental.
La reciente escena teatral representada por el pnv - Partido Nacionalista Vasco – no tiene desperdicio. Como consecuencia de la desastrosa deriva del señor “presidente del gobierno español” en sus obscenas (y fracasadas) negociaciones con eta, se han producido en cadena una serie de acontecimientos alejados en grado sumo de las previsiones de algunos de sus protagonistas.
Ni el irrepetible Juan José Ibarreche/Ibarretxe - por cierto, sorprende que aún no haya euskaldunizado su nombre propio – ni el recientemente dimitido Josu Jon Imaz – este sí lo ha hecho por partida doble – esperaban que el estrepitoso fracaso de las, mal llamadas, negociaciones con eta, volvieran a colocarles, al uno, en la cresta de la ola y, al otro, lo enterrara entre la espuma y la arena, hasta hacerlo desaparecer.
Al primero, dándole la oportunidad de tomar una iniciativa a todas luces inconstitucional: plantear un referéndum, con fecha y hora, sobre la independencia/separatismo de la Comunidad Vasca. Al segundo, colocándole en una posición claramente incómoda al defender unos postulados – en el fondo los mismos – alejados en la forma y, principalmente, en el tiempo, con los de la mayoría de su propio partido –pnv- con el presidente de su comunidad, es decir, Ibarreche, a la cabeza.
El hecho es que ambos personajes, en una extraña carambola, se han visto forzados a replantearse nuevamente sus destinos y, yo diría que, incluso, sus posiciones políticas y sociales. Sobre el primero, Ibarreche, nada nuevo que descubrir que no sea la ratificación de su radicalidad: continúa cabalgando a lomos de su aberrante desvarío, inventándose una historia que nunca fue y un futuro de difícil previsión, pero siempre peligroso.
En cambio la situación del segundo resulta sumamente paradójica, casi divertida. Este personaje, al igual que todos los representados bajo las siglas del pnv, durante años ha mantenido duras posiciones frente a la españolidad de las provincias vascas, haciendo gala de un indiscutible y radical posicionamiento independentista. Para ello, utilizando cuantas “armas” encontró a manos: falseo de la historia; injustificados agravios comparativos con otras regiones españolas, y otras de igual o peor calado.
Pero por encima de cualquiera de estas y alguna más, el euskera – la lengua/idioma – prácticamente desaparecido como elemento de comunicación entre los vascos, e introducido con calzador en una incomprensible e intolerable “inmersión lingüística”, durante años ha sido utilizado como arma para aferrarse a unas autoconvicciones difícilmente justificables.
Y ahora es el momento en que, obligado a abandonar el cargo de presidente del pnv, el ínclito Josu Jon Imaz se ve en la disyuntiva de volver a organizar su vida, profesional – supongo que la personal igualmente – en base a todo aquello que durante años ha venido vilipendiando y atacando casi con desesperación: la lengua española.
Al parecer, por lo leído en los medios de comunicación, “nuestro” Josu Jon Imaz se trasladará a los Estados Unidos – no podían haberle elegido destino más lejano – para impartir clases, ignoro de qué, pero es de suponer que lo hará en la lengua de Shakespeare.
No me negarán que si finalmente fuera a desarrollar su trabajo en el idioma que tanto ha combatido y despreciado, que es lo que me temo, el castellano/español, todo resultaría, además de cómico, despreciable. Un auténtico sarcasmo y un claro ejemplo, dejando al margen el único objetivo claro de un político - el medrar donde sea y como sea – de la inmoral pasta que están hechos estos personajillos que beben en las fuentes de los nacionalismos.
Porque permítanme que dude seriamente de que el euskera le sirva para algo más que para ser tomado por un original personaje venido Dios sabe de qué latitudes lejanas, allá por la Patagonia.
Y es que la realidad de los hechos es inexorable a la hora de confirmarse una verdad, por mucho que esta se discuta, en aras de unos intereses partidistas y bastardos.
El acervo popular, sobrado en experiencias y generoso en expresiones ya lo recoge sabiamente: “quien al cielo escupe, en su cara repercute”.

Felipe Cantos.
Escritor.















17 septiembre 2007

El genuino talante de Zapatero y Chávez: La Educación para la Ciudadanía.


No se nos otorgará la libertad externa más que en la medida exacta en que hayamos sabido, en un momento determinado, desarrollar nuestra libertad interna. Mahatma Gandhi.

Si les soy sincero, había pensado mantenerme al margen de la polémica sobre la nueva -¿nueva?- asignatura que, si Dios no lo remedia, tomará cuerpo en las aulas españolas este curso que se inicia: Educación para la Ciudadanía.
Puedo asegurarles que no se trataba de una decisión determinada por la falta de iniciativa, o porque el “asunto” no me preocupara. Me preocupaba, y me preocupa. Y ello, pese a que resido, desde hace décadas, fuera de España y mis hijos, por fortuna, no se encuentran bajo la nefasta influencia de los sectarios gobernantes actuales: el señor Zapatero y sus incondicionales nacionalistas, más la recua residual de una izquierda en estado terminal.
Entendía, más bien, que tratándose de un asunto puramente académico, aunque con claros efectos perversamente devastadores sobre la formación de las nuevas generaciones españolas, habría, y de hecho hay, voces mucho más autorizadas que la mía. Después de todo, yo no soy más que un “humilde” escritor alejado de las aulas y los claustros de los profesores.
Sin embargo, hace escasos días cayó en mis manos un adelanto del contenido de la signatura, plasmado en un libro editado por mi inolvidable y viejo “amigo” Ramón Akal: Educación para la ciudadanía: Democracia, Capitalismo y Estado de Derecho, es su título.
Les aseguro que creía haber visto casi todo en este mundo de los despropósitos. Pero está claro que ese “casi”, al que tanto apelamos cuando deseamos dejar una incertidumbre en el aire, a poco que te lo propongas dejará de ser “casi” para convertirse en una evidencia indiscutible.
El libro, imagino que como los de las demás editoriales que hayan basado su contenido en los parámetros marcados por el gobierno Zapatero, no tiene desperdicio. Su contenido, lejos de ser simplemente formativo y equilibradamente neutro - no mantiene las mínimas normas elementales que se presumen deben contener los libros de enseñanza - se nos revela como una sarta de disparates y ataques directos contra personas fácilmente identificables, en algunos casos aún vivas, y contra todo lo que no sean las perversas ideas surgidas de una izquierda plenamente devorada por la más rancia de las ideologías.
Aunque imagino que la intención de sus creadores era la de ser mínimamente sibilinos, intentando moldear las inteligencias con pretendidos mensajes subliminales, la realidad es que se ve perfectamente que la asignatura no tiene como objetivo la enseñanza y formación de las nuevas generaciones, y si un burdo adoctrinamiento.
Pero aún peor. El libro, conscientemente alejado de los diversos temas que deberían ser desarrollados en una abierta reflexión por todos y cada uno de los alumnos implicados, se ocupa directamente de “mascar” cada uno de los temas y entregarlos a los alumnos, en un lenguaje, en ocasiones soez y ofensivo, plenamente digeridos.
En muchos de sus contenidos uno tiene la sensación de encontrarse el más puro estilo periodístico en el que la información - y la formación – queda al margen, dando paso al más grosero de los adoctrinamientos, recordando las practicas habituales del Grupo Prisa que, por desgracia, tan buen resultado les ha dado con un importante y numeroso sector de la ciudadanía española.
Es lo mismo que hablemos de capitalismo, de religión, de sociedad, de bienestar, de comunicación, o cualquier otro tema. Todos ellos son expuestos, no para su reflexión, sino, como decía antes, dirigido directamente contra quienes no están en la misma línea de pensamiento. Incluso con ataques directos a determinadas personas conocidas por su clara oposición al gobierno del “señor” Zapatero.
Resultaría cómico, sino fuera por su gravedad, que terminaran “inmortalizando” en libros de texto a quienes son más que odiados por el régimen actual.
De manera que a la vista de cómo se van desarrollando los acontecimientos uno comienza a estar verdaderamente preocupado. Especialmente si tenemos en cuenta las fuentes ideológicas de las que el “señor” Zapatero ha bebido y, lamentablemente, continúa bebiendo. Las influencias de sus amistades, algunas peligrosas, como el venezolano Chávez, el “jovencísimo” Castro, o el estrábico Kirchner; y otras no menos peligrosas además de bobaliconas como “el” Evo Morales, nos hacen desconfiar seriamente de sus intenciones.
La nueva asignatura, “Educación para la Ciudadanía”, además de un repugnante panfleto, contra todo aquello que no es de su “cuerda”, bien podría ser el inicio del camino tomado por el dictador Hugo Chávez, quien en una decisión sin precedentes, ni tan siquiera en los regímenes dictatoriales más execrables, está tratando de imponer unas leyes en su país que le permitan disponer a su antojo de la juventud e, incluso, de los niños venezolanos.
En la redacción del artículo 3 de la nueva “Ley de Educación” – curiosa coincidencia con “nuestra” Educación para la Ciudadanía – viene a decir lo siguiente: “A partir de la vigencia de la presente ley, la patria potestad de las personas menores de veinte años de edad será ejercida por el Estado, a través de las personas u organizaciones en las que este delegue facultades”.
Por si esto no fuera terrorífico, el artículo 4 de esta misma ley viene a decir lo siguiente: “Todo menor de edad permanecerá al cuidado de sus padres hasta tanto cumpla la edad de tres años, pasados los cuales deberá ser confiado para su educación física y mental, así como para Capacidad Cívica a la Organización de Círculos Infantiles, organismo que por esta ley queda facultado para disponer la guardia y cuidado de la persona y el ejercicio de patria potestad de los menores”. Y continúa. “La organización de Círculos Infantiles dictará las predicciones necesarias para que todo menor de edad, comprendido entre los tres y los diez años, permanezca en el Estado donde residen los padres, procurando que sea tenido en el domicilio de los mismos al menos dos días al mes, para que no pierdan contacto con el núcleo familiar. Pasados los diez años todo menor podrá ser asignado, para su instrucción, cultura y capacitación cívica, al lugar que más apropiado sea para ellos, tomando en cuenta los más altos intereses de la nación. Al Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Creación corresponderá hacer todas las previsiones encaminadas al mejor desarrollo físico y deportivo de los menores de edad tutelados por la Organización de Círculos Infantiles”.
No, no crean que lo que han leído es una invención de este autor. Ni tan siquiera un borrador de lo que pudiera ser un inconcebible proyecto. Las actas han sido ya presentadas en la Asamblea Nacional del Congreso Venezolano para su votación y aprobación.
Comprenderán ahora las razones de mi inquietud. Ante los desatinos pergeñados por el ínclito señor Presidente del - ahora si, de cara a las elecciones - Estado Español, entre otros, negociar con terroristas; descuartizar España en una innoble cesión ante los nacionalistas más radicales, y otras “perlas similares”, nuestra desconfianza es, más que razonable, obligada.
Si, además, tenemos en cuenta las “entrañables relaciones” que mantienen, de manera personal, ambos mandatarios, de España y Venezuela, llegarán a la conclusión de que, con el señor Zapatero todo es posible.
En cuanto a Ramoncito Akal, con quien inicié mis andaduras editoriales hace más de treinta y cinco años, sólo decirle que ahora comprendo como es posible salvar e incluso progresar, desde la perspectiva económica, una actividad cultural – específicamente la edición - a la que en condiciones “normales” de mercado les está, casi, vetado obtener beneficios. A la sombra del poder, aunque se pierda la dignidad, todo es posible. Tal vez debería aplicarse la máxima de Otto von Bismark: La libertad es un lujo que no todos pueden permitirse.
No dejaré pasar la oportunidad de desmentir a cuantos voceros gubernamentales insisten, una y otra vez, en vendernos las bondades de la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía.
En contra de lo que algunos sostienen, para avalar sus afirmaciones, es rigurosamente falso que en los colegios de otros países europeos se imparta materia alguna semejante.
Conozco de primera mano las Escuelas Europeas, buque insignia de los colegios en Europa por su directa vinculación con las Instituciones Europeas, y puedo asegurarles que jamás se ha impartido, ni se imparte en ellas asignatura alguna que pudiera asemejarse, ni por casualidad, al retorcido bodrio que han parido los socialistas españoles.

Felipe Cantos, escritor.

13 septiembre 2007

El Hiyab – pañuelo - musulmán: ¿la nueva seña identitaria del radicalismo islámico?


Los fanatismos que más debemos temer son aquellos que pueden confundirse con la tolerancia. Fernando Arrabal.

Vaya por delante mi más absoluto respeto por cuantas formas - siempre decorosas, se entiende – decide poner sobre su desnudo cuerpo cualquier ser humano. No es posible, ni de recibo, condicionar los gustos e, incluso, las costumbres de nadie por razones tan ingenuas como el hecho de que pueda incomodarnos su simple contemplación. Especialmente si esa negativa actitud nos viene dada por un cúmulo de prejuicios siempre mal aprendidos.
De un tiempo a esta parte he visto crecer la polémica, hasta desbordarse, sobre el uso, en imparable aumento, del velo o pañuelo islámico, más conocido como “Hiyab”.
Si no fuera por la gravedad que parece entrañar las mil y una interpretaciones que de tal uso se desprende, tanto para quienes lo usan, como para quienes lo critican, la situación no pasaría de ser parte de una cómica escena costumbrista de los Hermanos Quintero o, si me apuran, de una escena al uso de cualquier novela de Jardiel Poncela.
Pero, desgraciadamente no es así. Tan, en principio, simple prenda, esta comenzando a convertirse “de facto” en un arma arrojadiza de consecuencias imprevisibles. Bajo su tacto, en algunos casos de suave seda y diseño vanguardista y personalizado, se han comenzado a cobijar radicales actitudes en defensa de reivindicaciones no siempre bien entendidas, ni justificadas.
Durante mucho tiempo la costumbre de cubrirse la cabeza, a veces con un simple pañuelo de mano, fue, sin más, un obligado gesto de respeto a determinados momentos de significado religioso. Esta acción, realizada mayoritariamente por la mujer, también tuvo su expresión en el hombre. Y puedo asegurar que salvo en aquellos casos de una excesiva religiosidad, la mayor parte de los que así lo hacían, obligados por las circunstancias, estaban esperando el momento más oportuno para librarse de tan “incómoda” prenda.
Es importante hacernos la siguiente reflexión. De las tres religiones monoteístas salvo en la arraigada costumbre judía, donde la pequeña “kipá” ha llegado, en el hombre, a convertirse casi en una obligada prenda de vestir a diario y en cualquier momento, combinándose en ocasiones con un elegante traje de Armani, el velo católico, o el Hiyab musulmán habían llegado a desaparecer de manera casi absoluta; salvo en poblaciones rurales, o en las poblaciones musulmanas donde la evolución hacia cualquier manifestación prooccidental ha sido abortada por sus radicales dirigentes.
De manera que parece evidente y hasta comprensible, al menos en lo que conocemos como Occidente, que el resurgimiento de la tan traída prenda - el Hiyab - se debe más a un posicionamiento étnico y social - yo me atrevería a decir que también político – que religioso. Es una clara reivindicación de unas señas identitarias, aparentemente perdidas. Tal vez porque, pese a no ser conscientes las generaciones anteriores del riesgo o, incluso, del deseo de perder su identidad, tampoco nunca tomaron la verdadera decisión de fundirlas con el nuevo medio al que por determinadas circunstancias se vieron abocados a llegar.
Sin embargo no dejaré de manifestar mi contrariedad y mi más rotunda oposición al uso que de la prenda se está comenzando a hacer por parte de la juventud musulmana afincada en Occidente. Es sumamente difícil creer que bajo la “protección” del Hiyab se recuperen y vuelvan a surgir ancestrales creencias religiosas largamente perdidas. La fe no se encuentra ni en un pañuelo, ni bajo un pañuelo.
Dejando a un lado cuestiones estéticas, que el pañuelo generalmente perjudica, por lo que sorprende y hace poco creíble la enconada defensa de su uso por las adolescentes musulmanas – mujeres al fin y al cabo - , más bien parece, como decía antes, una manera de encontrar la salida a una falta de identidad: “Para mí, el Hiyab es un regalo de Allah. Me da la oportunidad de acercarme a Allah y también me permite identificarme y ser reconocida como musulmana”; “Ellas son representantes del Islam y de los musulmanes. A cualquier lado que van, tanto musulmanes como no musulmanes las reconocen como seguidoras del Islam”; “En esta vida, no podría pensar en algo mejor que ser musulmana, y el Hiyab es un signo que me lo recuerda permanentemente”; “Saber que Allah me encuentra bella – con el Hiyab - es lo que me hace sentir bien”.
Estas son algunas frases, extraídas de un periódico musulmán, publicado en Occidente, pronunciadas, dicen, por varias adolescentes musulmanas, residentes igualmente en Occidente, en segundas y terceras generaciones,. Aunque cuesta trabajo creerlo, pues más bien parecen frases estereotipadas sacadas de monjas, o religiosas ancladas en siglos pasados, bien pudiera ser que en ellas anide de manera encubierta ese fanatismo religioso que tanto nos preocupa.
Se nos dice, no sin cierta sorpresa por nuestra parte, que “era de esperar que la generación de sus hijas, las jóvenes de hoy, frente a la fascinación de sus padres por la cultura occidental y el desprecio marcado de Occidente hacia el Islam, decidan emprender una búsqueda para conocer su religión y al mismo tiempo su identidad que, por las relaciones e influencias, no formaba parte ni de Oriente ni de Occidente”.
Pero cuesta trabajo aceptar semejante argumentación. Si tenemos en cuenta que, por lo general, los estratos sociales de estas generaciones de nuevos y “fervientes” islamistas, salvo excepcionales casos, proceden de los niveles más bajos de la sociedad, tanto en lo económico, como en lo intelectual y académico, llegaremos a la conclusión que lejos de ser oposición directa a sus padres, se nutren básicamente de ellos.
Además, resulta sorprendente que pese a la “fascinación occidental” que dicen haber abducido a los padres, uno aún pueda contemplar con horror, por ejemplo, como ante los efectos de una desgracia o una catástrofe las manifestaciones de dolor de “esa vieja generación” musulmana se conviertan en un concierto de estridentes gritos, acompañados de un deprimente espectáculo de autolesiones a base de golpetazos y fuertes palmadas, más cercano a ancestrales costumbres no superadas que la “odiosa” modernidad impuesta por Occidente.
Resulta difícil aceptar que después de decenas de años e imbuidos de pleno en sociedades abiertamente plurales, pueda haberles surgido de lo más profundo de su ser ancestrales deseos identitarios. Incluso superando a los de sus generaciones anteriores. Es un fenómeno social de difícil comprensión y más compleja explicación.
Yo no tengo duda alguna de que esas jóvenes, que han adoptado de manera beligerante el uso de el Hiyab, teóricamente occidentalizadas y que comienzan a ser legión, han buscado en el uso de la prenda más que una identidad la identificación con una personalidad perdida o, tal vez, nunca ostentada.
Más bien parece que a falta de otras posibilidades trataran de hacerse visibles en esta compleja e insolidaria sociedad, reafirmando su personalidad con elementos externos de dudoso acierto. Ya saben, aquello de: “que hablen de mí aunque sea mal”.
Lo preocupante es la lectura que hacen los radicales islamistas del uso del Hiyab. Parecen querer hacer confluir en él todas las milenarias reivindicaciones, nunca suficientemente bien justificadas, de Oriente a Occidente.
Lo cierto es que han conseguido convertir lo que era una simpática y agradable prenda en una bandera reivindicativa. Hasta la simpática doña Rogelia lo lleva y nunca fue sospechosa de islamismo radical alguno. El peligro no esta en el pañuelo – Hiyab - sino en las ideas e intenciones que bajo él puedan cobijarse.

Felipe Cantos, escritor.






16 junio 2007

La inspiración detrás de los cristales.



La inspiración es la hipótesis que reduce al autor al papel del observador. Paúl Valery.

Como casi todas las tardes de estos últimos años, desde que me instalara definitivamente en Bruselas, me encuentro en mi estudio, situado en la cuarta planta de la casa. Hoy parece un día para malos presagios.
Si bien este amaneciera soleado, en escasos minutos se ha tornado de un gris tan pesado que consigue agobiarme. Es la misma “panza de burro” que en ocasiones impide al sol de las islas Canarias extender su luz y ejercer de astro rey.
La pertinaz lluvia golpea con fuerza los cristales, casi con rabia. Como si se tratara de alguien que deseando entrar no se le permitiera. No me atrevo a mantener la mirada hacia el exterior. El agua de la lluvia, al deslizarse sobre los castigados cristales, dibuja sobre ellos horribles caras que incitadas por los constantes relámpagos consiguen intimidarme.
Debo confesarles que el estado de ánimo que anida en mí, nada optimista, seguramente tiene mucho que ver con el hecho de llevar algún tiempo sin ser capaz de crear ningún texto, ninguna página que pudiera resistir el más elemental análisis literario.
He intentado alejarme de la vida cotidiana, refugiarme en mi trabajo. Pero no es posible. El ritmo que me he (ha sido) impuesto no lo permite. He realizado grandes esfuerzos en franca lucha conmigo mismo, intentando sobreponerme. Me he dicho de todo. He recorrido las interioridades de mi ordenador en busca de cualquier texto, de cualquier palabra que me iluminara. Con mi memoria he repasado todo en mi interior, y con mi vista, el exterior que me rodea. Pero ni aún así: ha sido inútil.
Tengo la sensación de que algo ha huido de mí, para refugiarse en cualquier lugar de esta enorme casona. Lo sé. Sé perfectamente que no ha salido de ella. Que se encuentra jugando conmigo, evitando cualquier contacto que le obligue a entrar de nuevo en mí.
Yo no he creído jamás en eso que, desde la noche de los tiempos, los artistas dieron en llamar “la inspiración”. Siempre he mantenido que si existiera tal “dama”, lo más probable es que su aportación a cualquier apreciable texto, o acto de creación, no sobrepasaría el cinco por ciento en el conjunto total de la obra realizada. Que no es más que ese reflejo momentáneo, esa luz que se enciende por unos instantes ante nosotros, o en nuestro interior, provocada por una circunstancial imagen, o un momentáneo recuerdo. Incluso, si no tomas nota inmediata, difícilmente volverá a repetirse. De manera que, me guste o no, el otro noventa y cinco por ciento he de aportarlo yo. Pero, ¿cómo?
Decido sentarme frente al ordenador tratando de exprimir mi cerebro. Probablemente, él, el ordenador, sea en gran medida el responsable de la huida del escurridizo “duende de la creación”. Hasta hace algunos meses, siempre había utilizado la pluma como instrumento esencial para escribir mis textos. Jamás había permitido que lapicero o bolígrafo alguno profanara mi santuario, a la hora de plasmar, con mayor o menor fortuna, mis textos. El tacto entre los dedos y la cadencia de su recorrido sobre el papel, conjuntamente con el susurrante sonido al deslizarse sobre él, se habían convertido en los “duendes” de mi creación literaria que hacían innecesaria cualquier otra colaboración externa.
Pero ahora, ese instrumento ha conseguido hacerme la vida “tan fácil” que no puedo desprenderme de su diabólico efecto y vago por mi estudio en busca de los mágicos elementos que me han permitido, durante más de veinte años, atrapar entre el papel y la sangrante pluma el cuerpo intangible de mis personajes.
He de hacerme eco de las palabras, más que sonidos, que provocan mis pasos al desplazarme sobre el centenario suelo de madera de la casona. Algunos son como mis propios lamentos, en una insólita solidaridad por tranquilizar mi conciencia. Otros, algo más suaves, evocadores de tiempos anteriores. Los hay que me incitan a pensar las historias que podría contar y que no soy capaz de hilvanar. Los demás, los más numerosos, son simplemente ruidos estridentes que consiguen descentrarme y alejarme de mi objetivo.
Me empeño en culparme de haber prestado demasiada atención a acontecimientos coyunturales, esencialmente políticos, ajenos a mi vocación de escritor y alejados por demás de mis intereses intelectuales.
Aún así, aprovecho el frágil momento para lamerme mis propias heridas y, autoexculpándome, me concedo las necesarias indulgencias, como no podría ser de otra manera. Si bien puede ser fácil encontrar puntos de referencia para desarrollar una obra, no será tan fácil conseguir que esta tome forma.
El mundo literario puede ser, en la mente del autor, como una tela de araña. Te atrapara y apoyado sobre ella podrás sentir que los caminos, como los hilos de la tela, son numerosos, pero difícil de decidir por cual irse, para escapar de la trampa.
En mi paseo sin destino he llegado hasta el cuarto de baño. Allí, sentado frente a la pared recubierta por atractivos azulejos de un suave tono sepia, consigo recuperar parte de la tranquilidad perdida.
Durante un largo rato he permanecido observando las imágenes que forman los caprichosos trazos que en el proceso de cocción han dado vida los diversos colores. De nuevo descubro que, con algo de imaginación, entre otras múltiples figuras, vuelvo a ver caras sobre el muro de cerámica. Creo reconocerlas. Parecen como si las mismas que minutos antes dibujara la lluvia sobre los cristales hubieran logrado conseguir, en el baño, su malogrado objetivo de alcanzar el interior de mi estudio. Ahora parecen más calmadas en su desesperación.
Decido no lamentarme más y ponerme manos a la obra. Varias son las alternativas, pero todas sin excepción dependerán de que esas caras que ahora se encuentran sobre el muro de cerámica y antes golpearan con desesperación la ventana de mi estudio, consigan por fin introducirse en mi cerebro para dar forma y vida a los personajes que se convertirán en protagonistas de algún futuro relato.
No sé si lo conseguiré. Pero de lo que no tengo duda es de la locura que parece estar dominando todo mi universo creativo. Por lo pronto, seguiré vigilante, a la espera de que las desconcertantes caras tomen la iniciativa.
Ya se enterarán si se produce el milagro de convertir gotas de lluvia en personajes reconocibles.

Felipe Cantos, escritor.

01 junio 2007

El síndrome de Estocolmo del votante de izquierda.



Estamos especializados en una armoniosa repetición del desastre y la estupidez. Terenci Moix.

Desde que tengo uso de razón he intentado conocer los principales pilares que sustentan las convicciones del ser humano y, de manera especial, la fuente de las que emanan estas. Debo confesar, decepcionado, que, cercano a los sesenta años, no creo haber logrado mi objetivo. Aun más, a medida que los años van pasando tengo la sensación de encontrarme cada vez más lejos de mi objetivo.
La raíz del mal, lamentablemente, se apoya en algo tan sencillo como que la gran mayoría carece de esas sólidas convicciones que nos permitan transitar por este mundo con la seguridad de creer saber donde vamos y lo que deseamos. Es una minoría la que, aunque finalmente pudiera estar equivocada, se aferra a sus convicciones para intentar hacer de este mundo algo más limpio y habitable.
Sin lugar a dudas, una de las principales razones que provocan y fomentan tal situación se encuentra en la falta de formación, tanto cultural como intelectual, de una población mundial en grave crisis de identidad.
De esa población mundial, la que conocemos como occidental, sumida, endogámicamente, en la indolencia más absoluta por todo lo que no se mueva en su entorno más cercano, y en un consumismo exacerbado que la aleja del mínimo análisis de las cosas. Las demás, lejos de plantearse alternativas razonablemente mejores, en una loca carrera por alcanzar el “paraíso” occidental, deslizándose vertiginosamente por la misma pendiente de errores.
De manera que no debe sorprendernos que a lo largo de nuestra existencia nos encontremos frecuentemente con situaciones que presentadas en su inicio como algo fácil de discernir, acaben por convertirse en enigmas indescifrables para el común, y no tan común de los mortales.
Una de estas, en principio, fáciles situaciones, es la que ha motivado esta reflexión e inspirado el presente escrito: la “incomprensible fidelidad” de las, llamadas, bases de la izquierda a los, igualmente llamados, sus líderes.
Si nos detenemos por un momento a recapacitar en la reacción normal de cualquier ser humano que, en su vivir cotidiano, se pudiera sentir agredido, ofendido o vilipendiado a nivel personal, veremos que, por lo general, reaccionará contra lo que considera injusto y se revelará contra aquello, incluso físicamente. Sin embargo, sorprendentemente, no es fácil ver que eso suceda cuando se trata de una colectividad. ¿Acaso las convicciones que sustentan la personalidad de un sujeto no son las mismas en ambos casos?
Seguramente Pío Baroja tenía razón cuando aseguraba que “A una colectividad se la engaña mejor que a un hombre”. De otro modo no cabe comprensión alguna ante los absurdos posicionamientos que las, mal llamadas, bases de izquierda, vienen tomando desde hace décadas. Parecen querer olvidar, y no asumir, que su “filosofía”, encarnada en el socialismo, supuso un estrepitoso fracaso en todo el mundo, certificándose su muerte con la caída del muro de Berlín, hace ahora 18 años.
Con ello, no sólo desaparecía una manera, claramente errónea, de interpretar, políticamente, la sociedad, sino, también la trasnochada falacia que supone la, hoy, inexplicable división de esta en izquierda y derecha.
Sin embargo, esa nueva situación dio origen a una nueva clase política que no siendo capaz de acercarse a la, también hoy, mal llamada derecha, prefirió, y prefiere, mantenerse al “otro lado”, en una opción que no pudiéndose definirse como izquierda – algunos lo identifican como “los progres” carentes de referencia moral alguna - se queda en, simplemente, “no derecha”; negando los principios de esta pero, sorprendentemente, viviendo inmersos de lleno en ellos.
Pero si difícil resulta de comprender ese hipócrita ejercicio de equilibrio por parte de los llamados líderes de la izquierda, aún resulta más desconcertante los inamovibles posicionamientos de “sus bases”, cuando, hagan lo que hagan “sus líderes”, estas continúan apoyándoles.
En la actualidad son numerosos los países en los que grandes masas de ciudadanos mal formados, peor aconsejados y sibilinamente informados hasta el engaño - autonominados incondicionales de la “fantasmal” izquierda - elevan o mantienen en el poder a inmerecidos líderes. Un simple repaso al área hispanoamericana, incluida España, nos dejara ver la grotesca situación actual: Evo Morales, en Bolivia; Fidel Castro, en Cuba; Hugo Chávez, en Venezuela; Néstor Kirchner, en Argentina, y alguno otro más, hasta llegar a nuestro ínclito Rodríguez Zapatero, en España.
Todos ellos, sin excepción, elevados al poder, o mantenidos en ellos, por mor de esa incomprensible obstinación de unas bases que se dicen de izquierda, incapaces de realizar reflexión alguna sobre el comportamiento de estos “líderes” aunque, como en el caso de España, con el señor Rodríguez Zapatero a la cabeza, sean fácilmente demostrables sus desatinos, sino abusos de poder: loca negociación con una banda terrorista; intervención interesada y desvergonzada en el ámbito privado de la economía; tolerancia y fraude en alguna de las más importantes Instituciones del Estado; perversión del sistema democrático y traición a la constitución y a los principios que juro defender; creación de nuevas brechas entre los ciudadanos, por razones estrictamente personales, abriendo heridas ya cicatrizadas que estos daban por olvidadas; negociaciones descabelladas y concesiones inadmisibles a minorías políticas por el sólo interés de mantenerse en el poder…como sea; nula colaboración con la Administración de Justicia, sino obstrucción, para el esclarecimiento del más terrible atentado sufrido en Europa, por razones que desconocemos pero que no resultan difíciles de adivinar. Si afiláramos el lápiz y entráramos de lleno a buen seguro que la lista se haría interminable.
Y pese a todo, lejos de haber sido barrido en las urnas en las últimas elecciones, este hombre ha conseguido mantener el techo de sus votantes razonablemente alto. Y uno se pregunta qué es lo que debe hacer mal un “líder de izquierdas” - aun recordamos con estupor la etapa anterior del Felipe González como presidente de gobierno o, como ejemplo más actual, lo sucedido en el incendio de Guadalajara en la Comunidad castellano manchega - para que sus votantes, aparentemente poco reflexivos e irresponsables, lo repudien y envíen con su voto, o con su abstención, fuera de la actividad política. ¿Tal vez recuperar el derecho de pernada de los grandes señores medievales? ¿O ni tan siquiera así, estos abnegados votantes, estarían dispuestos a negarse a los caprichos del señor “marqués”, o “conde” de turno?
Por mucho que se analice resulta incomprensible, en pleno siglo xxi, esa fidelidad, rayando en una paranoia cercana al síndrome de Estocolmo, basada en esa manida y estúpida frase de: “estos son los míos”.

Felipe Cantos, escritor.

12 marzo 2007

¿Puede el exceso de información convertirse en un problema?



Nada (es bueno) en demasía. Publio Terencio.

Con toda seguridad, un importante segmento de la población se habrá formulado, en más de una ocasión, una pregunta similar, obligándose a reflexionar sobre la conveniencia, o no, de verter sobre el común de los ciudadanos la ingente cantidad de información que diariamente se produce. Bien sea esta directa, como noticia al uso, o enmarcada en artículos de opinión o de fondo. O, incluso, simple publicidad.
Es evidente que cuestionarse la libertad de información sería un despropósito digno del peor de los déspotas. Sin embargo, ello no legitimaría en modo alguno que el ciudadano medio se vea en la necesidad de tener que asumir una información que no siempre, ni en toda su extensión, es conveniente para su bienestar.
Vaya por delante que para que una buena información merezca ser considerada como tal es imprescindible, desde mi punto de vista, que se apoye en cuatro principios básicos. Que sea: oportuna, contrastable, documentada y, sobre todo, veraz.
Teniendo en cuenta que la mayoría de las noticias que diariamente nos llegan carecen de una, o más, de estas condiciones, que no son difíciles de descubrir; a priori, no debería ser demasiado complicado desprenderse de ellas para centrarnos en aquellas otras, escasas por demás, que si son merecedoras de nuestra atención. Evidentemente, teniendo muy en cuenta el interés concreto y la capacidad de asimilación del sujeto receptor.
De ese modo, valorando la consistencia de una noticia y nuestra capacidad de aceptarla, fruto de una mínima reflexión que se apoya en la larga experiencia de años de repetitivos intentos por parte de los medios de comunicación, seremos capaces de colocar en su justa medida todo cuanto nos pretenden encajar los más “expertos profesionales” de la cosa mediática.
Es muy probable que así se pudiera evitar gran parte de los sobresaltos, más o menos importantes, que de manera constante nos viene provocando el alubión de noticias que nos llega en cualquier orden de nuestra existencia - en la medicina; en la alimentación; en la política; en las ciencias e, incluso, en las guerras y las catástrofes – y que de manera directa afectan a nuestros estados físico, psíquico, intelectual y emocional.
Parecería innecesario tener que recordar los miles de ejemplos que a lo largo de una vida puedan darse. Dejando al margen los excesos, indiscutiblemente dañinos en cualquier situación, baste recordar las enormes contradicciones que pueden darse en el escaso periodo de uno o dos años en el ámbito de la salud, directamente relacionado con la alimentación. La mayoría de ellas provocadas por la publicidad y avaladas por las autoridades sanitarias.
Tan pronto se nos dice que la sal es indispensable para la salud, como un elemento peligro a tener en cuenta. No es distinto si hablamos de azúcares y sus derivados, los dulces. Igualmente nos sucede con las bebidas, alcohólicas, o no; con las grasas y su aliado el colesterol; con los lácteos, incluidos los, hoy “beneficiosos” bifidus, etc. Y así, según el momento y quien nos lo intente imponer, o evitar, pasaremos a la masiva información, positiva o negativa, según convenga, en determinados espacios de tiempo.
Si se trata de asuntos que afecten al medio ambiente, nos bombardean con los problemas que estamos provocando sobre la capa de ozono por utilizar, a nivel personal, un simple spray desodorante, para pasar a continuación, olvidándose del spray y sus consecuencias, al inevitable deshielo de los casquetes polares, que conseguirán elevar el nivel del mar en varios centímetros, provocando con ello graves inundaciones en una gran parte de las zonas costeras del planeta.
Ahora bien, simultáneamente con estas apocalípticas catástrofes, se nos anuncia que el ya inevitable cambio climático está provocando el calentamiento del globo terráqueo, ocasionando con ello -mira tú por dónde, junto con las inundaciones - la desertización del planeta. ¿Hay quién de más?
Seamos honestos, si es que podemos y nos interesa. Salvo casos concretos, y en función de un razonable y proporcional número de habitantes que pueblan este mundo nuestro, no son más, ni mejores ni peores, las noticias que hoy se suceden, en comparación con las que se producían en el pasado. Pongamos por caso, cincuenta años.
Lo que verdaderamente ha cambiado de manera exponencial y desproporcionada - ¿para bien? – son los medios de información. Es tan simple como eso: el potencial de comunicación es tan arrollador que excede nuestra capacidad de asimilación, provocando con ello – no olviden que una noticia si es buena no es noticia - la sensación de que todo, o casi todo, va mal.
De modo que sería injusto caer en el error, terminando por creer, que, por ejemplo, hoy hay más catástrofes naturales (huracanes, terremotos, etc.); mayores epidemias, o plagas “bíblicas” (sida, cáncer, etc.), o guerras (Irak, Afganistán y otras).
Es mucho más simple que todo eso. Es la acumulación, la avalancha que los poderosísimos medios de comunicación - tv, prensa, radio y, no digamos ya, Internet - vuelcan sobre el ciudadano medio, apabullándole.
Soy consciente de que las cosas en este mundo, sin duda alguna, no andan bien. Pero no peor que antes, cuando la falta de información era clave para desconocer, fuera del entorno más cercano, gran parte de lo que sucedía en el resto del mundo. Era sumamente difícil obtener noticias de grandes catástrofes y sus dimensiones; o algo tan simple como saber de que moría un gran número de personas, al no tener acceso a las noticias, o desconocerse las causas de sus muertes.
En cuanto a las guerras, ¿qué cabe decir? ¿En serio creen que hay más que antes? Hoy tenemos la enorme “fortuna” de que pueda ser programada su exhibición en horario de mañana, tarde y noche. En nuestros cómodos salones nos serán servidas para que podamos “degustarlas” a través de la inigualable pantalla de plasma, o en los ordenadores personales de nuestros estudios. ¿Quién demonios podría hoy negar que sabe lo que es un misil?
Después de mucho reflexionar uno llega a la conclusión de que sí. Sin duda que es un importante problema a tener en cuenta la excesiva información que se ofrece. Estarán de acuerdo conmigo que no siempre es beneficioso el ofrecer una ingente cantidad de información, no siempre veraz, y cuyo resultado final en la mayoría de las ocasiones es una gran confusión en la mente de quien la recibe.
O, situación más dramática, suministrar una interesada información a quienes no tienen posibilidad de conseguir aquello que la pantalla les exhibe, distorsionando su realidad y creándoles un grave problema de “ambiciones” y necesidades no previstas. Probablemente, en el transcurso de una vida que de haberse desarrollado en su cadencia natural no hubiera precisado de grandes cambios, ni provocado inútiles exigencias.
Pretender volver la mirada y tratar de ocultar la angustia de unos inmigrantes desesperados, después de que estos puedan ver con todo lujo de detalle como se vive en los países a los que desean emigrar es, además de un despropósito, una fuente inagotable de injusticia.
Incluso, si somos capaces de reflexionar en profundidad, llegaremos a la conclusión del enorme daño que se les provoca, ofreciendo una información desproporcionada, a más de interesada, a quienes se encuentran a años luz de poder entenderla y beneficiarse de ella.
Estarán de acuerdo conmigo en que tratar de poner al día a quienes, por deseo del destino, se encuentran anclados en años, o siglos de retraso en su evolución, sólo se les puede producir un daño irreparable. Es inútil pretender que con la sola entrega de una radio a un indígena del Amazonas conseguiremos introducirlo de pleno en el siglo xxi.
Todos ellos, los ciudadanos que se consideran con todo orgullo parte de eso que hemos dado en llamar el mundo civilizado; aquellos otros convertidos para su desgracia en condicionados emigrantes, o los indígenas en libertad - a estos con mayor motivo - que sobrevivían, todo sea dicho, no sin grandes dificultades, en su entorno, al calor de su propio medio y anclados en el pasado más recalcitrante, hubieran precisado y precisan de un tiempo de adaptación, en ocasiones generaciones, para asimilar sin traumas ni desgracias irreversibles los nuevos tiempos que, por mor de una información precipitada y fuera de lugar, se le pueda estar ofreciendo.
Obviamente que mi pretensión no es la de ocultar información al ciudadano. Pero si crear los mecanismos para que este pueda acceder a ella en el momento que la precise, de acuerdo con sus verdaderas necesidades.
No nos engañemos, pese a lo que los puristas puedan opinar con respecto a la libertad de comunicación, una dosificación de esa información, especialmente en relación con su veracidad, conseguiría reducir sustancialmente la angustia que su exagerada e indiscriminada difusión provoca en el ciudadano medio.



Felipe Cantos, escritor.

28 febrero 2007

Un poco de “por favor” señores del gobierno socialista.


Habrán llegado a la conclusión, como decía Baltasar Gracián, que: “Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen.”

Desde siempre me había fascinado la “habilidad” con la que la clase política era capaz de hacernos llegar sus sibilinos mensajes. En ocasiones consiguiendo su objetivo de manera subliminal, al pretender hacernos creer que mientras hablaban de una cosa, en realidad nos estaban orientando hacia aquella otra que realmente les interesaba. De manera muy especial en lo que se refiere a la información mediática.
Y aunque no siempre podríamos estar de acuerdo, generalmente hacían un esfuerzo para hacernos creer que mientras utilizaban el mensaje para informarnos, en realidad se trataba de alcanzar otros objetivos que les proporcionarían, a medio y largo plazo, beneficios que sólo podrían ser recogidos desde su privilegiada situación. Claro está, siempre, cuanto menos, intentando dar una imagen de mínima dignidad, o de disimulada parcialidad.
Pero en estos últimos meses estamos presenciando un burdo espectáculo, más digno de un vulgar sacamuelas, o un charlatán de feria sin escrúpulos, que de lo que cabría esperar del mínimo nivel del gobierno de España.
Para hacernos llegar sus inequívocos mensajes partidistas, que puedan decantar la apreciación, y las simpatías, de la opinión pública a favor de sus postulados, no han dudado en utilizar los más vulgares medios y formas de las que disponen. Vamos, que, como diría “el clásico”, sin cortarse un pelo, han ido al grano.
Utilizar a los “peloteros” para recordarnos durante la transmisión de un partido de la selección española de fútbol, una y otra vez, que no nos perdamos un determinado programa cuyos mensajes convienen que sean difundidos por el poder establecido, no deja de ser, cuanto menos, sorprendente.
Pero que los “futboleros” de TVE, en la voz de su máximo responsable, José Ángel de la Casa, nos repita hasta la arcada que no nos perdamos el programa que vendrá a continuación, es de juzgado de guardia.
El mensaje emitido, una y otra vez, hasta la extenuación, por el veterano locutor no tiene desperdicio: “No se pierdan a continuación el programa de La noche, con un personaje muy especial: el juez Garzón. Será entrevista por Jesús Quintero, y nos contará cosas muy interesantes”.
Era evidente que, las cosas “muy interesantes” que debía de contarnos el ínclito y desprestigiado juez Garzón, iban encaminadas a contrarrestar, sin conseguirlo, las opiniones vertidas días antes, en el mismo programa, por el periodista y responsable del programa La mañana, de la COPE, Federico Jiménez Losantos.
Soy consciente de la manipulación que del deporte en general y del fútbol en particular han realizado, históricamente, los partidos y regímenes políticos dictatoriales. Pero alcanzar, en democracia, el grado de perversión que se viene observando desde que los socialistas gobiernan en España, supera todo lo previsible. ¿Desde cuándo los responsables deportivos se han visto en la necesidad de apoyar de manera tan descarada los postulados del poder establecido? Si hemos llegado hasta ese punto, es evidente que la degeneración del medio y de sus profesionales ha tocado fondo. Incluido el papelón representado por ese adalid de la comunicación “reposada”, llamado Jesús Quintero.
Que el poder establecido trata de jugar todas las bazas que se pongan a su alcance, es un hecho sabido. Pero que lo haga de una forma tan burda, en cooperación con profesionales que se juegan su prestigio – innecesario recordar al, casi, fenecido, profesionalmente, Iñaki Gabilondo - es una ofensa para la inteligencia del ciudadano medio.
No señores del gobierno, no. Ese no es el camino. No dudo de que ustedes sean de los que piensan que en el amor y la guerra, política, todo es válido. Pero considerar que, aunque constatado las grandes dosis de papanatismo que domina a la población española, la mayoría de esta es subnormal, me parece demasiado.
Es muy posible que parte de esos papanatas, por comodidad o indolencia, se traguen sin rechistar sus mensajes, ya mascados. Pero no tengo la menor duda que en una gran parte de quienes escuchamos estos y otros mensajes similares, intentando reconducir nuestra formada opinión, lo que se consigue obtener es todo lo contrario de lo que se pretendía. Incluso, si me apuran, que nos sintamos ofendidos por tan burdo intento, provocando en todos nosotros un cierto desprecio.

Felipe Cantos, escritor.

10 febrero 2007

El señuelo de “salvemos el planeta”: un negocio emergente.

Espero probar que la naturaleza posee los medios y las facultades que le son necesarias para producir por sí misma lo que admiramos en ella. Jean-Baptiste de Monet.

Desde mucho antes que consiguiera alcanzar el dudoso honor de tener eso que llamamos “uso de razón”, recuerdo que, junto con los de mi generación, fuimos educados en el respeto más absoluto al medio que nos rodeaba, allí donde fuera que tuviera la necesidad de habitar. De manera especial por eso que siempre hemos conocido como “la naturaleza”.
Y aunque difícil se nos hacía para aquellos que atrapados en un Madrid emergente vivíamos inmersos en una “naturaleza de hormigón”, siempre tratamos de cumplir con aquella máxima que permitía, esperanzadoramente, conservar pequeños espacios verdes, o en ocasiones grandes extensiones como El Retiro madrileño, o la inigualable Casa de Campo, para hacernos la vida un poco más agradable. En múltiples ocasiones, aquella obligación se convirtió en un lamentable, pero simple problema de educación cívica, sin necesidad de alcanzar la dramática repercusión que hoy le otorgamos.
Conservar esos grandes espacios, o escogidos y entrañables lugares, era algo que preocupaba de manera evidente al ciudadano medio que, aunque inmerso en sus diarios problemas, era consciente de la importancia de preservar una mínima calidad de vida natural.
Con el tiempo, esa estimulante sensación se fue convirtiendo en una obligación que está condicionando no sólo la vida del ciudadano de cualquier parte del mundo, sino su conciencia. Ya no basta con ser un buen y ejemplar vecino, hay que comprender que tras de aquella basura inoportuna, aquella botella fuera de su lugar, o aquel uso de un inadecuado spray, este está contribuyendo, dicen, a destruir la calidad del planeta que habitamos, destruyendo, entre otras, la capa de ozono que nos protege de infinidad de males estelares.
Por una pura aplicación del sentido común, no seré yo quien se aparte de los mejores postulados para defender lo mucho y bueno que la naturaleza, si la tratamos bien, es capaz de ofrecernos. Pero no por ello, tras de reflexionar razonablemente, dejaré de pensar que, seguramente, son demasiados los “hechiceros” que vienen previniéndonos de los terribles males que nos depara el futuro ecológico.
Desde la noche de los tiempos el hombre, consciente o inconscientemente, ha venido quebrantando las leyes que la naturaleza se impuso a sí misma. Bien es cierto que en función del momento y el lugar esa trasgresión ha tenido un efecto mayor o menor.
Es innegable que este es uno de los peores momentos que se puede recordar, y que determinadas acciones puntuales están perjudicando de manera notable a nuestro planeta. Baste como ejemplo la excesiva emisión de gases tóxicos, o la imparable deforestación de uno de los pulmones del planeta: el Amazonas.
Ahora bien, decir que nos encontramos en un irreversible momento por mor de los “errores” que el ser humano está cometiendo creo que, además de una gran falacia, se trata de un mensaje sumamente interesado.
Denunciar un evidente e importante problema de orden natural no autoriza a los grandes interesados a convertirlo en irremediable Apocalipsis. En su parcial e interesada causa, estos grandes agoreros parecen querer olvidar que la Madre Naturaleza ha sabido siempre volver a poner las cosas en su lugar o crear, por pura evolución, un nuevo estado de las cosas.
Y quizás en esto último se encuentren las claves que permitan, al ciudadano común, alcanzar la máxima compresión del problema: razonable preocupación por el medio en el que vive, sin duda alguna; innecesario y falaz alarmismo, jamás. A modo de ejemplo les adjunto una reciente noticia en la que se denuncia la manipulación que de este “problema” se viene haciendo:

La obsesión 'verde' de Medio Ambiente

El alarmismo ecológico se ha convertido en una herramienta clave de la política llevada a cabo por el Ministerio de Medio Ambiente con el objetivo de justificar sus decisiones y, de paso, incrementar así sus competencias y sus recursos presupuestarios –3.806 millones de euros en 2007, lo que supone un aumento cercano al 20% con respecto a 2004–. Una política medioambiental que, además, no ha estado exenta de conflictos.

Este ejemplo se circunscribe a un caso y un país concreto. Pero es extrapolable a cualquier otro lugar de la tierra. Son muchos y muy bien pagados los miles de hechiceros catastrofistas que viven de provocar el miedo en la población mundial. En ocasiones con mensajes tan contradictorios como que el deshielo de los polos conseguirá inundar gran parte de las poblaciones costeras del mundo, arrasándolas; hasta pronosticar que nos acercamos a una nueva era glacial. Ahora, lo que se “lleva” es el mensaje del afamado cambio climático.
Lo cierto, como antes les decía, es que la Madre Naturaleza, siempre, ha sabido responder a estos retos, creando, en su natural evolución, un nuevo estado de las cosas. Puede que no como las que conocíamos hasta este momento, pero siempre, finalmente, equilibradas. El planeta, desde su formación, junto con el universo en pleno, ha “sufrido” grandes cambios que, por razón de tiempo y espacio, considero inapropiado enunciar aquí.
Frente a lo que sostienen los interesados catastrofistas que pretenden vender su producto como dogma de fe, profetizando, por ejemplo, que en los próximos cien años la temperatura media en el planeta subirá entre dos y cuatro grados (¿), soy de la opinión de que no hay razones suficientes que justifiquen la excesiva alarma creada e, incluso, el pánico provocado en la población mundial. Sin embargo el negocio parece funcionar bien, observando, lamentablemente, el incesante crecimiento del número de profetas y brujos.
Aún en el supuesto de que estos pudieran tener “toda” la razón, deberían hacer el mismo uso de la prudencia que el que solicitan de los ciudadanos del planeta al emitir sus vaticinios. Claros ejemplos de continuos errores los tenemos por cientos. Sin ir más lejos los últimos pronósticos sobre el cambio climático, anunciándonos importantes variaciones en las estaciones del año, con las precipitaciones de unas y las casi carencias, o desapariciones de las otras.
Ni lo uno, ni lo otro ha sido cierto. Puede que no exactamente en las fechas a las que estamos acostumbrados. Pero, en términos generales, los inviernos han sido fríos, nevados, e incluso muy lloviosos – pese a los pronósticos en contra – así como los veranos, tal vez algo más largos, pero igualmente calurosos, o más.
La síntesis es muy simple. Sin duda hemos de preocuparnos de que nuestro comportamiento cívico, y, cómo no, industrial, no incida de manera negativa en el medio ambiente, cuidando que este, en su menor detalle, se deteriore lo mínimo o, si es posible, nada.
Para ello, entre otras medidas, deberían servir las recomendaciones, alejadas del catastrofismo habitual e interesado – suele ser un poderosa arma política utilizada por las izquierdas contra el capitalismo, la globalización, e iniciativas similares – propuestas para el Congreso sobre el Cambio Ambiental Global.
Estas propuestas nos animan a que, a la vista de esta nueva situación de progreso industrial y social, se desarrollen puentes entre las distintas disciplinas científicas, cuya sinergia nos permitan llegar a comprender de una manera integral el funcionamiento de los ecosistemas y de los impactos que el ser humano está provocando en ellos. Ambos procesos, pese al “pesimismo” mostrado por los gurus anunciadores del Apocalipsis, aún pendientes de una clara definición y de su desarrollo.
Sin duda alguna, hemos de asumir nuestra parte de culpa y responder de manera positiva ante lo que, le pese a quien le pese, todavía está muy lejos de haberse convertido en un problema de irreparable magnitud para el ser humano.
Y no olvidar que incluso pasando por momentos difíciles la, esta sí, inevitable evolución humana precisa de altibajos para llegar finalmente a consolidar su imparable desarrollo.
Nada es posible de conseguir sin correr determinados riesgos.

Felipe Cantos, escritor.

02 febrero 2007

La irracional valoración del deporte júnior.




Entre la razón (lo razonable) y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo. José Donoso Cortés.

Hace escasos días el presidente de un afamado club de fútbol ponía el dedo sobre la llaga con unas declaraciones, en principio no previstas, pero que provocaron su propio desconcierto y, como no, el de los demás, y la ira de los mencionados por él. Y aunque probablemente su intención fuera otra, la realidad es que puso sobre el tapete la verdad de unos hechos que la mayoría de los ciudadanos tenemos muy presente sobre el deporte en general y sobre el fútbol en particular.
Llevo tiempo reflexionando en lo concerniente a los valores que conforman el deporte en su vertiente profesional y de manera especial a aquella que afecta a los jóvenes deportistas. Vaya por delante que mi consideración de joven deportista es para aquellos que se encuentran entre los quince y los veinticinco años. No desearía yo caer en el “error”, ya asumido, de considerar “jóvenes” a todos aquellos que sobrepasados los treinta y tantos y, algunos, sumidos de lleno en la cuarentena, son considerados jóvenes por el simple hecho de continuar viviendo en casa con los “papás”, y a costa de estos. En mi tiempo eran llamados de otra manera que, por respeto a la mínima norma de educación, prefiero no mencionar. Allá ellos y sus “papás”.
Pero vayamos al grano. Soy un absoluto convencido de los valores positivos que representa el deporte en la vida de cualquier persona y de manera muy especial en la de los jóvenes; más aún si este se realiza por puro placer y sin pretensión económica alguna. Por ello, me resulta muy difícil concebir el equilibrio completo del joven, tanto emocional como intelectual, sin una participación racional del deporte en su vida.
Esta participación, evidentemente, en función de sus propias posibilidades. Probablemente mi propia experiencia y el resultado hartamente provechoso que de él he obtenido a lo largo de mi vida, no he dejado de practicar deporte desde que tenía escasos seis años, sea la razón de tan contundente opinión.
Si además, pese a todo lo que está sucediendo en estos últimos tiempos, vamos inexorablemente hacia una sociedad del ocio, no tengo la menor duda de la importancia que el deporte, ya vital para un gran segmento de la población, acabará por tener.
Sin embargo, hay algo en ello que perturba con claridad la buena imagen que el deporte, como principio y disciplina, debería conformar. Es la excesiva profesionalización y por ende, a mi entender y en demasiados casos, los elevados ingresos de los jóvenes deportistas.
Sin dejar de admirar, hasta quedarnos boquiabiertos por sus evoluciones y buen hacer, a figuras como, por poner unos ejemplos patrios, el tenista Rafael Nadal; los baloncestistas Gasol, Navarro o Calderón; el golfista Sergio García, o los futbolistas Raúl o Fernando Torres, debo confesar mi total desacuerdo con los disparatados emolumentos que estos reciben por su “divertido” trabajo.
Soy plenamente consciente de las ronchas que manifestaciones como las mías pueden levantar, hasta abrir heridas en algunos. Pero no por ello dejaré de considerar una aberración las desorbitados ingresos anuales – es fácil que superen los mil millones de las antiguas pesetas – que estos “jóvenes valores del deporte” suelen embolsarse por tan singulares ocupaciones.
Sobradamente soy conocedor de que la mayor parte de esos desmedidos ingresos, independientemente de los premios por sus éxitos, provienen de la publicidad. De manera que no cometeré la torpeza, por no decir la necedad de aconsejar a los interesados que “desprecien” ese dinero ganado, naturalmente y nunca mejor dicho, con el sudor de su frente. Tampoco me harían caso alguno.
Pero si les diría, y no únicamente a ellos sino a las entidades deportivas públicas, junto con las patrocinadoras, que no sería desacertado buscar alternativas que permitieran que gran parte de ese dinero, vía impuestos o alternativas similares, fueran a parar a las arcas de entidades que se preocuparan de la educación y formación - tanto en el aspecto deportivo como en el intelectual - de futuros deportistas en las diferentes disciplinas de las que provinieran los citados ingresos. Incluso, si les place, bajo el control de los propios deportista devengadotes.
En general, me gusta el deporte como espectador, y adoro aquellos que puedo practicar, sin necesidad de que, jamás, haya buscado con ello compensación económica alguna. Considero, y no es poco, que es la única actividad que consigue unir a los contendientes en espíritu e intención. Pero hablo del deporte tal cual, no como una actividad mercantil más.
De modo que, salvando, y asumiendo, los improperios que mi propuesta pudiera provocar en los interesados, mantendré en donde sea necesario que a partir de una más que razonable cifra, digamos cien o ciento cincuenta millones anuales de las antiguas pesetas, nadie, absolutamente nadie, y menos aún un joven de dieciocho años, precisa más para vivir. Salvo que, como sucede, acabe cambiando, caprichosamente, de Porche o Ferrari cada seis meses.
Así que, sin entrar en demagogias, estoy plenamente de acuerdo con las declaraciones del citado presidente, creo que se trataba del señor Calderón, del Real Madrid, a quien sin duda le traicionó el subconsciente, cuando, entre otras perlas, aludió al bajo nivel cultural e intelectual, muy alejado del que pueda obtenerse de cualquier otro joven universitario de la misma generación de estos “jóvenes deportistas privilegiados”.
Para constatar la aberración, baste recordar que, dejando al margen el aspecto económico, inalcanzable a lo largo de varias vidas de la inmensa mayoría de licenciados en cualesquiera de las disciplinas académicas elegidas, aún siendo el primero de su promoción, se precisa entre cinco y ocho años para lograr una licenciatura o un doctorado que te permita diferenciarte profesional y socialmente de lo que llamamos la mayoría. Eso si no lo aderezamos con algunos años más de masteres y especializaciones. Creo innecesario insistir sobre el gran esfuerzo físico y síquico que tal labor requiere.
Frente a esto, nos encontramos con jóvenes que a sus escasos dieciséis o diecisiete años, olvidando cualquier formación académica e intelectual, logran alcanzar, en escasos tres o cuatro años, ingresos - ¿merecidos? – que harían palidecer las rentas personales de algún mediano banquero, o prominente hombre de negocios.
De manera que no comprendo por qué duelen las verdades, cuando son tales, ni las razones que provocan el hipócrita rasgamiento de las vestiduras. Les ruego que reflexionen y no se escandalicen cuando sostengo que las cifras que perciben estos “privilegiados del deporte” son un aberrante disparate. Aún comprendo menos cuando se ofenden si se les identifica, en su mayoría, como personas incultas y limitadas. Soy consciente de que el mercado impone sus reglas. Pero incluso en esas circunstancias es un disparate.
Si además, llegado el momento, y no precisamente ocasional, más bien con demasiada frecuencia - concretamente en el fútbol - ves al jugador de turno tener los más estrepitosos fallos a la hora de materializar jugadas, todo se revela de lo más incongruente.
Teniendo en cuanta los desorbitados emolumentos que se perciben, errar un penalti, o enviar el balón a la grada cuando te encuentras sólo frente al portero, no parece merecedor de mayores emolumentos de los que debería percibir un joven amateur en cualquier disciplina deportiva.

Felipe Cantos, escritor.