12 marzo 2007

¿Puede el exceso de información convertirse en un problema?



Nada (es bueno) en demasía. Publio Terencio.

Con toda seguridad, un importante segmento de la población se habrá formulado, en más de una ocasión, una pregunta similar, obligándose a reflexionar sobre la conveniencia, o no, de verter sobre el común de los ciudadanos la ingente cantidad de información que diariamente se produce. Bien sea esta directa, como noticia al uso, o enmarcada en artículos de opinión o de fondo. O, incluso, simple publicidad.
Es evidente que cuestionarse la libertad de información sería un despropósito digno del peor de los déspotas. Sin embargo, ello no legitimaría en modo alguno que el ciudadano medio se vea en la necesidad de tener que asumir una información que no siempre, ni en toda su extensión, es conveniente para su bienestar.
Vaya por delante que para que una buena información merezca ser considerada como tal es imprescindible, desde mi punto de vista, que se apoye en cuatro principios básicos. Que sea: oportuna, contrastable, documentada y, sobre todo, veraz.
Teniendo en cuenta que la mayoría de las noticias que diariamente nos llegan carecen de una, o más, de estas condiciones, que no son difíciles de descubrir; a priori, no debería ser demasiado complicado desprenderse de ellas para centrarnos en aquellas otras, escasas por demás, que si son merecedoras de nuestra atención. Evidentemente, teniendo muy en cuenta el interés concreto y la capacidad de asimilación del sujeto receptor.
De ese modo, valorando la consistencia de una noticia y nuestra capacidad de aceptarla, fruto de una mínima reflexión que se apoya en la larga experiencia de años de repetitivos intentos por parte de los medios de comunicación, seremos capaces de colocar en su justa medida todo cuanto nos pretenden encajar los más “expertos profesionales” de la cosa mediática.
Es muy probable que así se pudiera evitar gran parte de los sobresaltos, más o menos importantes, que de manera constante nos viene provocando el alubión de noticias que nos llega en cualquier orden de nuestra existencia - en la medicina; en la alimentación; en la política; en las ciencias e, incluso, en las guerras y las catástrofes – y que de manera directa afectan a nuestros estados físico, psíquico, intelectual y emocional.
Parecería innecesario tener que recordar los miles de ejemplos que a lo largo de una vida puedan darse. Dejando al margen los excesos, indiscutiblemente dañinos en cualquier situación, baste recordar las enormes contradicciones que pueden darse en el escaso periodo de uno o dos años en el ámbito de la salud, directamente relacionado con la alimentación. La mayoría de ellas provocadas por la publicidad y avaladas por las autoridades sanitarias.
Tan pronto se nos dice que la sal es indispensable para la salud, como un elemento peligro a tener en cuenta. No es distinto si hablamos de azúcares y sus derivados, los dulces. Igualmente nos sucede con las bebidas, alcohólicas, o no; con las grasas y su aliado el colesterol; con los lácteos, incluidos los, hoy “beneficiosos” bifidus, etc. Y así, según el momento y quien nos lo intente imponer, o evitar, pasaremos a la masiva información, positiva o negativa, según convenga, en determinados espacios de tiempo.
Si se trata de asuntos que afecten al medio ambiente, nos bombardean con los problemas que estamos provocando sobre la capa de ozono por utilizar, a nivel personal, un simple spray desodorante, para pasar a continuación, olvidándose del spray y sus consecuencias, al inevitable deshielo de los casquetes polares, que conseguirán elevar el nivel del mar en varios centímetros, provocando con ello graves inundaciones en una gran parte de las zonas costeras del planeta.
Ahora bien, simultáneamente con estas apocalípticas catástrofes, se nos anuncia que el ya inevitable cambio climático está provocando el calentamiento del globo terráqueo, ocasionando con ello -mira tú por dónde, junto con las inundaciones - la desertización del planeta. ¿Hay quién de más?
Seamos honestos, si es que podemos y nos interesa. Salvo casos concretos, y en función de un razonable y proporcional número de habitantes que pueblan este mundo nuestro, no son más, ni mejores ni peores, las noticias que hoy se suceden, en comparación con las que se producían en el pasado. Pongamos por caso, cincuenta años.
Lo que verdaderamente ha cambiado de manera exponencial y desproporcionada - ¿para bien? – son los medios de información. Es tan simple como eso: el potencial de comunicación es tan arrollador que excede nuestra capacidad de asimilación, provocando con ello – no olviden que una noticia si es buena no es noticia - la sensación de que todo, o casi todo, va mal.
De modo que sería injusto caer en el error, terminando por creer, que, por ejemplo, hoy hay más catástrofes naturales (huracanes, terremotos, etc.); mayores epidemias, o plagas “bíblicas” (sida, cáncer, etc.), o guerras (Irak, Afganistán y otras).
Es mucho más simple que todo eso. Es la acumulación, la avalancha que los poderosísimos medios de comunicación - tv, prensa, radio y, no digamos ya, Internet - vuelcan sobre el ciudadano medio, apabullándole.
Soy consciente de que las cosas en este mundo, sin duda alguna, no andan bien. Pero no peor que antes, cuando la falta de información era clave para desconocer, fuera del entorno más cercano, gran parte de lo que sucedía en el resto del mundo. Era sumamente difícil obtener noticias de grandes catástrofes y sus dimensiones; o algo tan simple como saber de que moría un gran número de personas, al no tener acceso a las noticias, o desconocerse las causas de sus muertes.
En cuanto a las guerras, ¿qué cabe decir? ¿En serio creen que hay más que antes? Hoy tenemos la enorme “fortuna” de que pueda ser programada su exhibición en horario de mañana, tarde y noche. En nuestros cómodos salones nos serán servidas para que podamos “degustarlas” a través de la inigualable pantalla de plasma, o en los ordenadores personales de nuestros estudios. ¿Quién demonios podría hoy negar que sabe lo que es un misil?
Después de mucho reflexionar uno llega a la conclusión de que sí. Sin duda que es un importante problema a tener en cuenta la excesiva información que se ofrece. Estarán de acuerdo conmigo que no siempre es beneficioso el ofrecer una ingente cantidad de información, no siempre veraz, y cuyo resultado final en la mayoría de las ocasiones es una gran confusión en la mente de quien la recibe.
O, situación más dramática, suministrar una interesada información a quienes no tienen posibilidad de conseguir aquello que la pantalla les exhibe, distorsionando su realidad y creándoles un grave problema de “ambiciones” y necesidades no previstas. Probablemente, en el transcurso de una vida que de haberse desarrollado en su cadencia natural no hubiera precisado de grandes cambios, ni provocado inútiles exigencias.
Pretender volver la mirada y tratar de ocultar la angustia de unos inmigrantes desesperados, después de que estos puedan ver con todo lujo de detalle como se vive en los países a los que desean emigrar es, además de un despropósito, una fuente inagotable de injusticia.
Incluso, si somos capaces de reflexionar en profundidad, llegaremos a la conclusión del enorme daño que se les provoca, ofreciendo una información desproporcionada, a más de interesada, a quienes se encuentran a años luz de poder entenderla y beneficiarse de ella.
Estarán de acuerdo conmigo en que tratar de poner al día a quienes, por deseo del destino, se encuentran anclados en años, o siglos de retraso en su evolución, sólo se les puede producir un daño irreparable. Es inútil pretender que con la sola entrega de una radio a un indígena del Amazonas conseguiremos introducirlo de pleno en el siglo xxi.
Todos ellos, los ciudadanos que se consideran con todo orgullo parte de eso que hemos dado en llamar el mundo civilizado; aquellos otros convertidos para su desgracia en condicionados emigrantes, o los indígenas en libertad - a estos con mayor motivo - que sobrevivían, todo sea dicho, no sin grandes dificultades, en su entorno, al calor de su propio medio y anclados en el pasado más recalcitrante, hubieran precisado y precisan de un tiempo de adaptación, en ocasiones generaciones, para asimilar sin traumas ni desgracias irreversibles los nuevos tiempos que, por mor de una información precipitada y fuera de lugar, se le pueda estar ofreciendo.
Obviamente que mi pretensión no es la de ocultar información al ciudadano. Pero si crear los mecanismos para que este pueda acceder a ella en el momento que la precise, de acuerdo con sus verdaderas necesidades.
No nos engañemos, pese a lo que los puristas puedan opinar con respecto a la libertad de comunicación, una dosificación de esa información, especialmente en relación con su veracidad, conseguiría reducir sustancialmente la angustia que su exagerada e indiscriminada difusión provoca en el ciudadano medio.



Felipe Cantos, escritor.

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