23 junio 2008

Ese “algo” llamado Amor.


El amor es la más noble fragilidad del alma. John Dryden.

¿Realmente es posible hablar, o escribir, del “amor” con cierto pragmatismo, sin perderse en elucubraciones que nos impida llegar a alguna conclusión? Yo creo que sí.
Y para hacerlo, quizás, lo más razonable sería comenzar por lo que cada uno de nosotros entiende por amor.
Para llevar a cabo tan encomiable objetivo, lo primero que se impone es desterrar la idea de que el amor, al igual que otros sentimientos; o la variada gama de virtudes o defectos que nos definen al ser humano como, por ejemplo, la belleza en cualquiera de sus manifestaciones de imagen, sonido, y color, son subjetivas. No todo depende, como nos dice el acervo popular, “del cristal con que se mire”.
Naturalmente, soy consciente de que cada uno de nosotros es un mundo en si mismo. Pero no tan distintos como para no coincidir, de manera casi absoluta, en los conceptos básicos que tenemos de todo cuanto nos rodea.
Comenzando por los principios morales y éticos, pasando por la inteligencia, el buen gusto, el valor de las cosas, la belleza y otros tantos, hasta alcanzar el amplio universo de los sentimientos, en el que nos encontramos inmersos los seres humanos, desde el más liviano hasta el más profundo, todos ellos, sin excepción, se encuentra sujetos a unas mínimas reglas asumidas, en ocasiones inconscientemente, por todos nosotros.
Sería una osadía por mi parte tratar de analizar en este pequeño texto todo cuanto acontece en nuestras vidas y que de manera constante provoca nuestras sensaciones más ancestrales. De manera que nos quedaremos con el amor. Que si bien es harto complejo, sólo atreviéndonos encontraremos la manera de acercarnos a algo que nos impone en exceso, hasta el punto de intimidarnos.
Por principio, dejando al margen todas aquellas otras opciones de amores distintos al de la pareja tradicional, nos acercaremos a esta alternativa, sin duda la más complicada y contradictoria de cuantas “atacan” al ser humano, y lo haremos “al decir” de nuestros abuelos “cogiendo al toro por los cuernos”.
Sabido es que, aunque el amor lleve el mismo nombre, no es igual para todos. Es indudable que para poder valorar lo que nos afecta en su verdadera dimensión - el amor es, con toda seguridad, uno de los sentimientos que nos acecha de manera más cercana, frecuente y, sobre todo, profunda - es imprescindible saber reconocerlo mediante una mínima y elemental convivencia con él.
Hace tiempo, alguien, pragmático enfermizo, me hizo notar que el valor de las cosas, y en ello incluía también los sentimientos, dependía inexorablemente de que se hubieran constatado y contrastado la mayor cantidad de alternativas posibles de aquello que se pretendía valorar.
Finalmente vino a sintetizarme su reflexión en una máxima que, si bien es endemoniadamente fría al aplicarla a los sentimientos, es de una contundencia aplastante: “…desengáñate, decía, en el amor, quien siempre haya tomado malta, jamás será capaz de reconocer un buen café”.
Y es cierto. Por desgracia, en nuestras vidas, no siempre tenemos la posibilidad de acercarnos a las cosas ni en la cantidad, ni con el grado de intensidad que sería necesario, para poder conocerlas y vivirlas plenamente. En el universo de los sentimientos de manera muy especial.
En unas ocasiones, las más, por infortunio; en otras, por temor o desconfianza. Ello, finalmente, nos “obliga” a aceptar como bueno “aquello” que nos ha tocado en suerte vivir, en el grado en el que somos capaces de reconocer, y reconocernos.
Así, resulta que damos por bueno, incluso muy bueno, la más vulgar y rutinaria de las convivencias en pareja, por el simple hecho de compartir nuestra vida durante años con aquella persona que, “tiempo a”, se acercó a nosotros, o la encontramos casualmente.
Con toda probabilidad, en aquel momento, llegamos a la conclusión de que era lo menos malo del panorama que ante si teníamos, para formar una pareja “estable”. Incluso, en ocasiones, pusimos nuestras reglas de juego, a veces por contrato escrito, y delimitamos los terrenos de juego para evitar interferencias.
Y a eso acabamos por llamarlo “amor”. Y aunque justo es reconocer, como más adelante veremos, que tiene un incuestionable mérito el obtenerlo, la realidad es que, en más ocasiones de las deseables, aunque no siempre por escrito, pero si de manera tácita, se sustenta sobre la base de convenios que para sí quisieran algunas de las más conocidas empresas multinacionales.
Pero nada más lejos de la realidad. El amor, el verdadero amor, es algo intangible y, desde luego, bastante más sólido que una convivencia obtenida para una comunidad de intereses.
Quien bien me conoce sabe que soy un pragmático incurable. Por lo que, al interpretar el mundo de los sentimientos, o las sensaciones que motivan al ser humano, no puedo evitar desviar mis reflexiones hacia el lado de la ciencia.
De modo que, alejándome de lo estrictamente emocional, no me queda otra alternativa, como en este caso, referido al amor, que acogerme al principio de aquello de que “funciona la química”.
Pero, incluso desde esa perspectiva, soy de los que sostienen que cuando de verdadero amor se trata, cuando se siente fácil y profundamente, “porque funciona la química”, tiene un relativo mérito para los afortunados. Es una auténtica suerte fuera de lo común.
Es un regalo que nos viene del universo o, si lo prefieren, del cielo, y del que debemos dar gracias todos los días al levantarnos. Ya saben: aquello de la plantita y el riego diario. También sostendré que ninguna de las otras múltiples maneras de sentir e interpretar el amor, es comparable.
Igualmente soy consciente de que nada es eterno y que del mismo modo que el amor nos alcanza de lleno, se puede marchar, por el mismo principio de que deje de “funcionar la química”.
Pero debo advertir que tras de la fortuna de haberlo obtenido en algún momento, si tiempo después observamos que se nos escapa, será una locura tratar de salvarlo. Es inútil, siquiera, intentarlo, ya que, rigiéndose por el mismo principio natural que al nacer, y que jamás podremos evitar, así se producirá su desaparición.
Lamentablemente, hemos de aceptar que la oportunidad de conocer el verdadero amor no se nos ofrece a todos por igual. Es preciso admitir, y de ahí el principio universal de la compatibilidad, que si no se presentan las circunstancias favorables y una gran dosis de suerte, difícilmente lo lograremos. A lo más un sucedáneo, como la malta, que malamente podrá sustituir al deseado café. Porque, nos guste o no, las leyes del universo son inexorables.
Es importante recordar que, también existen amores no correspondidos. Amores que producen un gran dolor en quienes los sufren, pero que vienen a legitimar el enorme poder de lo que denominamos “la química”. Aquello que pese a nuestra inicial y equilibrado deseo, las leyes naturales que dominan el/nuestro universo nos condicionan de tal manera que no somos capaces de detener su inercia.
Muy al contrario, se manifestará, obligándonos con mayor fuerza a amar a amores no correspondidos e, incluso, a quien nos ignoraron y jamás tuvieron el más mínimo interés por nosotros.
Si alguna conclusión se puede obtener de este escrito, en ningún caso definitiva, es la respuesta a la pregunta que nos hacíamos al inicio del mismo. Sí, siempre será posible poder hablar del amor desde una perspectiva didáctica, sin necesidad de negarnos el camino hacia una reflexión pragmática que nos permita controlar sus resortes, sin que necesariamente este sentimiento se nos pueda “materializar” en cualquiera de los elementos naturales difíciles de sujetar entre nuestras manos: la arena, el aire o el agua.
Sé que es difícil la posibilidad de que todos tengamos acceso a conseguirlo, pero considero imprescindible, utilizando unas buenas dosis de raciocinio, poder discernir con claridad lo que mi buen amigo me decía sobre “el café y la malta”. Seguramente nuestra visión del amor se vería seriamente mejorada.

Felipe Cantos, escritor.