06 diciembre 2010

El virus cibernético Stuxnet, o la reencarnación de la Reina judía Esther.

La inteligencia es el patrimonio mejor repartido (…) René Descartes.

En estos tiempos que corren son escasas las ocasiones en que una noticia te permite esbozar una sonrisa de satisfacción. Excuso decir de alegría.
De manera que parece innecesario señalar que cuando pude leer, hace escasos días, los enormes avances que en materia de defensa, denominada cibernética, han conseguido desarrollar científicos israelíes, con la puesta en marcha de su programa Stuxnet, la satisfacción fue doble.
Al parecer, "el arma", un inteligente virus creado para introducirse en los sistemas informáticos iraníes, ha logrado, no sólo paralizar la mayor parte de los programas de enriquecimiento de uranio, sino que tiene la capacidad de controlar y manipular las instalaciones en las que se realizan. En síntesis, la maravilla Stuxnet logra dañar los sistemas computacionales, determinando en qué sistema se ha de infiltrar antes de decidir si ataca, o no. Pudiera, incluso, conseguir volver las armas del adversario contra sí mismo.
Podría decirles que una de las razones de mi alegría se sustenta en la simpatía que en mi despierta este pueblo, tan injustamente maltratado tantas veces.
Sin embargo, no sería del todo cierto si ocultara mi satisfacción por lo que significaría para todos nosotros. Especialmente para la clase militar. Esos hombres y mujeres que con más frecuencia de la deseable se ven obligados a exponer sus vidas, y a perderlas, en defensa de sus países y de sus principios que, por extensión, suelen coincidir con los nuestros.
Aunque pueda sonar a quimera, conseguir que en el futuro, las guerras, las hicieran quienes las hicieran, pudieran acabar resolviéndose sentados frente al teclado de un sofisticado ordenador, sobrepasa las máximas deseables por cualquier persona de bien.
Tampoco resulta tan insostenible considerar esa posibilidad. En otro plano de la realidad, en más de una ocasión, se ha conseguido salvar vidas, tocando los resortes humanos de que se disponían, sentados frente a la mesa de un frio despacho. Sé que no son los mismos resortes, pero fueron evidentes sus resultados.
Dejando a un lado la ironía, es francamente alentador saber que esa posibilidad existe y que, por fortuna, nos encontramos del lado de quienes las dispone. Por el contrario, si se tratara de elementos subversivos hartamente conocidos por su empeño en destruir lo que conocemos como la civilización occidental, con toda seguridad, y antes de lo que creemos, acabaríamos matándonos los unos a los otros con nuestras propias armas.
Por fortuna, la tecnología punta, al más alto y sofisticado nivel, se encuentra a este lado de la línea que determina, nos guste o no, la permanente confrontación entre dos mundos que entienden la vida de forma completamente opuesta.
Así que quienes se empeñen en continuar con las guerras cruentas, espero se vean en la necesidad de recurrir a las viejas armas de antaño, por lo general de recursos limitados y tan ineficaces como peligrosas para uno mismo.
De este modo, no resultará descabellado, más bien bastante coherente y desde luego deseable, pensar que en no demasiado tiempo las escasas bajas en combate acaben siéndolo por el exceso de cafeína, consecuencia de las interminables horas que los soldados pudieran pasar frente a las pantallas de sus ordenadores.

Felipe Cantos.
Escritor

03 diciembre 2010

Ahora sé por qué cantan los pájaros enjaulados.

Si la justicia no reina con un imperio absoluto, la libertad no es más que un nombre vano.

Hace más de treinta años llegó a mis manos la novela que escribiera Maya Angelou, activista destacada del movimiento feminista en Estados Unidos en los años cincuenta.
En su momento, la novela, cuyo título me he permitido “plagiar” fue literalmente devorada por mi instinto de lector. Aunque no logró marcar un hito en mi particular gusto literario. Sea como fuere, confío en que, cuanto menos, pueda haberse conservado un ejemplar en el Cementerio de los libros, de Ruiz Zafón.
El libro de Maya Angelou pretende recoger las experiencias de quienes viviendo presuntamente en libertad, se ven atados a sus circunstancias, de tal manera que les impiden ser verdaderamente libres.
No se trataba tanto del drama que supone el encierro tras los barrotes de unas inocentes aves, y que pese a ello aún canten, sino adónde puede conducirnos el ligero esbozo del horror que esconde la terrible falta de libertad del hombre común, en su diario devenir y, lo más terrible, la gran ignorancia que de ello, él mismo, muestra.
La dura realidad, pese a tener muy en cuenta las evidentes diferencias entre Oriente y Occidente, es que el hombre, a ambos lados de la línea, se encuentra igual de enjaulado frente a los miserables poderes que lo gobiernan.
Durante siglos, determinadas castas de comunes se han ido erigiendo en nuestros salvadores y autodenominándose de diversas maneras en cuantas lenguas nos son conocidas – políticos, religiosos, científicos, juristas y otros tantos no menos dañinos – irrumpieron sibilinamente en el devenir del resto de sus conciudadanos para, de manera miserable, transformar a la sociedad en aborregados seres, incapaces, por exceso o por defecto, de recuperar las riendas de su propias vidas.
Tal es la vileza de estos grupos, de poderosa y, prácticamente, indestructibles estructuras que resulta una quimera pretender denunciar y aún menos corregir los "aparatosos errores", generalmente intencionados, cometidos por ellos.
La lamentable realidad es que durante siglos, como una tela de araña, han ido extendiendo su maléfica influencia, hasta controlar la mayor parte de nuestra sociedad, presentándose, sibilinamente, como los salvadores; cuando la cruda realidad es que son los causantes de la mayoría de los problemas.
Nadie cuestiona que se precisen personas que nos representen, de acuerdo a los tres poderes que en su día enunciara Montesquieu – el legislativo, el ejecutivo y el judicial – de manera razonable, coherente y, especialmente, honrada.
Pero los hechos demuestran que nada más lejos de esa necesaria realidad. El bochornoso y repugnante espectáculo que diariamente nos vemos obligados a presenciar, ha conseguido traspasar los límites de las conciencias más tolerantes e, incluso, libertinas.
No es posible que quienes deberían ser modelo de comportamiento frente al resto de sus conciudadanos, se conviertan, por mor de su cargo, ya sea político, judicial, o de otro orden, en el centro de sus críticas y quejas. Eso sí, inútiles ambas.
Admitiendo que con toda seguridad el mal se encuentra enquistado en cualquier sociedad representativa de eso que hemos dado en llamar el occidente democrático, no puedo por menos que circunscribir de manera concreta mi análisis a España.
La razón es muy simple. Aunque llevo más de 20 año residiendo fuera de España y tengo una razonable idea de lo que sucede en los países de su entorno, y que a decir verdad no dista demasiado de lo aquí expresado, es en esta, de manera directa, en la que he obtenido las vivencias personales que me permiten poder expresarme como lo hago.
Las castas que en los últimos decenios han pasado a controlar nuestras vidas, convirtiéndonos en los “pájaros enjaulados” de Maya Angelou, campan a sus anchas sin que jurisdicción alguna ponga veto a sus desatinos.
De manera muy especial, dos de estas castas, la política, secundada indecentemente por la judicial, han logrado controlar de manera tal la conciencia del ciudadano común que, a duras penas, este es capaz de poder discernir con claridad entre un acto de generosidad y una barbarie, realizados por ellas.
Soy consciente de que la responsabilidad de tal situación es, en principio, del propio interesado. Pero no es menos cierto que todo, finalmente, se circunscribe a una cuestión de cultura.
La carencia de una mínima formación intelectual, es el material con el que las nefastas castas construyen los barrotes que consiguen encerrar a esas mayoría que, pese a denominarse silenciosa, canta tras ellos, como los pájaros de Maya Angelou.

Felipe Cantos, escritor.