20 septiembre 2011

Sencillo homenaje a un “dios de las pequeñas cosas”.


“…y más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Antonio Machado.

Sabía que aquella carta que estaba a punto de concluir jamás llegaría a su destinatario.
Horas antes, como un zarpazo, me habían comunicado la delicada situación de la salud de mi hermano. Padecía un tumor maligno en el hígado. No tenía fecha fija de caducidad. Pero era evidente el escaso crédito de vida que la muerte le había otorgado.
Tonto, hermano, te dices al recordar con qué pasión él defendió toda su vida, aconsejando a cuantos le quisieron escuchar, que hábitos malignos suelen acabar con la salud de cualquiera. Pobre, porque jamás hizo mérito alguno para merecer semejante situación, ni muerte.
Tonto de ti, hermano. Siempre te cuidaste de no caer jamás en tentación alguna que no excediera la sobredosis de algún helado. Principalmente si este era un combinado de nata y fresa.
El alcohol jamás fue parte de tu cuidada dieta. Ni siquiera en la más alegre de las fiestas. Si acaso un corto, cortísimo de cerveza, mezclado sabiamente, eso sí, con una buena porción de La Casera.
El tabaco, vade retro Satanás. Prohibido en tu entorno más cercano que, en tu caso, nunca debería ser inferior a los 1000 kilómetros.
De mujeres, ¿qué decir?, lo justito, nada más. Desde tu juventud, disfrutando de una belleza masculina sin par, que arrastraba tras de ti más de una pasión oculta, e insinuaciones y deseos no tan ocultos, acabaste por conformarte y, presumiblemente, ser feliz, cuando conseguiste quedarte con la buena de la película. Eso sí, el “pedigrí” de la dama debiera proceder de una camada tan selecta como la del inigualable grupo formado por las siete novias de los siete hermanos, de la inolvidable película que tanto adorabas.
Mientras que otros maldecían y se quejaban constantemente, tú preferiste aceptar la dolorosa situación de mediocridad impuesta a fuego por las circunstancias en la que la vida te había colocado.
Y ahora, con la misma discreción con la que llegaste al mundo, con la misma que viviste tus más de ochenta años, decidiste poner rumbo hacia ese otro lugar del que tanto se especula, pero tan poco sabemos.
Te basto con decir que “ellos” los que se fueron antes, te llaman y que en tu marcha, sólo pretendiste dar la misma mínima molestia que diste durante toda tu vida.
Ni siquiera al presunto “dios” que por cultura te correspondió se te ocurrió molestar. Para qué, te dijiste. Si durante ochenta años nada hizo por mí, dudo mucho que, ahora, a mi marcha, tenga deseo alguno de hacerlo.
Trataste, y lograste, como Machado, dejar las cosas honestamente claras:

“Y al cabo nada os debo; me debéis cuanto escribo.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago,
el traje que me cubre y la mansión que habito
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontrareis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.”

Felipe Cantos, escritor.