05 junio 2009

La estéril discusión sobre la existencia de Dios.


Yo veo a Dios en cada ser humano. Madre Teresa de Calcuta.
En ocasiones tengo la sensación de que la especie humana, pese a Internet y el ipod en sus versiones más modernas, es incapaz de avanzar un ápice en su desarrollo intelectual.
Pareciera que toda la ciencia que es capaz de almacenar en sus neuronas no sirviera más que para alcanzar pragmáticos proyectos que puedan dar a su vida una única forma material, alejándose de manera inconsciente de todo aquello que, inmerso en el mundo de los sentimientos, le aporta valores, no tangibles, que condicionan su vida y por ende su feliz o desgraciada existencia. ¿Habremos de llegar a la conclusión de que no es capaz de entender la más elemental de las reglas, necesaria para su desarrollo natural?
Entre las muchas razones que provocan mi desconcierto por el anormal comportamiento de mis semejantes, hay una, más cercana a lo etéreo que a lo terrenal, que en más de una ocasión me han obligado a ocultar mi decepción tras de una no siempre bien ponderada e irónica sonrisa: es la eterna, yo diría además de estéril, polémica sobre la existencia de “Dios”. Eterna polémica probablemente encomiable y bien intencionada por parte de unos; aunque no tanto de otros, en pro de unos intereses definitivamente bastardos.
Como en toda polémica que se precie, con toda seguridad la razón se encuentra dividida. De manera que si las partes prestaran mayor atención a los puntos de encuentro que a los de desencuentro, descubrirían que, por diferentes caminos, llegarían a la misma conclusión.
En cuantas ocasiones se ha dado la oportunidad de manifestarme, he mostrado mi opinión favorable a la existencia de “Dios”. Y no porque sea un ferviente creyente y un practicante devoto de la religión, en este caso, católica. Sino porque, desde que naciera, he tenido la oportunidad de entenderla y asumirla como parte de mis raíces culturales, y no como elemento imprescindible en mi desarrollo intelectual y personal.
Independientemente del comportamiento de sus dirigentes, creo en el mensaje de cualquier iglesia, tanto en cuanto esta se cimente sobre principios de justicia e igualdad. Si los principios que maneja son tangibles y los hechos de su mensaje confirman lo positivo de su doctrina, caso de la que yo me permito juzgar, la católica, tanto mejor. Pero, igualmente, rechazo plenamente cualquier razonamiento en el que vaya implícito el mensaje de un “dios” venido del más allá, o hallado en cualquier lugar del universo.
Por ello, puedo entender a los laicos, agnósticos, descreídos, ateos y cuantos detractores deseen sumarse a esta inútil polémica, sobre la existencia, o no, del “Dios” que cada uno se ha dado. Pero negar de manera categórica que “este” exista es, cuanto menos, un despropósito intelectual.
Cuestión aparte es la forma en la que, en este caso nuestra Iglesia, se ha planteado su iniciación y su existencia. Hacerlo a través de un cuento de niños pudo ser en sus inicios razonable, pero dado los tiempos que corren y el materialismo imperante, aderezado por un relativismo atroz, no parece, desde la óptica intelectual, la forma más razonable de convencer a los que, generalmente, tienen pocas ganas de reflexionar sobre cualquier asunto que les desvíe de sus intereses más cercanos.
Es cierto que el relato de la existencia de nuestra religión, y por ende de “Dios”, a través de las Sagradas Escrituras puede ser fácilmente cuestionado. Pasajes que no pasarían de ser parte de un relato entretenido en cualquier libro, a veces infantil, son tratados en ellas como resultados de una divinidad.
Pero tratar de aprovechar la simpleza de una explicación, realizada para hacer más inteligible complejos temas, jamás justificaría la negación del todo.
Estoy de acuerdo en que el “Dios” que desde pequeños nos contaron no existe. No es más que la imagen que se nos ha materializado para hacérnoslo más cercano, más nuestro. Pero es evidente que “Dios” existe, en cualquiera de las formas o nombres que se le hayan querido, o quieran dar. En nuestro fuero interno jamás seremos capaces de negar que sobre todos nosotros existen fuerzas superiores que controlan el universo en pleno y, por extensión, el nuestro concreto.
Su fuerza, la del “Dios/Universo”, esta más allá de la negativa, casi pueril, de su existencia, basada en la desmitificación de personajes y relatos religiosos. Es más que razonable que la idea de un “dios” concebido desde la perspectiva humana, como soporte de cualquier religión, sea fácilmente rebatible. Cuestionarse los milagros de Jesús, la virginidad de María, el “misterio” del Espíritu Santo y tantos otros, puede estar bien desde la perspectiva del raciocinio más ortodoxo.
Pero en modo alguno justifica la negación de “Dios”. Porque, llamémosle como le llamemos y le demos el origen que le demos, Dios es exactamente el universo en pleno, con todos y cada uno de nosotros, vivos o muertos, en su interior, formando un todo.
Me es indiferente si deseamos atribuir estas fuerzas a un ser supremo – no es ese mi caso - que todo lo controla y al que, según las diferentes culturas, le hemos puestos variados nombres; que dejarnos convencer por los efectos de la dinámica de un universo en plena y constante búsqueda de su inevitable equilibrio. Teoría de la que, como puede desprenderse de este escrito, estoy más cerca. Cuestión aparte será el nombre que deseemos poner a ese “fenómeno”. Si es que deseamos hacerlo.
Si, además, como pretende insinuar cierta campaña recientemente lanzada en los autobuses de algunas de nuestras más importantes ciudades, que de la existencia de Dios depende que lo pases mejor o peor, no cabe duda que los inspiradores de la misma han perdido el horizonte, por no decir el juicio.
Se puede ser un ingenuo, aceptando de entrada la posibilidad de que a tu muerte, según haya sido tu comportamiento, gozarás la vida eterna, o sufrirás para siempre en las calderas de Pedro Botero.
Pero probablemente será aún más necio quien, considerándose un libre e inteligente pensador, tratara de rebatir la existencia de Dios apoyado en esas y otras premisas similares; olvidando que no se trata más que de alegorías, ejemplos que pretenden ilustrar la presunta realidad de una “existencia” más allá de nuestra vida conocida.
Aceptemos definitivamente que “Dios”, o lo que de “Él” pueda deducirse de los mensajes recibidos a través de las diversas religiones, vive y muere cada día en función de los cotidianos actos del hombre frente a sus semejantes. Ello, prescindiendo de la intervención de fanáticos e inductores religiosos o, por el contrario, de los más férreos ateos; tratando, cada uno en su caso, de asegurarnos o rebatirnos su existencia.
Felipe Cantos, escritor.

04 junio 2009

Raíces políticas.



Yo no sé si soy un estadista. Lo que es cierto es que, de la política, lo que me interesa es mandar. Manuel Azaña.

Hará ahora más de treinta y cinco años, aún impregnado de las inútiles ideologías que, por lo general, mueven las conciencias de los más jóvenes, tuve la oportunidad de mantener coloquiales reuniones con grupos de los que años después se desprenderían algunos de los “líderes” de las diversas tendencias de la política española.
Hoy, algunos ya depuestos o fenecidos, políticamente. Otros, como es ley natural, pasaron, a través de la muerte, a mejor vida, espero. Un tercer grupo, este incombustible, sorprendentemente aún en activo.
Pero, eso sí, todos ellos, los que se fueron, los que quedaron en dique seco, y de los que, por el momento, desconocemos su fecha de caducidad, estaban dispuestos a “salvar” el mundo, desde sus divergentes perspectivas.
Aquellas reuniones, amenas por de más, terminaban derivando en una viva polémica versada en la interpretación, casi filosófica, del cómo, cuándo y, principalmente, el por qué de las vocaciones políticas.
La mayoría de aquellos futuros “personajes” sostenían que eran sus principios morales los que habían conseguido motivarles para adoptar la política como eje de sus vidas. Como era esperar, los más jóvenes se atrevían a afirmar que se trataba de una, casi, altruista entrega en defensa de los intereses de sus conciudadanos. El resto, de mayor edad, se mantenía en un escrupuloso silencio de complicidad, sin saber bien si con sus jóvenes colegas, o conmigo, abiertamente desinteresado por la práctica de la política.
La tesis, el argumento principal que con toda crudeza yo les planteaba era el que, salvo excepciones, no se bien si honrosas o no, la gran mayoría de ellos no se encontraban en el ejercicio de la política en función de sus sólidos ideales, o principios; sino, en el lugar en el que les había sido posible situarse para el mejor medrar. O, lo que es peor, en el lugar en el que les había sido permitido entrar la mal llamada “competencia”.
Les repetía que, todos ellos, sin excepción, se habían acercado a la política en busca de prosperar lo más rápidamente posible. En cualquier caso, de lo que no había ninguna duda, al menos para mí, era - y es - el irrefutable hecho de que todos y cada uno de ellos había llegado hasta allí, ocupando el amplio abanico de casi todas las alternativas políticas, en eras de un cúmulo de razones ajenas a sus tan cacareadas “vocaciones”.
Como era de esperar, las respuestas, en algunos casos excesivamente apasionadas, trataron de rebatir mi tesis, sin conseguirlo. Sin embargo, bastaba un mero repaso de la vida “y obra” de cada uno de ellos para descubrir que los lugares que ocupaban no eran, ni más ni menos, que el fiel reflejo de lo que emanaba de sus iniciales e inerciales cunas, y en función de la defensa de unas teorías político-sociales encarnadas en ellos a sangre y fuego.
Finalmente, no fue difícil hacerles comprender, a la mayoría, que partiendo de determinados lugares, defenderás determinadas ideas. Evidentemente, hubo quien continuó manteniendo que nada impedía a una persona, según ellos con una determinada sensibilidad política y social, optar por otras alternativas alejadas de lo que yo denominaba “su cuna”.
Aparentemente, parecía no quedar otra opción que la de aceptar la posibilidad de que cupiera esa otra alternativa. Pero lejos de contribuir a desvirtuar mi posición, vino a fortalecerla, ya que estos últimos, sin duda, son los peores de la desprestigiada comunidad política.
Son individuos carentes del menor escrúpulo. Capaces de defender unos principios, y los contrarios; sin provocarles el menor sonrojo. Son, por lo general, un subproducto nacido al amparo del ejercicio de la política como alternativa profesional, ajena a los principios que deberían inspirarla.
Muchos de ellos, provenientes de formaciones políticas que se vieron abocadas a transformarse, sino a desaparecer, lo que provocó que buscaran refugio en cualquier otra formación que les diera amparo, con tal de continuar viviendo del erario público, sin detenerse en la imagen que pudieran ofrecer.
En ocasiones, como las que estamos viviendo en estos últimos años, en España de manera notoria, sin necesidad de cambiar de partido, o las siglas que daban, según estos sujetos, cobijo a sus ideales. Fue suficiente con cambiar esos ideales, esos principios por los que más convengan a sus intereses personales en ese momento, renunciado con toda facilidad y sin pestañear a los que años, meses, semanas, días, horas, o momentos antes eran el sustento ideológico de sus conciencias.
Son numerosos los que han ido recorriendo el amplio espectro de las ideologías, pasando con suma facilidad de la recalcitrante derecha hasta la extrema izquierda, y viceversa. Seres capaces de mutarse cuando y cuanto sea necesario para poder adaptarse al nuevo “agujero”, según las necesidades del momento.
Sin embargo, lo peor no es la existencia, numerosa, de estos despreciables sujetos, sino la facilidad con la que consiguen que se les acepte políticamente. Probablemente, dada su capacidad de adaptación, su utilidad suele ser de gran provecho, en su momento, para el/los líderes políticos de turno. Ello, en el supuesto de que cualquiera de estos “lideres” no provenga de la misma selecta camada político-social; que de todo hay en la viña del “señor”.

Felipe Cantos, escritor.