02 julio 2011

La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay Dios!


Hace algunos años que conozco al escritor Fleischhauer, mi buen amigo Wolfram. Siempre lo he tenido por un tipo interesante, alguien que, pese a intentar pasar desapercibido y mostrar lo contrario, hace mucho tiempo que superó con notable la calificación de inteligente.
De su ordenador - bien que me gustaría decir pluma - han salido extraordinarios textos que convertidos en novelas pululan y adornan, como tantos otros, las librerías. En este caso, las alemanas.
Y digo bien adornan, porque pese a su empeño de convertirse “simplemente” en un escritor de tirón, esos que se denominan de bestseller - deseo expresado con gran énfasis por él mismo - no consigue su objetivo.
Él, en su infinita sinceridad, trata de mostrar al mundo, y de manera especial a si mismo, que hay caminos en los que hagas lo que hagas se puede llegar al gran público y, evidentemente, convertir tu trabajo en interesantes dividendos financieros. En su caso con las letras, calidad o no comprendida, y desde las ópticas más ortodoxas, hasta la simplez más ofensiva.
Y aun teniendo en cuenta que en su caso sería lo mismo si se tratara de cualquier otra manifestación artística, o creativa, no deja de ser un craso error de principio, ya que con la cultura, salvo los que no la crean y sólo la manipulan, no es posible hacer negocio.
Sé perfectamente que en su fuero interno su deseo va mucho más allá de lo que él mismo expresa. Y como a todos los que por vocación dedicamos gran parte de nuestra vida a plasmar las más íntimas sensaciones en cualquier material que cae en nuestras manos, lo que realmente pretendemos es unificar ambas cosas: crear emociones que motiven e inspiren a los demás a través de la comunicación, y que ese efecto pueda alcanzar al mayor número posible de personas.
Y tanto es así que, hace escasos días, celebrando Wolfram su cincuenta aniversario, en el que demostró llevar tan “pesada” carga como un auténtico titán, tuvimos la enorme fortuna de descubrir en él ese otro yo que todos llevamos dentro y que, por lo general, contradice cuanto decimos y hacemos durante gran parte de nuestra existencia.
Abrazado a su guitarra casi hasta asfixiarla, de la que, por cierto, yo ignoraba su existencia, nos cantó algunas composiciones propias, mostrando a todos los presentes la grandeza de lo que, en ocasiones, sin ser conscientes, somos capaces de hacer cuando dejamos que nuestro verdadero, u otro yo, salga a la luz.
Aquello fue la constatación negativa de su propia teoría. Con el ánimo de entretener y sin proponérselo, había conseguido el objetivo de llegar a los demás con enorme facilidad, despertando, primero la atención, después el interés y por último la admiración de todos los allí presentes. Y, sin duda, si se hubiera dado el caso, de algunos miles más.
Horas después, una vez que todos los invitados a la fiesta se habían marchado, tuve la oportunidad de recordarle que, sorpresas te da la vida y en este caso con una guitarra en la mano, somos lo que somos y estamos donde estamos, incluso, aunque no lo parezca, en contra de nuestra propia voluntad.
Puede que nos creamos dueños de nuestro destino e, inútilmente, pensamos que al levantarnos cada mañana vamos a hacer aquello que nos hemos propuesto y puede que conseguir, o no, los objetivos fijados.
Pero nada más lejos de la realidad. Lo aceptemos o no, estamos atados a un destino que inexorablemente nos conducirá por un camino que sólo será el nuestro.
De nada servirá lo que sean, o dejen de ser los demás. Por cierto, buen momento para reflexionar sobre las odiosas comparaciones o, aún peor, sobre la maldita envidia que tanto afecta al ser humano.
Por fortuna, ninguno de nosotros tiene la menor idea de cuál es ese camino y, por lo tanto, seguiremos caminando como si controláramos todo cuanto nos rodea. O casi.

Felipe Cantos, escritor.