28 febrero 2007

Un poco de “por favor” señores del gobierno socialista.


Habrán llegado a la conclusión, como decía Baltasar Gracián, que: “Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen.”

Desde siempre me había fascinado la “habilidad” con la que la clase política era capaz de hacernos llegar sus sibilinos mensajes. En ocasiones consiguiendo su objetivo de manera subliminal, al pretender hacernos creer que mientras hablaban de una cosa, en realidad nos estaban orientando hacia aquella otra que realmente les interesaba. De manera muy especial en lo que se refiere a la información mediática.
Y aunque no siempre podríamos estar de acuerdo, generalmente hacían un esfuerzo para hacernos creer que mientras utilizaban el mensaje para informarnos, en realidad se trataba de alcanzar otros objetivos que les proporcionarían, a medio y largo plazo, beneficios que sólo podrían ser recogidos desde su privilegiada situación. Claro está, siempre, cuanto menos, intentando dar una imagen de mínima dignidad, o de disimulada parcialidad.
Pero en estos últimos meses estamos presenciando un burdo espectáculo, más digno de un vulgar sacamuelas, o un charlatán de feria sin escrúpulos, que de lo que cabría esperar del mínimo nivel del gobierno de España.
Para hacernos llegar sus inequívocos mensajes partidistas, que puedan decantar la apreciación, y las simpatías, de la opinión pública a favor de sus postulados, no han dudado en utilizar los más vulgares medios y formas de las que disponen. Vamos, que, como diría “el clásico”, sin cortarse un pelo, han ido al grano.
Utilizar a los “peloteros” para recordarnos durante la transmisión de un partido de la selección española de fútbol, una y otra vez, que no nos perdamos un determinado programa cuyos mensajes convienen que sean difundidos por el poder establecido, no deja de ser, cuanto menos, sorprendente.
Pero que los “futboleros” de TVE, en la voz de su máximo responsable, José Ángel de la Casa, nos repita hasta la arcada que no nos perdamos el programa que vendrá a continuación, es de juzgado de guardia.
El mensaje emitido, una y otra vez, hasta la extenuación, por el veterano locutor no tiene desperdicio: “No se pierdan a continuación el programa de La noche, con un personaje muy especial: el juez Garzón. Será entrevista por Jesús Quintero, y nos contará cosas muy interesantes”.
Era evidente que, las cosas “muy interesantes” que debía de contarnos el ínclito y desprestigiado juez Garzón, iban encaminadas a contrarrestar, sin conseguirlo, las opiniones vertidas días antes, en el mismo programa, por el periodista y responsable del programa La mañana, de la COPE, Federico Jiménez Losantos.
Soy consciente de la manipulación que del deporte en general y del fútbol en particular han realizado, históricamente, los partidos y regímenes políticos dictatoriales. Pero alcanzar, en democracia, el grado de perversión que se viene observando desde que los socialistas gobiernan en España, supera todo lo previsible. ¿Desde cuándo los responsables deportivos se han visto en la necesidad de apoyar de manera tan descarada los postulados del poder establecido? Si hemos llegado hasta ese punto, es evidente que la degeneración del medio y de sus profesionales ha tocado fondo. Incluido el papelón representado por ese adalid de la comunicación “reposada”, llamado Jesús Quintero.
Que el poder establecido trata de jugar todas las bazas que se pongan a su alcance, es un hecho sabido. Pero que lo haga de una forma tan burda, en cooperación con profesionales que se juegan su prestigio – innecesario recordar al, casi, fenecido, profesionalmente, Iñaki Gabilondo - es una ofensa para la inteligencia del ciudadano medio.
No señores del gobierno, no. Ese no es el camino. No dudo de que ustedes sean de los que piensan que en el amor y la guerra, política, todo es válido. Pero considerar que, aunque constatado las grandes dosis de papanatismo que domina a la población española, la mayoría de esta es subnormal, me parece demasiado.
Es muy posible que parte de esos papanatas, por comodidad o indolencia, se traguen sin rechistar sus mensajes, ya mascados. Pero no tengo la menor duda que en una gran parte de quienes escuchamos estos y otros mensajes similares, intentando reconducir nuestra formada opinión, lo que se consigue obtener es todo lo contrario de lo que se pretendía. Incluso, si me apuran, que nos sintamos ofendidos por tan burdo intento, provocando en todos nosotros un cierto desprecio.

Felipe Cantos, escritor.

10 febrero 2007

El señuelo de “salvemos el planeta”: un negocio emergente.

Espero probar que la naturaleza posee los medios y las facultades que le son necesarias para producir por sí misma lo que admiramos en ella. Jean-Baptiste de Monet.

Desde mucho antes que consiguiera alcanzar el dudoso honor de tener eso que llamamos “uso de razón”, recuerdo que, junto con los de mi generación, fuimos educados en el respeto más absoluto al medio que nos rodeaba, allí donde fuera que tuviera la necesidad de habitar. De manera especial por eso que siempre hemos conocido como “la naturaleza”.
Y aunque difícil se nos hacía para aquellos que atrapados en un Madrid emergente vivíamos inmersos en una “naturaleza de hormigón”, siempre tratamos de cumplir con aquella máxima que permitía, esperanzadoramente, conservar pequeños espacios verdes, o en ocasiones grandes extensiones como El Retiro madrileño, o la inigualable Casa de Campo, para hacernos la vida un poco más agradable. En múltiples ocasiones, aquella obligación se convirtió en un lamentable, pero simple problema de educación cívica, sin necesidad de alcanzar la dramática repercusión que hoy le otorgamos.
Conservar esos grandes espacios, o escogidos y entrañables lugares, era algo que preocupaba de manera evidente al ciudadano medio que, aunque inmerso en sus diarios problemas, era consciente de la importancia de preservar una mínima calidad de vida natural.
Con el tiempo, esa estimulante sensación se fue convirtiendo en una obligación que está condicionando no sólo la vida del ciudadano de cualquier parte del mundo, sino su conciencia. Ya no basta con ser un buen y ejemplar vecino, hay que comprender que tras de aquella basura inoportuna, aquella botella fuera de su lugar, o aquel uso de un inadecuado spray, este está contribuyendo, dicen, a destruir la calidad del planeta que habitamos, destruyendo, entre otras, la capa de ozono que nos protege de infinidad de males estelares.
Por una pura aplicación del sentido común, no seré yo quien se aparte de los mejores postulados para defender lo mucho y bueno que la naturaleza, si la tratamos bien, es capaz de ofrecernos. Pero no por ello, tras de reflexionar razonablemente, dejaré de pensar que, seguramente, son demasiados los “hechiceros” que vienen previniéndonos de los terribles males que nos depara el futuro ecológico.
Desde la noche de los tiempos el hombre, consciente o inconscientemente, ha venido quebrantando las leyes que la naturaleza se impuso a sí misma. Bien es cierto que en función del momento y el lugar esa trasgresión ha tenido un efecto mayor o menor.
Es innegable que este es uno de los peores momentos que se puede recordar, y que determinadas acciones puntuales están perjudicando de manera notable a nuestro planeta. Baste como ejemplo la excesiva emisión de gases tóxicos, o la imparable deforestación de uno de los pulmones del planeta: el Amazonas.
Ahora bien, decir que nos encontramos en un irreversible momento por mor de los “errores” que el ser humano está cometiendo creo que, además de una gran falacia, se trata de un mensaje sumamente interesado.
Denunciar un evidente e importante problema de orden natural no autoriza a los grandes interesados a convertirlo en irremediable Apocalipsis. En su parcial e interesada causa, estos grandes agoreros parecen querer olvidar que la Madre Naturaleza ha sabido siempre volver a poner las cosas en su lugar o crear, por pura evolución, un nuevo estado de las cosas.
Y quizás en esto último se encuentren las claves que permitan, al ciudadano común, alcanzar la máxima compresión del problema: razonable preocupación por el medio en el que vive, sin duda alguna; innecesario y falaz alarmismo, jamás. A modo de ejemplo les adjunto una reciente noticia en la que se denuncia la manipulación que de este “problema” se viene haciendo:

La obsesión 'verde' de Medio Ambiente

El alarmismo ecológico se ha convertido en una herramienta clave de la política llevada a cabo por el Ministerio de Medio Ambiente con el objetivo de justificar sus decisiones y, de paso, incrementar así sus competencias y sus recursos presupuestarios –3.806 millones de euros en 2007, lo que supone un aumento cercano al 20% con respecto a 2004–. Una política medioambiental que, además, no ha estado exenta de conflictos.

Este ejemplo se circunscribe a un caso y un país concreto. Pero es extrapolable a cualquier otro lugar de la tierra. Son muchos y muy bien pagados los miles de hechiceros catastrofistas que viven de provocar el miedo en la población mundial. En ocasiones con mensajes tan contradictorios como que el deshielo de los polos conseguirá inundar gran parte de las poblaciones costeras del mundo, arrasándolas; hasta pronosticar que nos acercamos a una nueva era glacial. Ahora, lo que se “lleva” es el mensaje del afamado cambio climático.
Lo cierto, como antes les decía, es que la Madre Naturaleza, siempre, ha sabido responder a estos retos, creando, en su natural evolución, un nuevo estado de las cosas. Puede que no como las que conocíamos hasta este momento, pero siempre, finalmente, equilibradas. El planeta, desde su formación, junto con el universo en pleno, ha “sufrido” grandes cambios que, por razón de tiempo y espacio, considero inapropiado enunciar aquí.
Frente a lo que sostienen los interesados catastrofistas que pretenden vender su producto como dogma de fe, profetizando, por ejemplo, que en los próximos cien años la temperatura media en el planeta subirá entre dos y cuatro grados (¿), soy de la opinión de que no hay razones suficientes que justifiquen la excesiva alarma creada e, incluso, el pánico provocado en la población mundial. Sin embargo el negocio parece funcionar bien, observando, lamentablemente, el incesante crecimiento del número de profetas y brujos.
Aún en el supuesto de que estos pudieran tener “toda” la razón, deberían hacer el mismo uso de la prudencia que el que solicitan de los ciudadanos del planeta al emitir sus vaticinios. Claros ejemplos de continuos errores los tenemos por cientos. Sin ir más lejos los últimos pronósticos sobre el cambio climático, anunciándonos importantes variaciones en las estaciones del año, con las precipitaciones de unas y las casi carencias, o desapariciones de las otras.
Ni lo uno, ni lo otro ha sido cierto. Puede que no exactamente en las fechas a las que estamos acostumbrados. Pero, en términos generales, los inviernos han sido fríos, nevados, e incluso muy lloviosos – pese a los pronósticos en contra – así como los veranos, tal vez algo más largos, pero igualmente calurosos, o más.
La síntesis es muy simple. Sin duda hemos de preocuparnos de que nuestro comportamiento cívico, y, cómo no, industrial, no incida de manera negativa en el medio ambiente, cuidando que este, en su menor detalle, se deteriore lo mínimo o, si es posible, nada.
Para ello, entre otras medidas, deberían servir las recomendaciones, alejadas del catastrofismo habitual e interesado – suele ser un poderosa arma política utilizada por las izquierdas contra el capitalismo, la globalización, e iniciativas similares – propuestas para el Congreso sobre el Cambio Ambiental Global.
Estas propuestas nos animan a que, a la vista de esta nueva situación de progreso industrial y social, se desarrollen puentes entre las distintas disciplinas científicas, cuya sinergia nos permitan llegar a comprender de una manera integral el funcionamiento de los ecosistemas y de los impactos que el ser humano está provocando en ellos. Ambos procesos, pese al “pesimismo” mostrado por los gurus anunciadores del Apocalipsis, aún pendientes de una clara definición y de su desarrollo.
Sin duda alguna, hemos de asumir nuestra parte de culpa y responder de manera positiva ante lo que, le pese a quien le pese, todavía está muy lejos de haberse convertido en un problema de irreparable magnitud para el ser humano.
Y no olvidar que incluso pasando por momentos difíciles la, esta sí, inevitable evolución humana precisa de altibajos para llegar finalmente a consolidar su imparable desarrollo.
Nada es posible de conseguir sin correr determinados riesgos.

Felipe Cantos, escritor.

02 febrero 2007

La irracional valoración del deporte júnior.




Entre la razón (lo razonable) y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo. José Donoso Cortés.

Hace escasos días el presidente de un afamado club de fútbol ponía el dedo sobre la llaga con unas declaraciones, en principio no previstas, pero que provocaron su propio desconcierto y, como no, el de los demás, y la ira de los mencionados por él. Y aunque probablemente su intención fuera otra, la realidad es que puso sobre el tapete la verdad de unos hechos que la mayoría de los ciudadanos tenemos muy presente sobre el deporte en general y sobre el fútbol en particular.
Llevo tiempo reflexionando en lo concerniente a los valores que conforman el deporte en su vertiente profesional y de manera especial a aquella que afecta a los jóvenes deportistas. Vaya por delante que mi consideración de joven deportista es para aquellos que se encuentran entre los quince y los veinticinco años. No desearía yo caer en el “error”, ya asumido, de considerar “jóvenes” a todos aquellos que sobrepasados los treinta y tantos y, algunos, sumidos de lleno en la cuarentena, son considerados jóvenes por el simple hecho de continuar viviendo en casa con los “papás”, y a costa de estos. En mi tiempo eran llamados de otra manera que, por respeto a la mínima norma de educación, prefiero no mencionar. Allá ellos y sus “papás”.
Pero vayamos al grano. Soy un absoluto convencido de los valores positivos que representa el deporte en la vida de cualquier persona y de manera muy especial en la de los jóvenes; más aún si este se realiza por puro placer y sin pretensión económica alguna. Por ello, me resulta muy difícil concebir el equilibrio completo del joven, tanto emocional como intelectual, sin una participación racional del deporte en su vida.
Esta participación, evidentemente, en función de sus propias posibilidades. Probablemente mi propia experiencia y el resultado hartamente provechoso que de él he obtenido a lo largo de mi vida, no he dejado de practicar deporte desde que tenía escasos seis años, sea la razón de tan contundente opinión.
Si además, pese a todo lo que está sucediendo en estos últimos tiempos, vamos inexorablemente hacia una sociedad del ocio, no tengo la menor duda de la importancia que el deporte, ya vital para un gran segmento de la población, acabará por tener.
Sin embargo, hay algo en ello que perturba con claridad la buena imagen que el deporte, como principio y disciplina, debería conformar. Es la excesiva profesionalización y por ende, a mi entender y en demasiados casos, los elevados ingresos de los jóvenes deportistas.
Sin dejar de admirar, hasta quedarnos boquiabiertos por sus evoluciones y buen hacer, a figuras como, por poner unos ejemplos patrios, el tenista Rafael Nadal; los baloncestistas Gasol, Navarro o Calderón; el golfista Sergio García, o los futbolistas Raúl o Fernando Torres, debo confesar mi total desacuerdo con los disparatados emolumentos que estos reciben por su “divertido” trabajo.
Soy plenamente consciente de las ronchas que manifestaciones como las mías pueden levantar, hasta abrir heridas en algunos. Pero no por ello dejaré de considerar una aberración las desorbitados ingresos anuales – es fácil que superen los mil millones de las antiguas pesetas – que estos “jóvenes valores del deporte” suelen embolsarse por tan singulares ocupaciones.
Sobradamente soy conocedor de que la mayor parte de esos desmedidos ingresos, independientemente de los premios por sus éxitos, provienen de la publicidad. De manera que no cometeré la torpeza, por no decir la necedad de aconsejar a los interesados que “desprecien” ese dinero ganado, naturalmente y nunca mejor dicho, con el sudor de su frente. Tampoco me harían caso alguno.
Pero si les diría, y no únicamente a ellos sino a las entidades deportivas públicas, junto con las patrocinadoras, que no sería desacertado buscar alternativas que permitieran que gran parte de ese dinero, vía impuestos o alternativas similares, fueran a parar a las arcas de entidades que se preocuparan de la educación y formación - tanto en el aspecto deportivo como en el intelectual - de futuros deportistas en las diferentes disciplinas de las que provinieran los citados ingresos. Incluso, si les place, bajo el control de los propios deportista devengadotes.
En general, me gusta el deporte como espectador, y adoro aquellos que puedo practicar, sin necesidad de que, jamás, haya buscado con ello compensación económica alguna. Considero, y no es poco, que es la única actividad que consigue unir a los contendientes en espíritu e intención. Pero hablo del deporte tal cual, no como una actividad mercantil más.
De modo que, salvando, y asumiendo, los improperios que mi propuesta pudiera provocar en los interesados, mantendré en donde sea necesario que a partir de una más que razonable cifra, digamos cien o ciento cincuenta millones anuales de las antiguas pesetas, nadie, absolutamente nadie, y menos aún un joven de dieciocho años, precisa más para vivir. Salvo que, como sucede, acabe cambiando, caprichosamente, de Porche o Ferrari cada seis meses.
Así que, sin entrar en demagogias, estoy plenamente de acuerdo con las declaraciones del citado presidente, creo que se trataba del señor Calderón, del Real Madrid, a quien sin duda le traicionó el subconsciente, cuando, entre otras perlas, aludió al bajo nivel cultural e intelectual, muy alejado del que pueda obtenerse de cualquier otro joven universitario de la misma generación de estos “jóvenes deportistas privilegiados”.
Para constatar la aberración, baste recordar que, dejando al margen el aspecto económico, inalcanzable a lo largo de varias vidas de la inmensa mayoría de licenciados en cualesquiera de las disciplinas académicas elegidas, aún siendo el primero de su promoción, se precisa entre cinco y ocho años para lograr una licenciatura o un doctorado que te permita diferenciarte profesional y socialmente de lo que llamamos la mayoría. Eso si no lo aderezamos con algunos años más de masteres y especializaciones. Creo innecesario insistir sobre el gran esfuerzo físico y síquico que tal labor requiere.
Frente a esto, nos encontramos con jóvenes que a sus escasos dieciséis o diecisiete años, olvidando cualquier formación académica e intelectual, logran alcanzar, en escasos tres o cuatro años, ingresos - ¿merecidos? – que harían palidecer las rentas personales de algún mediano banquero, o prominente hombre de negocios.
De manera que no comprendo por qué duelen las verdades, cuando son tales, ni las razones que provocan el hipócrita rasgamiento de las vestiduras. Les ruego que reflexionen y no se escandalicen cuando sostengo que las cifras que perciben estos “privilegiados del deporte” son un aberrante disparate. Aún comprendo menos cuando se ofenden si se les identifica, en su mayoría, como personas incultas y limitadas. Soy consciente de que el mercado impone sus reglas. Pero incluso en esas circunstancias es un disparate.
Si además, llegado el momento, y no precisamente ocasional, más bien con demasiada frecuencia - concretamente en el fútbol - ves al jugador de turno tener los más estrepitosos fallos a la hora de materializar jugadas, todo se revela de lo más incongruente.
Teniendo en cuanta los desorbitados emolumentos que se perciben, errar un penalti, o enviar el balón a la grada cuando te encuentras sólo frente al portero, no parece merecedor de mayores emolumentos de los que debería percibir un joven amateur en cualquier disciplina deportiva.

Felipe Cantos, escritor.