25 septiembre 2006

Progre: ¿igual a progreso?


El progreso, lejos de consistir en el cambio, depende de la capacidad de retener… Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. George Santayana.

Ha sido necesario que pasaran más de treinta años para que este país de nuestros amores y miserias, llamado desde hace siglos España, comenzara a evolucionar, para descubrir horrorizado que por mucho que se mire en las límpidas superficies de la verdad, no se reconoce a sí mismo.
Hace ahora treinta años que España, abandonando otras formas más sutiles, se enfundó en una vulgar y simple camiseta de Don Algodón para, colocando sobre ella los más originales eslóganes, tratara de ponerse a la vanguardia de la modernidad, autoproclamándose líder de la progresía. Sin duda alguna, los años que precedieron a la muerte del dictador Franco, personaje repudiable donde los haya, fomentó una nueva sociedad, capitaneada por un desconocido psoe, por no calificarlo de inexistente, casi metafísico.
Es posible que muchos de los lectores queden sorprendidos cuando califico de inexiste al partido que años más tarde nos gobernó, con Felipe González a la cabeza, más de tres legislaturas y, mal que nos pese se convirtió en algo inevitable en la vida de los españoles, transformando a sus propios afiliados, y a sus seguidores, por mor de su propia definición, en los “progres”.
En cuanto a la calificación de metafísico que otorgo a “aquel” psoe, nada más fácil de confirmar con cuantos, en aquellos momentos, nos encontrábamos entre los veinticinco y treinta años. Dudo mucho que halláramos más de media docena de personas, de a pie, que pudieran dar testimonio de quiénes, o qué era “eso” del psoe; “partido”, con toda seguridad, hundido en las catacumbas de la clandestinidad más temerosa. Para el común de los españoles, politizado o no, como era mi caso, no había más que un partido – el pce - que, como tal y teniendo en cuenta la falta de “competencia”, no precisaba de ninguna otra identificación que la de “el pc”, o “el partido”.
Bajo la tutela de ese metafísico psoe y de un, en principio, imprescindible pc, condenado a desaparecer en la inevitable auto combustión de su propia ideología – hoy es un cadáver andante, un zombi que apesta – se forjó una nueva generación de españoles - hoy ya ni tan nueva, ni tan joven - al grito de aquella canción de Jarcha “libertad, libertad sin ira…”. Todo ello, dirigido bajo la batuta de un diario, de un anagrama breve, conciso y sólido: el país, dio como resultado el nacimiento de una nueva clase social, de una, casi, estirpe, “los progres”, de supuesta ideología de izquierdas, que al fin y a la postre está resultado tan reaccionaria y tan inmovilista como aquellos contra los que siempre habían, al parecer, luchado.
En esa nueva/rancia casta, “los progres”, cuya seña de identidad inexcusablemente es el llevar bajo el brazo, o en el interior del portafolios un ejemplar del diario que les adormece, y atonta, desde que se inicia el día, marcándoles las consignas de modo que no tengan necesidad de pensar demasiado, se nos dice que esta la modernidad, o lo que es más increíble: ¡el progreso!
No tengo duda alguna que, por el momento, la batalla semántica, por adueñarse de ese importante concepto en los medios que condicionan la opinión pública, ha sido ganada por “los progres” ¿la izquierda?; dejando a un lado a otras formaciones políticas - liberales, centros y derechas - que a lo largo de estos últimos treinta años, no sólo en España sino en toda Europa, han realizado una magnífica labor al frente de los gobiernos de sus distintos países.
En la mayoría de los casos, especialmente en el caso de España, con resultados demostrables de progresos – nota para navegantes mal intencionados -, también en las libertades, que difícilmente pudieran equipar los progresos de salón obtenidos por “los progres de toda la vida”.
Entre otras acciones aplaudidas por los progres, el casar homosexuales; poner el énfasis en las libertades religiosas, despreciando aquella en la que, nos guste o no, se hunde lo más profundo de nuestra propias raíces - en algunos casos hasta herir seriamente a una gran mayoría de creyentes -; apelar a una Alianza de Civilizaciones imposible de materializar; rescribir la historia para que se asemeje más a lo que desearíamos que a lo que realmente fue, o realizar promesas de justicia y bienestar a cuantos inmigrantes se encuentren en España, y fuera de ella, en una decisión que entra de lleno en la irresponsabilidad, es posible que puedan enmarcarse bajo el análisis de lo emocional, que no sería poco, al igual que poder ser calificado de “muy de progre”. Pero, señores progres, el progreso – con mayúsculas - es… otra cosa. Bastaría con que se molestaran en analizar, y contrastaran, los logros obtenidos en lo social y económico en la última década.
Por ello, desde esta tribuna exhorto a cuantas personas y entidades se sientan relegadas cuando su pensamiento no coincide con el de “los progres” - especialmente a los partidos políticos, sean del signo que sean - que no se dejen arrebatar tan preciado concepto. El progreso es mucho más que la pose adoptada por un determinado grupo, que se autodefine constantemente “progresista”, para hacernos creer que mientras ellos caminan en la vanguardia hacia el futuro, se supone que para mejorarlo, el resto, permanece anclado en un oscuro y negro túnel del que no es capaz de salir.
Es lamentable llegar a la conclusión que lo que comenzó siendo una simple batalla semántica, con la apropiación indebida de un concepto, injustamente acabe por definir negativamente, ante la opinión pública, los actos de aquellas tendencias sociales, o políticas que no lo enarbolan.
No, señores progres, no necesariamente el denominarse como tal tiene porque relacionarse con el progreso. Más bien, en estos tiempos que corren y tras haberse convertido en un simple slogan publicitario, todo lo contrario. Aún menos tachar de inmovilistas a quienes no usan el término como si fuera su primer apellido.
No seré yo quien acepte, ni transija con tan descabellada falsedad.

Felipe Cantos, escritor.








21 septiembre 2006

Cebrián, El País y la locura contagiosa.



Vivimos en un mundo en que un loco hace muchos locos, mientras que un hombre sabio hace pocos sabios. Georg Cristoph Listenberg

Hacer escasos días tuve la oportunidad de leer las manifestaciones realizadas por un seudo intelectual, un insufrible sujeto llamado Juan Luis Cebrián, que de ser ciertas harían dudar a cualquier ciudadano si el susodicho se encuentra en su sano juicio, o pretende que los demás acabemos por perderlo definitivamente.
No voy a negar que el personaje en cuestión no es santo de mi devoción y que, sin duda, se me verá el plumero a lo largo y ancho de este pequeño texto. Pero son tantas, tan desafortunadas y contradictorias sus intervenciones en la vida pública española, amén del enorme efecto mediático que gracias a su periódico, El País, tiene sobre nuestras vidas, que bien merece que desde toda posible tribuna se le recuerde que todavía quedan españoles, y muchos, que lejos de haber perdido el juicio, en pro de no se sabe bien qué bastardos intereses, nos reconocemos como descendientes, y herederos, de una civilización, por lo que se ve, muy alejada de los “ideales” que el citado Cebrián exhibe. Si es que pueden llamarse ideales a lo que ha movido y, por lo general mueve a este sujeto.
En su declaración vino a decir algo así como que renegaba de La Reconquista realizada por nuestros antepasados, pues este hecho no había permitido que la civilización musulmana –el Islam – inundara toda nuestra cultura.
Dejando a un lado las ventajas (¿) que el personaje en cuestión pueda haber encontrado en una civilización que en lo referente a las libertades y progreso de sus integrante quedó anclada y perdida hace varios siglos, salvo, claro está, para sus dirigentes y “admiradores” como el señor Cebrián, este debería saber que la historia se escribe después de que se producen los acontecimientos, y que estos, generalmente, no están en la mano del hombre el cambiarlos, sino, simplemente asumirlos, tratando de acomodarse a ellos.
De modo que de nada sirve el “lamentar”, sabe Dios por qué y con qué fin, aunque teniendo en cuenta lo que está cayendo cuesta poco imaginarlo, que la historia sea lo que es y no lo que el señor Cebrián desearía. Mal que le pese, los procesos históricos son imparables e irreversibles y al hombre sólo le queda la posibilidad de actuar como notario. Desde esa perspectiva poco más que añadir y, seguramente, por sí sola ni tan siquiera es merecedora de estas líneas.
Sin embargo, en el contenido de esa declaración se encuentran las graves contradicciones que sustenta la filosofía en la que “navegan” el señor Cebrián, y de manera especial su periódico, El País. Su falta de racionalidad, coherencia y objetividad – que no de objetivos -, en defensa de intereses nada claros - ¿o tal vez demasiado claros? - vienen a desembocar con inusitada frecuencia en un desequilibrio que, sin duda alguna, provoca la pérdida de rumbo del propio medio y, lamentablemente, de sus lectores. Es tal el cúmulo de contradicciones en sus postulados que en una misma página pueden defender una posición y la contraria. Y todo ello sin que el “avispado” lector de El País parezca, o quiera darse cuanta.
Durante los últimos años, al menos desde que este que escribe sigue de cerca las informaciones que nos ofrece el citado periódico, han venido defendiendo de manera claramente partidista los postulados nacionalistas, apoyando la idea de que aferrarse y defender la matriz, o el ombligo, como ustedes prefieran, es además de justo, razonable. Aunque para ello haya que despedazar sin contemplaciones una nación milenaria y solidificada, precisamente, gracias a esa Reconquista que el señor Cebrián tanto maldice.
Y ahora, contraviniendo aquel postulado, que no los intereses que le son propios al señor Cebrián y su periódico, el “inteligente” sujeto, cuyo aspecto bien pudiera confundirse con el de cualquier pequeño imán, o muhadin, nos dice, defiende y lamenta que por culpa de cuatro “desaprensivos” – don Pelayo, Fernando III, Alfonso X, Jaime I, o los mismísimos Reyes Católicos, entre otros - con su lamentable actitud y desafortunadas decisiones impidieron que dos civilizaciones entroncaran y se fundieran para dar origen a una nueva que se extendiera, como una sola voz, por toda Europa, o vaya usted a saber hasta donde. ¿Cabe mayor contradicción en un mismo personaje - y en el medio que controla - cuando manifiesta con el labio superior la defensa de un nacionalismo endogámico, mientras que con el labio inferior aboga por la fusión de una Alianza Universal de Civilizaciones?
Verdaderamente algunos han perdido el rumbo – por no hablar de la cordura - aunque con ello les vaya extraordinariamente bien en todas las demás parcelas de su vida, excepto la mental. Mi animoso y bien intencionado consejo es que visiten al psiquiatra. Especialmente porque es muy posible que, demostrada la capacidad de contagio de este cúmulo de estupideces, termine por convertirse en una epidemia.
No desearía terminar esta pequeña columna sin formularle una pregunta, que se me resiste, al inefable Juan Luis Cebrián. Según su leal saber y entender, si los acontecimientos históricos se hubieran producido según sus expresados deseos, ¿estaríamos ahora donde está el Islam, o el Islam estaría donde estamos nosotros?
Creo innecesario decirle al ínclito Cebrián en donde les gustaría, y les gusta encontrarse a la mayoría de los españoles. Incluidos los incondicionales lectores del diario que tan “sabiamente” manipula y controla.

Felipe Cantos, escritor.

15 septiembre 2006

Garzón y la patética Justicia Española.


¡Ay de la generación cuyos jueces merecen ser juzgados! Talmud, Ruth Rabbá, 1.

Han pasado más de diez años desde que, motivado por deplorables experiencias personales, decidiera escribir y publicar el libro “La inJusticia en España”. Cuando lo hice, no sólo traté de mostrar las atrocidades que sobre cualquier ciudadano de a pie, entre los que me cuento, pueden caer si se ve en la necesidad de acudir a la Administración de Justicia Española; sino, además, poner sobre la mesa de la opinión pública española el comatoso estado de nuestra justicia.
Consciente de la barrera, del muro infranqueable que los propios protagonistas - jueces y magistrados – han colocado entre ellos y el resto de los mortales, para hacernos creer que, como en la Biblia, su “reino” no es de este mundo, aunque las consecuencias de sus actuaciones nos afecten de manera directa y plena, subtitulé la obra “Análisis pragmático, práctico y racional, no jurídico, ni técnico”.
Con ello pretendí evitar una inútil polémica ahíta de interesados y complejos entramados jurídicos, y la utilización de una semántica repleta de latinajos al uso, del que tan amigos son nuestros juristas, para colocarles en el único camino en el que todos los interesados fuéramos capaces de confluir: la utilización del tan denostado “sentido común”. En síntesis, intentar que no encubrieran su falta de formación, u otras intenciones, especialmente en los jueces de nuevo cuño, que en más ocasiones de las deseadas producían, y producen, desatinadas actuaciones e incomprensibles sentencias.
Yo entendía, y sigo entendiendo, que usando el más elemental sentido común y aplicando la racionalidad, dejando de lado las frases engoladas y rimbombantes, y llamando, como decían nuestras abuelas, a las cosas por su nombre, con toda seguridad su labor se vería sustancialmente mejorada cualitativa y cuantitativamente.
Evidentemente, la obra recogía, y recoge, multitud de aspectos imposibles de resumir en este pequeño artículo. Pero si destacaba, además de lo ya expuesto, el enorme, yo diría terrible poder de estos profesionales, dueños de vida y hacienda, incluso alcanzando el aspecto más emocional, de todos sus conciudadanos. Un/a juez/a, por discreto que sea su destino profesional puede, con una de sus actuaciones, destruir de por vida a una empresa, a una familia o a un simple sujeto. Pero lo más terrible, sin el más mínimo riesgo para él/ella o, en su defecto, jamás del alcance del daño provocado.
Ya, en aquella ocasión, el ínclito juez Garzón, junto con otros personajes de la “farándula jurídica” fue merecedor de ocupar un lugar destacado en la obra. Recuerdo, entre otras, que me permitía recomendar a tan “ilustre” personaje que en lugar de buscar la notoriedad constante dedicándose a cazar tigres de Bengala con una raspa de pescado – casos generales argentinos, dictadores chilenos y otros similares; si bien encomiables, pero exentos de rigor y nulas posibilidades de prosperar – bien podría dedicar ese tiempo, que al parecer le sobra, en ayudar a sus colegas en el enorme colapso, especialmente en retrasos, que sufre la Administración de Justicia en España: plazo medio para la resolución de un contencioso, pasando por todas las instancias, entre los diez y quince años. Pudiéndose alcanzar con facilidad los veinte años.
Desgraciadamente el libro no ha perdido vigencia, ni se ha resuelto uno sólo de los defectos denunciados en él. Muy al contrario, a tenor de los acontecimientos y el espectáculo ofrecido constantemente por sus “señorías”. El grado de politización al que se ha llegado en la Adjudicatura es de tal magnitud que resultaría cómico de no ser por la gravedad que entraña.
Uno, en su ingenuidad, cree que la justicia debe ser, como tal, una meta en si misma. Pero hemos llegado a tal grado de desfachatez que resulta que no. Tenemos Jueces Progresistas (Psoe); Jueces Conservadores (pp); Jueces para la Democracia (imagino que su “inclinación jurídica” se decantará en función de los intereses de cada momento); Jueces como el juez Garzón, que nunca se sabe donde esta pero que, al parecer, va por libre, y así, otros varios. Pregunto yo, siempre en mi ingenuidad, ¿no sería más razonable que todos actuaran y se llamaran: Jueces para la Justicia?
Puede que, aunque con más discreción, siempre haya sido así. Pero es tal el descaro con el que sus señorías exhiben su filiación política y su decantación a favor de tesis perfectamente definidas, que produce sonrojo sólo el observarlo. Son tan previsibles y evidentes sus actuaciones – el ínclito Garzón es un modelo inmejorable – que uno llega a la conclusión que lo de menos es lo que se juzga, ni el como; sino lo que conviene políticamente.
Pero siendo lo denunciado terrible, aún es peor el descaro y la falta de ética de quienes, y son mayoría, debiendo defender los sagrados principios de la Justicia, poniéndose al lado de los ciudadanos, actúan sin importarles la opinión de estos en una clara burla a su inteligencia. Por esa razón debemos mostrar nuestro pleno rechazo a una Administración de Justicia que lejos de mostrar respeto por los ciudadanos a los que debe proteger, los toman, en el mejor de los casos, por estúpidos.
En cuanto al especialísimo caso del Juez Garzón – su reclamación de amparo al cgpj, después de su intolerable intromisión en un sumario que no le correspondía y teniendo en cuenta sus descaradas actuaciones a favor de una de las partes – en justa correspondencia a su falta de respeto por el resto de los ciudadanos se merecería ser objeto de la parodia de aquella frase chulesca del acerbo popular madrileño que decía: Senen, Senen, Senen… y que aplicada al “estrellado” juez dijera: “Garzón, Garzón, Garzonen, si no te han dao… que te den”.

Felipe Cantos, escritor.

La insultante estafa de los seguros del automóvil.



No hay otro infierno peor para el hombre que la necedad o la ruindad de sus semejantes. Marques de Sade.

Tengo para mí la sensación de que al albur de cuanto, desgraciadamente, está sucediendo en esta sufrida España, desviando la cotidiana atención de los problemas que deberían preocupar al ciudadano de a pie, algunos sectores de nuestra sociedad, especialmente los económicos, están obteniendo pingues beneficios.
Sin olvidar sectores como el inmobiliario, el energético, o la banca, por citar algunos, llevo un tiempo reflexionando sobre la impuesta necesidad de los seguros del automóvil. Y a fe que, por más que lo intento, no logro saber para qué carajo precisamos los sufridos automovilistas semejante seguro. O cuanto menos del modo en que está concebido actualmente.
Bien es cierto que como empresario, ya retirado, tengo un gran respeto por cualquier iniciativa empresarial y, ni que decir tiene, que acepto de pleno que su objetivo sea, por encima de cualquier otro, la obtención de beneficios al final de cada ejercicio mercantil.
Ahora bien, de eso a pretender que los sufridos clientes de cualquier compañía de seguros nos convirtamos en altruistas donantes, a fondo perdido, de una importante cantidad de euros de nuestro presupuesto anual, como si se tratase de colaborar con cualquier ong al uso, media un abismo.
Desde que las compañías de seguros se “inventaron” la aplicación de eso que ellos llaman eufemísticamente bonus, y que yo calificaría de “termómetro de rentabilidad”, nos encontramos con la paradoja, como en las enfermedades incurables, que si tu temperatura de riesgo sube más de lo que les interesa a estas, lo mejor es dejar al enfermo a su suerte.
No será preciso que entre los “bonus malus y los bonus buenus” – ignoro si así se llaman – se produzca una gran descompensación a favor de los primeros, o incluso igualados. Bastará con que en la correlación de fuerzas esté ligeramente a favor de los “malus” para que la compañía aseguradora de turno reconsidere el análisis de su póliza y se planteé, sin más, rescindirla.
En otras palabras. Aunque el importe por usted pagado por el seguro contratado supere a los posibles cargos ocasionados por los razonables accidentes, usted dejará de tener interés para la compañía en cuestión. El índice de riesgo es, dicen, demasiado alto.
Y es que se trata, como decía al principio, de que usted pague, sin más y a fondo perdido, una cantidad, no para prever las posibles consecuencias de un accidente, sino para alimentar la insaciable voracidad de su compañía de seguros.
Por esa razón se entiende que cada vez son más las compañías que en sus reclamos publicitarios ofrecen descuentos descomunales, de hasta el 60%, a “buenos conductores” – que jamás tengan un accidente - merecedores de el máximo posible de “bonus buenus”, desechando a aquellos conductores que, no necesariamente, sean el colmo de la torpeza, pero que en su devenir constante suelen tener pequeños accidentes y roces, o simplemente mala suerte.
Y yo me pregunto, para qué sirve un seguro a todo riesgo que pagado religiosamente cada año sólo pretende colocarte en el cuadro de honor de “los buenos conductores”; pero evita tener que cubrir los posibles accidentes que tu automóvil pueda tener y que, en base a los “bonus malus” prescindirá de ti con toda urgencia en el momento que estos sobrepasen la línea roja.
Yo, dejando por un momento la modestia a un lado, soy un razonable buen conductor y creo que a lo largo de mi vida, como tal, habré dado, a lo sumo, tres partes de pequeñas cosas, generalmente encontradas después de depositar el coche en un parking. De manera que, y perdonen la franqueza, para qué coño quiero yo un seguro a todo riesgo, o a terceros con franquicia, de mi automóvil que sólo, salvo serios imprevistos, me reportara, por ser como soy, la acumulación de un maravilloso número de “bonus buenus”. Imagino que como en mi caso se encontrarán millones de conductores.
Bien es cierto que existe otro tipo de conductor, tal vez con peor suerte que el que escribe, que suele tener pequeños y no tan pequeños accidentes de forma frecuente. Pero no se alarme querido lector. Para eso, nuestras ínclitas compañías de seguros han encontrado hace tiempo, además del “bonus malus”, otra alternativa: la famosa franquicia. De manera que si tiene usted la “suerte” de pertenecer al club de los franquiciados sabrá que todo desperfecto que sufra su coche hasta una determinada cantidad, además de haber pagado religiosamente a su compañía su seguro, que no sé para qué demonios sirve, deberá ser pagada igualmente por usted.
Y es que la síntesis es bien sencilla: o es usted un inigualable conductor, repleto de “bonus buenus”, que nunca tiene problemas con su automóvil, en cuyo caso usted dejará año tras año, repito, a fondo perdido un buen puñado de euros en las arcas de su compañía de seguros o, si no tiene usted tanta suerte, pese a haber pagado igualmente una importante cantidad a su seguro, correrá con los gastos de cuantos pequeños o medianos accidentes puedan sucederle.
Sólo en el caso de sobrepasar los límites de esa franquicia impuesta, que puede suponer un accidente de magnitud extrema, incluso con resultado de muerte, será la compañía la que - por fin sabremos para qué sirve lo que pagamos - se hará cargo de las cantidades devengadas.
No conozco las cifras de las compañías de seguros en ese apartado, aunque sus beneficios crecen y crecen anualmente, pero, en esa situación tan excepcional, no tendría ningún inconveniente en reintegrarme a la dinámica empresarial y crear una cuanto antes.

Felipe Cantos, escritor.




El sarcástico mundo de los “gurus” de la economía.


Un experto es una persona que ha cometido todos los errores que se pueden cometer en un determinado campo. Niels Bohr.

Hace algunas semanas, en esta misma columna y con el mejor ánimo, trate de poner en tela de juicio lo que, a mi modesto entender, significaban los “santones” en el mundo de las Bellas Artes y de la Creación. Como consecuencia de ello recibí opiniones para todos los gustos, algunas de ellas nada edificantes, aunque razonablemente aceptables. Uno debe saber a lo que se arriesga cuando se adentra en el mundo de la libertad de expresión.
Sin embargo, lo más importante fue comprobar como, junto a lo que yo sostenía en aquel artículo, algunas opiniones vinieron a decirme que, lamentablemente, el mal de los “magos”, de los “santones” que constantemente están “creando cátedra”, es extensible a casi todas las actividades que se dan en nuestra sociedad. El mundo del Arte, afirmaban, no es el único que sufre de manera exclusiva este mal. “Intente acercarse, sin ir más lejos, a dos actividades que condicionan de manera especialísima nuestras vidas, la Economía y el Derecho, y verá.”
Y tienen mucha razón. Lo que sucede es que no es posible escribir de todo al mismo tiempo, sin correr el riesgo de confundir las churras con las merinas. Además, por lo general, mis artículos tienen cierta densidad. De modo que si trato de generalizar demasiado, el resultado puede ser catastrófico, sino, ininteligible.
Sin embargo, bien es cierto, en mi ánimo estaba, y esta, el tratar de plantear de la forma más reflexiva posible el pernicioso efecto que sobre estas dos disciplinas, la Economía y el Derecho tienen los llamados “santones”.
Hay una tercera disciplina, la Política, tan desprestigiada a fuerza de insistir sus propios “profesionales”, que apenas si quedan resquicios honrados a los que aferrarse para realizar una mínima crítica constructiva. Es una actividad, tan podrida, tan inmersa en una denigrante marabunta de perversos intereses ajenos a lo que se supone debería ser, que para realizar cualquier razonable análisis antes sería preciso contar (¿) con que los protagonistas pusieran un mínimo interés en limpiar la imagen de su actividad, y la de ellos mismos.
Hoy, todos sabemos que quien se acerca a la política lo hará con la intención de obtener, directa o indirectamente, pingues beneficios, legales o no, de una actividad que debería ser, como la religión, uno de los referentes morales y éticos de todas las demás.
De modo que retomemos, por el momento, el análisis de la Economía y los economistas, dejando para otra ocasión el Derecho y sus practicantes y ejecutores, merecedores por sí mismos de un espacio independiente. Si bien ambas disciplinas no son perfectas, a diferencia de la Política, al menos es posible acercarse a ellas sin que la podredumbre acabe por enterrarte.
Evidentemente, no tengo intención alguna de descalificar el trabajo de estos profesionales, pero si desmitificar y reducir algunos grados su auto bombo y denunciar, como sucede con otro buen número de “profesionales”, por ejemplo los teólogos, que nos intentan hacer ver sus actividades del mismo modo: inalcanzables en su saber para el resto de los mortales.
Es de dominio público que estas actividades se han desarrollado, y continúan haciéndolo, a través de un lenguaje verbal, en ocasiones de signos, y una terminología que, además de fatua, resulta innecesaria. Se diría que, con la intención de ser lo menos comprendidos del planeta y, al parecer, de ese modo poder ocultar mejor sus enormes meteduras de pata, o su incompetencia, estos profesionales de la Economía llevan años transmutando el lenguaje normal hasta hacérnoslo, literalmente, incomprensible. Esto, en demasiadas ocasiones, nos obliga a plantearnos si no estaremos ante una actividad que se asemeja más a “Encuentros en la tercera fase”, que a la imprescindible actividad que nos debe permitir comprender con facilidad una situación de elemental economía.
Parecen querer que olvidemos que las bases de toda disciplina se encuentran en el más que indispensable sentido común, que, de salida, en el caso de la Economía no dista demasiado de lo que significa la más simple de las economías familiares: si deseamos que esta no se deslice por caminos equivocados y perjudiciales hemos de conseguir que, cuanto menos, nuestras obligaciones no sobrepasen a nuestros ingresos. Después, si lo deseamos, podemos realizar las florituras, verbales o técnicas, que se nos antojen. Pero, eso, no serán más que florituras.
Se da la paradoja de que, aunque en el trabajo de los economistas el arma principal son las matemáticas, su actividad, lamentablemente, no es una ciencia exacta. De modo que, parece, que con el uso de las reprobables terminologías, aunque pudiera no ser su intención, terminarán dándonos gato por liebre.
Así, cuando estos “profetas” de los números y las previsiones, casi siempre inexactas, realizan sus cálculos, lo hacen sobre la base de datos extraídos de asentadas experiencias anteriores, y manejando una serie de coordenadas que les permitirán acercarse, algo, a una previsible realidad que dependerá, entre otras cosas, de agentes externos que, desde el mismo instante de su previsión, escaparan a su control. Decía Cela que “…un experto es aquel que está en perfectas condiciones para explicar y resolver la crisis inmediatamente anterior”.
Bien es cierto que se me podría decir que son conscientes de ello y preguntarme de qué otro modo, si no es utilizando esos antecedentes, podría realizar previsión alguna. Y tienen razón. Pero la cuestión es otra. Oyéndoles hablar ex-cátedra, uno se pregunta como es que el resultado final de sus apreciaciones suele variar de manera tan ostensible con respecto de la realidad final obtenida.
Admitamos que una razonable profundización en las diversas materias que nos interesen, ampliará nuestros conocimientos sobre ellas. Pero debemos alejarnos de la falsa idea de que, salvo que te encuentren inmerso en ese mundo, no debes acercarte, ni interferir las “inteligentes” decisiones tomadas por estos “magos”, aceptando como moneda de ley sus opiniones y sus consejos. Estos no tienen garantía alguna de que sus decisiones finales sean las más acertadas.
Y como el movimiento se demuestra andando, baste citar algunos ejemplos históricos que ilustran este texto. Hace algunos años, Carlos Solchaga, a la sazón “superministro” de Economía y Hacienda de los gobiernos de Felipe González acabó, pese a todos sus cálculos y previsiones, por quemar la economía española, dejándola en un lamentable estado comatoso. Pese a ello, se permitió declarar públicamente que España era el país en el que más rápidamente se podía hacer uno rico. Desgraciadamente, en esa previsión “económica”, aunque los métodos usados no fueran los más legales, acertó plenamente.
Solbes y Almunia serían otros ejemplos a tener en cuenta. Del primero, cada vez es menos comprensible sus decisiones. Sus contradicciones en la aplicación de las alternativas económicas dependerán del puesto político que ocupe en cada momento. Lo que servía para controlar la economía desde la Unión Europea, resulta ineficaz y perjudicial como ministro de hacienda de España. En cuanto al segundo, hoy responsable de economía de la Unión Europea, aún nos estamos preguntando de qué rincón del baúl de los recuerdos desempolvó su título de economista para ejercer como tal. Que se sepa, a poco que agudice uno la memoria, este sujeto estuvo dedicado de lleno a la política, cuanto menos, los últimos 25/30 años. De manera que…
Quizás el ejemplo más claro, a la vez que el más honrado, sea el del también ministro de Economía y Hacienda con Felipe González, Miguel Boyer quien, a preguntas de un periodista sobre la fiabilidad y solvencia de los presupuestos que acababa de presentar en el Congreso de los Diputados, respondió algo así como: “Hemos realizado todos los cálculos, hemos previsto todas las alternativas, hemos considerado todos los posibles cambios que se puedan producir en nuestra economía y en la mundial, pero eso no es más que el cincuenta por ciento de las posibilidades de que estos presupuestos se puedan cumplir. Para el buen fin del otro cincuenta por ciento, concluyó - mientras se santiguaba - póngase a rezar para que se cumpla”.

Felipe Cantos, escritor.






¿Alguien puede explicarlo?


No suponga que todo lo que no es capaz de entender es una soberana estupidez. Ludwig Wittgenstein.

Cuando en mis escritos trato de analizar los acontecimientos políticos que nos afectan de manera directa a todos los españoles, intento, probablemente sin conseguirlo del todo, que mis inevitables inclinaciones políticas no acaben por “pervertirlos”.
Como principio básico les confieso que durante mucho tiempo mi interés por la política no pasó de lo meramente anecdótico. De manera que, sucediera lo que sucediera yo, como la gran mayoría mis compatriotas, entendíamos que “eso” de la política era para “los políticos”.
Sin embargo, con los años, y de manera especial por determinadas circunstancias sucedidas en estos últimos tiempos, me han venido a mostrar que a ningún hombre, independientemente del grado de participación con el que intervenga en ella, le es ajena la política. He llegado a la conclusión de que el simple hecho de nacer es ya de por sí un acto político. Con toda seguridad a alguien estas perturbando con tu aparición en este mundo.
Por esa razón, y por un gesto de inevitable responsabilidad, comencé a tomar más en serio todo aquello que impulsado por los políticos tuviera una incidencia directa en la gran mayoría de los españoles. Aunque no lo crean, lo difícil, en principio, era ser capaz de ubicarte en aquella opción política con la que sentirme más identificado. ¿Izquierda, por definición?; ¿derecha, por situación? o ¿centro, por aquello de no molestar a nadie y estar a bien con todos? Definitivamente, ninguna de ellas: ¡Liberal!
¿Por qué? Sencillamente, porque sin necesidad de exponer en este momento una reflexión más profunda sobre el liberalismo, esta opción política encuentra aportaciones positivas, tratando de apartar las negativas, en cualquiera de las otras dos tendencias de derechas e izquierdas, o viceversa. En síntesis. Ambas tienen aportaciones positivas que aprovechar, y se niegan, por sistema, las bondades mutuamente.
De manera que apoyado en ese confesado pensamiento liberal es como suelo escribir mis artículos. Por ello, cuando trato de analizar las noticias que, como al común de los mortales, me llegan contaminadas y preparadas para que las digiera con la mayor facilidad, procuro no dejarme influenciar por esa contaminación y entrar en el análisis de los hechos.
Así es como trato de digerir la ingente cantidad de información y contra información que sobre el 11/14m nos es suministrada todos los días. Suelo leer y escuchar a las dos partes enfrentadas y, en un ejercicio de responsabilidad ciudadana, tratando de extraer el grano de la paja y quedarme finalmente, repito, con los hechos.
Y hechos, probablemente muchos de ellos de difícil demostración, pero todos ellos de razonable investigación, son los que está exhibiendo de manera constante el diario el Mundo, ante la negativa sistemática del Gobierno: coches fantasmas; mochilas volátiles; autorías no demostradas; pruebas falseadas; explosivos no identificados, declaraciones de altos cargos policiales contradictorias, sino claramente falsas y un sinfín de cosas más.
Y ante ese cúmulo de documentación aportada por una de las partes, la otra se limita a negar las evidencias y condenar e impedir la profundización en la investigación de una masacre que acabó con la vida de 196 españoles.
Pero si esto es grave, yo, como ciudadano de a pie, no salgo de mi asombro cuando puesto al habla con un gran número de personas a las que, en algunos casos, considero amigas, y a todas ellas con formación y madurez suficiente como para ser capaces de reflexionar sobre un asunto de tal calado, estas se empeñen en desacreditar la labor de los investigadores, calificándoles de meros especuladores de una oculta trama negra. Sino algo peor.
Evidentemente no soy capaz, ni quien para llegar a conclusiones definitivas. Pero como responsable ciudadano de a pie tengo la obligación de animar a quienes, persiguiendo los intereses que persigan, incluso bastardos, se empeñen en que salga a la luz la verdad, por encima de todo.
De igual manera, repruebo a cuantos, amigos y no tan amigos, amparados en la ciega creencia de que “los suyos”, sea del modo que sea siempre tienen razón, apoyen con su opinión y con su aliento a quienes no desean profundizar en la investigación de 11m, dando por buena la “cómoda” versión servida por el Gobierno y apoyada por el diario El País. Les animo a que reflexionen, y les pregunto por qué están dispuestos a rechazar de plano la enorme cantidad de información y hechos aportados por los investigadores, y aceptan sin la menor vacilación y, lo peor, dan por zanjada la cuestión de la masacre con la simple lectura de un titular en el “periódico de toda su vida”, El País.
¿Alguien puede explicarlo?

Felipe Cantos, escritor.

13 septiembre 2006

El “corrá” de España y la degeneración de un país.


Todo está bien cuando sale de las manos del Autor de las cosas, todo degenera entre las manos del hombre. Jean Jacques Rousseau.

Es francamente difícil ocultar el conflicto interno que se provoca uno mismo cuando trata de hacer crítica de aquello que siempre ha considerado cercano, aquello que se encuentra imbuido en lo más profundo de sus creencias, de su cultura. En nuestro caso, en el de todos los españoles y naturalmente en el mío, una cultura ancestral. No soy nada dado a la autocomplacencia. Pero debo confesar que aún lo soy menos a la autocrítica. Tal vez en el tan traído “orgullo español”, frecuentemente parodiado por los ciudadanos de otras nacionalidades que dicen conocernos bien, se encuentre la clave.
De manera que cada vez que se me ha presentado la necesidad de entrar de lleno en la reflexión de determinadas actuaciones de mis conciudadanos, entre los que obviamente me incluyo, como se dice popularmente, se me han abierto las carnes.
Sin embargo, en pocas ocasiones, como en esta, me he sentido tan motivado, tan justificado para hacerlo. No me duelen prendas reconocer que hasta he sentido una cierta sensación morbosa al tener la posibilidad de hacerlo. No en vano nos estamos jugando en ella algo más que la imagen de nuestro país. Nos estamos jugando su dignidad.
Vengo observando en los últimos tiempos, - lo siento “señor” Rodríguez Zapatero que coincida con su periodo de mandato, pero es así – la degradación de nuestra sociedad en casi todas las áreas que la conforman. Sea esta, social, política, académica, intelectual, judicial, o de cualquier otro orden.
Pero he de admitir que hay un área en particular que ha conseguido sobrepasarme de manera muy especial. Es aquella en la que se mueve con sumo mal gusto eso que desde siempre hemos dado en llamar “lo popular”. Algunos más atrevidos han sido capaces de denominarla “la sabiduría del pueblo”.
No es un fenómeno nuevo, por lo que no voy a negar que desde siempre ha existido un segmento de la sociedad que, amparado en “lo popular” ha dado vida a “obras” carentes de la mínima calidad y sobradas de mal gusto. Pero, cuanto menos, hay que reconocerles la pretendida buena intención de aportar algo al acervo popular.
No creo que ese haya sido el caso de la “famosa composición” – creo que dice algo así – “Pá, voy a hace un corrá, pá meter guarrillos y guarrillas, etc.”. Confieso que espantado del mal gusto no he logrado escuchar la canción completa, por lo que desconozco su texto exacto. Supongo que se referirá a los extraordinarios animales portadores de los jamones más sabrosos del mundo. De otro modo… ¿qué les voy a decir que no sepan?
Pero si sorprendente es la “fácil” asunción por un gran segmento de público de algo tan estrambótico y desacertado, aún resulta menos comprensible que una ¿importante? cadena de televisión – creo que la recientemente inaugurada La Sexta - lo haya utilizado como estribillo y cuña de promoción de la Selección Nacional de fútbol en el pasado Campeonato Mundial de Alemania. ¿Será cierto que ese es el nivel medio de nuestros aficionados futboleros?
Por principio me negaré a aceptarlo. Sin embargo he de reconocer que determinadas señales encendidas a lo largo y ancho de estos últimos tiempos – vuelvo a lamentarlo “señor” Zapatero – me hacen poner en seria duda el mínimo nivel intelectual ¡medio!, y lo que es peor, el mínimo buen gusto de un gran número de mis conciudadanos.
Pues, si a lo antes descrito unimos los lamentablemente incombustibles, y en ocasiones vomitivos, programas del “hígado”, más conocidos como del corazón, con la exaltación y glorificación de todo lo que se refiere al mundo de los homosexuales – por fortuna, también, los hay sencillamente sensatos -; los execrables “Reality Show”, o la adictiva afición a la contemplación, no diré la lectura, pues estaría mintiendo, de las revistas del cuché, en donde el comportamiento de algunos de sus compradores raya en lo patológico, cuando disfrutan con masoquista deleite con la contemplación de los vestidos, las joyas, los coches, las mansiones, los barcos y cuantas propiedades prohibitivas para el común de los mortales, incluidos, sean o no en relaciones estables, la vida y fortuna del famoso/a “superguay” de turno y su no menos “interesante” pareja o acompañante, con franqueza, creo que queda poco por justificar.
Tratando de alejarnos del terreno de la mediocridad, pero sin conseguirlo por mor de las semejanzas y formas soeces con que se desenvuelven sus protagonistas, se encuentran seudo intelectuales que al amparo de autores y obras literarias de relieve pretenden mostrar una imagen que en nada les es propia. El reciente caso provocado por el ¿actor? José Rubianes al insultar, de manera clara y contundente, a todos los españoles mandando - palabras literales - “…a tomar por el culo a la puta España…” marca de manera definitiva el buen gusto que reina en el mundo de los zafios bufones del “talantoso” Rodríguez Zapatero.
Si bien es cierto que en todo tiempo y en todo lugar “han cocido y cuecen habas”, y que tratar de culpar a los políticos dirigentes en el momento puede ser, además de incorrecto, injusto; no es menos cierto que dependiendo del ambiente en el que te desenvuelvas y la situación, provocada o recibida, en la que te encuentres, se crearán las circunstancias ideales para facilitar situaciones semejantes.
Probablemente, en el caso del “popular” Rubianes, desde que se enfundara el personaje de MakiNavaja, se haya producido una simbiosis con este, de la que jamás ha logrado desprenderse. Eso justificaría, en parte, sus barruntes, ya que parecería no hablar más que por boca del delincuente hortera. No obstante, lo más sorprendente fueron las últimas declaraciones realizadas por el ínclito. Este, tratando de justificar sus exabruptos, alude a unas declaraciones realizadas por García Lorca en vida: “Yo soy español integral (…) pero odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta, por el sólo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos”. ¡¡Y esto nos lo cuenta el fulano después de haber insultado gravemente a todos los españoles desde una tribuna supranacionalista - Cataluña - que no admite otro pensamiento que el que surge de su endogámico ombligo!!
Puede que, finalmente, todo se resuma en un problema semántico. Pero, honradamente, creo que se han sobrepasado todos los límites. Ahora, lo importante, lo más urgente para una buena convivencia no es preocuparnos si izquierdas o derechas; nacionalismos localistas perversos, o grandes nacionalismos reaccionarios y radicales. Debería bastar con que comenzáramos por recuperar el sentido más correcto de la vergüenza, de la corrección y la mínima educación, para ser capaces de poder iniciar el más mínimo entendimiento. Y, naturalmente, la frecuente utilización del sentido común.
Y ello comenzando por nuestras clases dirigentes. Sean estos políticos, jueces, actores, o empresarios. Su ejemplo, por lo general nada edificante, es un mal espejo que conlleva, como antes decía, a la degeneración de toda una sociedad.
El último discurso, exento de todo sentido común y cursi donde los haya, pronunciado por Rodríguez Zapatero en un foro internacional, son digna muestra del uso que no debe hacerse de las palabras, si se desea que su destino sea la razón. Sugerir, siquiera, que tenemos la obligación de reflexionar sobre el terrorismo y tratar de comprender sus razones, apoyado en la falacia de que siempre se había utilizado este como arma conminatoria, además de un despropósito en un mensaje equivocado y despreciable que no sólo provoca una degeneración del lenguaje, sino, también, de la moral de quien lo manifiesta.
Ignoro las razones que tendrá el señor Zapatero para invitarnos a tal aquelarre mental. Pero estoy seguro que acabaremos por saberlo y, ese día, seremos muchos los que, desde lo más profundo de nosotros mismos, nos mostraremos sorprendidos de no sorprendernos.

Felipe Cantos, escritor.