Un experto es una persona que ha cometido todos los errores que se pueden cometer en un determinado campo. Niels Bohr.
Hace algunas semanas, en esta misma columna y con el mejor ánimo, trate de poner en tela de juicio lo que, a mi modesto entender, significaban los “santones” en el mundo de las Bellas Artes y de la Creación. Como consecuencia de ello recibí opiniones para todos los gustos, algunas de ellas nada edificantes, aunque razonablemente aceptables. Uno debe saber a lo que se arriesga cuando se adentra en el mundo de la libertad de expresión.
Sin embargo, lo más importante fue comprobar como, junto a lo que yo sostenía en aquel artículo, algunas opiniones vinieron a decirme que, lamentablemente, el mal de los “magos”, de los “santones” que constantemente están “creando cátedra”, es extensible a casi todas las actividades que se dan en nuestra sociedad. El mundo del Arte, afirmaban, no es el único que sufre de manera exclusiva este mal. “Intente acercarse, sin ir más lejos, a dos actividades que condicionan de manera especialísima nuestras vidas, la Economía y el Derecho, y verá.”
Y tienen mucha razón. Lo que sucede es que no es posible escribir de todo al mismo tiempo, sin correr el riesgo de confundir las churras con las merinas. Además, por lo general, mis artículos tienen cierta densidad. De modo que si trato de generalizar demasiado, el resultado puede ser catastrófico, sino, ininteligible.
Sin embargo, bien es cierto, en mi ánimo estaba, y esta, el tratar de plantear de la forma más reflexiva posible el pernicioso efecto que sobre estas dos disciplinas, la Economía y el Derecho tienen los llamados “santones”.
Hay una tercera disciplina, la Política, tan desprestigiada a fuerza de insistir sus propios “profesionales”, que apenas si quedan resquicios honrados a los que aferrarse para realizar una mínima crítica constructiva. Es una actividad, tan podrida, tan inmersa en una denigrante marabunta de perversos intereses ajenos a lo que se supone debería ser, que para realizar cualquier razonable análisis antes sería preciso contar (¿) con que los protagonistas pusieran un mínimo interés en limpiar la imagen de su actividad, y la de ellos mismos.
Hoy, todos sabemos que quien se acerca a la política lo hará con la intención de obtener, directa o indirectamente, pingues beneficios, legales o no, de una actividad que debería ser, como la religión, uno de los referentes morales y éticos de todas las demás.
De modo que retomemos, por el momento, el análisis de la Economía y los economistas, dejando para otra ocasión el Derecho y sus practicantes y ejecutores, merecedores por sí mismos de un espacio independiente. Si bien ambas disciplinas no son perfectas, a diferencia de la Política, al menos es posible acercarse a ellas sin que la podredumbre acabe por enterrarte.
Evidentemente, no tengo intención alguna de descalificar el trabajo de estos profesionales, pero si desmitificar y reducir algunos grados su auto bombo y denunciar, como sucede con otro buen número de “profesionales”, por ejemplo los teólogos, que nos intentan hacer ver sus actividades del mismo modo: inalcanzables en su saber para el resto de los mortales.
Es de dominio público que estas actividades se han desarrollado, y continúan haciéndolo, a través de un lenguaje verbal, en ocasiones de signos, y una terminología que, además de fatua, resulta innecesaria. Se diría que, con la intención de ser lo menos comprendidos del planeta y, al parecer, de ese modo poder ocultar mejor sus enormes meteduras de pata, o su incompetencia, estos profesionales de la Economía llevan años transmutando el lenguaje normal hasta hacérnoslo, literalmente, incomprensible. Esto, en demasiadas ocasiones, nos obliga a plantearnos si no estaremos ante una actividad que se asemeja más a “Encuentros en la tercera fase”, que a la imprescindible actividad que nos debe permitir comprender con facilidad una situación de elemental economía.
Parecen querer que olvidemos que las bases de toda disciplina se encuentran en el más que indispensable sentido común, que, de salida, en el caso de la Economía no dista demasiado de lo que significa la más simple de las economías familiares: si deseamos que esta no se deslice por caminos equivocados y perjudiciales hemos de conseguir que, cuanto menos, nuestras obligaciones no sobrepasen a nuestros ingresos. Después, si lo deseamos, podemos realizar las florituras, verbales o técnicas, que se nos antojen. Pero, eso, no serán más que florituras.
Se da la paradoja de que, aunque en el trabajo de los economistas el arma principal son las matemáticas, su actividad, lamentablemente, no es una ciencia exacta. De modo que, parece, que con el uso de las reprobables terminologías, aunque pudiera no ser su intención, terminarán dándonos gato por liebre.
Así, cuando estos “profetas” de los números y las previsiones, casi siempre inexactas, realizan sus cálculos, lo hacen sobre la base de datos extraídos de asentadas experiencias anteriores, y manejando una serie de coordenadas que les permitirán acercarse, algo, a una previsible realidad que dependerá, entre otras cosas, de agentes externos que, desde el mismo instante de su previsión, escaparan a su control. Decía Cela que “…un experto es aquel que está en perfectas condiciones para explicar y resolver la crisis inmediatamente anterior”.
Bien es cierto que se me podría decir que son conscientes de ello y preguntarme de qué otro modo, si no es utilizando esos antecedentes, podría realizar previsión alguna. Y tienen razón. Pero la cuestión es otra. Oyéndoles hablar ex-cátedra, uno se pregunta como es que el resultado final de sus apreciaciones suele variar de manera tan ostensible con respecto de la realidad final obtenida.
Admitamos que una razonable profundización en las diversas materias que nos interesen, ampliará nuestros conocimientos sobre ellas. Pero debemos alejarnos de la falsa idea de que, salvo que te encuentren inmerso en ese mundo, no debes acercarte, ni interferir las “inteligentes” decisiones tomadas por estos “magos”, aceptando como moneda de ley sus opiniones y sus consejos. Estos no tienen garantía alguna de que sus decisiones finales sean las más acertadas.
Y como el movimiento se demuestra andando, baste citar algunos ejemplos históricos que ilustran este texto. Hace algunos años, Carlos Solchaga, a la sazón “superministro” de Economía y Hacienda de los gobiernos de Felipe González acabó, pese a todos sus cálculos y previsiones, por quemar la economía española, dejándola en un lamentable estado comatoso. Pese a ello, se permitió declarar públicamente que España era el país en el que más rápidamente se podía hacer uno rico. Desgraciadamente, en esa previsión “económica”, aunque los métodos usados no fueran los más legales, acertó plenamente.
Solbes y Almunia serían otros ejemplos a tener en cuenta. Del primero, cada vez es menos comprensible sus decisiones. Sus contradicciones en la aplicación de las alternativas económicas dependerán del puesto político que ocupe en cada momento. Lo que servía para controlar la economía desde la Unión Europea, resulta ineficaz y perjudicial como ministro de hacienda de España. En cuanto al segundo, hoy responsable de economía de la Unión Europea, aún nos estamos preguntando de qué rincón del baúl de los recuerdos desempolvó su título de economista para ejercer como tal. Que se sepa, a poco que agudice uno la memoria, este sujeto estuvo dedicado de lleno a la política, cuanto menos, los últimos 25/30 años. De manera que…
Quizás el ejemplo más claro, a la vez que el más honrado, sea el del también ministro de Economía y Hacienda con Felipe González, Miguel Boyer quien, a preguntas de un periodista sobre la fiabilidad y solvencia de los presupuestos que acababa de presentar en el Congreso de los Diputados, respondió algo así como: “Hemos realizado todos los cálculos, hemos previsto todas las alternativas, hemos considerado todos los posibles cambios que se puedan producir en nuestra economía y en la mundial, pero eso no es más que el cincuenta por ciento de las posibilidades de que estos presupuestos se puedan cumplir. Para el buen fin del otro cincuenta por ciento, concluyó - mientras se santiguaba - póngase a rezar para que se cumpla”.
Felipe Cantos, escritor.
Hace algunas semanas, en esta misma columna y con el mejor ánimo, trate de poner en tela de juicio lo que, a mi modesto entender, significaban los “santones” en el mundo de las Bellas Artes y de la Creación. Como consecuencia de ello recibí opiniones para todos los gustos, algunas de ellas nada edificantes, aunque razonablemente aceptables. Uno debe saber a lo que se arriesga cuando se adentra en el mundo de la libertad de expresión.
Sin embargo, lo más importante fue comprobar como, junto a lo que yo sostenía en aquel artículo, algunas opiniones vinieron a decirme que, lamentablemente, el mal de los “magos”, de los “santones” que constantemente están “creando cátedra”, es extensible a casi todas las actividades que se dan en nuestra sociedad. El mundo del Arte, afirmaban, no es el único que sufre de manera exclusiva este mal. “Intente acercarse, sin ir más lejos, a dos actividades que condicionan de manera especialísima nuestras vidas, la Economía y el Derecho, y verá.”
Y tienen mucha razón. Lo que sucede es que no es posible escribir de todo al mismo tiempo, sin correr el riesgo de confundir las churras con las merinas. Además, por lo general, mis artículos tienen cierta densidad. De modo que si trato de generalizar demasiado, el resultado puede ser catastrófico, sino, ininteligible.
Sin embargo, bien es cierto, en mi ánimo estaba, y esta, el tratar de plantear de la forma más reflexiva posible el pernicioso efecto que sobre estas dos disciplinas, la Economía y el Derecho tienen los llamados “santones”.
Hay una tercera disciplina, la Política, tan desprestigiada a fuerza de insistir sus propios “profesionales”, que apenas si quedan resquicios honrados a los que aferrarse para realizar una mínima crítica constructiva. Es una actividad, tan podrida, tan inmersa en una denigrante marabunta de perversos intereses ajenos a lo que se supone debería ser, que para realizar cualquier razonable análisis antes sería preciso contar (¿) con que los protagonistas pusieran un mínimo interés en limpiar la imagen de su actividad, y la de ellos mismos.
Hoy, todos sabemos que quien se acerca a la política lo hará con la intención de obtener, directa o indirectamente, pingues beneficios, legales o no, de una actividad que debería ser, como la religión, uno de los referentes morales y éticos de todas las demás.
De modo que retomemos, por el momento, el análisis de la Economía y los economistas, dejando para otra ocasión el Derecho y sus practicantes y ejecutores, merecedores por sí mismos de un espacio independiente. Si bien ambas disciplinas no son perfectas, a diferencia de la Política, al menos es posible acercarse a ellas sin que la podredumbre acabe por enterrarte.
Evidentemente, no tengo intención alguna de descalificar el trabajo de estos profesionales, pero si desmitificar y reducir algunos grados su auto bombo y denunciar, como sucede con otro buen número de “profesionales”, por ejemplo los teólogos, que nos intentan hacer ver sus actividades del mismo modo: inalcanzables en su saber para el resto de los mortales.
Es de dominio público que estas actividades se han desarrollado, y continúan haciéndolo, a través de un lenguaje verbal, en ocasiones de signos, y una terminología que, además de fatua, resulta innecesaria. Se diría que, con la intención de ser lo menos comprendidos del planeta y, al parecer, de ese modo poder ocultar mejor sus enormes meteduras de pata, o su incompetencia, estos profesionales de la Economía llevan años transmutando el lenguaje normal hasta hacérnoslo, literalmente, incomprensible. Esto, en demasiadas ocasiones, nos obliga a plantearnos si no estaremos ante una actividad que se asemeja más a “Encuentros en la tercera fase”, que a la imprescindible actividad que nos debe permitir comprender con facilidad una situación de elemental economía.
Parecen querer que olvidemos que las bases de toda disciplina se encuentran en el más que indispensable sentido común, que, de salida, en el caso de la Economía no dista demasiado de lo que significa la más simple de las economías familiares: si deseamos que esta no se deslice por caminos equivocados y perjudiciales hemos de conseguir que, cuanto menos, nuestras obligaciones no sobrepasen a nuestros ingresos. Después, si lo deseamos, podemos realizar las florituras, verbales o técnicas, que se nos antojen. Pero, eso, no serán más que florituras.
Se da la paradoja de que, aunque en el trabajo de los economistas el arma principal son las matemáticas, su actividad, lamentablemente, no es una ciencia exacta. De modo que, parece, que con el uso de las reprobables terminologías, aunque pudiera no ser su intención, terminarán dándonos gato por liebre.
Así, cuando estos “profetas” de los números y las previsiones, casi siempre inexactas, realizan sus cálculos, lo hacen sobre la base de datos extraídos de asentadas experiencias anteriores, y manejando una serie de coordenadas que les permitirán acercarse, algo, a una previsible realidad que dependerá, entre otras cosas, de agentes externos que, desde el mismo instante de su previsión, escaparan a su control. Decía Cela que “…un experto es aquel que está en perfectas condiciones para explicar y resolver la crisis inmediatamente anterior”.
Bien es cierto que se me podría decir que son conscientes de ello y preguntarme de qué otro modo, si no es utilizando esos antecedentes, podría realizar previsión alguna. Y tienen razón. Pero la cuestión es otra. Oyéndoles hablar ex-cátedra, uno se pregunta como es que el resultado final de sus apreciaciones suele variar de manera tan ostensible con respecto de la realidad final obtenida.
Admitamos que una razonable profundización en las diversas materias que nos interesen, ampliará nuestros conocimientos sobre ellas. Pero debemos alejarnos de la falsa idea de que, salvo que te encuentren inmerso en ese mundo, no debes acercarte, ni interferir las “inteligentes” decisiones tomadas por estos “magos”, aceptando como moneda de ley sus opiniones y sus consejos. Estos no tienen garantía alguna de que sus decisiones finales sean las más acertadas.
Y como el movimiento se demuestra andando, baste citar algunos ejemplos históricos que ilustran este texto. Hace algunos años, Carlos Solchaga, a la sazón “superministro” de Economía y Hacienda de los gobiernos de Felipe González acabó, pese a todos sus cálculos y previsiones, por quemar la economía española, dejándola en un lamentable estado comatoso. Pese a ello, se permitió declarar públicamente que España era el país en el que más rápidamente se podía hacer uno rico. Desgraciadamente, en esa previsión “económica”, aunque los métodos usados no fueran los más legales, acertó plenamente.
Solbes y Almunia serían otros ejemplos a tener en cuenta. Del primero, cada vez es menos comprensible sus decisiones. Sus contradicciones en la aplicación de las alternativas económicas dependerán del puesto político que ocupe en cada momento. Lo que servía para controlar la economía desde la Unión Europea, resulta ineficaz y perjudicial como ministro de hacienda de España. En cuanto al segundo, hoy responsable de economía de la Unión Europea, aún nos estamos preguntando de qué rincón del baúl de los recuerdos desempolvó su título de economista para ejercer como tal. Que se sepa, a poco que agudice uno la memoria, este sujeto estuvo dedicado de lleno a la política, cuanto menos, los últimos 25/30 años. De manera que…
Quizás el ejemplo más claro, a la vez que el más honrado, sea el del también ministro de Economía y Hacienda con Felipe González, Miguel Boyer quien, a preguntas de un periodista sobre la fiabilidad y solvencia de los presupuestos que acababa de presentar en el Congreso de los Diputados, respondió algo así como: “Hemos realizado todos los cálculos, hemos previsto todas las alternativas, hemos considerado todos los posibles cambios que se puedan producir en nuestra economía y en la mundial, pero eso no es más que el cincuenta por ciento de las posibilidades de que estos presupuestos se puedan cumplir. Para el buen fin del otro cincuenta por ciento, concluyó - mientras se santiguaba - póngase a rezar para que se cumpla”.
Felipe Cantos, escritor.
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