15 diciembre 2006

Luis Solana y el cinismo de las ideologías políticas.



Liberal es aquel que piensa que su país es de todos, incluso de quienes piensan que es sólo de ellos. Camilo José Cela.

Durante mucho tiempo he tratando de evitar, en un encuentro frontal con mi propia conciencia, plasmar en negro sobre blanco el desprecio que me producen todos aquellos que apoyados en determinadas ideologías pretenden convencernos de las bondades de la suya, en una permanente y brutal contradicción con el propio ejemplo que diariamente nos ofrecen.
Es muy probable que una de las razones más importantes que te impone afrontar el análisis de lo que se presenta como un complejo dilema – derecha o izquierda- sea, en principio, la edad. Uno piensa, y con razón, que ha de madurar mucho para opinar de temas de tal dimensión.
Más tarde, cuando la edad va dejando de ser un problema y tu capacidad de reflexión toma mayor cuerpo, te planteas si tu potencial intelectual estará a la altura precisa y, siempre, en ambos casos, si la compleja trama urdida por la clase política, tanto en el plano de las ideas y el poder como, de manera muy especial, la utilización que se hace de la semántica, pervertida hasta el hastío, te permitirá expandir tus ideas y cuestionar las suyas.
Llevo tiempo tratando que alguien me explique, sin conseguirlo, las diferencias sustanciales que hoy existen entre izquierda y derecha, en la política que se practica en lo que conocemos como Occidente.
Creo que al margen de los gestos de salón, por parte de eso que se autodenomina izquierda, y los incrustados complejos que exhibe una derecha que reniega de su esencia, en permanente demanda de una definición que les encaje, no existe más que la nada. O algo peor: la búsqueda, por parte de los que se acercan para ejercer de “políticos”, de un “acogedor hueco”, como los ratones, que les permita vivir lo mejor posible. Independientemente de que este hueco se encuentre situado en un lugar determinado del amplio espectro político, o en el contrario.
Puedo asegurar con toda contundencia, por una amplísima vivencia personal, que, salvo excepcionales casos, la mayoría de los políticos en ejercicio, o aquellos que ya abandonaron tal actividad, ejercen o ejercieron su función del lado en que la inercia – familiar o social – o la “diosa fortuna” les colocaron.
Por ello, resultaría casi cómico, sino tuviera visos de trágico, como el momento que vivimos, que falsos adoradores de una determinada ideología, travestidos en profetas para la ocasión, insistan en sus postulados con la intención de que abracemos su religión, convertida en votos a su favor en las urnas, para ellos continuar viviendo, y muy bien, en el lado opuesto al que nos recomiendan en sus prédicas.
Son muchos los ejemplos que podría citarles, en cualquiera de las dos tendencias mayoritarias, de “políticos de toda la vida” que abrazaron el sillón institucional y su entorno más cercano antes de abandonar el chupete. Y en el siguen, a la espera de que sus vástagos, continuando con la tradición familiar, filosofen y filosofen sobre el bienestar de una parte de la sociedad, a la que dicen defender y de la que, realmente, viven muy por encima de la media que representan.
Recientemente leí un pequeño artículo, cargado de sorna, sobre lo que la izquierda entiende hoy por liberal, escrito por Luis Solana Madariaga, hermano del no menos hermanísimo Javier, el político español, dicen algunos que inexplicablemente, con más proyección fuera de nuestras fronteras.
Puede que Luis Solana no me recuerde. Pero sin llegar a ser íntimos, hubo un momento en que nuestras vidas se cruzaron y tuve la oportunidad de conocer, junto a él, a un casta de políticos y futuros políticos, embrumados tras de un fantasmagórico Psoe que, ocupaban puestos decisivos en las instituciones bancarias y en las grandes empresas.
En aquellos momentos me parecieron gentes tan “admirables” que a punto estuve de sucumbir a sus cantos de sirena. No por su trasnochado mensaje de rancios izquierdosos, que además les venía, y les viene, como el hábito de Cristo a Lucifer; sino por su enfrentamiento, bien cierto que en la más absoluta clandestinidad, con un régimen dictatorial despreciable. Con el tiempo descubrí que, como todos los que se acercan a la política, lo hacían en su propio beneficio.
Eran y son gente de un nivel medio alto, sino muy alto. Por eso nunca acabé de comprender, y sigo sin poder hacerlo, que personas que en sus vidas han dispuesto de casi todo, que jamás han sabido lo que es una penuria, se aprovechen de un mensaje y un camino políticamente mezquinos para conseguir alcanzar ambiciones personales que, ubicándose en el verdadero lugar al que corresponden, jamás lo hubieran logrado. Probablemente porque la “competencia” a ese otro lado del espectro político, es mayor.
Pero lo triste es que ahora, pasados más de 30 años de la muerte del repudiable dictador, estos profesionales de la política, con cargo oficial o sin él, continúen viviendo de la misma ideología trasnochada, enviando los mismos mensajes de toda la vida, que ni ellos alcanzan a creerse, pero que, al parecer, continúan dando buenos dividendos.
En su breve artículo, Luis Solana viene a sostener que el acuñamiento de liberal es una hábil artimaña, previniéndonos de ella, para que cualquier advenedizo de la derecha pura y dura se cobije bajo él.
Pero el "señor" Solana parece olvidar que, aunque eso pudiera ser cierto, esa presunta reprochable actitud no dejaría de mostrarnos una de las caras positivas del liberalismo, en el que, si se ejerce como tal, pueden encontrarse cosas positivas en esa derecha pura, que no dura; del mismo modo que deberían encontrarse en los postulados que el viene defendiendo desde siempre. En la suma de lo positivo de ambas tendencias se encuentra, o debería encontrarse, el liberalismo. Luis Solana debería saber lo que decía Malcolm Bradbury sobre el liberalismo: “Si Dios fuera liberal, en lugar de estatuir los diez mandamientos nos hubiera hecho diez sugerencias.”
Hay una última cuestión que no debería escapar jamás al ciudadano como mero observador de la política que se hace hoy día. Mientras que el político de “derechas” – moderado, se entiende – jamás pretende engañar a sus posibles votantes con mensajes que oculten sus intenciones – mercados abiertos y libres, beneficios que puedan ser los más altos posibles para conseguir la mejor de las posiciones globales para él y los suyos, con beneficios para su entorno, etc. – el político de “izquierdas” basa todo su mensaje en ofrecer lo que todavía no tiene, pero que espera obtener, generalmente sin saber bien cómo, dice, para compartirlo.
Eso sí, mientras lo consigue, para los demás, claro, no tiene la mínima intención de renunciar al nivel de vida que, sin ningún pudor, confiesa desear, o tener el de la derecha.
A mí siempre me ha resultado, y me resulta, muy difícil de explicar, a quienes con dificultad logran llegar a final de mes - ignoro si a Luis Solana le sucederá lo mismo - que existe una casta de “políticos y empresarios de izquierda”, en algunos casos sus líderes, que dicen ser solidarios con ellos, y cuyos patrimonios han ido creciendo año tras año, hasta alcanzar la seguridad económica para varias de sus generaciones, al amparo del ejercicio de la política y sus aledaños.
Sin duda, a estos les será difícil asumir que jamás lograrían pagar con sus sueldos una sola de las infinitas comidas políticas, o de negocios, a las que estos “solidarios y resignados magnates” de la política están tan acostumbrados.
Quizás por eso, porque yo durante años estuve, como empresario, en ese otro lado de la mesa – el de la opulencia – y nunca me sentí, ni me siento de derechas, jamás me atrevería a “etiquetarme” de izquierdas. Seguramente, Luis, al margen de matices históricos y tecnicismos semánticos, eso sea lo que define a uno como liberal.
Tal vez sea por una cuestión de principios, o simple decencia. Pero no he logrado nunca asimilar esa expresión, con visos de humor negro, tan extendida en las izquierdas: “Yo soy de corazón de izquierda, pero estómago de derechas”.
Es posible que tenga alguna gracia. Pero yo no se la encuentro.

Felipe Cantos, escritor.

06 diciembre 2006

Sobre el poder y la gloria…de las mujeres.

Las mujeres han servido todos estos siglos como espejos mágicos que poseían el delicioso poder de reflejar la figura masculina al doble de su tamaño natural. Virginia Wolf.

Hace días, sentado en una amable tertulia, tuve la oportunidad de escuchar las diversas versiones sobre la ascendencia de la mujer en la sociedad, y el poder del que, subliminalmente, siempre ha parecido gozar. Bien es cierto que no de manera general, como bloque social, pero sí de manera individual actuando como madres, esposas, hermanas, amantes o, simplemente, compañeras.
Algunos manteníamos la opinión de que en cualesquiera de sus diversas formas, en el núcleo social al que pertenecieran, su capacidad para influir en el devenir de los grandes acontecimientos de la historia, que en cada caso les haya tocado vivir, ha sido, sino decisiva, al menos notable. De manera que la polémica estaba servida.
Desde la noche de los tiempos han sido permanentes las reivindicaciones de las féminas. Desde luego no exenta de razón. De manera notable en los pasados siglos hasta alcanzar, en los albores del siglo xx, los primeros objetivos de sus múltiples y justísimas reivindicaciones.
Cuestionarse asuntos tan evidentes como: ¿Intervenimos las mujeres, como género, en el devenir del ser humano?; ¿Gozamos del poder que por naturaleza nos corresponde como 50% que somos de la humanidad?; ¿La fuerza bruta de nuestros “machos” ha condicionado y condiciona nuestra igualdad e, incluso, superioridad intelectual, evitando que cuanto menos seamos iguales, sino superiores en nuestra capacidad de reflexionar?
Estas y otras tantas preguntas se fueron sucediendo a lo larga de la sugestiva tertulia, que se prolongó durante varias horas, y en la que, naturalmente, la intervención en cantidad y calidad de las damas participantes fue numerosa.
Tal vez abrumado por esa cantidad y, desde luego, por la solidez de los planteamientos expuestos, durante gran parte de la tertulia permanecí escuchando. Mi moderación no fue forzada, fue un auténtico placer. Sobre la mesa se analizaron cuestiones como la “paridad” entre ambos sexos; la famosa “discriminación positiva”, que yo no logro entender que tiene de positiva, ya que discriminar, en si mismo es sumamente negativo, y otras varias.

Sin embargo, terminada la interesante reunión, me llevé la sensación de que, aún reconociendo y reprobando las enormes injusticias que con las mujeres se habían cometido a lo largo y ancho de la historia, y que se continúan cometiendo a lo largo y ancho de este mundo, ninguna de ellas descendió al terreno de lo “mortal” y asentando los pies en el suelo puso sobre la mesa la enorme, y yo diría que definitiva y poderosa, influencia que tiene y ejerce en el seno de la familia, y que es decisiva para el devenir del ser humano.
Es innegable, y nunca será suficientemente denunciado, que en los grandes temas la mujer siempre había sido y, en demasiados lugares del mundo, continúa siendo marginada. Pero no sucede así en lo que afecta a nuestra vida cotidiana que, después de todo, es lo que finalmente nos aportan esas gotas de imprescindible felicidad. La familia, o aquello que en estos tiempos consideremos como tal, es el auténtico refugio en el que al final ponemos nuestras esperanzas de casi todo.
Y en esa parcela, incluso hoy, con la mujer plenamente incorporada al mundo laboral y autosuficiente en lo económico y social - en el llamado mundo occidental, se entiende - esta ha jugado y sigue jugando el papel principal. Son pocas las cosas que escapan a su control. Desde la educación de los hijos, hasta las relaciones sociales, pasando por las decisiones de compra, o el lugar de vacaciones.
Sé, perfectamente, que hay parcelas que, “gracias a ese control, a ese poder” están obligando a la mujer a continuar con las ingratas labores domésticas. Aunque justo es reconocer que cada vez son más los maridos, o parejas, que van incorporando a su agenda diaria funciones como el cuidado de los niños, las obligaciones puramente domésticas, y otras similares.
Pero en materia de decisiones que nos afectan diariamente, que son la esencia del vivir es, sin duda alguna, de dominio, casi, absoluto de la mujer. Ella marca las pautas y condiciona cuanto afecta a la familia, pareja o grupo en el que desarrolla su vida.
Soy consciente de que, como en todos los estados de la vida, existen excepciones que rompen la regla. Pero eso no serviría más que para confirmar tal hecho en si mismo. La realidad es que desde el momento en que nos alejamos de las obligaciones profesionales, o laborales del mal llamado “cabeza de familia”, todo cuanto afecta y concierne a esa familia pasa inexorablemente por el tamiz materno.
No diría yo que nos encontramos en una sociedad matriarcal. Pero tampoco sería justo no reconocer que son muy pocas las cosas que sin el beneplácito de nuestras mujeres son posibles de hacer en el seno familia. Especialmente en lo referente a las relaciones con terceros. Estas serán fluidas con unos, o inexistentes con otros, dependiendo de las simpatías que ambos despierten en la “madre por excelencia”.
Del mismo modo las relaciones con las familias de ambos y en ambos sentidos, funcionaran mejor o peor según se estimule esa misma simpatía. Pero, inexorablemente, la relación tenderá a ser más frecuente y más sólida, salvo excepcionales situaciones, siempre en dirección hacia el entorno familiar materno. Aunque las simpatías de él no vayan precisamente encaminadas en esa dirección.
Y así, por esa vía, se encaminarán cuantas relaciones, escolares, laborales, sociales, o de cualquier otra índole; mostrando con claridad que si bien a la mujer, de manera personal, le ha costado y continúa costándole un gran esfuerzo alcanzar ciertas metas llamadas de alto nivel e indiscutible derecho, no es menos cierto que, tal vez soterradamente, siempre ha disfrutado de la capacidad de controlar y dirigir su entorno más cercano y por extensión los más distantes y complejos.
No debemos olvidar que en esos entornos familiares, cercanos, es donde se fundamentan, sea en la sociedad que sea, todos los personajes destinados a convertirse en los futuros líderes de las diversas fuentes de poder. Por ello, la mujer, encontrándose tan cercana de esos futuros líderes, y dominando su entorno, tiene siempre la posibilidad de transformarlos.
Aunque tópico acuñado mil veces, es un hecho que “detrás de cada gran hombre – y de cada gran mujer, gran joven o gran niño que destaca en alguna disciplina - hay una gran mujer”. Tanto es así que si no fuera por “ellas”, seguramente no hubieran existido muchos de los grandes personajes históricos.
Lamentablemente, aún existe en una gran parte del mundo, principalmente islámico, una situación que en absoluto es coincidente con lo aquí expuesto, impidiendo que las mujeres desarrollen, cuanto menos, esa importante capacidad de poder en su entorno más cercano. De haber podido ejercerlo, no tengo la menor duda de que la influencia de estas, esencialmente en su papel de madres, mejoraría sustancialmente el entorno más negativo, consiguiendo, incluso, evitar que existieran fundamentalismo exacerbados y por ende terrorismo de cualquier sello; ni Mártires de Alá, ni de ningún otro nombre.

Felipe Cantos, escritor.

16 noviembre 2006

¿Puede traspasar el cinismo los límites de la inteligencia?


Cuando un estúpido hace algo que le avergüenza siempre afirma que es su deber. George Bernard Shaw.

Pese a que hace escasos meses formalicé mi afiliación al nuevo partido nacido de las brasas de Ciudadanos por Cataluña, animado principalmente por la presencia de su iniciales instigadores, y hoy ausentes como el Capitán Araña - Arcadi Espada, Albert Boadella y otros - es principio básico para mí dejar de nuevo constancias de mi escasa, por no calificarla de nula simpatía por cualquier partido político, sea este del signo que sea.
A nivel personal hace tiempo que perdí toda fe en los políticos. Aún más en las estructuras monolíticas que los amparan y, de manera especial, en los grupos mediáticos que los sustentan.
Seguramente se estarán preguntando el por qué de un inicio tan extraño en un artículo. La razón es bien sencilla: ni poniendo las cartas boca arriba, ninguno de nosotros, al emitir libremente sus opiniones, se librará de ser encasillado allí en donde los interesados les convenga.
De modo que, cuanto menos, en mi inicio hay un claro intento de liberar fantasmas, a los demás se entiende, y que no vean en estas reflexiones intereses partidistas, y si una justa aspiración de llamar, simple y llanamente, a las cosas por su nombre.
Y puesto que de nitidez trata, no debe sorprender a nadie que califique de hipócritas a los dirigentes socialistas, y a la mayoría de su masa social, cuando vienen, los unos realizando y los otros apoyando, por acción u omisión, las improcedentes manifestaciones y el juego sucio en el que se ha instalado el Psoe, desde que llegó al poder.
En más de una ocasión he manifestado mi desacuerdo con el habitual juego sucio de los partidos en su acción política. Pese a ello, igualmente, he asumido, aunque de mala gana, la inevitable necesidad de comprender ciertos “tejemanejes” en el devenir diario de sus actos. Ya saben, por aquello de que en el amor y en la guerra/política, casi todo vale. Pero ello, sí, bajo una imprescindible condición: que estos no fueran un atentado, una ofensa a la mínima inteligencia.
Y ese es el caso que nos ocupa, y preocupa. Sin alejarnos demasiado en el tiempo, podemos iniciar el análisis acercándonos a los lamentables accidentes y siniestros producidos en estos últimos años, en los que el gobierno del Psoe ha tratado de ocultar o minimizar, mientras que con total descaro se ha preocupado de airear lo más posible todos aquellos, graves o menos graves, que sucedieran durante los anteriores gobiernos del PP.
Dejando al margen el análisis que de la gestión de cada uno de los siniestros pudiera derivarse de ambos partidos – personalmente soy de la opinión que la de los gobiernos del PP fueron infinitamente más justas, equilibradas, coherentes y rápidas las respuestas - resulta patético sacar a pasear de nuevo, ¡¡cuatro años después!! la historia del Prestige, en tanto que se continúa sin conocer con claridad, ni depurar responsabilidades de siniestros no menos graves como los de los incendios de este verano que arrasaron media Galicia; los incendios en Andalucía del año 2004 - Psoe en el gobierno desde hace decenas de años - en el que quedaron arrasadas más de 35000 Ha.; los incendios de Guadalajara, con un número similar de Ha. arrasadas y, lo más lamentable, once muertos; los sinistros del barrio del Carmel, en Barcelona -tripartito/Psoe catalán involucrados - sin más datos que los que han podido aportar los propios interesados, y nulo interés por informar a la opinión pública sobre lo sucedido. Y todo ello rubricado por los terribles atentados del once de marzo, que cambiaron el rumbo de España, presuntamente responsabilidad política del anterior gobierno, y de los que, ¿sorprendentemente? el partido en el poder se niega a realizar las oportunas investigaciones para esclarecer lo sucedido.
Pero la denuncia implícita en este artículo no se detiene aquí, en el terreno de los accidentes, fortuitos o no. También podemos aplicarla a las decisiones de “nuestro” gobierno en el terreno militar. Mientras este se apresuró a retirar, por razones estrictamente demagógicas, las tropas desplazadas a Irak, sin que se produjera una sola baja, y de cuyo cuento ha venido viviendo el Psoe durante años; hoy, contrariamente a sus postulados y promesas, tenemos diseminadas tropas por medio mundo, con el lamentable balance de varios soldados muertos y sucios acontecimientos aún sin aclara, como el caso del helicóptero siniestrado.
Y ya, en terrenos más cercanos para el ciudadano común, los recientes casos de corrupciones multimillonarias socialistas, descubiertos en Ciempozuelos y Tres Cantos, en Madrid, frente a las permanentes denuncias, nunca demostradas, del Psoe, incluida su cúpula, sobre las supuestas gestiones corruptas de mandatarios populares - Eduardo Zaplana, o Esperanza Aguirre, por ejemplo - han conseguido que gran parte de la opinión publica española se plantee si, aunque sea en política, todo vale.
Las cínicas e inconcebibles declaraciones del secretario general de los socialistas, Pepiño Blanco, son un atentado contra la mínima inteligencia. Es difícil comprender que ante un flagrante caso de corrupción, como los antes citados de Ciempozuelos o Tres Cantos, realizados, en este caso, por miembros del partido socialista - lo mismo sería que lo hubieran hecho los populares - todo lo que se le ocurre al responsable del partido en cuestión, Psoe, es retrotraer la memoria a fechas anteriores - qué obsesión con la memoria histórica - y tratar, nuevamente mediante mentiras, de culpar al partido que está en la oposición, manifestando cosas tan peregrinas como que el Plan General de Ordenación Urbana fue aprobado, en su momento, por el equipo que gobernaba anteriormente - naturalmente PP- sin menos cabo de que quien, realmente, ha sido el ejecutor y beneficiario de las corruptelas: su propio partido, el Psoe. El “inteligente” sujeto pretender llevarnos a la convicción de que dado que el Plan fue aprobado por los populares en su momento, ello implica justificación más que suficiente para entrar a saco en él y realizar cuantas corruptelas estimen oportunas, los socialistas.
Por eso cuando he planteado la pregunta que da título a este pequeño artículo, no sólo pretendía dirigirla al sufrido lector de la noticia y a lo que se deriva de las declaraciones de unos y de otros, sino a la de los propios protagonistas que las realizan.
¿Se puede superar la barrera que la propia inteligencia nos impone, aunque se pretenda que los demás lo hagan, permitiéndote mentir descaradamente para plantear nuevas situaciones que chocan frontalmente con la verdad y el sentido común?
Pues parece que sí, que se puede. Especialmente para una casta de indigentes intelectuales “venidos a más” por obra y gracia de unos votos mal informados y tristemente manipulados. Y todo ello, apoyados en unos medios de comunicación estatales y paraestatales, que no merecen nuestro más mínimo respeto.

Felipe Cantos, escritor.

07 noviembre 2006

El sarcasmo del pedigrí catalán.

Mediocre y trepador, y se llega a todo. P. A. Caron de Beaumarchais.

Decía Thomas Carlely… “El sarcasmo, lo veo ahora, es, en general, el leguaje del demonio”. Y a fe que debe ser cierto que tan “popular personaje” debe andar pululando por las cocinas de esa extraordinaria parte de España llamada, hasta hace escasos tres años, Cataluña y hoy, pretendida “nación catalana”, por la enajenación mental de unos pocos advenedizos de bastardos orígenes catalanes y, en su mayoría, renegados de otros lugares España. De otro modo, a poco que se intente, no es posible entender lo que en ella está sucediendo.
Soy plenamente consciente de que durante años, incluso siglos, los más inconformistas ciudadanos de la bella Cataluña, solían, al abrigo de un enfermizo victimismo, buscar mil y una justificación, la mayor parte de ellas históricamente indemostrables, para plantear sus reivindicaciones, en ocasiones justas y, en otras muchas, extraordinariamente injustas. Estas, casi siempre amparadas en el agravio comparativo con el resto de España, y de manera especial con Madrid. Pese a ello, la “buena salud” de un razonable dialogo terminaba por imponerse, y la cordura volvía a reinar para que las aguas, como decía el clásico, volvieran a su cauce.
Pero tengo para mí que esta vez, visto lo visto en las dos últimas convocatorias electorales a la Presidencia de la Generalidad- amén de la infumable cita a las urnas para la ratificación del nuevo estatuto/constitución – las cosas no volverán, jamás, a ser como antes.
La razón, que no el fondo, es fácilmente explicable. Antaño, las reivindicaciones venían desde la clase dirigente catalana. Esa alta burguesía, principalmente industrial y mercantil que, anclada en el pasado deseaba conservar sus privilegios y que, para ello, no dudaba en utilizar cuanta argumentación reivindicativa fuera necesaria, y siempre algo “más allá” de lo que realmente pretendían, hasta conseguir el par justo. Después, todo volvía a la “normalidad”, hasta encontrar el momento y las razones para un nuevo envite. Era un conocido juego de intereses donde las dos partes, al finalizar, acababan por concederse una irónica mueca con pretensiones de sonrisa.
Y si he de serles sincero les confesaré que al igual que no siendo monárquico asumí en su momento la Institución, siempre que no entorpeciera, por aquello de la tradición y de la historia, pero nunca los “añadidos” caprichosos fuera de lugar; así puedo asumir, por las mismas razones de tradición e historia, que una irritante casta catalana se pase la vida reivindicando, pero en modo alguno que sean sustituidos por unos advenedizos trepadores. Dice el refrán que “muerto el perro, se acabo la rabia”. De modo que si hemos de soportar molestias que, cuanto menos sean del original, no del sucedáneo.
Pero ahora es muy distinto. A poco que se reflexione sobre el particular, puede apreciarse la incoherencia que ha resultado de aquellas interminables y nunca bien ponderadas reivindicaciones. Al amparo de un discutible complejo nacionalista, imposible de sustentar por la “genuina casta catalana”, entre otras razones por una sencilla operación matemática, ha resultado que la bandera reivindicativa ha sido tomada por una nueva casta de “genuinos charnegos”. Algunos, como el previsible próximo Presidente de la Generalidad, el ínclito Montilla – hasta el nombre tiene guasa. Puede haber algo más andaluz que Moriles y Montilla - emigrado a Cataluña perdida ya la virginidad, que han pasado de un nacionalismo de salón, a un real antiespañolismo. Por cierto, algunos de ellos no deberían perder de vista el sillón de psiquiatra, independientemente de lo que reflejen sus cuentas corrientes y su posición social, si es que no desean abandonar este mundo sin saber realmente quienes son.
De manera que eso es finalmente en lo que se ha convertido el “problema catalán”: en un exacerbado sentimiento antiespañol del que, naturalmente, no está exenta de responsabilidad la “genuina clase catalana”, con ciu al frente.
No tengo duda alguna de que no era exactamente eso lo que pretendían y esperaban los Pujol, Mas y compañía. Nacionalismo, eternamente reivindicativo pero sin perder de vista a España, sí. Dilapidar sus privilegios en favor de una nueva “casta de charnegos”, no.
Así que tiene gracia la situación ¿irreversible? creada en Cataluña. No me digan que no resulta paranoico. Después de años, incluso siglos reivindicando “todo lo catalán”, los “auténticos catalanes”, los de siempre, esa casta provocadora del problema ha terminado “por no tocar bola”. Mientras que los otros, los renegados, llegados de todos los puntos de esa España que tanto se han ocupado de desprestigiar la “casta catalana”, controlaran “su nación”.
Sería de guasa si el problema final no fuera la previsible deriva a la que se verá abocada la “nación catalana” en manos de un converso y su séquito de iguales. La historia no tiene estadísticas que nos permitan augurar nada al respecto.
Imagino que los “catalanes de siempre” se estarán preguntando qué es lo que pueden hacer para recuperar “su tierra” en manos de “bastardos charnegos” cuyos sentimientos catalanes les nacieron, al amparo del poder que podía alcanzar, poco antes de ayer por la tarde.
Yo, como buen castellano, les diría que se aplicaran el proverbio que decimos por mi tierra, madrileño para más señas, “donde las dan las toman, y callar es bueno”.

Felipe Cantos, escritor.




28 octubre 2006

La versión españolizada de la conjura de los necios: ¡¡¡Que asco!!!


La ambición es el excremento de la gloria. Pietro Aretino.

Que difícil es escribir cuando los acontecimientos que impulsan esa necesidad son tan infames que superan a la razón y a la inteligencia. En la vida de cualquier persona existen situaciones en las que se siente desbordada. En todas ellas se llega, por momentos, a pensar que no merece la pena continuar con determinadas luchas, que todo por lo que has estado, y estás luchando ha sido una enorme perdida de tiempo.
Uno se resiste a creer que sea cierto lo que, observando la descarada e impresentable actitud de determinadas personas que, dado el lugar que ocupan en la sociedad, deberían ser ejemplo para todos los demás, pueda ser cierto.
Te dices, una y otra vez, hasta el hartazgo, que lo que está sucediendo no puede ser verdad. Y, que si lo es, en algún momento debe tener un final, incluso, razonable. Que los actos de aquellos deben rectificarse y colocarles frente a los mínimos principios éticos y morales, que a todo ser humano deberían haberles sido inculcados. Pero te equivocas.
Porque el problema no está en que estos desgraciados personajes, por razones que nunca logras comprender, tengan sus valores transmutados. Es sencillamente que carecen de ellos.
A imagen y semejanza de lo que fueran los lavados de cerebros que durante las guerras se aplicaron a los soldados capturados, mediante métodos cruentos, hasta conseguir cambiar su personalidad; así se han forjado en nuestra sociedad determinados personajes que carente de todo tipo de valores han alcanzado el nivel más alto de amoralidad. Y entre todos ellos, la clase política, se encuentra comandando la lista.
De otro modo no se explica que sobrepasando todas las barreras, algunas difícilmente comprensibles en sí mismas, se puedan superar niveles tan altos de obscenidad. Incluso ante uno mismo. Ya no se trata de defender posturas contrapuestas; ideologías encontradas; reflexiones contradictorias o, simplemente, opiniones no coincidentes. Lamentablemente se trata, cabalgando a lomos de la mayor de las inmoralidades, defender que lo blanco es negro; cuestionarse la existencia del sol; defender que el delito no tiene por que ser malo en sí mismo, aunque se tenga el deseo de provocarlo o, por ejemplo, mantener sin ningún pudor que la noche es el día, o viceversa. Eso, nada tiene que ver con la política. Ni siquiera con las malas prácticas de la política. Y todo ello, en un atentado a la mínima inteligencia del ser humano.
Es de dominio público, a poco que se me haya leído, la desafortunada opinión que vengo manteniendo de los políticos en general, y de los políticos españoles en particular. Pese a ello, y aún a costa de pelear con mi propia conciencia, igualmente he mantenido que, incluso en la exageración de sus actos, habría que intentar entender muchas de sus actuaciones. Tal vez en la hipérbole de que “en el amor, en la guerra, y yo diría que en la política, casi todo vale”, se encuentre la clave.
Pero los últimos acontecimientos que hemos vivido en España y, aún más lamentable, en el seno de la Unión Europea, han desbordado todas mis previsiones de comprensión hacia una parte de esa clase social, la política, que, superando ese residual casi, no merece más que nuestro desprecio.
El espectáculo presentado por el, desgraciadamente, presidente del Gobierno Español, “señor” Rodríguez Zapatero, arropado por su partido y un Parlamento Español vendido al escaño, y con la anuencia del Parlamento Europeo, para presentar en sociedad a una banda de mafiosos y plantear el problema etarra como un conflicto internacional resulta, cuanto menos, repugnante. Pero si repugnante resulta el hecho en si, aún lo es más el objetivo buscado, el método empleado y, especialmente, la dialéctica utilizada para alcanzar el proceso de presentación, y la conclusión final del acto.
Que no intente engañar el “señor” Rodríguez Zapatero a nadie. En este “asunto”, hace mucho tiempo que se dejaron atrás las esencias políticas, las confrontaciones ideológicas que deberían motivar y guiar cualquier iniciativa de estas características, para convertirlo en un repugnante mercadeo de intereses compartidos con una banda de asesinos a sueldo, inmersa en la profunda ortodoxia del delito común. Los que para el hombre de la calle se llaman simple y llanamente: gángsteres, hampones, o mafiosos.
Es inevitable, e incluso necesario, hacer un esfuerzo para tratar de entender, desde la perspectiva política, los enfrentamientos que inspirar las diferentes tendencias ideológicas. Pero este asunto, finalmente, nada ha tenido, ni está teniendo que ver con izquierdas, ni derechas. Es, simple y llanamente, con el despreciable objetivo de alcanzar inconfesables ambiciones personales, gangsterismo de lo más perverso, presentado con el nivel de cinismo más alto que inteligencia humana pueda soportar
El colofón final de este desvergonzado episodio, por el momento, lo ha puesto, como no, los principales actores de esta comedia dramática: los terroristas de eta y su marioneta Rodríguez Zapatero. Los primeros, por boca de uno de los portavoces políticos de la banda terrorista, manifestado con total desvergüenza su “estupor” porque la prensa hubiera dado tanta importancia, al mostrar con demasiados espavientos su sorpresa, por un “hecho tan simple y habitual” de robar cerca de 400 pistolas y 9000 cartuchos de una fabrica francesa; justo en el momento en que su “cruzada” iba a ser debatida en el Parlamento Europeo.
En cuanto al segundo, del que ya no nos sorprende nada y no sabemos qué pensar, si es que se trata de un sinvergüenza redomado, o de un cretino integral, pero desde luego su comportamiento no puede calificarse de normal, ni su bajeza moral puede alcanzar niveles tan profundos, tratando de evadir la situación con respuestas que no aclaran, ni definen nada, pero que muestran a las claras la enorme dependencia de este hombre frente a la banda terrorista eta. Sus palabras, engoladas hasta la arcada, son dignas de figurar en la historia del libro de las infamias: “Si se confirma que eta ha sido la responsable del robo de las armas, habrá consecuencias… más adelante”.
¿Qué es lo que piensa hacer el inquilino de la Moncloa? ¿Tal vez dejar sin postre a toda la Izquierda Arberchale?
Decía Cesare Pavese que todos los pecados tienen su origen en el complejo de inferioridad, que otras veces se llama ambición.
Dan ganas de vomitar.

Felipe Cantos, escritor.


24 octubre 2006

El problema no ha sido, ni es el Oriente (islámico); sino Occidente.


Un radical es alguien con los pies plantados firmemente en el aire. Franklin Delano Roosevelt.

Llevo cerca de dos décadas, desde que por razones personales y profesionales fijé mi residencia fuera de España, en las que no he dejado de manifestar mi preocupación por lo que significa el mal llamado - yo me atrevería a calificar de imposible - proceso de integración del Islam en Europa, y viceversa.
Partiendo de la premisa de que bajo ningún concepto se trata de realizar comparaciones de dos mundos, casi, antagónicos, sería de todo punto falso, o lo que es peor, estúpidamente demagógico el cerrar los ojos ante una realidad que, por dura que resulte, se nos hace patente a diario.
Soy un ferviente admirador del legado cultural, en el más amplio sentido de la palabra, y de la filosofía, en su esencia pacifista, que el Islam nos donó durante su presencia en casi toda Europa, y de manera muy especial en España. Resultaría falso y de una pobreza intelectual desvergonzada olvidar sus aportaciones en el campo de la medicina, de la arquitectura o, por no ir demasiado lejos, en el de las matemáticas, sin cuyos grafismos numéricos uno, de tarde en tarde, no termina de preguntarse dónde nos encontraríamos sin ellos.
Pero, como diría el clásico, una cosa es predicar y otra dar trigo. De manera que igual que reconozco/reconocemos – pues evidentemente no soy el único - los méritos que siglos atrás la civilización musulmana aportó al mundo, y que ha llegado hasta nuestros días, sería igualmente injusto no reconocer que esta civilización quedó anclada y distante algo más de dos siglos, de la judeo-cristiana, representada por eso que hemos dado en llamar Occidente.
Seguramente, aquí sería de justicia aclarar que son las clases bajas, lo que se conoce como el pueblo llano, las que se apearon o, más bien, fueron apeadas del imparable progreso que se desarrolló, en Occidente, desde la revolución industrial hasta hoy. Sin embargo, las clases dirigentes islámicas, apoyadas en unas radicales creencias, en una rudimentaria economía, pero aprovechando los, casi, inagotables recursos naturales, que les han enriquecido hasta el hartazgo, han sabido formarse y formar a los “suyos”, principalmente en Occidente.
De manera que, para no perder sus privilegios, estas clases dirigentes han mantenido a sus pueblos en la más absoluta de las ignorancias, conservando obsoletas tradiciones que lejos de permitirles, mediante la cultura, su desarrollo personal y de conjunto, han fomentado radicales creencias que sirven de alimento espiritual para todas sus reivindicaciones. Sean o no justas.
Por ello, resulta “fácil” entender que, lejos de rebelarse contra quienes les han impedido un progreso equilibrado y gradual en estos más de dos siglos últimos, su radical formación les lleve a pensar que el “infiel” es su enemigo natural al que hay que combatir y destruir del modo que sea. De nada servirá que este “infiel”, en ocasiones superando las máximas en cortesía, rayando en la estupidez, acoja a ese mundo en la ingenua creencia de que podrá entenderse con él.
Pero los hechos se muestran tozudos, casi intolerantes. Ante la amplia comprensión que durante decenas de años Occidente ha exhibido hacia el mundo islámico – pañuelos, velos, mezquitas y un sinfín de prendas, gestos y signos externos claramente identificativos de una sociedad diametralmente opuesta a la que de algún modo dicen querer integrase – los países musulmanes no han dado un sólo paso por mostrar una mínima tolerancia con el mundo cristiano que pudiera, cuanto menos, mostrar las buenas intenciones de compensar los esfuerzos realizados por Occidente.
En la mayoría de los países islámicos es materialmente imposible, incluso peligroso, mostrar cualquier signo que pueda identificar a un cristiano, aunque sólo sea a título personal. Excuso plantear tan siquiera lo que supone la menor intención de propagar el mensaje de la Iglesia Católica o, el súmmun, tratar de construir en alguna ciudad cualquier iglesia, o la más pequeña capilla en cualquier barrio marginal de raíz musulmana.
Ni tan siquiera es preciso alejarse hasta Irán, o perderse en lo más profundo de Afganistán para constatar la interesada e inmoderada interpretación que del Corán hacen sus practicantes. Bastará con que se acerquen a Estambul, ciudad puntera, con innegable vocación europea, de una Turquía aspirante a ingresar en la Unión Europea, para comprobar con sus propios ojos la radicalización que, en extensos barrios, como Çar Samba, se mantiene y alimenta permanentemente. Mujeres, incluidas las niñas, cubiertas de pies a cabeza. Hombres vestidos con las clásicas prendas largas, de doble abrigo, incluso en verano, que cubren sus cabezas con gorros al uso y ocultan sus caras bajo unas tupidas y largas barbas, y cuyas leyes, en su zona de influencia, prevalecen en muchas ocasiones sobre las generales que rigen el país.
De manera que, frente a lo expuesto, no parece difícil llegar a la conclusión de que el grave problema que se ha instalado entre ambas civilizaciones, yo prefiero hablar de culturas, proviene más de la equivocada tolerancia exhibida por lo que conocemos como Occidente, que a la inversa. Ya conocen aquel proverbio de “más vale prevenir que curar”. Aunque la responsabilidad de la violencia directa parezca provenir únicamente de uno de los lados.
Soy consciente de que algunos tratarán de rebatir este razonamiento argumentando que mientras Occidente, en un descarado expolio de los bienes de los países islámicos, principalmente los energéticos, unido al enquistado problema con Israel, han provocado la “ira” de este universo.
Pero siendo esto parcialmente cierto, nada más alejado de la realidad. Si tenemos en cuenta el enorme atraso tecnológico de cualquiera de estos países, en el que Occidente no ha tenido nada que ver de manera directa, aún hoy sería la fecha en que estarían por iniciarse la explotación de los enormes recursos energéticos existentes en ellos.
Cuestión aparte es la distribución de esa riqueza y la pequeña, por no calificar de miserable, parte que el ciudadano de a pie haya recibido directamente, o en las mil y una manera – cultura, salud, infraestructuras etc. - en que debería haberse beneficiado. Y eso si, reflexionando, debe llegar a la conclusión de que no es a la civilización occidental a la que debe demandar esas desigualdades. Si no a quienes, desde hace cientos de años, les gobierna.
Y en cuanto a Occidente, de manera especial Europa, creo que, expresándolo en lenguaje de la mar, debería recoger velas y replantear seriamente su política de inmigración para tratar de controlar la enorme ola que nos inundará en las próximas décadas.
Y ello, bajo la inexcusable máxima de que, aún respetando escrupulosamente las creencias e idiosincrasia de cada etnia, todo nuevo ciudadano que se incorpore deberá, igualmente, acercarse, conocer y respetar la costumbres del país que lo acoja. No es de recibo que invites a comer en tu casa al vecino y este decida la hora, la ropa y hasta el menú que se ha de poner sobre la mesa.
Puede que ustedes no lleguen a conocerlo, pero de continuar así les aseguro que sus hijos y nietos corren serios riesgos de verse obligados a cambiar sus hábitos, e incluso sus costumbres más ancestrales para obedecer “complacientes” al imán que en un futuro no muy lejano acabará ganando las elecciones en sus circunscripciones.
¿Estaremos aun a tiempo de corregir nuestros graves errores, después de siglos de despropósitos?

Felipe Cantos, escritor.

25 septiembre 2006

Progre: ¿igual a progreso?


El progreso, lejos de consistir en el cambio, depende de la capacidad de retener… Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. George Santayana.

Ha sido necesario que pasaran más de treinta años para que este país de nuestros amores y miserias, llamado desde hace siglos España, comenzara a evolucionar, para descubrir horrorizado que por mucho que se mire en las límpidas superficies de la verdad, no se reconoce a sí mismo.
Hace ahora treinta años que España, abandonando otras formas más sutiles, se enfundó en una vulgar y simple camiseta de Don Algodón para, colocando sobre ella los más originales eslóganes, tratara de ponerse a la vanguardia de la modernidad, autoproclamándose líder de la progresía. Sin duda alguna, los años que precedieron a la muerte del dictador Franco, personaje repudiable donde los haya, fomentó una nueva sociedad, capitaneada por un desconocido psoe, por no calificarlo de inexistente, casi metafísico.
Es posible que muchos de los lectores queden sorprendidos cuando califico de inexiste al partido que años más tarde nos gobernó, con Felipe González a la cabeza, más de tres legislaturas y, mal que nos pese se convirtió en algo inevitable en la vida de los españoles, transformando a sus propios afiliados, y a sus seguidores, por mor de su propia definición, en los “progres”.
En cuanto a la calificación de metafísico que otorgo a “aquel” psoe, nada más fácil de confirmar con cuantos, en aquellos momentos, nos encontrábamos entre los veinticinco y treinta años. Dudo mucho que halláramos más de media docena de personas, de a pie, que pudieran dar testimonio de quiénes, o qué era “eso” del psoe; “partido”, con toda seguridad, hundido en las catacumbas de la clandestinidad más temerosa. Para el común de los españoles, politizado o no, como era mi caso, no había más que un partido – el pce - que, como tal y teniendo en cuenta la falta de “competencia”, no precisaba de ninguna otra identificación que la de “el pc”, o “el partido”.
Bajo la tutela de ese metafísico psoe y de un, en principio, imprescindible pc, condenado a desaparecer en la inevitable auto combustión de su propia ideología – hoy es un cadáver andante, un zombi que apesta – se forjó una nueva generación de españoles - hoy ya ni tan nueva, ni tan joven - al grito de aquella canción de Jarcha “libertad, libertad sin ira…”. Todo ello, dirigido bajo la batuta de un diario, de un anagrama breve, conciso y sólido: el país, dio como resultado el nacimiento de una nueva clase social, de una, casi, estirpe, “los progres”, de supuesta ideología de izquierdas, que al fin y a la postre está resultado tan reaccionaria y tan inmovilista como aquellos contra los que siempre habían, al parecer, luchado.
En esa nueva/rancia casta, “los progres”, cuya seña de identidad inexcusablemente es el llevar bajo el brazo, o en el interior del portafolios un ejemplar del diario que les adormece, y atonta, desde que se inicia el día, marcándoles las consignas de modo que no tengan necesidad de pensar demasiado, se nos dice que esta la modernidad, o lo que es más increíble: ¡el progreso!
No tengo duda alguna que, por el momento, la batalla semántica, por adueñarse de ese importante concepto en los medios que condicionan la opinión pública, ha sido ganada por “los progres” ¿la izquierda?; dejando a un lado a otras formaciones políticas - liberales, centros y derechas - que a lo largo de estos últimos treinta años, no sólo en España sino en toda Europa, han realizado una magnífica labor al frente de los gobiernos de sus distintos países.
En la mayoría de los casos, especialmente en el caso de España, con resultados demostrables de progresos – nota para navegantes mal intencionados -, también en las libertades, que difícilmente pudieran equipar los progresos de salón obtenidos por “los progres de toda la vida”.
Entre otras acciones aplaudidas por los progres, el casar homosexuales; poner el énfasis en las libertades religiosas, despreciando aquella en la que, nos guste o no, se hunde lo más profundo de nuestra propias raíces - en algunos casos hasta herir seriamente a una gran mayoría de creyentes -; apelar a una Alianza de Civilizaciones imposible de materializar; rescribir la historia para que se asemeje más a lo que desearíamos que a lo que realmente fue, o realizar promesas de justicia y bienestar a cuantos inmigrantes se encuentren en España, y fuera de ella, en una decisión que entra de lleno en la irresponsabilidad, es posible que puedan enmarcarse bajo el análisis de lo emocional, que no sería poco, al igual que poder ser calificado de “muy de progre”. Pero, señores progres, el progreso – con mayúsculas - es… otra cosa. Bastaría con que se molestaran en analizar, y contrastaran, los logros obtenidos en lo social y económico en la última década.
Por ello, desde esta tribuna exhorto a cuantas personas y entidades se sientan relegadas cuando su pensamiento no coincide con el de “los progres” - especialmente a los partidos políticos, sean del signo que sean - que no se dejen arrebatar tan preciado concepto. El progreso es mucho más que la pose adoptada por un determinado grupo, que se autodefine constantemente “progresista”, para hacernos creer que mientras ellos caminan en la vanguardia hacia el futuro, se supone que para mejorarlo, el resto, permanece anclado en un oscuro y negro túnel del que no es capaz de salir.
Es lamentable llegar a la conclusión que lo que comenzó siendo una simple batalla semántica, con la apropiación indebida de un concepto, injustamente acabe por definir negativamente, ante la opinión pública, los actos de aquellas tendencias sociales, o políticas que no lo enarbolan.
No, señores progres, no necesariamente el denominarse como tal tiene porque relacionarse con el progreso. Más bien, en estos tiempos que corren y tras haberse convertido en un simple slogan publicitario, todo lo contrario. Aún menos tachar de inmovilistas a quienes no usan el término como si fuera su primer apellido.
No seré yo quien acepte, ni transija con tan descabellada falsedad.

Felipe Cantos, escritor.








21 septiembre 2006

Cebrián, El País y la locura contagiosa.



Vivimos en un mundo en que un loco hace muchos locos, mientras que un hombre sabio hace pocos sabios. Georg Cristoph Listenberg

Hacer escasos días tuve la oportunidad de leer las manifestaciones realizadas por un seudo intelectual, un insufrible sujeto llamado Juan Luis Cebrián, que de ser ciertas harían dudar a cualquier ciudadano si el susodicho se encuentra en su sano juicio, o pretende que los demás acabemos por perderlo definitivamente.
No voy a negar que el personaje en cuestión no es santo de mi devoción y que, sin duda, se me verá el plumero a lo largo y ancho de este pequeño texto. Pero son tantas, tan desafortunadas y contradictorias sus intervenciones en la vida pública española, amén del enorme efecto mediático que gracias a su periódico, El País, tiene sobre nuestras vidas, que bien merece que desde toda posible tribuna se le recuerde que todavía quedan españoles, y muchos, que lejos de haber perdido el juicio, en pro de no se sabe bien qué bastardos intereses, nos reconocemos como descendientes, y herederos, de una civilización, por lo que se ve, muy alejada de los “ideales” que el citado Cebrián exhibe. Si es que pueden llamarse ideales a lo que ha movido y, por lo general mueve a este sujeto.
En su declaración vino a decir algo así como que renegaba de La Reconquista realizada por nuestros antepasados, pues este hecho no había permitido que la civilización musulmana –el Islam – inundara toda nuestra cultura.
Dejando a un lado las ventajas (¿) que el personaje en cuestión pueda haber encontrado en una civilización que en lo referente a las libertades y progreso de sus integrante quedó anclada y perdida hace varios siglos, salvo, claro está, para sus dirigentes y “admiradores” como el señor Cebrián, este debería saber que la historia se escribe después de que se producen los acontecimientos, y que estos, generalmente, no están en la mano del hombre el cambiarlos, sino, simplemente asumirlos, tratando de acomodarse a ellos.
De modo que de nada sirve el “lamentar”, sabe Dios por qué y con qué fin, aunque teniendo en cuenta lo que está cayendo cuesta poco imaginarlo, que la historia sea lo que es y no lo que el señor Cebrián desearía. Mal que le pese, los procesos históricos son imparables e irreversibles y al hombre sólo le queda la posibilidad de actuar como notario. Desde esa perspectiva poco más que añadir y, seguramente, por sí sola ni tan siquiera es merecedora de estas líneas.
Sin embargo, en el contenido de esa declaración se encuentran las graves contradicciones que sustenta la filosofía en la que “navegan” el señor Cebrián, y de manera especial su periódico, El País. Su falta de racionalidad, coherencia y objetividad – que no de objetivos -, en defensa de intereses nada claros - ¿o tal vez demasiado claros? - vienen a desembocar con inusitada frecuencia en un desequilibrio que, sin duda alguna, provoca la pérdida de rumbo del propio medio y, lamentablemente, de sus lectores. Es tal el cúmulo de contradicciones en sus postulados que en una misma página pueden defender una posición y la contraria. Y todo ello sin que el “avispado” lector de El País parezca, o quiera darse cuanta.
Durante los últimos años, al menos desde que este que escribe sigue de cerca las informaciones que nos ofrece el citado periódico, han venido defendiendo de manera claramente partidista los postulados nacionalistas, apoyando la idea de que aferrarse y defender la matriz, o el ombligo, como ustedes prefieran, es además de justo, razonable. Aunque para ello haya que despedazar sin contemplaciones una nación milenaria y solidificada, precisamente, gracias a esa Reconquista que el señor Cebrián tanto maldice.
Y ahora, contraviniendo aquel postulado, que no los intereses que le son propios al señor Cebrián y su periódico, el “inteligente” sujeto, cuyo aspecto bien pudiera confundirse con el de cualquier pequeño imán, o muhadin, nos dice, defiende y lamenta que por culpa de cuatro “desaprensivos” – don Pelayo, Fernando III, Alfonso X, Jaime I, o los mismísimos Reyes Católicos, entre otros - con su lamentable actitud y desafortunadas decisiones impidieron que dos civilizaciones entroncaran y se fundieran para dar origen a una nueva que se extendiera, como una sola voz, por toda Europa, o vaya usted a saber hasta donde. ¿Cabe mayor contradicción en un mismo personaje - y en el medio que controla - cuando manifiesta con el labio superior la defensa de un nacionalismo endogámico, mientras que con el labio inferior aboga por la fusión de una Alianza Universal de Civilizaciones?
Verdaderamente algunos han perdido el rumbo – por no hablar de la cordura - aunque con ello les vaya extraordinariamente bien en todas las demás parcelas de su vida, excepto la mental. Mi animoso y bien intencionado consejo es que visiten al psiquiatra. Especialmente porque es muy posible que, demostrada la capacidad de contagio de este cúmulo de estupideces, termine por convertirse en una epidemia.
No desearía terminar esta pequeña columna sin formularle una pregunta, que se me resiste, al inefable Juan Luis Cebrián. Según su leal saber y entender, si los acontecimientos históricos se hubieran producido según sus expresados deseos, ¿estaríamos ahora donde está el Islam, o el Islam estaría donde estamos nosotros?
Creo innecesario decirle al ínclito Cebrián en donde les gustaría, y les gusta encontrarse a la mayoría de los españoles. Incluidos los incondicionales lectores del diario que tan “sabiamente” manipula y controla.

Felipe Cantos, escritor.

15 septiembre 2006

Garzón y la patética Justicia Española.


¡Ay de la generación cuyos jueces merecen ser juzgados! Talmud, Ruth Rabbá, 1.

Han pasado más de diez años desde que, motivado por deplorables experiencias personales, decidiera escribir y publicar el libro “La inJusticia en España”. Cuando lo hice, no sólo traté de mostrar las atrocidades que sobre cualquier ciudadano de a pie, entre los que me cuento, pueden caer si se ve en la necesidad de acudir a la Administración de Justicia Española; sino, además, poner sobre la mesa de la opinión pública española el comatoso estado de nuestra justicia.
Consciente de la barrera, del muro infranqueable que los propios protagonistas - jueces y magistrados – han colocado entre ellos y el resto de los mortales, para hacernos creer que, como en la Biblia, su “reino” no es de este mundo, aunque las consecuencias de sus actuaciones nos afecten de manera directa y plena, subtitulé la obra “Análisis pragmático, práctico y racional, no jurídico, ni técnico”.
Con ello pretendí evitar una inútil polémica ahíta de interesados y complejos entramados jurídicos, y la utilización de una semántica repleta de latinajos al uso, del que tan amigos son nuestros juristas, para colocarles en el único camino en el que todos los interesados fuéramos capaces de confluir: la utilización del tan denostado “sentido común”. En síntesis, intentar que no encubrieran su falta de formación, u otras intenciones, especialmente en los jueces de nuevo cuño, que en más ocasiones de las deseadas producían, y producen, desatinadas actuaciones e incomprensibles sentencias.
Yo entendía, y sigo entendiendo, que usando el más elemental sentido común y aplicando la racionalidad, dejando de lado las frases engoladas y rimbombantes, y llamando, como decían nuestras abuelas, a las cosas por su nombre, con toda seguridad su labor se vería sustancialmente mejorada cualitativa y cuantitativamente.
Evidentemente, la obra recogía, y recoge, multitud de aspectos imposibles de resumir en este pequeño artículo. Pero si destacaba, además de lo ya expuesto, el enorme, yo diría terrible poder de estos profesionales, dueños de vida y hacienda, incluso alcanzando el aspecto más emocional, de todos sus conciudadanos. Un/a juez/a, por discreto que sea su destino profesional puede, con una de sus actuaciones, destruir de por vida a una empresa, a una familia o a un simple sujeto. Pero lo más terrible, sin el más mínimo riesgo para él/ella o, en su defecto, jamás del alcance del daño provocado.
Ya, en aquella ocasión, el ínclito juez Garzón, junto con otros personajes de la “farándula jurídica” fue merecedor de ocupar un lugar destacado en la obra. Recuerdo, entre otras, que me permitía recomendar a tan “ilustre” personaje que en lugar de buscar la notoriedad constante dedicándose a cazar tigres de Bengala con una raspa de pescado – casos generales argentinos, dictadores chilenos y otros similares; si bien encomiables, pero exentos de rigor y nulas posibilidades de prosperar – bien podría dedicar ese tiempo, que al parecer le sobra, en ayudar a sus colegas en el enorme colapso, especialmente en retrasos, que sufre la Administración de Justicia en España: plazo medio para la resolución de un contencioso, pasando por todas las instancias, entre los diez y quince años. Pudiéndose alcanzar con facilidad los veinte años.
Desgraciadamente el libro no ha perdido vigencia, ni se ha resuelto uno sólo de los defectos denunciados en él. Muy al contrario, a tenor de los acontecimientos y el espectáculo ofrecido constantemente por sus “señorías”. El grado de politización al que se ha llegado en la Adjudicatura es de tal magnitud que resultaría cómico de no ser por la gravedad que entraña.
Uno, en su ingenuidad, cree que la justicia debe ser, como tal, una meta en si misma. Pero hemos llegado a tal grado de desfachatez que resulta que no. Tenemos Jueces Progresistas (Psoe); Jueces Conservadores (pp); Jueces para la Democracia (imagino que su “inclinación jurídica” se decantará en función de los intereses de cada momento); Jueces como el juez Garzón, que nunca se sabe donde esta pero que, al parecer, va por libre, y así, otros varios. Pregunto yo, siempre en mi ingenuidad, ¿no sería más razonable que todos actuaran y se llamaran: Jueces para la Justicia?
Puede que, aunque con más discreción, siempre haya sido así. Pero es tal el descaro con el que sus señorías exhiben su filiación política y su decantación a favor de tesis perfectamente definidas, que produce sonrojo sólo el observarlo. Son tan previsibles y evidentes sus actuaciones – el ínclito Garzón es un modelo inmejorable – que uno llega a la conclusión que lo de menos es lo que se juzga, ni el como; sino lo que conviene políticamente.
Pero siendo lo denunciado terrible, aún es peor el descaro y la falta de ética de quienes, y son mayoría, debiendo defender los sagrados principios de la Justicia, poniéndose al lado de los ciudadanos, actúan sin importarles la opinión de estos en una clara burla a su inteligencia. Por esa razón debemos mostrar nuestro pleno rechazo a una Administración de Justicia que lejos de mostrar respeto por los ciudadanos a los que debe proteger, los toman, en el mejor de los casos, por estúpidos.
En cuanto al especialísimo caso del Juez Garzón – su reclamación de amparo al cgpj, después de su intolerable intromisión en un sumario que no le correspondía y teniendo en cuenta sus descaradas actuaciones a favor de una de las partes – en justa correspondencia a su falta de respeto por el resto de los ciudadanos se merecería ser objeto de la parodia de aquella frase chulesca del acerbo popular madrileño que decía: Senen, Senen, Senen… y que aplicada al “estrellado” juez dijera: “Garzón, Garzón, Garzonen, si no te han dao… que te den”.

Felipe Cantos, escritor.

La insultante estafa de los seguros del automóvil.



No hay otro infierno peor para el hombre que la necedad o la ruindad de sus semejantes. Marques de Sade.

Tengo para mí la sensación de que al albur de cuanto, desgraciadamente, está sucediendo en esta sufrida España, desviando la cotidiana atención de los problemas que deberían preocupar al ciudadano de a pie, algunos sectores de nuestra sociedad, especialmente los económicos, están obteniendo pingues beneficios.
Sin olvidar sectores como el inmobiliario, el energético, o la banca, por citar algunos, llevo un tiempo reflexionando sobre la impuesta necesidad de los seguros del automóvil. Y a fe que, por más que lo intento, no logro saber para qué carajo precisamos los sufridos automovilistas semejante seguro. O cuanto menos del modo en que está concebido actualmente.
Bien es cierto que como empresario, ya retirado, tengo un gran respeto por cualquier iniciativa empresarial y, ni que decir tiene, que acepto de pleno que su objetivo sea, por encima de cualquier otro, la obtención de beneficios al final de cada ejercicio mercantil.
Ahora bien, de eso a pretender que los sufridos clientes de cualquier compañía de seguros nos convirtamos en altruistas donantes, a fondo perdido, de una importante cantidad de euros de nuestro presupuesto anual, como si se tratase de colaborar con cualquier ong al uso, media un abismo.
Desde que las compañías de seguros se “inventaron” la aplicación de eso que ellos llaman eufemísticamente bonus, y que yo calificaría de “termómetro de rentabilidad”, nos encontramos con la paradoja, como en las enfermedades incurables, que si tu temperatura de riesgo sube más de lo que les interesa a estas, lo mejor es dejar al enfermo a su suerte.
No será preciso que entre los “bonus malus y los bonus buenus” – ignoro si así se llaman – se produzca una gran descompensación a favor de los primeros, o incluso igualados. Bastará con que en la correlación de fuerzas esté ligeramente a favor de los “malus” para que la compañía aseguradora de turno reconsidere el análisis de su póliza y se planteé, sin más, rescindirla.
En otras palabras. Aunque el importe por usted pagado por el seguro contratado supere a los posibles cargos ocasionados por los razonables accidentes, usted dejará de tener interés para la compañía en cuestión. El índice de riesgo es, dicen, demasiado alto.
Y es que se trata, como decía al principio, de que usted pague, sin más y a fondo perdido, una cantidad, no para prever las posibles consecuencias de un accidente, sino para alimentar la insaciable voracidad de su compañía de seguros.
Por esa razón se entiende que cada vez son más las compañías que en sus reclamos publicitarios ofrecen descuentos descomunales, de hasta el 60%, a “buenos conductores” – que jamás tengan un accidente - merecedores de el máximo posible de “bonus buenus”, desechando a aquellos conductores que, no necesariamente, sean el colmo de la torpeza, pero que en su devenir constante suelen tener pequeños accidentes y roces, o simplemente mala suerte.
Y yo me pregunto, para qué sirve un seguro a todo riesgo que pagado religiosamente cada año sólo pretende colocarte en el cuadro de honor de “los buenos conductores”; pero evita tener que cubrir los posibles accidentes que tu automóvil pueda tener y que, en base a los “bonus malus” prescindirá de ti con toda urgencia en el momento que estos sobrepasen la línea roja.
Yo, dejando por un momento la modestia a un lado, soy un razonable buen conductor y creo que a lo largo de mi vida, como tal, habré dado, a lo sumo, tres partes de pequeñas cosas, generalmente encontradas después de depositar el coche en un parking. De manera que, y perdonen la franqueza, para qué coño quiero yo un seguro a todo riesgo, o a terceros con franquicia, de mi automóvil que sólo, salvo serios imprevistos, me reportara, por ser como soy, la acumulación de un maravilloso número de “bonus buenus”. Imagino que como en mi caso se encontrarán millones de conductores.
Bien es cierto que existe otro tipo de conductor, tal vez con peor suerte que el que escribe, que suele tener pequeños y no tan pequeños accidentes de forma frecuente. Pero no se alarme querido lector. Para eso, nuestras ínclitas compañías de seguros han encontrado hace tiempo, además del “bonus malus”, otra alternativa: la famosa franquicia. De manera que si tiene usted la “suerte” de pertenecer al club de los franquiciados sabrá que todo desperfecto que sufra su coche hasta una determinada cantidad, además de haber pagado religiosamente a su compañía su seguro, que no sé para qué demonios sirve, deberá ser pagada igualmente por usted.
Y es que la síntesis es bien sencilla: o es usted un inigualable conductor, repleto de “bonus buenus”, que nunca tiene problemas con su automóvil, en cuyo caso usted dejará año tras año, repito, a fondo perdido un buen puñado de euros en las arcas de su compañía de seguros o, si no tiene usted tanta suerte, pese a haber pagado igualmente una importante cantidad a su seguro, correrá con los gastos de cuantos pequeños o medianos accidentes puedan sucederle.
Sólo en el caso de sobrepasar los límites de esa franquicia impuesta, que puede suponer un accidente de magnitud extrema, incluso con resultado de muerte, será la compañía la que - por fin sabremos para qué sirve lo que pagamos - se hará cargo de las cantidades devengadas.
No conozco las cifras de las compañías de seguros en ese apartado, aunque sus beneficios crecen y crecen anualmente, pero, en esa situación tan excepcional, no tendría ningún inconveniente en reintegrarme a la dinámica empresarial y crear una cuanto antes.

Felipe Cantos, escritor.




El sarcástico mundo de los “gurus” de la economía.


Un experto es una persona que ha cometido todos los errores que se pueden cometer en un determinado campo. Niels Bohr.

Hace algunas semanas, en esta misma columna y con el mejor ánimo, trate de poner en tela de juicio lo que, a mi modesto entender, significaban los “santones” en el mundo de las Bellas Artes y de la Creación. Como consecuencia de ello recibí opiniones para todos los gustos, algunas de ellas nada edificantes, aunque razonablemente aceptables. Uno debe saber a lo que se arriesga cuando se adentra en el mundo de la libertad de expresión.
Sin embargo, lo más importante fue comprobar como, junto a lo que yo sostenía en aquel artículo, algunas opiniones vinieron a decirme que, lamentablemente, el mal de los “magos”, de los “santones” que constantemente están “creando cátedra”, es extensible a casi todas las actividades que se dan en nuestra sociedad. El mundo del Arte, afirmaban, no es el único que sufre de manera exclusiva este mal. “Intente acercarse, sin ir más lejos, a dos actividades que condicionan de manera especialísima nuestras vidas, la Economía y el Derecho, y verá.”
Y tienen mucha razón. Lo que sucede es que no es posible escribir de todo al mismo tiempo, sin correr el riesgo de confundir las churras con las merinas. Además, por lo general, mis artículos tienen cierta densidad. De modo que si trato de generalizar demasiado, el resultado puede ser catastrófico, sino, ininteligible.
Sin embargo, bien es cierto, en mi ánimo estaba, y esta, el tratar de plantear de la forma más reflexiva posible el pernicioso efecto que sobre estas dos disciplinas, la Economía y el Derecho tienen los llamados “santones”.
Hay una tercera disciplina, la Política, tan desprestigiada a fuerza de insistir sus propios “profesionales”, que apenas si quedan resquicios honrados a los que aferrarse para realizar una mínima crítica constructiva. Es una actividad, tan podrida, tan inmersa en una denigrante marabunta de perversos intereses ajenos a lo que se supone debería ser, que para realizar cualquier razonable análisis antes sería preciso contar (¿) con que los protagonistas pusieran un mínimo interés en limpiar la imagen de su actividad, y la de ellos mismos.
Hoy, todos sabemos que quien se acerca a la política lo hará con la intención de obtener, directa o indirectamente, pingues beneficios, legales o no, de una actividad que debería ser, como la religión, uno de los referentes morales y éticos de todas las demás.
De modo que retomemos, por el momento, el análisis de la Economía y los economistas, dejando para otra ocasión el Derecho y sus practicantes y ejecutores, merecedores por sí mismos de un espacio independiente. Si bien ambas disciplinas no son perfectas, a diferencia de la Política, al menos es posible acercarse a ellas sin que la podredumbre acabe por enterrarte.
Evidentemente, no tengo intención alguna de descalificar el trabajo de estos profesionales, pero si desmitificar y reducir algunos grados su auto bombo y denunciar, como sucede con otro buen número de “profesionales”, por ejemplo los teólogos, que nos intentan hacer ver sus actividades del mismo modo: inalcanzables en su saber para el resto de los mortales.
Es de dominio público que estas actividades se han desarrollado, y continúan haciéndolo, a través de un lenguaje verbal, en ocasiones de signos, y una terminología que, además de fatua, resulta innecesaria. Se diría que, con la intención de ser lo menos comprendidos del planeta y, al parecer, de ese modo poder ocultar mejor sus enormes meteduras de pata, o su incompetencia, estos profesionales de la Economía llevan años transmutando el lenguaje normal hasta hacérnoslo, literalmente, incomprensible. Esto, en demasiadas ocasiones, nos obliga a plantearnos si no estaremos ante una actividad que se asemeja más a “Encuentros en la tercera fase”, que a la imprescindible actividad que nos debe permitir comprender con facilidad una situación de elemental economía.
Parecen querer que olvidemos que las bases de toda disciplina se encuentran en el más que indispensable sentido común, que, de salida, en el caso de la Economía no dista demasiado de lo que significa la más simple de las economías familiares: si deseamos que esta no se deslice por caminos equivocados y perjudiciales hemos de conseguir que, cuanto menos, nuestras obligaciones no sobrepasen a nuestros ingresos. Después, si lo deseamos, podemos realizar las florituras, verbales o técnicas, que se nos antojen. Pero, eso, no serán más que florituras.
Se da la paradoja de que, aunque en el trabajo de los economistas el arma principal son las matemáticas, su actividad, lamentablemente, no es una ciencia exacta. De modo que, parece, que con el uso de las reprobables terminologías, aunque pudiera no ser su intención, terminarán dándonos gato por liebre.
Así, cuando estos “profetas” de los números y las previsiones, casi siempre inexactas, realizan sus cálculos, lo hacen sobre la base de datos extraídos de asentadas experiencias anteriores, y manejando una serie de coordenadas que les permitirán acercarse, algo, a una previsible realidad que dependerá, entre otras cosas, de agentes externos que, desde el mismo instante de su previsión, escaparan a su control. Decía Cela que “…un experto es aquel que está en perfectas condiciones para explicar y resolver la crisis inmediatamente anterior”.
Bien es cierto que se me podría decir que son conscientes de ello y preguntarme de qué otro modo, si no es utilizando esos antecedentes, podría realizar previsión alguna. Y tienen razón. Pero la cuestión es otra. Oyéndoles hablar ex-cátedra, uno se pregunta como es que el resultado final de sus apreciaciones suele variar de manera tan ostensible con respecto de la realidad final obtenida.
Admitamos que una razonable profundización en las diversas materias que nos interesen, ampliará nuestros conocimientos sobre ellas. Pero debemos alejarnos de la falsa idea de que, salvo que te encuentren inmerso en ese mundo, no debes acercarte, ni interferir las “inteligentes” decisiones tomadas por estos “magos”, aceptando como moneda de ley sus opiniones y sus consejos. Estos no tienen garantía alguna de que sus decisiones finales sean las más acertadas.
Y como el movimiento se demuestra andando, baste citar algunos ejemplos históricos que ilustran este texto. Hace algunos años, Carlos Solchaga, a la sazón “superministro” de Economía y Hacienda de los gobiernos de Felipe González acabó, pese a todos sus cálculos y previsiones, por quemar la economía española, dejándola en un lamentable estado comatoso. Pese a ello, se permitió declarar públicamente que España era el país en el que más rápidamente se podía hacer uno rico. Desgraciadamente, en esa previsión “económica”, aunque los métodos usados no fueran los más legales, acertó plenamente.
Solbes y Almunia serían otros ejemplos a tener en cuenta. Del primero, cada vez es menos comprensible sus decisiones. Sus contradicciones en la aplicación de las alternativas económicas dependerán del puesto político que ocupe en cada momento. Lo que servía para controlar la economía desde la Unión Europea, resulta ineficaz y perjudicial como ministro de hacienda de España. En cuanto al segundo, hoy responsable de economía de la Unión Europea, aún nos estamos preguntando de qué rincón del baúl de los recuerdos desempolvó su título de economista para ejercer como tal. Que se sepa, a poco que agudice uno la memoria, este sujeto estuvo dedicado de lleno a la política, cuanto menos, los últimos 25/30 años. De manera que…
Quizás el ejemplo más claro, a la vez que el más honrado, sea el del también ministro de Economía y Hacienda con Felipe González, Miguel Boyer quien, a preguntas de un periodista sobre la fiabilidad y solvencia de los presupuestos que acababa de presentar en el Congreso de los Diputados, respondió algo así como: “Hemos realizado todos los cálculos, hemos previsto todas las alternativas, hemos considerado todos los posibles cambios que se puedan producir en nuestra economía y en la mundial, pero eso no es más que el cincuenta por ciento de las posibilidades de que estos presupuestos se puedan cumplir. Para el buen fin del otro cincuenta por ciento, concluyó - mientras se santiguaba - póngase a rezar para que se cumpla”.

Felipe Cantos, escritor.






¿Alguien puede explicarlo?


No suponga que todo lo que no es capaz de entender es una soberana estupidez. Ludwig Wittgenstein.

Cuando en mis escritos trato de analizar los acontecimientos políticos que nos afectan de manera directa a todos los españoles, intento, probablemente sin conseguirlo del todo, que mis inevitables inclinaciones políticas no acaben por “pervertirlos”.
Como principio básico les confieso que durante mucho tiempo mi interés por la política no pasó de lo meramente anecdótico. De manera que, sucediera lo que sucediera yo, como la gran mayoría mis compatriotas, entendíamos que “eso” de la política era para “los políticos”.
Sin embargo, con los años, y de manera especial por determinadas circunstancias sucedidas en estos últimos tiempos, me han venido a mostrar que a ningún hombre, independientemente del grado de participación con el que intervenga en ella, le es ajena la política. He llegado a la conclusión de que el simple hecho de nacer es ya de por sí un acto político. Con toda seguridad a alguien estas perturbando con tu aparición en este mundo.
Por esa razón, y por un gesto de inevitable responsabilidad, comencé a tomar más en serio todo aquello que impulsado por los políticos tuviera una incidencia directa en la gran mayoría de los españoles. Aunque no lo crean, lo difícil, en principio, era ser capaz de ubicarte en aquella opción política con la que sentirme más identificado. ¿Izquierda, por definición?; ¿derecha, por situación? o ¿centro, por aquello de no molestar a nadie y estar a bien con todos? Definitivamente, ninguna de ellas: ¡Liberal!
¿Por qué? Sencillamente, porque sin necesidad de exponer en este momento una reflexión más profunda sobre el liberalismo, esta opción política encuentra aportaciones positivas, tratando de apartar las negativas, en cualquiera de las otras dos tendencias de derechas e izquierdas, o viceversa. En síntesis. Ambas tienen aportaciones positivas que aprovechar, y se niegan, por sistema, las bondades mutuamente.
De manera que apoyado en ese confesado pensamiento liberal es como suelo escribir mis artículos. Por ello, cuando trato de analizar las noticias que, como al común de los mortales, me llegan contaminadas y preparadas para que las digiera con la mayor facilidad, procuro no dejarme influenciar por esa contaminación y entrar en el análisis de los hechos.
Así es como trato de digerir la ingente cantidad de información y contra información que sobre el 11/14m nos es suministrada todos los días. Suelo leer y escuchar a las dos partes enfrentadas y, en un ejercicio de responsabilidad ciudadana, tratando de extraer el grano de la paja y quedarme finalmente, repito, con los hechos.
Y hechos, probablemente muchos de ellos de difícil demostración, pero todos ellos de razonable investigación, son los que está exhibiendo de manera constante el diario el Mundo, ante la negativa sistemática del Gobierno: coches fantasmas; mochilas volátiles; autorías no demostradas; pruebas falseadas; explosivos no identificados, declaraciones de altos cargos policiales contradictorias, sino claramente falsas y un sinfín de cosas más.
Y ante ese cúmulo de documentación aportada por una de las partes, la otra se limita a negar las evidencias y condenar e impedir la profundización en la investigación de una masacre que acabó con la vida de 196 españoles.
Pero si esto es grave, yo, como ciudadano de a pie, no salgo de mi asombro cuando puesto al habla con un gran número de personas a las que, en algunos casos, considero amigas, y a todas ellas con formación y madurez suficiente como para ser capaces de reflexionar sobre un asunto de tal calado, estas se empeñen en desacreditar la labor de los investigadores, calificándoles de meros especuladores de una oculta trama negra. Sino algo peor.
Evidentemente no soy capaz, ni quien para llegar a conclusiones definitivas. Pero como responsable ciudadano de a pie tengo la obligación de animar a quienes, persiguiendo los intereses que persigan, incluso bastardos, se empeñen en que salga a la luz la verdad, por encima de todo.
De igual manera, repruebo a cuantos, amigos y no tan amigos, amparados en la ciega creencia de que “los suyos”, sea del modo que sea siempre tienen razón, apoyen con su opinión y con su aliento a quienes no desean profundizar en la investigación de 11m, dando por buena la “cómoda” versión servida por el Gobierno y apoyada por el diario El País. Les animo a que reflexionen, y les pregunto por qué están dispuestos a rechazar de plano la enorme cantidad de información y hechos aportados por los investigadores, y aceptan sin la menor vacilación y, lo peor, dan por zanjada la cuestión de la masacre con la simple lectura de un titular en el “periódico de toda su vida”, El País.
¿Alguien puede explicarlo?

Felipe Cantos, escritor.

13 septiembre 2006

El “corrá” de España y la degeneración de un país.


Todo está bien cuando sale de las manos del Autor de las cosas, todo degenera entre las manos del hombre. Jean Jacques Rousseau.

Es francamente difícil ocultar el conflicto interno que se provoca uno mismo cuando trata de hacer crítica de aquello que siempre ha considerado cercano, aquello que se encuentra imbuido en lo más profundo de sus creencias, de su cultura. En nuestro caso, en el de todos los españoles y naturalmente en el mío, una cultura ancestral. No soy nada dado a la autocomplacencia. Pero debo confesar que aún lo soy menos a la autocrítica. Tal vez en el tan traído “orgullo español”, frecuentemente parodiado por los ciudadanos de otras nacionalidades que dicen conocernos bien, se encuentre la clave.
De manera que cada vez que se me ha presentado la necesidad de entrar de lleno en la reflexión de determinadas actuaciones de mis conciudadanos, entre los que obviamente me incluyo, como se dice popularmente, se me han abierto las carnes.
Sin embargo, en pocas ocasiones, como en esta, me he sentido tan motivado, tan justificado para hacerlo. No me duelen prendas reconocer que hasta he sentido una cierta sensación morbosa al tener la posibilidad de hacerlo. No en vano nos estamos jugando en ella algo más que la imagen de nuestro país. Nos estamos jugando su dignidad.
Vengo observando en los últimos tiempos, - lo siento “señor” Rodríguez Zapatero que coincida con su periodo de mandato, pero es así – la degradación de nuestra sociedad en casi todas las áreas que la conforman. Sea esta, social, política, académica, intelectual, judicial, o de cualquier otro orden.
Pero he de admitir que hay un área en particular que ha conseguido sobrepasarme de manera muy especial. Es aquella en la que se mueve con sumo mal gusto eso que desde siempre hemos dado en llamar “lo popular”. Algunos más atrevidos han sido capaces de denominarla “la sabiduría del pueblo”.
No es un fenómeno nuevo, por lo que no voy a negar que desde siempre ha existido un segmento de la sociedad que, amparado en “lo popular” ha dado vida a “obras” carentes de la mínima calidad y sobradas de mal gusto. Pero, cuanto menos, hay que reconocerles la pretendida buena intención de aportar algo al acervo popular.
No creo que ese haya sido el caso de la “famosa composición” – creo que dice algo así – “Pá, voy a hace un corrá, pá meter guarrillos y guarrillas, etc.”. Confieso que espantado del mal gusto no he logrado escuchar la canción completa, por lo que desconozco su texto exacto. Supongo que se referirá a los extraordinarios animales portadores de los jamones más sabrosos del mundo. De otro modo… ¿qué les voy a decir que no sepan?
Pero si sorprendente es la “fácil” asunción por un gran segmento de público de algo tan estrambótico y desacertado, aún resulta menos comprensible que una ¿importante? cadena de televisión – creo que la recientemente inaugurada La Sexta - lo haya utilizado como estribillo y cuña de promoción de la Selección Nacional de fútbol en el pasado Campeonato Mundial de Alemania. ¿Será cierto que ese es el nivel medio de nuestros aficionados futboleros?
Por principio me negaré a aceptarlo. Sin embargo he de reconocer que determinadas señales encendidas a lo largo y ancho de estos últimos tiempos – vuelvo a lamentarlo “señor” Zapatero – me hacen poner en seria duda el mínimo nivel intelectual ¡medio!, y lo que es peor, el mínimo buen gusto de un gran número de mis conciudadanos.
Pues, si a lo antes descrito unimos los lamentablemente incombustibles, y en ocasiones vomitivos, programas del “hígado”, más conocidos como del corazón, con la exaltación y glorificación de todo lo que se refiere al mundo de los homosexuales – por fortuna, también, los hay sencillamente sensatos -; los execrables “Reality Show”, o la adictiva afición a la contemplación, no diré la lectura, pues estaría mintiendo, de las revistas del cuché, en donde el comportamiento de algunos de sus compradores raya en lo patológico, cuando disfrutan con masoquista deleite con la contemplación de los vestidos, las joyas, los coches, las mansiones, los barcos y cuantas propiedades prohibitivas para el común de los mortales, incluidos, sean o no en relaciones estables, la vida y fortuna del famoso/a “superguay” de turno y su no menos “interesante” pareja o acompañante, con franqueza, creo que queda poco por justificar.
Tratando de alejarnos del terreno de la mediocridad, pero sin conseguirlo por mor de las semejanzas y formas soeces con que se desenvuelven sus protagonistas, se encuentran seudo intelectuales que al amparo de autores y obras literarias de relieve pretenden mostrar una imagen que en nada les es propia. El reciente caso provocado por el ¿actor? José Rubianes al insultar, de manera clara y contundente, a todos los españoles mandando - palabras literales - “…a tomar por el culo a la puta España…” marca de manera definitiva el buen gusto que reina en el mundo de los zafios bufones del “talantoso” Rodríguez Zapatero.
Si bien es cierto que en todo tiempo y en todo lugar “han cocido y cuecen habas”, y que tratar de culpar a los políticos dirigentes en el momento puede ser, además de incorrecto, injusto; no es menos cierto que dependiendo del ambiente en el que te desenvuelvas y la situación, provocada o recibida, en la que te encuentres, se crearán las circunstancias ideales para facilitar situaciones semejantes.
Probablemente, en el caso del “popular” Rubianes, desde que se enfundara el personaje de MakiNavaja, se haya producido una simbiosis con este, de la que jamás ha logrado desprenderse. Eso justificaría, en parte, sus barruntes, ya que parecería no hablar más que por boca del delincuente hortera. No obstante, lo más sorprendente fueron las últimas declaraciones realizadas por el ínclito. Este, tratando de justificar sus exabruptos, alude a unas declaraciones realizadas por García Lorca en vida: “Yo soy español integral (…) pero odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta, por el sólo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos”. ¡¡Y esto nos lo cuenta el fulano después de haber insultado gravemente a todos los españoles desde una tribuna supranacionalista - Cataluña - que no admite otro pensamiento que el que surge de su endogámico ombligo!!
Puede que, finalmente, todo se resuma en un problema semántico. Pero, honradamente, creo que se han sobrepasado todos los límites. Ahora, lo importante, lo más urgente para una buena convivencia no es preocuparnos si izquierdas o derechas; nacionalismos localistas perversos, o grandes nacionalismos reaccionarios y radicales. Debería bastar con que comenzáramos por recuperar el sentido más correcto de la vergüenza, de la corrección y la mínima educación, para ser capaces de poder iniciar el más mínimo entendimiento. Y, naturalmente, la frecuente utilización del sentido común.
Y ello comenzando por nuestras clases dirigentes. Sean estos políticos, jueces, actores, o empresarios. Su ejemplo, por lo general nada edificante, es un mal espejo que conlleva, como antes decía, a la degeneración de toda una sociedad.
El último discurso, exento de todo sentido común y cursi donde los haya, pronunciado por Rodríguez Zapatero en un foro internacional, son digna muestra del uso que no debe hacerse de las palabras, si se desea que su destino sea la razón. Sugerir, siquiera, que tenemos la obligación de reflexionar sobre el terrorismo y tratar de comprender sus razones, apoyado en la falacia de que siempre se había utilizado este como arma conminatoria, además de un despropósito en un mensaje equivocado y despreciable que no sólo provoca una degeneración del lenguaje, sino, también, de la moral de quien lo manifiesta.
Ignoro las razones que tendrá el señor Zapatero para invitarnos a tal aquelarre mental. Pero estoy seguro que acabaremos por saberlo y, ese día, seremos muchos los que, desde lo más profundo de nosotros mismos, nos mostraremos sorprendidos de no sorprendernos.

Felipe Cantos, escritor.

06 julio 2006

¿Quién se cree usted que es, “señor” presidente?

La libertad consiste, no sólo en el derecho concedido, sino en el poder dado al hombre para ejercitarla.

Hasta ahora, las iniciativas tomadas por el inquilino de la Moncloa, dicen que presidente de esta sufrida España (¿), además de desconcertantes se han mostrado, en su mayoría, ineficaces e, incluso en algunos casos, peligrosas. Sólo han servido, en cuestiones aisladas, para resolver pequeños y puntuales “problemas” que no respondían, en ningún caso, a grandes demandas sociales y, mayoritaria y lamentablemente, haciendo oídos sordos a multitudinarias manifestaciones, desenterrar el “hacha de guerra” y volver a colocar a media nación frente a la otra media.
Hay una parte de la ciudadanía, incluido el propio señor Zapatero, que parece querer olvidar que “al presidente”, al igual que sucediera con todos los que le precedieron, se le eligió para que, respetando las reglas del juego de la democracia y, principalmente, la Constitución, que juró defender y miserablemente ha traicionado, se pusiera al frente del ejecutivo para gobernar la nave del estado. No para “hacer de su capa un sayo”.
Debo confesar que, personalmente, prefiero hablar de administrar que de gobernar. Después de todo, ¿qué es lo que debería ser un buen político/gobernante, sino un buen administrador? Creo que con eso nos bastaría y, en cierto modo, acabaría con los, en estos tiempos, trasnochados y obsoletos conceptos de las ideologías y de las tendencias políticas que, sin duda, tuvieron una indiscutible vigencia en el pasado. Pero no hoy.
Ahora bien, sea como fuere, la realidad de los acontecimientos ha superado a la ficción más imaginativa, alcanzando cotas hasta hace poco inimaginables. Pretender establecer como normal, para ser digerido por la ciudadanía, que donde había unas leyes claramente definidas se nos diga ahora que su interpretación está sujeta a los vaivenes de un “presidente” según su conveniencia es, cuanto menos, surrealista. Ello, sin entrar a analizar, en el ámbito de lo penal, las últimas actuaciones del señor Zapatero y sus colaboradores.
Siempre han existido, y existirán, personajes que, dominados por una extraña e incomprensible paranoia, deciden convertirse en salvadores del mundo, sin que nadie se lo pida. Por esa razón, es fácilmente comprensible que los que utilizamos como guía y bandera, para caminar por esta vida, el “sentido común”, no entremos en el juego de estos “iluminados” y sus disparatados proyectos.
Si en su caminar político el señor Zapatero está dispuesto a autoinmolarse, llevándose por delante toda la historia y cultura de una nación milenaria, violando toda la normativa existente, incumpliendo todos lo juramentos realizados y traicionando los más sagrados principios, amén de ultrajar los derechos de quienes han sufrido el azote terrorista en sus propias carnes, agraviando la memoria de los casi mil muertos, es muy dueño de hacerlo. Sin duda alguna la historia se lo demandará. Pero lo que no puede pretender es que comprendamos tal aberración y, aún menos, que le apoyemos y acompañemos en la “aventura”.
La meridianas claridad con la que la Constitución y el resto de leyes, desgraciadamente manejadas por él a su antojo – Fiscalía (Conde-Pumpido); Audiencia Nacional (El recién incorporado Garzón) y otros – poniendo de manifiesto la ilegalidad de sus actos desde que llegara al poder, han quedado completamente eclipsada con su decisión de autorizar y establecer de manera oficial las conversaciones y negociaciones con la banda terrorista ETA. Negociaciones que, por otro lado, no tendría porque sorprendernos si se realizaran dentro del marco institucional como, pese a las enormes dificultades que estas conllevan, fueron intentadas por gobiernos anteriores, con el fracasado resultado ya conocido.
La gran diferencia entre esta ocasión y las precedentes, y por ende la tragedia de la misma, es que, pese a las insistentes declaraciones negativas del titular del ejecutivo y sus adláteres - poco creíbles dado el historial de mentiras desde que se hicieran con el poder - en esta ocasión se tienen por negociadas y aceptadas las reivindicaciones de los terroristas. Al menos estos, contradiciendo la necedad del ejecutivo, con su presidente a la cabeza, manifiestan con toda claridad que sus objetivos siguen siendo los mismos. ¿De qué han servido entonces los casi mil muertos y el sufrimiento de sus familias? ¿Para qué demonios hemos soportado estoicamente el azote terrorista todos estos años?
Pero si incomprensible resulta el inicio de unas negociaciones que de continuo se niegan como tal, – según el ejecutivo, no hay nada que negociar, por tanto, pregunto yo, ¿para qué reunirse entonces? – más irracional resulta que pretenda hacerlo en nombre de todos los españoles y de las victimas, sin que en ningún momento fuera elegido para ello.
Además, en el supuesto de que hubiera la mínima posibilidad de negociar con ETA, ¿quién garantiza que la banda respetará los acuerdos? ¿En serio cree el “señor presidente” que ETA ha llegado hasta aquí, en su sangriento camino, para acabar con una mano delante y otra detrás?
De llevarse a cabo la propuesta presentada por Rodríguez Zapatero, sibilina donde las haya, en su comunicado del inicio de las negociaciones, con esas palabras del “respeto a la voluntad de los vascos” – imagino que como en Cataluña al margen del resto de los españoles - ¿En serio piensa que una banda, como ETA, asumirá, después de matar sin escrúpulos a, casi, mil personas, el resultado que salga de las urnas, si este no le fuera favorable? ¿Estaría el “señor presidente” dispuesto a garantizar de algún modo que ETA respetaría los resultados, de serles estos negativos?
“Señor presidente”, salvo sus incondicionales, ni la ley, ni la opinión pública en general le ha dotado de poderes para tomar en su nombre semejante decisión. Tampoco es usted la personificación de la Constitución. Desgraciadamente, tratándose de quien tiene la sagrada obligación de defenderla, más bien todo lo contrario.
De modo que no logro entender en nombre de quién y bajo qué normativa se subroga usted el derecho de decidir, por si sólo, lo que es un derecho inalienable de todos los españoles.
¿Quién se cree usted que es, “señor presidente”?

Felipe Cantos, escritor.

29 junio 2006

¡De eso nada!

Aquí estoy, yo soy quien lo hizo, vuelve tu espalda hacía mí. Virgilio.

Nunca he logrado entender como pudo llegarse a la conclusión de que un pueblo, una nación una sociedad tiene en su seno los políticos, y cualquier otro impresentable personaje, que se merece. ¿Quién demonios se atrevió a acuñar semejante majadería?
Bien es cierto que, como consecuencia del equívoco y lamentable planteamiento en la distribución de los votos, en cualquier reconocida democracia puede darse, de hecho se da, irónicas situaciones en donde no siempre el más votado, ni el mejor, puede resultar finalmente el que termine haciéndose con el poder.
Pero si bien hemos de aceptar como jurídicamente legal semejante situación, en función de las reglas establecidas, jamás las reconoceré como legítimas, igualmente apoyado en esas reglas que permiten hacerse con el poder a grupúsculos que puede no alcanzar más allá del 35% de los votos de los ciudadanos. Aún menos reconocerles como tales y asumirlos como propios.
De manera que en ningún caso estoy por la labor de aceptar que un impresentable y mal político, elegido sabe Dios por qué circunstancias ajenas a la lógica y al sentido común, es tan mío y, haga lo que haga, soy merecedor y responsable de él, como los que le han votado. ¡De eso nada!
Estoy dispuesto a asumir, qué duda cabe, que las reglas de juego que nos hemos impuesto en esta sociedad nuestra, aunque imperfectas, han de ser respetadas para que un mínimo orden sea posible. Pero bajo ningún concepto a aceptar que la responsabilidad emanada de las decisiones de esas mayorías/minoritarias, cuyas decisiones, por lo general carentes de la mínima reflexión, son igualmente mías. Como decía en el encabezamiento de este artículo, repito: ¡de eso nada!
No llegaré al extremo, como pensaba un buen amigo mío ya fallecido, que le era imposible ser demócrata en el sentido más amplio de la palabra. Decía, no carente de razón, que le resultaba incomprensible que el voto de un doble licenciado en Económicas y Empresariales, con veinticinco años de experiencia profesional a su espalda, era su caso, tuviera el mismo valor que el de, con todos los respetos, un joven empleado de los servicios de limpieza del ayuntamiento, recién inmigrado y legalizado por mor de los intereses de un determinado partido. “Imposible, añadía, que pueda ser tan reflexivo y formado como el mío.”
Pero si, cuanto menos, procuraré no asumir las consecuencias negativas de las malas decisiones de terceros que, pensando sabe Dios con qué parte de su cuerpo, deciden encumbrar al poder a personajes de dudosa catadura moral e indiscutible indigencia intelectual. Incluso a iluminados por cualquier “dios menor”.
Por esa razón, a quienes se les llena la boca de repetir constantemente que lo que está sucediendo en nuestra maltratada España es responsabilidad de todos, y que todos tenemos lo que nos merecemos le diré, una vez más que ¡de eso nada! Allá quien les hayan votado. A los demás sólo nos restará aceptarlo, pero jamás sentirnos complacidos, ni mucho menos cómplices.
Durante las escasas horas que precedieron a las últimas elecciones generales del 2003, repetí, rogué, solicité a cuantos tuve la oportunidad, que dejaran aparcado el corazón y el hígado, entre otras cosas porque la verdad de lo sucedido estaba por descubrirse – hoy así se confirma - y reflexionaran fríamente sobre el sentido de su voto. Que bajo ningún concepto lo cambiaran, fuera este el que fuera, como consecuencia de lo sucedido. Lo sucedido ya no tenía solución. Pero las consecuencias de cambiar su voto podrían ser aún peores.
Algunos reaccionaron. Pero, a la vista está, la inmensa mayoría cambió el signo de su voto y el resultado de las elecciones, y por ende el rumbo, hasta ese momento razonablemente correcto, de España.
El tiempo ha venido a confirmar lo que pensaba. Jamás puede ser bueno anteponer el instinto – no me atrevería yo a decir que los sentimientos - a la razón. La situación de España es, cuanto menos compleja. Pero sobre todo desconcertante. Los racionales problemas que habitualmente preocupan a un país han pasado a un segundo plano, para dejarnos desbordar por otros, sacados del baúl de los recuerdos que parecían, y deberían, haber sido superados hace muchos años.
De manera que pese a no perder de vista el repetido tópico “el hombre es el único animal que tropieza dos (y tres, y cuatro, y…) veces con la misma piedra”, desde esta tribuna deseo apelar al sentido común de cuantos de una manera reflexiva han podido constatar que las consecuencias de una decisión, inspirada por cualquier otra motivación que no sea la razón, generalmente son nefastas.
Por ello, me permitiría pedirles que tengan muy presente que en los próximos meses se sucederán diversos convocatorias que les “invitarán” a reencontrarse consigo mismos y reparar, en la medida de lo posible, por ejemplo Cataluña, los daños causados por un voto irreflexivo. Sin duda, nuevas alternativas con un ideario más que razonable, caso Ciudadanos de Cataluña, serán propuestas para tener muy en cuenta ante las avejentadas, maleadas y corruptas formaciones ya conocidas por todos.
En cualquier caso, sea cual sea la decisión que en su momento tomen, si les rogaría a los irreflexivos e indolentes de turno, que suelen votar aconsejados por cualquier parte de su cuerpo – corazón, hígado, estómago e, incluso, bolsillo – a excepción de la cabeza que, a la vista de los resultados posteriores, asuman de pleno su responsabilidad y no pretendan a posteriori, colocarnos a todos en el mismo “saco” repitiendo eso de que “tenemos los políticos que nos merecemos”. Ellos serán quienes se los merezcan.
Que cuanto menos asuman su responsabilidad, aunque todos nos veamos obligados a aguantar la vela. A los demás sólo nos quedará el triste recurso de armarnos de santa paciencia y aceptar “democráticamente” la situación, repitiendo hasta la saciedad que: ¡¡De eso nada!!

Felipe Cantos, escritor.