Un radical es alguien con los pies plantados firmemente en el aire. Franklin Delano Roosevelt.
Llevo cerca de dos décadas, desde que por razones personales y profesionales fijé mi residencia fuera de España, en las que no he dejado de manifestar mi preocupación por lo que significa el mal llamado - yo me atrevería a calificar de imposible - proceso de integración del Islam en Europa, y viceversa.
Partiendo de la premisa de que bajo ningún concepto se trata de realizar comparaciones de dos mundos, casi, antagónicos, sería de todo punto falso, o lo que es peor, estúpidamente demagógico el cerrar los ojos ante una realidad que, por dura que resulte, se nos hace patente a diario.
Soy un ferviente admirador del legado cultural, en el más amplio sentido de la palabra, y de la filosofía, en su esencia pacifista, que el Islam nos donó durante su presencia en casi toda Europa, y de manera muy especial en España. Resultaría falso y de una pobreza intelectual desvergonzada olvidar sus aportaciones en el campo de la medicina, de la arquitectura o, por no ir demasiado lejos, en el de las matemáticas, sin cuyos grafismos numéricos uno, de tarde en tarde, no termina de preguntarse dónde nos encontraríamos sin ellos.
Pero, como diría el clásico, una cosa es predicar y otra dar trigo. De manera que igual que reconozco/reconocemos – pues evidentemente no soy el único - los méritos que siglos atrás la civilización musulmana aportó al mundo, y que ha llegado hasta nuestros días, sería igualmente injusto no reconocer que esta civilización quedó anclada y distante algo más de dos siglos, de la judeo-cristiana, representada por eso que hemos dado en llamar Occidente.
Seguramente, aquí sería de justicia aclarar que son las clases bajas, lo que se conoce como el pueblo llano, las que se apearon o, más bien, fueron apeadas del imparable progreso que se desarrolló, en Occidente, desde la revolución industrial hasta hoy. Sin embargo, las clases dirigentes islámicas, apoyadas en unas radicales creencias, en una rudimentaria economía, pero aprovechando los, casi, inagotables recursos naturales, que les han enriquecido hasta el hartazgo, han sabido formarse y formar a los “suyos”, principalmente en Occidente.
De manera que, para no perder sus privilegios, estas clases dirigentes han mantenido a sus pueblos en la más absoluta de las ignorancias, conservando obsoletas tradiciones que lejos de permitirles, mediante la cultura, su desarrollo personal y de conjunto, han fomentado radicales creencias que sirven de alimento espiritual para todas sus reivindicaciones. Sean o no justas.
Por ello, resulta “fácil” entender que, lejos de rebelarse contra quienes les han impedido un progreso equilibrado y gradual en estos más de dos siglos últimos, su radical formación les lleve a pensar que el “infiel” es su enemigo natural al que hay que combatir y destruir del modo que sea. De nada servirá que este “infiel”, en ocasiones superando las máximas en cortesía, rayando en la estupidez, acoja a ese mundo en la ingenua creencia de que podrá entenderse con él.
Pero los hechos se muestran tozudos, casi intolerantes. Ante la amplia comprensión que durante decenas de años Occidente ha exhibido hacia el mundo islámico – pañuelos, velos, mezquitas y un sinfín de prendas, gestos y signos externos claramente identificativos de una sociedad diametralmente opuesta a la que de algún modo dicen querer integrase – los países musulmanes no han dado un sólo paso por mostrar una mínima tolerancia con el mundo cristiano que pudiera, cuanto menos, mostrar las buenas intenciones de compensar los esfuerzos realizados por Occidente.
En la mayoría de los países islámicos es materialmente imposible, incluso peligroso, mostrar cualquier signo que pueda identificar a un cristiano, aunque sólo sea a título personal. Excuso plantear tan siquiera lo que supone la menor intención de propagar el mensaje de la Iglesia Católica o, el súmmun, tratar de construir en alguna ciudad cualquier iglesia, o la más pequeña capilla en cualquier barrio marginal de raíz musulmana.
Ni tan siquiera es preciso alejarse hasta Irán, o perderse en lo más profundo de Afganistán para constatar la interesada e inmoderada interpretación que del Corán hacen sus practicantes. Bastará con que se acerquen a Estambul, ciudad puntera, con innegable vocación europea, de una Turquía aspirante a ingresar en la Unión Europea, para comprobar con sus propios ojos la radicalización que, en extensos barrios, como Çar Samba, se mantiene y alimenta permanentemente. Mujeres, incluidas las niñas, cubiertas de pies a cabeza. Hombres vestidos con las clásicas prendas largas, de doble abrigo, incluso en verano, que cubren sus cabezas con gorros al uso y ocultan sus caras bajo unas tupidas y largas barbas, y cuyas leyes, en su zona de influencia, prevalecen en muchas ocasiones sobre las generales que rigen el país.
De manera que, frente a lo expuesto, no parece difícil llegar a la conclusión de que el grave problema que se ha instalado entre ambas civilizaciones, yo prefiero hablar de culturas, proviene más de la equivocada tolerancia exhibida por lo que conocemos como Occidente, que a la inversa. Ya conocen aquel proverbio de “más vale prevenir que curar”. Aunque la responsabilidad de la violencia directa parezca provenir únicamente de uno de los lados.
Soy consciente de que algunos tratarán de rebatir este razonamiento argumentando que mientras Occidente, en un descarado expolio de los bienes de los países islámicos, principalmente los energéticos, unido al enquistado problema con Israel, han provocado la “ira” de este universo.
Pero siendo esto parcialmente cierto, nada más alejado de la realidad. Si tenemos en cuenta el enorme atraso tecnológico de cualquiera de estos países, en el que Occidente no ha tenido nada que ver de manera directa, aún hoy sería la fecha en que estarían por iniciarse la explotación de los enormes recursos energéticos existentes en ellos.
Cuestión aparte es la distribución de esa riqueza y la pequeña, por no calificar de miserable, parte que el ciudadano de a pie haya recibido directamente, o en las mil y una manera – cultura, salud, infraestructuras etc. - en que debería haberse beneficiado. Y eso si, reflexionando, debe llegar a la conclusión de que no es a la civilización occidental a la que debe demandar esas desigualdades. Si no a quienes, desde hace cientos de años, les gobierna.
Y en cuanto a Occidente, de manera especial Europa, creo que, expresándolo en lenguaje de la mar, debería recoger velas y replantear seriamente su política de inmigración para tratar de controlar la enorme ola que nos inundará en las próximas décadas.
Y ello, bajo la inexcusable máxima de que, aún respetando escrupulosamente las creencias e idiosincrasia de cada etnia, todo nuevo ciudadano que se incorpore deberá, igualmente, acercarse, conocer y respetar la costumbres del país que lo acoja. No es de recibo que invites a comer en tu casa al vecino y este decida la hora, la ropa y hasta el menú que se ha de poner sobre la mesa.
Puede que ustedes no lleguen a conocerlo, pero de continuar así les aseguro que sus hijos y nietos corren serios riesgos de verse obligados a cambiar sus hábitos, e incluso sus costumbres más ancestrales para obedecer “complacientes” al imán que en un futuro no muy lejano acabará ganando las elecciones en sus circunscripciones.
¿Estaremos aun a tiempo de corregir nuestros graves errores, después de siglos de despropósitos?
Felipe Cantos, escritor.
Llevo cerca de dos décadas, desde que por razones personales y profesionales fijé mi residencia fuera de España, en las que no he dejado de manifestar mi preocupación por lo que significa el mal llamado - yo me atrevería a calificar de imposible - proceso de integración del Islam en Europa, y viceversa.
Partiendo de la premisa de que bajo ningún concepto se trata de realizar comparaciones de dos mundos, casi, antagónicos, sería de todo punto falso, o lo que es peor, estúpidamente demagógico el cerrar los ojos ante una realidad que, por dura que resulte, se nos hace patente a diario.
Soy un ferviente admirador del legado cultural, en el más amplio sentido de la palabra, y de la filosofía, en su esencia pacifista, que el Islam nos donó durante su presencia en casi toda Europa, y de manera muy especial en España. Resultaría falso y de una pobreza intelectual desvergonzada olvidar sus aportaciones en el campo de la medicina, de la arquitectura o, por no ir demasiado lejos, en el de las matemáticas, sin cuyos grafismos numéricos uno, de tarde en tarde, no termina de preguntarse dónde nos encontraríamos sin ellos.
Pero, como diría el clásico, una cosa es predicar y otra dar trigo. De manera que igual que reconozco/reconocemos – pues evidentemente no soy el único - los méritos que siglos atrás la civilización musulmana aportó al mundo, y que ha llegado hasta nuestros días, sería igualmente injusto no reconocer que esta civilización quedó anclada y distante algo más de dos siglos, de la judeo-cristiana, representada por eso que hemos dado en llamar Occidente.
Seguramente, aquí sería de justicia aclarar que son las clases bajas, lo que se conoce como el pueblo llano, las que se apearon o, más bien, fueron apeadas del imparable progreso que se desarrolló, en Occidente, desde la revolución industrial hasta hoy. Sin embargo, las clases dirigentes islámicas, apoyadas en unas radicales creencias, en una rudimentaria economía, pero aprovechando los, casi, inagotables recursos naturales, que les han enriquecido hasta el hartazgo, han sabido formarse y formar a los “suyos”, principalmente en Occidente.
De manera que, para no perder sus privilegios, estas clases dirigentes han mantenido a sus pueblos en la más absoluta de las ignorancias, conservando obsoletas tradiciones que lejos de permitirles, mediante la cultura, su desarrollo personal y de conjunto, han fomentado radicales creencias que sirven de alimento espiritual para todas sus reivindicaciones. Sean o no justas.
Por ello, resulta “fácil” entender que, lejos de rebelarse contra quienes les han impedido un progreso equilibrado y gradual en estos más de dos siglos últimos, su radical formación les lleve a pensar que el “infiel” es su enemigo natural al que hay que combatir y destruir del modo que sea. De nada servirá que este “infiel”, en ocasiones superando las máximas en cortesía, rayando en la estupidez, acoja a ese mundo en la ingenua creencia de que podrá entenderse con él.
Pero los hechos se muestran tozudos, casi intolerantes. Ante la amplia comprensión que durante decenas de años Occidente ha exhibido hacia el mundo islámico – pañuelos, velos, mezquitas y un sinfín de prendas, gestos y signos externos claramente identificativos de una sociedad diametralmente opuesta a la que de algún modo dicen querer integrase – los países musulmanes no han dado un sólo paso por mostrar una mínima tolerancia con el mundo cristiano que pudiera, cuanto menos, mostrar las buenas intenciones de compensar los esfuerzos realizados por Occidente.
En la mayoría de los países islámicos es materialmente imposible, incluso peligroso, mostrar cualquier signo que pueda identificar a un cristiano, aunque sólo sea a título personal. Excuso plantear tan siquiera lo que supone la menor intención de propagar el mensaje de la Iglesia Católica o, el súmmun, tratar de construir en alguna ciudad cualquier iglesia, o la más pequeña capilla en cualquier barrio marginal de raíz musulmana.
Ni tan siquiera es preciso alejarse hasta Irán, o perderse en lo más profundo de Afganistán para constatar la interesada e inmoderada interpretación que del Corán hacen sus practicantes. Bastará con que se acerquen a Estambul, ciudad puntera, con innegable vocación europea, de una Turquía aspirante a ingresar en la Unión Europea, para comprobar con sus propios ojos la radicalización que, en extensos barrios, como Çar Samba, se mantiene y alimenta permanentemente. Mujeres, incluidas las niñas, cubiertas de pies a cabeza. Hombres vestidos con las clásicas prendas largas, de doble abrigo, incluso en verano, que cubren sus cabezas con gorros al uso y ocultan sus caras bajo unas tupidas y largas barbas, y cuyas leyes, en su zona de influencia, prevalecen en muchas ocasiones sobre las generales que rigen el país.
De manera que, frente a lo expuesto, no parece difícil llegar a la conclusión de que el grave problema que se ha instalado entre ambas civilizaciones, yo prefiero hablar de culturas, proviene más de la equivocada tolerancia exhibida por lo que conocemos como Occidente, que a la inversa. Ya conocen aquel proverbio de “más vale prevenir que curar”. Aunque la responsabilidad de la violencia directa parezca provenir únicamente de uno de los lados.
Soy consciente de que algunos tratarán de rebatir este razonamiento argumentando que mientras Occidente, en un descarado expolio de los bienes de los países islámicos, principalmente los energéticos, unido al enquistado problema con Israel, han provocado la “ira” de este universo.
Pero siendo esto parcialmente cierto, nada más alejado de la realidad. Si tenemos en cuenta el enorme atraso tecnológico de cualquiera de estos países, en el que Occidente no ha tenido nada que ver de manera directa, aún hoy sería la fecha en que estarían por iniciarse la explotación de los enormes recursos energéticos existentes en ellos.
Cuestión aparte es la distribución de esa riqueza y la pequeña, por no calificar de miserable, parte que el ciudadano de a pie haya recibido directamente, o en las mil y una manera – cultura, salud, infraestructuras etc. - en que debería haberse beneficiado. Y eso si, reflexionando, debe llegar a la conclusión de que no es a la civilización occidental a la que debe demandar esas desigualdades. Si no a quienes, desde hace cientos de años, les gobierna.
Y en cuanto a Occidente, de manera especial Europa, creo que, expresándolo en lenguaje de la mar, debería recoger velas y replantear seriamente su política de inmigración para tratar de controlar la enorme ola que nos inundará en las próximas décadas.
Y ello, bajo la inexcusable máxima de que, aún respetando escrupulosamente las creencias e idiosincrasia de cada etnia, todo nuevo ciudadano que se incorpore deberá, igualmente, acercarse, conocer y respetar la costumbres del país que lo acoja. No es de recibo que invites a comer en tu casa al vecino y este decida la hora, la ropa y hasta el menú que se ha de poner sobre la mesa.
Puede que ustedes no lleguen a conocerlo, pero de continuar así les aseguro que sus hijos y nietos corren serios riesgos de verse obligados a cambiar sus hábitos, e incluso sus costumbres más ancestrales para obedecer “complacientes” al imán que en un futuro no muy lejano acabará ganando las elecciones en sus circunscripciones.
¿Estaremos aun a tiempo de corregir nuestros graves errores, después de siglos de despropósitos?
Felipe Cantos, escritor.
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