28 octubre 2006

La versión españolizada de la conjura de los necios: ¡¡¡Que asco!!!


La ambición es el excremento de la gloria. Pietro Aretino.

Que difícil es escribir cuando los acontecimientos que impulsan esa necesidad son tan infames que superan a la razón y a la inteligencia. En la vida de cualquier persona existen situaciones en las que se siente desbordada. En todas ellas se llega, por momentos, a pensar que no merece la pena continuar con determinadas luchas, que todo por lo que has estado, y estás luchando ha sido una enorme perdida de tiempo.
Uno se resiste a creer que sea cierto lo que, observando la descarada e impresentable actitud de determinadas personas que, dado el lugar que ocupan en la sociedad, deberían ser ejemplo para todos los demás, pueda ser cierto.
Te dices, una y otra vez, hasta el hartazgo, que lo que está sucediendo no puede ser verdad. Y, que si lo es, en algún momento debe tener un final, incluso, razonable. Que los actos de aquellos deben rectificarse y colocarles frente a los mínimos principios éticos y morales, que a todo ser humano deberían haberles sido inculcados. Pero te equivocas.
Porque el problema no está en que estos desgraciados personajes, por razones que nunca logras comprender, tengan sus valores transmutados. Es sencillamente que carecen de ellos.
A imagen y semejanza de lo que fueran los lavados de cerebros que durante las guerras se aplicaron a los soldados capturados, mediante métodos cruentos, hasta conseguir cambiar su personalidad; así se han forjado en nuestra sociedad determinados personajes que carente de todo tipo de valores han alcanzado el nivel más alto de amoralidad. Y entre todos ellos, la clase política, se encuentra comandando la lista.
De otro modo no se explica que sobrepasando todas las barreras, algunas difícilmente comprensibles en sí mismas, se puedan superar niveles tan altos de obscenidad. Incluso ante uno mismo. Ya no se trata de defender posturas contrapuestas; ideologías encontradas; reflexiones contradictorias o, simplemente, opiniones no coincidentes. Lamentablemente se trata, cabalgando a lomos de la mayor de las inmoralidades, defender que lo blanco es negro; cuestionarse la existencia del sol; defender que el delito no tiene por que ser malo en sí mismo, aunque se tenga el deseo de provocarlo o, por ejemplo, mantener sin ningún pudor que la noche es el día, o viceversa. Eso, nada tiene que ver con la política. Ni siquiera con las malas prácticas de la política. Y todo ello, en un atentado a la mínima inteligencia del ser humano.
Es de dominio público, a poco que se me haya leído, la desafortunada opinión que vengo manteniendo de los políticos en general, y de los políticos españoles en particular. Pese a ello, y aún a costa de pelear con mi propia conciencia, igualmente he mantenido que, incluso en la exageración de sus actos, habría que intentar entender muchas de sus actuaciones. Tal vez en la hipérbole de que “en el amor, en la guerra, y yo diría que en la política, casi todo vale”, se encuentre la clave.
Pero los últimos acontecimientos que hemos vivido en España y, aún más lamentable, en el seno de la Unión Europea, han desbordado todas mis previsiones de comprensión hacia una parte de esa clase social, la política, que, superando ese residual casi, no merece más que nuestro desprecio.
El espectáculo presentado por el, desgraciadamente, presidente del Gobierno Español, “señor” Rodríguez Zapatero, arropado por su partido y un Parlamento Español vendido al escaño, y con la anuencia del Parlamento Europeo, para presentar en sociedad a una banda de mafiosos y plantear el problema etarra como un conflicto internacional resulta, cuanto menos, repugnante. Pero si repugnante resulta el hecho en si, aún lo es más el objetivo buscado, el método empleado y, especialmente, la dialéctica utilizada para alcanzar el proceso de presentación, y la conclusión final del acto.
Que no intente engañar el “señor” Rodríguez Zapatero a nadie. En este “asunto”, hace mucho tiempo que se dejaron atrás las esencias políticas, las confrontaciones ideológicas que deberían motivar y guiar cualquier iniciativa de estas características, para convertirlo en un repugnante mercadeo de intereses compartidos con una banda de asesinos a sueldo, inmersa en la profunda ortodoxia del delito común. Los que para el hombre de la calle se llaman simple y llanamente: gángsteres, hampones, o mafiosos.
Es inevitable, e incluso necesario, hacer un esfuerzo para tratar de entender, desde la perspectiva política, los enfrentamientos que inspirar las diferentes tendencias ideológicas. Pero este asunto, finalmente, nada ha tenido, ni está teniendo que ver con izquierdas, ni derechas. Es, simple y llanamente, con el despreciable objetivo de alcanzar inconfesables ambiciones personales, gangsterismo de lo más perverso, presentado con el nivel de cinismo más alto que inteligencia humana pueda soportar
El colofón final de este desvergonzado episodio, por el momento, lo ha puesto, como no, los principales actores de esta comedia dramática: los terroristas de eta y su marioneta Rodríguez Zapatero. Los primeros, por boca de uno de los portavoces políticos de la banda terrorista, manifestado con total desvergüenza su “estupor” porque la prensa hubiera dado tanta importancia, al mostrar con demasiados espavientos su sorpresa, por un “hecho tan simple y habitual” de robar cerca de 400 pistolas y 9000 cartuchos de una fabrica francesa; justo en el momento en que su “cruzada” iba a ser debatida en el Parlamento Europeo.
En cuanto al segundo, del que ya no nos sorprende nada y no sabemos qué pensar, si es que se trata de un sinvergüenza redomado, o de un cretino integral, pero desde luego su comportamiento no puede calificarse de normal, ni su bajeza moral puede alcanzar niveles tan profundos, tratando de evadir la situación con respuestas que no aclaran, ni definen nada, pero que muestran a las claras la enorme dependencia de este hombre frente a la banda terrorista eta. Sus palabras, engoladas hasta la arcada, son dignas de figurar en la historia del libro de las infamias: “Si se confirma que eta ha sido la responsable del robo de las armas, habrá consecuencias… más adelante”.
¿Qué es lo que piensa hacer el inquilino de la Moncloa? ¿Tal vez dejar sin postre a toda la Izquierda Arberchale?
Decía Cesare Pavese que todos los pecados tienen su origen en el complejo de inferioridad, que otras veces se llama ambición.
Dan ganas de vomitar.

Felipe Cantos, escritor.


24 octubre 2006

El problema no ha sido, ni es el Oriente (islámico); sino Occidente.


Un radical es alguien con los pies plantados firmemente en el aire. Franklin Delano Roosevelt.

Llevo cerca de dos décadas, desde que por razones personales y profesionales fijé mi residencia fuera de España, en las que no he dejado de manifestar mi preocupación por lo que significa el mal llamado - yo me atrevería a calificar de imposible - proceso de integración del Islam en Europa, y viceversa.
Partiendo de la premisa de que bajo ningún concepto se trata de realizar comparaciones de dos mundos, casi, antagónicos, sería de todo punto falso, o lo que es peor, estúpidamente demagógico el cerrar los ojos ante una realidad que, por dura que resulte, se nos hace patente a diario.
Soy un ferviente admirador del legado cultural, en el más amplio sentido de la palabra, y de la filosofía, en su esencia pacifista, que el Islam nos donó durante su presencia en casi toda Europa, y de manera muy especial en España. Resultaría falso y de una pobreza intelectual desvergonzada olvidar sus aportaciones en el campo de la medicina, de la arquitectura o, por no ir demasiado lejos, en el de las matemáticas, sin cuyos grafismos numéricos uno, de tarde en tarde, no termina de preguntarse dónde nos encontraríamos sin ellos.
Pero, como diría el clásico, una cosa es predicar y otra dar trigo. De manera que igual que reconozco/reconocemos – pues evidentemente no soy el único - los méritos que siglos atrás la civilización musulmana aportó al mundo, y que ha llegado hasta nuestros días, sería igualmente injusto no reconocer que esta civilización quedó anclada y distante algo más de dos siglos, de la judeo-cristiana, representada por eso que hemos dado en llamar Occidente.
Seguramente, aquí sería de justicia aclarar que son las clases bajas, lo que se conoce como el pueblo llano, las que se apearon o, más bien, fueron apeadas del imparable progreso que se desarrolló, en Occidente, desde la revolución industrial hasta hoy. Sin embargo, las clases dirigentes islámicas, apoyadas en unas radicales creencias, en una rudimentaria economía, pero aprovechando los, casi, inagotables recursos naturales, que les han enriquecido hasta el hartazgo, han sabido formarse y formar a los “suyos”, principalmente en Occidente.
De manera que, para no perder sus privilegios, estas clases dirigentes han mantenido a sus pueblos en la más absoluta de las ignorancias, conservando obsoletas tradiciones que lejos de permitirles, mediante la cultura, su desarrollo personal y de conjunto, han fomentado radicales creencias que sirven de alimento espiritual para todas sus reivindicaciones. Sean o no justas.
Por ello, resulta “fácil” entender que, lejos de rebelarse contra quienes les han impedido un progreso equilibrado y gradual en estos más de dos siglos últimos, su radical formación les lleve a pensar que el “infiel” es su enemigo natural al que hay que combatir y destruir del modo que sea. De nada servirá que este “infiel”, en ocasiones superando las máximas en cortesía, rayando en la estupidez, acoja a ese mundo en la ingenua creencia de que podrá entenderse con él.
Pero los hechos se muestran tozudos, casi intolerantes. Ante la amplia comprensión que durante decenas de años Occidente ha exhibido hacia el mundo islámico – pañuelos, velos, mezquitas y un sinfín de prendas, gestos y signos externos claramente identificativos de una sociedad diametralmente opuesta a la que de algún modo dicen querer integrase – los países musulmanes no han dado un sólo paso por mostrar una mínima tolerancia con el mundo cristiano que pudiera, cuanto menos, mostrar las buenas intenciones de compensar los esfuerzos realizados por Occidente.
En la mayoría de los países islámicos es materialmente imposible, incluso peligroso, mostrar cualquier signo que pueda identificar a un cristiano, aunque sólo sea a título personal. Excuso plantear tan siquiera lo que supone la menor intención de propagar el mensaje de la Iglesia Católica o, el súmmun, tratar de construir en alguna ciudad cualquier iglesia, o la más pequeña capilla en cualquier barrio marginal de raíz musulmana.
Ni tan siquiera es preciso alejarse hasta Irán, o perderse en lo más profundo de Afganistán para constatar la interesada e inmoderada interpretación que del Corán hacen sus practicantes. Bastará con que se acerquen a Estambul, ciudad puntera, con innegable vocación europea, de una Turquía aspirante a ingresar en la Unión Europea, para comprobar con sus propios ojos la radicalización que, en extensos barrios, como Çar Samba, se mantiene y alimenta permanentemente. Mujeres, incluidas las niñas, cubiertas de pies a cabeza. Hombres vestidos con las clásicas prendas largas, de doble abrigo, incluso en verano, que cubren sus cabezas con gorros al uso y ocultan sus caras bajo unas tupidas y largas barbas, y cuyas leyes, en su zona de influencia, prevalecen en muchas ocasiones sobre las generales que rigen el país.
De manera que, frente a lo expuesto, no parece difícil llegar a la conclusión de que el grave problema que se ha instalado entre ambas civilizaciones, yo prefiero hablar de culturas, proviene más de la equivocada tolerancia exhibida por lo que conocemos como Occidente, que a la inversa. Ya conocen aquel proverbio de “más vale prevenir que curar”. Aunque la responsabilidad de la violencia directa parezca provenir únicamente de uno de los lados.
Soy consciente de que algunos tratarán de rebatir este razonamiento argumentando que mientras Occidente, en un descarado expolio de los bienes de los países islámicos, principalmente los energéticos, unido al enquistado problema con Israel, han provocado la “ira” de este universo.
Pero siendo esto parcialmente cierto, nada más alejado de la realidad. Si tenemos en cuenta el enorme atraso tecnológico de cualquiera de estos países, en el que Occidente no ha tenido nada que ver de manera directa, aún hoy sería la fecha en que estarían por iniciarse la explotación de los enormes recursos energéticos existentes en ellos.
Cuestión aparte es la distribución de esa riqueza y la pequeña, por no calificar de miserable, parte que el ciudadano de a pie haya recibido directamente, o en las mil y una manera – cultura, salud, infraestructuras etc. - en que debería haberse beneficiado. Y eso si, reflexionando, debe llegar a la conclusión de que no es a la civilización occidental a la que debe demandar esas desigualdades. Si no a quienes, desde hace cientos de años, les gobierna.
Y en cuanto a Occidente, de manera especial Europa, creo que, expresándolo en lenguaje de la mar, debería recoger velas y replantear seriamente su política de inmigración para tratar de controlar la enorme ola que nos inundará en las próximas décadas.
Y ello, bajo la inexcusable máxima de que, aún respetando escrupulosamente las creencias e idiosincrasia de cada etnia, todo nuevo ciudadano que se incorpore deberá, igualmente, acercarse, conocer y respetar la costumbres del país que lo acoja. No es de recibo que invites a comer en tu casa al vecino y este decida la hora, la ropa y hasta el menú que se ha de poner sobre la mesa.
Puede que ustedes no lleguen a conocerlo, pero de continuar así les aseguro que sus hijos y nietos corren serios riesgos de verse obligados a cambiar sus hábitos, e incluso sus costumbres más ancestrales para obedecer “complacientes” al imán que en un futuro no muy lejano acabará ganando las elecciones en sus circunscripciones.
¿Estaremos aun a tiempo de corregir nuestros graves errores, después de siglos de despropósitos?

Felipe Cantos, escritor.