17 junio 2010

Los hombres de verde.


Ahora, más que nunca, todos estamos obligados a ser el centro del equilibrio.

Hace unos días, viajando en compañía de Irina, una de mis pequeñas hijas, me vi atrapado en la conversación más controvertida con la que en los últimos tiempos me ha tocado bregar.
Mientras devorábamos cientos de kilómetros recorriendo las autopistas francesas, atravesando grandes extensiones de bosques verdes e impresionantes praderas de variados y atractivos colores, ella me exponía, imagino que fuertemente influenciada por las “lecciones” que con frecuencia recibe en su escuela, lo lamentable que estaba resultando para el propio hombre su desleal comportamiento con la naturaleza.
Sostenía, a sus poco más de 10 años, que en no demasiado tiempo el hombre acabará con esos escasos bosques y, como es natural, con los grandes beneficios que de ellos obtiene. Evidentemente, como reza la teoría oficial extendida a lo largo y ancho de este mundo, a cambio de tan desleal comportamiento, el hombre, provocará una terrible desertización que perjudicará de manera irreversible a las futuras generaciones.
Lo cierto es que, como les apuntaba al inicio de este pequeño texto, la conversación, interesante por demás, no resultaba nada cómoda, ya que si bien estaba, y estoy, de acuerdo en que el hombre está actuando de manera ciertamente irresponsable con el medio ambiente, provocando en él cambios que en nada le beneficiarán, no es menos cierto que una determinada clase política, de inclinación claramente de izquierdas, nos está tratando de vender su nueva ideología – la antigua fue muriendo hasta firmarse su defunción a partir de la caída del muro de Berlín – envuelta en un catastrofismo a todas luces tendencioso e interesadamente desproporcionado.
La pequeña Irina, en su razonablemente limitada información, se apoyaba en los tópicos hartamente conocidos, que se imparten actualmente en la práctica totalidad de las escuelas del mundo occidental, inmerso en la progresía.
Ciertamente que el hombre, en su evolución en busca del progreso – no confundir con la progresía – y el bienestar para el mayor numero posible de habitantes de este castigado planeta, ha transgredido importantes reglas de juego en su comportamiento con el medio ambiente. Pero lo que parecen olvidar los agoreros de “la causa”, los profesionales de la catástrofe y el caos - del que, por cierto, obtienen jugosos beneficios personales - es que, el hombre, con su acción, presuntamente denigratoria para el medio ambiente, ha contribuido a que millones de personas se hayan visto beneficiadas de manera evidente en su nivel de vida, en su salud, en su vivienda, en su alimentación y en una larga lista de otras necesidades racionalmente cubiertas.
Es incuestionable que hemos de tratar al medio ambiente de manera lo más delicada posible. Entre otras razones, porque nosotros mismos, como seres vivos, formamos parte de ese todo que conocemos como naturaleza. Sin embargo, los vendedores de catástrofes, los chamanes del mal, no deberían olvidar que desde que el hombre puso el pie sobre la tierra esta ha sabido adaptarse a él, del mismo modo que él lo ha hecho con/y en ella.
Los que tratan de convencernos, a los que aún reflexionamos mínimamente – de esa mayoría aborregada mejor no hablar – de que no hay otro camino que el de la inviolabilidad de cualquier fuente, o ente natural para no continuar con su “imparable deterioro”, deberían recordar que desde la noche de los tiempos, el hombre, pese a haber estado irrumpiendo de manera constante en la evolución natural del medio ambiente, la naturaleza ha sabido adaptarse y aceptar esas irrupciones.
Igualmente deberían tener muy en cuenta que no es la misma percepción la que podría tener el hombre sobre el estado de la naturaleza hace, digamos, cinco mil años, que el que viviera hace quinientos años, el que lo analizara desde la distancia de los cincuenta años o, no digamos ya, el que pudiera hacerlo desde la óptica de los últimos cinco años.
En cada uno de esos periodos o épocas, el hombre, de un modo u otro, ha manifestado sus temores sobre el deterioro del medio en que vivía. Pero, con toda seguridad, ese mismo hombre colocado en cada uno de los periodos citados no echaría de menos las grandes selvas del Paleolítico; los inacabados bosques del medioevo; o las razonables arboledas y parques cuidadosamente atendidos de estos últimos siglos.
No cabe duda alguna de que cuando extrapolamos una situación más allá de un tiempo prudencial, o a un entorno radicalmente opuesto, es nuestro deseo, o corta visión, la que provoca la alarma sobre una previsible situación que, a buen seguro, le parecerá una anécdota al personaje que realmente vivirá aquel momento.
No es la realidad tangible de ese previsible momento, sino, nuestra visión de hoy la que nos hace pensar en la catástrofe de mañana, olvidando que el hombre del mañana tendrá adquiridos unos hábitos, una visión de la situación paulatina y claramente adaptada al momento que le ha tocado vivir.
A poco que hagamos uso de nuestra memoria y reflexionemos, nadie se sorprende, ni se preocupa de no ver pasar cada mañana los rebaños que, conducidos por los trashumantes, antaño pasaban por la cañada frente a la que hoy se encuentra construida su vivienda.
Tampoco, cuando realiza una excursión, lamenta o echa de menos la ausencia de cientos de conejos, de liebres e, incluso, de variadas especies de animales más o menos salvajes, libres por las praderas.
Salvo a algunos obsesivos nostálgicos, raramente he escuchado lamentarse a nadie de la ausencia de vacas, caballos, bueyes y otras especies similares, en las cercanías de sus casas. Más bien, todo lo contrario. Excuso decirles si en estos ejemplos incluimos animales salvajes evidentemente peligrosos. Y ello, aún a riego de que nuestros niños deban verlos en pequeñas granjas, en ocasiones experimentales.
No podemos olvidar que la primera obligación natural e instintiva del ser humano es la de la supervivencia. De manera que si este no hubiera sido capaz de adaptar y adaptarse al medio, excuso decirles lo que ello hubiera supuesto para todos nosotros.
Debería ser innecesario señalar que si retrotrayéndonos a nuestro pasado más lejano el hombre hubiera escuchado y seguido las pautas marcadas, hoy, por nuestros “hombres de verde”, con toda seguridad ni ellos podrían en estos momentos machacarnos constantemente con sus mensajes catastrofistas, ni yo estar escribiendo estas líneas.
Puede que sea una pena, visto desde la perspectiva del hombre actual. Pero, no nos engañemos, para bien o para mal la evolución del hombre, y por ende la de la naturaleza en la que vive inmerso, son imparables. Y como se ha demostrado a lo largo de la historia, sólo cabe una posibilidad. Que en esa evolución se produzca la mayor y mejor adaptación, en una fusión menos traumática entre el hombre y la naturaleza. Sea esta del color y la forma que sea.
Nada importará si ambos, entre grandes extensiones de bosques, desiertos inacabables o estructuras de cemento, son capaces de convivir.
Sólo a ese hombre que en cada momento es capaz de comprender el medio natural en el que vive compete su análisis y su adaptación a él. El planteamiento, sorprendentemente siempre catastrofista, de cualquier otra alternativa, retrospectivamente conservadora o extremadamente futurista, serán ganas de perder el tiempo, del mismo modo que lo haríamos si nos dedicáramos a discutir sobre el sexo de los ángeles.

Felipe Cantos, escritor.