29 mayo 2006

El control de tu mente por terceros: una realidad


A causa de la debilidad de nuestros sentidos no somos capaces de juzgar la verdad. Anaxágoras de Clazomene.

Hace algunos años tuve la oportunidad de conocer de manera muy cercana a un magnífico sacerdote, e inigualable misionero en África: el padre Ferrer. Pertenecía a la Congregación conocida como los Padres Blancos, por su siempre inmaculado hábito. Y a fe que, al menos él, lo era tanto por dentro como por fuera. Durante meses, hasta que realizara su último viaje, sin retorno, a la misión que durante más de treinta y cinco años atendiera en el maltratado continente africano, mantuvimos una estrecha relación que nos permitió a ambos conocernos muy bien a través de interminables charlas sobre los más variados temas que afectan, de manera irremediable, a ese imprevisible ser que habita este mundo: el ser humano.
Nuestro amor a los libros era siempre un buen punto de partida para, iniciadas nuestras reflexiones, realizar amplios recorridos que iban desde la religión, como no podía ser de otro modo tema inevitable en nuestra convivencia, hasta arribar a puertos tan dispares como la moda, la gastronomía, la literatura, el ocio, los grandes avances en los campos de la tecnología, especialmente en el terreno de la medicina - él era un irrepetible médico - para terminar, si fuera preciso, con el inevitable filón que supone para cualquier buen conversador, el deporte en particular, y el fútbol en especial. Pero había un tema: los movimientos de masas a través de los medios de comunicación - aquel en que McLuhan nos incluyó a todos denominándolo “la aldea global” – y del que yo sabía que él había sido un experto.
De manera que, pese a su negativa, cuya razón sólo más tarde logré comprender, no me resistía a abandonar el tema cada vez que era posible ponerlo sobre la mesa: el diseño de ambiciosos programas para controlar a las masas a través del suministro de pequeñas, y en ocasiones vulgares, dosis de mensajes subliminales que van moldeando la mente humana, hasta conseguir conducirla donde se desea.
Finalmente un día, tras mi enorme insistencia, conseguí vencer sus muchas reticencias y terminó por conceder que efectivamente era conocedor de la aplicación de técnicas para la orientación de masas a través de la modulación de sus mentes. Admitió que la propia Iglesia las había utilizado, siempre según sus palabras, de buena fe, tratando de unificar criterios y mensajes que pudieran llegar con mayor facilidad al conjunto de sus creyentes, o a la captación de nuevos. Y, aún más, me señaló impresionado, que ciertas congregaciones de características “más terrenales” que a la que él pertenecía, caso de la milenaria Compañía de Jesús y el más reciente, pero no menos influyente Opus Dei, habían colaborado en más de una ocasión con los poderes establecidos. “Ni te imaginas el contenido subliminal que puede contener en algunas ocasiones el simple anuncio de una lavadora, en los medios de comunicación”, terminó por sentencia al concluir una de nuestras charlas.
Durante muchos años, una vez que el padre Ferrer retornara a África, no volví a tener la oportunidad de profundizar sobre un tema tan complejo. Aunque he de reconocer que siempre mantuve la certeza de sus palabras en mi mente y, como mero espectador, permanecía atento, a la espera de hallarme ante aquel caso que recogiera de manera clara y contundente sus últimas palabras. Oír de maquiavélicas conspiraciones venida desde lo más profundo de las sociedades secretas, especialmente atribuidas al siempre cerrado mundo del sionismo, aunque nunca demostradas, se convirtieron en algo habitual para mí. De las versiones menos sólidas y más vulgares, puedo asegurarles que ocasiones hubo mil. Pero todas contenían, al menos yo así las percibí, vulgares mensajes para reconducir, o condicionar el deseo, o la necesidad, de una simple operación comercial. Aunque no es menos cierto que en su mayoría se conseguían, y se consiguen, los objetivos. Baste recordar con que facilidad, salvo la económica, una multinacional del disco, o del libro consigue “torcer” la voluntad de la mayoría, hasta casi obligarles a comprar aquel disco, o libro que ellos consideran “interesante”.
Sin embargo, recientemente he podido contemplar boquiabierto el mensaje ofrecido por una cadena de televisión. Concretamente Canal Plus. En ella se ofrecía, y se ofrece si no ha terminado, un spot publicitario, presentado por el británico Michael Robinson, sobre las bondades y grandes cualidades que envuelven el mundo del fútbol. Por cierto, un inciso. ¿Será realmente cierto que el tal Robinson no ha sido capaz de mejorar su relación con nuestra lengua después de tantos años? ¿O realmente se trata de venderse mejor, como antaño hicieran el inefable presentador alemán, Frank Johan, y la irrepetible Herta Flankel, intérprete de aquella televisiva perrita llamada Marilyn, en la década de los sesenta?
En fin, sea como fuere, la realidad es que siempre había esperado encontrar un alto grado de sofistificación cuando tropezara con uno de esos pérfidos planes para dominar las mentes de todos nosotros. Y puede que así lo hayan calculado al realizar la campaña televisiva el autor y su equipo. Ahora bien, lejos de buscar las enrevesadas formas que habitualmente se le suponen a estas tramas, al parecer, quizás para desviar la intención intrínseca en el contenido de las instrucciones recibidas, ha preferido ir al objetivo con una campaña abierta y directa por demás. Eso sí, elegantemente presentada por Robison y, casi, poéticamente exhibida.
Pero la realidad es que, pese a que el mensaje es demasiado directo, casi abrupto en su ejecución, para lo que se supone deben ser estas “maquiavélicas” tramas, recordando el mensaje del padre Ferrer, tengo la percepción que bajo esa presentación tan poco sutil se encuentra, una vez más, la voluntad de torcer, o en el mejor de los casos de distraernos y reconducirnos hacia objetivos perfectamente calculados.
Aunque practicante del baloncesto, soy un amante razonable del fútbol y procuro no perderme aquellos acontecimientos balompédicos que, por su interés, merecen la pena verse con agrado. Pero jamás hubiera llegado a pensar que este, ni ningún otro deporte o actividad, fuera del índole que fuera, podría llegar a sustituir los valores tradicionales por los que ha discurrido la vida de mis compatriotas y la mía propia, así como la de nuestros antepasados a lo largo de cientos, o miles de años. Decir que el fútbol es ¡nuestra religión!; ¡nuestra familia!; ¡nuestra vida!, creo que, aún tratándose de un anuncio, es una pasada. A menos que, como decía el padre Ferrer, en este mensaje, para cretinos, se encuentren vertidas intenciones, desde luego bastante alejadas de lo subliminal, para tratar de atraer a la secta a todos aquellos que a lo largo de estos últimos años se han ido quedando vacíos de otros valores más tradicionales como la lealtad, la honradez, la sinceridad, la amistad y tantos otros hoy vilipendiados.

Felipe Cantos, escritor.

27 mayo 2006

Las emociones condicionan y esclavizan nuestra inteligencia.


Entenderemos lo que es la inteligencia si somos capaces de encontrar el equilibrio entre lo racional y lo emocional. Felipe Cantos.

Que la materia gris que al nacer da forma a nuestros cerebros requiere de la mejor ubicación, es indudable. Que esta, por mor de la fortuna, en ese, siempre, injusto reparto, aportará en el futuro beneficios a unos y adversidades a otros, es de todos sabido.
Igualmente, es indiscutible que todo cuanto vayamos introduciendo en ella será, mientras niños, responsabilidad de nuestros mayores y directamente nuestra cuando logramos esa mínima independencia como personas, al alcanzar lo que se conoce como “uso de la razón”, marcando de manera decisiva nuestro futuro.
Por ello, aunque tópico, es tan importante que desde la más tierna infancia consigamos enviar a nuestro cerebro estímulos positivos que, aunque no siempre del agrado del receptor, entiéndase, por ejemplo, los estudiantes, le aporte un sólido bagaje para ese incierto futuro.
Pero lo que no acababa de definirse en la historia del pensamiento humano son las razones que, una vez asentados los cerebros y siendo, en principio, aparentemente todos iguales, nos impulsan a utilizarlos y manifestarnos de manera tan dispar.
Inéditos estudios realizados en “procesos del pensamiento y la creatividad”, han venido a aportar a esta incógnita valiosos datos que nos permiten afirmar que el hecho de disponer de un coeficiente de inteligencia alto, o muy alto, no garantiza que los resultados de su utilización sean superiores a cualquier otro de inferior coeficiente.
Es posible que en una primera instancia esto pueda sorprender. Siempre se ha considerado al ser más inteligente, aquel cuyo coeficiente superaba con facilidad los 111, que difícilmente cometerá errores “de bulto”. Aquellos en los que con suma facilidad caen, caemos los más “normales”.
Sin embargo el mito del que más tiene – en intelecto, se entiende – más puede, ha comenzado a desvanecerse. Los estudios aludidos antes, demuestran con toda claridad que en nuestra Inteligencia Global se encuentra lo que conocemos como Inteligencia Emocional. Es una parte de nuestra inteligencia, no demasiado grande, a menudo desdeñada y eclipsada por la fuerza de La Razón que nos aporta nuestro Coeficiente de Inteligencia. Pero cuya influencia suele ser muy importante a la hora de tomar nuestras decisiones, condicionando nuestro comportamiento de manera clara y decisiva.
La amplia gama de emociones, comprendidas en esa Inteligencia Emocional, que condicionan al ser humano, desde el placer o la cólera, pasando por la decepción, el miedo, la satisfacción y otras, hasta llegar a la más exultante alegría, o a la más terrible depresión, consiguen dejar en un segundo plano la capacidad de raciocinio del más inteligente de los seres vivos, por alta que esta sea.
Ello explicaría el por qué unas personas, objetivamente menos inteligentes, consiguen orientar sus vidas mejor que otras con mayor capacidad. O, aún más evidente, esta segunda termine trabajando para la primera.
Sin duda, ambas, utilizan a diario su capacidad mental de la mejor manera posible. Sin embargo, una de ellas no permitirá que su Inteligencia Emocional interfiera en su capacidad plena de razonar, o lo hará en el menor grado posible y, seguramente, de manera instintiva. En tanto que la segunda, al ser dominada por su esa Inteligencia Emocional, seguramente no podrá evitar que esta condicione sus decisiones, provocándose con ello un evidente perjuicio, frente a la primera.
Sé que frente a las emociones es muy difícil realizar acciones perfectamente planificadas. Pero no es imposible, si tenemos en cuenta que, como antes les decía, nuestra Inteligencia Emocional, frente a lo que se pueda creer, no es puramente instintiva, sino que es una parte más de nuestra Inteligencia Global.
Sin necesidad de alcanzar el grado de insensibles o indolentes, es posible desarrollar la capacidad de entender y manejar con mayor equilibrio esa Inteligencia Emocional, para que no entorpezca nuestro razonamiento.
Bien es cierto que cada ser humano es un mundo, y que tratar de generalizar ciertas reglas para conseguir comportamientos similares es complejo. Pero tras lo leído, uno llega a la conclusión de que si en más de una ocasiones, en el pasado, nos hubiéramos detenido a reflexionar unos instantes, antes de tomar determinadas decisiones plenamente condicionadas por la Inteligencia Emocional, a buen seguro que parte de nuestro presente y de nuestro futuro inmediato serían distintos.
Aún así, es justo reconocer que pese a que la Inteligencia Emocional sea una pequeña parte de esa Inteligencia Global que todos tenemos, también es, sin duda alguna, la que marca las actitudes superiores y tiene la capacidad de afectar profundamente a todas las otras habilidades, facilitándolas o interfiriéndolas.
Por ello, pese a lo que los científicos pueda opinar, o incluso pretender, fríamente, de todos nosotros, es difícil evitar que en determinados momentos ciertas emociones, comprendidas o no en esa Inteligencia Emocional, nos “obliguen” a olvidar la razón y nos dejemos llevar por ese otro órgano, a veces tan olvidado, en donde se concentran todas las emociones: el corazón.
Admitamos que, seguramente, los mayores logros en este mundo se han conseguido vía corazón, en estados de entusiasmo y placer e, incluso, en grado de desesperación, o de suma ansiedad. Lo importante, al final, es conocer que existen ambas posibilidades y que, en la medida de lo posible, deberemos saber hacer uso de ambas, según proceda.

Felipe Cantos, escritor.





26 mayo 2006

La Gioconda: el enigma da Vinci

A la larga siempre acierta quien se fía del genio. Leopoldo Alas, Clarín

Desde que en 1517 Leonardo da Vinci dejara, según sus propias palabras, inconclusa su mejor obra, Monna Lisa, a la que él prefería llamar La Gioconda, las leyendas surgidas alrededor de la enigmática pintura, y la no menos misteriosa dama en ella pintada, no han dejado de sucederse constantemente a lo largo de varios siglos. Comenzando principalmente por el enigma de la verdadera identidad de la dama. Dicen, sin que exista la más mínima confirmación, que florentina y esposa de Francesco del Giocondo. Tal vez eso es lo que podría justificar el nombre por el que el propio Leonardo reconocía la obra. Aunque el nombre Giocondo se daba con cierta regularidad en el entorno del pintor.
Ante el enigmático cuadro de Leonardo siempre nos hemos preguntado que es lo que escondía, y esconde, la sonrisa de la joven. Pero tengo la sospecha de que pese a cuanto se ha especulado, jamás sabremos la verdad de la joven florentina.
Aún así, hace escasas semanas que creí haber dado con la clave que nos acercaría a desentrañar uno de los misterios más buscados por los apasionados de los enigmas.
Como consecuencia de la imprescindible documentación que requerí para la finalización de mi última novela: Marionetas de Dios, me vi en la necesidad de revisar gran cantidad de textos, ya que el relato recoge una de las historias de Europa que, escrita en clave apócrifa, se sustenta principales sobre la dinastía Bhátory, que dirigió los destinos de Transilvania desde siglo xiii al xvi. Dinastía, dicho sea de paso, injustamente calificada de siniestra por encontrarse entre sus principales integrantes la famosa Erzsébet Bhátory, que paso a la historia con el sobrenombre de la Condesa Sangrienta, por su “afición” a bañarse en la sangre de las doncella que mandaba degollar.
He de admitir que como gobernantes de un territorio europeo, su métodos para mantenerse en el poder no distaron demasiado de lo que era habitual en aquellos tiempos, en donde la dureza en la paz y, especialmente, la crueldad en las guerras, en ocasiones sobrepasaba lo humanamente comprensible. Baste recordar los métodos de castigo que el vencedor de la batalla infligía a los vencidos, empalándoles vivos, como muestra de su poder. La historia nos recuerda constantemente casos como el de Vlad Tepes, hermanado con la dinastía Bhátory, que inspirara al escritor irlandés Bram Stoker el personaje inmortal de Drácula.
Sin embargo, señalo lo injusto de calificar a la dinastía Bhátory como siniestra, pues lejos de merecer tal calificativo, su participación a la historia de nuestra Europa y sus aportaciones y mecenazgo a los hitos artísticos y culturales que se originaron en el irrepetible “cuattrocento”, como igualmente fueron los casos de otras familias, la florentina Médicis, o la Borgia, de origen español, fue cuantiosa y de gran valor. Ello, les permitió conocer de cerca y tratar a las grandes figuras artísticas del momento, como fueron los casos de Miguel Ángel Buonarroti, y la del inigualable Leonardo da Vinci.
Y precisamente al hilo del análisis de esa documentación, tuve la oportunidad de leer algunos textos, no podría asegurar que auténticos, en los que se recogían presuntas conversaciones entre el dirigente de la dinastía Bhátory y el insigne artista, inspirado inventor e infatigable investigador: Leonardo da Vinci.
En ellas, al parecer, Leonardo habla de “Mona Lisa”, o “La Gioconda”, su obra considerada una de las piezas claves de la pintura universal, sin el menor interés, de un modo burlón, casi con desprecio. En realidad el maestro parecía dar poca importancia a sus pinturas y de manera especial a esta. Y se lamentaba del poco caso que los mecenas del momento hacían de su verdadera pasión: la investigación y la creación técnica de maquinas que consideraba de vital importancia para el futuro de la humanidad. Su decepción, rayando en la desesperación, era tan grande que por momentos deseo no haber pintado nunca, para ver si de ese modo alguien hubiera prestado mayor atención a su verdadera pasión. Su mayor burla, para los burladores, fue dejar para la eternidad la incógnita de su estado anímico en un enigmático rostro que parece a su vez estar burlarse de quien le observa.
Y eso es lo que verdaderamente se desprende de la imagen de “La Gioconda”. Según se observe, desde una perspectiva u otra, veremos un gesto burlón; un gesto triste; un gesto risueño; un gesto enfadado. En síntesis todos aquellos gestos que, encontrándose en cada uno de nosotros, sólo seremos capaces de expresar de uno en uno, según el estado de ánimo en el que nos encontremos.
De ahí la grandeza de Leonardo y su irrepetible pintura. Pues sólo un genio como él ha sido capaz de reflejar en un solo rostro la enorme variante de gestos que el ser humano puede expresar. Es como si el alma del propio autor hubiera impregnado la pintura permitiendo manifestarse a esta como si tuviera vida propia.
Por eso, la pintura ha conseguido traspasar barreras, no sólo físicas, sino metafísicas, consagrándola a los ojos de los iguales en el mundo de la pintura. Todos manifiestan admirados que lo más expresivo del cuadro es la ausencia de expresión en el rostro de la joven. Lo que en si mismo, al margen de genial, es una enorme contradicción. Que en su sonrisa puedan encontrarse cuantos matices se deseen, pasando con suma facilidad desde la tristeza más deprimente a la felicidad más exuberante.
Sin embargo, y creo que ese es el misterio que esconde la pintura, yo estoy convencido de que la muchacha en realidad nunca existió. Que surgió de la inagotable fantasía, con gruesos trazos de ironía, de la mente de Leonardo da Vinci. El mismo, manifestó en sus escritos a Alessandro Bhátory, que en ella, y de manera especial en su sonrisa, había pretendido sintetizar, como en una eterna burla, todos los contradictorios sentimientos de este mundo.

Felipe Cantos, escritor.

25 mayo 2006

El respeto a la soberanía de un país en el seno de la UE vs. La balcanización de España.

La verdad, la ley, el derecho, la justicia dependerían de algunos cientos de traseros que se levantan contra millones que se quedan sentados.

Decía Bernard Groethuysen que “los hombres valen lo que valen sus derechos. Lo que hace de un hombre un hombre es al mismo tiempo lo que le dan sus derechos.”
Soy de los que consideran que, en función de esos derechos, el hombre debe hacer siempre un esfuerzo por entenderse con sus semejantes, incluso a riesgo de ceder parte de ellos, siempre que no pierda un ápice de su dignidad.
No estoy a favor de una defensa a ultranza de los postulados que uno pueda mantener, pese a que el defensor pueda considerarse en plena posesión de la verdad. No creo que nadie haya conseguido jamás tal grado de perfección. Por ello, nada me congratula más que poder entender con facilidad a aquellos que, en determinadas circunstancias, no consiguen que sus mensajes, si es que los tienen, me alcancen. Siempre realizo verdaderos esfuerzos por acercarme a sus razonamientos. Pero, en ocasiones, aún habiendo optado por alejarme de mis propios postulados, esto ha resultado imposible, además de frustrante.
Ello me ha llevado a una conclusión: un hombre puede llegar a ceder en sus postulados y aceptar perder parte de sus derechos a favor de los demás. Pero jamás perder el horizonte de su dignidad. Dignidad que debería estar impresa a fuego en lo más profundo de su cultura. Cuando eso suceda, es evidente que se habrán traspasado todas las líneas rojas y se encenderán todas las alarmas.
Los acontecimientos que se están produciendo en estos últimos meses en España, de manera muy especial en la nueva situación de Cataluña y, naturalmente, en la enquistada Euskadi, sobrepasan todos los límites establecidos. Sorprende que en un país, en el que en principio todo parecía encontrarse en orden, una minoría, muy minoritaria, de ambiciosos políticos, sorprendentemente dirigidos por el propio presidente de la nación quien, no lo olviden, para acceder al cargo juró – evidentemente en falso- defender la constitución, estén manipulando y cambiando a una adormecida e indolente sociedad, como si nada fuera con ellos. Instituciones Publicas, con la Institución Monárquica a la cabeza; empresas privadas; cualificados profesionales independientes, algunos de ellos – como los deportistas de élite – mostrando en cuantas ocasiones le son propicias su “sentir” cuando defienden la camiseta de su país, en momentos tan determinantes como los actuales no hacen la más mínima manifestación de aceptación, o repulsa ante todo lo que está sucediendo.
Por ello, la Unión Europea se equivocaría de pleno, salvo que en su seno se tomara la grave decisión de apartar a España del grupo de socios, si considerara que es un problema que atañe única y exclusivamente a un país determinado, porque el cáncer pudiera estar dañando no sólo la soberanía del propio país que lo padece, sino a todos y cada uno de los países que conforman la Unión.
Soy plenamente consciente de que antes de apelar a las conciencias – y a la colaboración – europeas, deberán ponerse en marcha todos los recursos democráticos de los que dispone la soberanía de un país. Pero todo ello deberá darse en el necesario juego de las inevitables alternancias de los partidos políticos. Yo puedo entender que, por respeto a la soberanía de un país, se pueda aceptar que un gobierno llegue al poder bajo la sospecha latente de un atentado terrorista que, el citado gobierno, no desea investigar; que el presidente que juro defender la constitución que lo amparó y lo permitió llegar al poder, sea el diseñador y principal artífice de su destrucción; que se pueda “comprender” y tolerar que su política exterior no sea lo suficientemente acertada, provocando, y preparando para el futuro, problemas de difícil solución; que su política económica se aleje de manera brusca y rápida de las coordenadas establecidas – ya se especula con la posibilidad de expulsar a España de la “zona Euro” - perjudicando de manera notable al conjunto social al que pertenece, incumpliendo con las propias reglas de juego establecidas en su momento, llegando, incluso, a verse de manera regular en los tribunales de justicia para solventar sus desvaríos; que su política de inmigración sea el semillero de futuros conflictos imprevisibles; que por mor de las inevitables transformaciones que en toda sociedad se producen cada determinado tiempo, lo que comenzó siendo aceptado como un estado, se convierta en “dos”, “cuatro”, o “veintiuno”, siempre y cuando sea producto de la decisión soberana de los ciudadanos de ese país; que en su política de administrar la justicia lo más destacable sea la politización de todos los estamentos, claramente controlados por el ejecutivo; que en su política de justicia social y policial, por entender que en ello le van en juego sus intereses de votos, acepte poner el estado de derecho a los pies de una banda terrorista representada por una asociación ilegalizada por la justicia y declarada fuera de la ley por todas las instituciones internacionales. Todo ello y más, insisto, es posible “entender” dentro del juego de eso que llamamos democracia.
Pero lo que ya no logro entender es la indiferencia europea ante lo que está sucediendo en Cataluña: la llamada de los nacionalistas a votar atacando, físicamente, a las demás formaciones políticas que no coinciden con sus postulados. Equivocados, o no, el voto de los ciudadanos debe provenir de la reflexión que le permite el sagrado derecho de poder escuchar todas y cada una de las propuestas que se ofrecen. Cuando eso no es posible y el ciudadano vota dirigido por la conminación y la ignorancia, cuando no por el miedo, el resultado de esas elecciones queda ilegalizado de facto.
Es muy posible que, independientemente de lo poco que se pueda esperar de la iniciativa directa de las Instituciones Europeas, haya que realizar un gran trabajo de información por parte de los grupos que se han visto privado de sus derechos. Sin duda, para evitar futuras situaciones iguales, o peores, en el seno de la propia Unión Europea, se hace inevitable la creación de un sólido informe que recoja todo lo que está sucediendo en Cataluña.
Si estando en el camino de dar forma y solidificar la nueva Constitución Europea no somos capaces, como verdaderos europeos, de enfrentarnos seriamente a situaciones como las sucedidas en Cataluña, y por extensión hace años en Euskadi, ¿de qué Europa, de qué Unión estamos hablando?
¿Hasta dónde la soberanía de un país de la Unión Europea puede ser respetada e inviolable? ¿Hasta dónde la Unión Europea puede tolerar que en su seno se produzcan situaciones xenófobas, racistas y de abuso de poder institucional, fácilmente identificables?
¿Hará falta, sin necesidad de remontarse a lo sucedido en la Alemania nazi, recordar lo sucedido hace escasos años en los Balcanes, dando origen a los dramáticos acontecimientos ya conocidos?
Felipe Cantos, escritor.

17 mayo 2006

La maternidad: ¿irreprimible deseo natural?


Los éxitos profesionales o sociales en la mujer no colman sus aspiraciones, si deja en el camino parte de sus aspiraciones naturales.

Hace unas semanas tuve la oportunidad de mantener una interesante conversación con varias mujeres, todas ellas de diferentes nacionalidades y pertenecientes a esa nueva generación de las triunfadoras, en lo profesional.
Junto con mi esposa, una más de aquel interesante grupo de exitosas damas, me encontré conversando sobre los más diversos temas, y recibiendo las réplicas más sólidas que pudiera haber imaginado sobre los más variados y polémicos asunto que nos afectan en la actualidad. Tanto en lo político como en lo social. Algunas de ellas consiguiendo impresionarme por su amplia cultura.
Aquel extraordinario grupo de mujeres, cuyas edades se encuentran comprendidas entre los treinta y cinco y los cuarenta y ocho años, bellas por demás gracias a las enormes posibilidades de las que hoy goza el ser humano, especialmente la mujer, para mantenerse en forma, consiguiendo que los años no pasen por ellas y que permitiendo, en el caso de aquel grupo sin exclusión, ofrecer una imagen más cercana a la juventud, casi la adolescencia, que a su edad real, sostenían, sin excepción, el acierto por el rumbo que habían dado a sus vidas. Parecían estar cumpliendo la máxima de Mercé Rodoreda: Una mujer gana siempre, si no es con el trabajo, será con la maternidad o con el amor.
Naturalmente, yo, no perseguía amargarles aquella maravillosa velada, creo que celebrábamos el ascenso de una de ellas a una Dirección General de una multinacional, y lo que primaba principalmente era disfrutar de aquel momento y aquel ambiente creado alrededor de una impresionante mesa de cristal, bellamente decorada y gastronómicamente regalada de manera impecable. Las magníficas viandas y los extraordinarios vinos tampoco invitaban demasiado a convertir aquella reunión en un controvertido y sesudo círculo de debate.
Sin embargo, conociendo, como conocía a todas y cada una de ellas y aprovechando los escasos resquicios que hoy te permite analizar el alma humana, decidí introducir en la conversación el tema de la maternidad, desgraciadamente, desconocido para la mayoría de las once que allí se encontraban, salvo en el caso de mi esposa y dos más de las asistentes.
Sabía perfectamente que colocaba sobre la mesa un tema que crearía polémica y, en algunos casos, cierto dolor. De manera especial si sostenía, como vengo haciendo desde que tengo la posibilidad de observar y reflexionar sobre tan delicado asunto, la negativa a aceptar, salvo las inevitables excepciones que confirmaran la regla, que sea posible la resistencia abierta y directa de la mujer a su maternidad.
En principio todas, incluidas las que ya habían sido madres, trataron de convencerme de que, naturalmente, para la mujer no era inevitable, ni tan siquiera necesario atender “la llamada de la naturaleza”. Que los tiempos habían cambiado y que hoy era posible, como la mayoría de los hombres hacían desde tiempo inmemorial con su paternidad, pasar olímpicamente de la maternidad. La vida, sostenía una de ellas, probablemente la más joven de todas las asistentes, ofrece múltiples alternativas que, horrible palabra en aquel contexto, “sustituían” con suma facilidad esa posible necesidad biológica.
Yo no quise insistir demasiado, y sólo mantuve que, la maternidad en la mujer, como el amor en todos nosotros es imprescindible, si queremos sentirnos vivos. Quise hacerles ver que ni el lugar ni el momento era el más propicio para continuar con la interesante, pero incómoda polémica, especialmente si analizábamos la frustrante situación desde la óptica del embarazo deseado y no conseguido. Pero mi sonrisa de condescendencia y mi silencio - en ocasiones los silencios son más elocuentes que una buena argumentación - provocaron en algunas de ellas una desazón que, sin necesidad de forzar demasiado, acabó con su resistencia. Tal vez el buen vino y el envolvente momento creado alrededor de aquella mesa consiguió el milagro.
Tanja, la más joven y la que con mayor ardor había defendido su tesis en el primer momento, admitió, seguramente porque todavía estaba a tiempo de rectificar, que sus estudios y su profesión le habían impedido tan siquiera plantearse la idea, pero, “tal vez, si encontrara la pareja adecuado, me lo replantearía.”
Aquello, como en un vehículo de formula uno al pisar el acelerador a fondo y abrir la espita, fue el detonante de que todas las demás, algunas cercanas a los cuarenta y ocho años, confirmaran que efectivamente en algún momento de sus vidas habían recibido lo que yo, con cierto sentido del humor, denominaba “la llamada de la selva”. Que, sin duda, el deseo de la maternidad, hoy convertido en frustración, había llamado a su puerta, pero que habían preferido marginarlo hasta encontrar un mejor momento.
Me llamó la atención que la mayoría de ellas no planteaban el problema en relación directa con la posible pareja, claro signo de lo poco que estas hubieran importado para ellas, sino con su propia dinámica. Como si ese “asunto” fuera algo circunstancial, no importante. Sonia, quizás la mayor de todas las asistentes terminó por admitir que en algún momento de su vida la llamada fue tan fuerte que, al no estar enamorada de nadie, llegó a plantearse la posibilidad de tener un hijo sólo para ella, sin ni siquiera comunicárselo al padre. Si es que, llegado el momento, no hubiera optado por las técnicas, menos comprometidas y más seguras de la fertilización “in vitro”.
La realidad es que una por una fueron admitiendo que en algún momento de su existencia habían recibido “la llamada” pero que, cada una por diferentes razones, habían decidido dejarlo pasar, considerando, con el tiempo ya transcurrido en su mayoría, que aquel deseo no era más que un capricho de la madre naturaleza, pero al que podrían soslayar sin problema alguno. Pero no era la conclusión que pude leer en los rostros de la mayoría al despedirnos aquella madrugada.
Han transcurrido varias semanas de aquella inolvidable noche y he tenido la oportunidad de reencontrarme, junto con mi esposa o a solas, con todas y cada una de estas irrepetibles mujeres. En la tranquilidad de sus despachos, con la ciudad a sus pies, en las plantas nobles más altas de los mejores edificios institucionales o empresariales de Madrid, Bruselas o París; o en las azarosas sedes centrales de las impresionantes fábricas que dirigen con acierto y mano firme. Con la amargura dibujada en sus sonrisas y en el rostro una mueca de resignación, junto al recuerdo del hielo roto en aquella intima conversación, dejaron traslucir con toda claridad que en lo más profundo de su ser lamentaban no haber aprovechado las oportunidades que en su momento se les presentaron. Que la maternidad no había dejado de llamar fuerte a sus respectivas puertas y que lamentaban profundamente haberse negado a abrirlas.
Alguna de ellas se atrevió a admitir que consideraba su vida un absoluto fracaso y que a sus “ya” cercanos cincuenta años sus vidas habían dejado de tener sentido. Habían conseguido de la vida lo que un escaso número de mujeres será capaz de alcanzar jamás.
Pero, afirmaban, no tenían a nadie a quien dedicarles aquellos éxitos. Que lo que marcaría sus vidas en el futuro estaría presidido por los compromisos sociales más rutinarios, junto a la soledad más profunda.
Aún resuenan en mis oídos las últimas palabras que dijera Sonia cuando abandoné su despacho en la planta décima del edificio que alberga el Consejo de Europa, desde el que es posible divisar la mayor constelación de edificaciones institucionales que conforma el estado de los estado, la Unión Europea: “Créeme, no me importaría nada que al llegar esta tarde a mi elegante apartamento pudiera encontrarlo desordenado e, incluso, con alguna valiosa pieza comprada en algún exótico país, rota.
Mi esposa, y yo, pensamos lo mismo. ¿Qué será del sentido de nuestras vidas en el momento en que todo en la casa se encuentre, día a día, en el mismo tedioso lugar, sin que uno de los cinco “monstruos” que la habitan haya sacado algo de su lugar. Indudablemente algo habrá muerto en ella.
Del mismo modo que algo nunca nació en el hogar de todas estas exitosas mujeres que, hoy, abrumadoramente, lamentan sus “éxitos” pagados con el dolor de una inexorable frustración “natural”.

Felipe Cantos, escritor.

Mendigos del siglo XXI: inevitable retorno al pasado.


La evolución que se producirá en todas las áreas del conocimiento en los próximos cien años, del siglo XXI, será comparable a la creada en todo el periodo comprendido en los últimos diez siglos; excepto en las relaciones humanas, que regresaremos al siglo X.

Edimburgo, once de la mañana de un llovioso día, como no podía ser de otro modo. Cansado tras la visita a su histórico castillo decido descender por su ladera posterior, al parecer algo más suave en su declive que la parte principal que, al subir, provocó mi agotamiento antes de comenzar la inevitable visita. Pese a todo ha sido el comienzo de una gran jornada. Es difícil explicar las sensaciones que se pueden obtener en lugares tan emblemáticos, llenos de historia. A poco que uno se olvide del resto de los turistas, objetivo nada fácil, y deje correr su imaginación, logrará revivir las tradiciones y, por qué no, las leyendas que encerradas entre esas piedras se mantienen, casi, vivas. El Malecón, forjado en piedra sobre el extinto volcán, por los glaciares; la batería Mill’s Mount, desde la que, desde hace varios siglos se dispara el cañón todos los días a las 13 horas; el hospital, construido en el siglo xvii, y que hoy alberga el Museo Escocés de Servicios Unidos, o, entre otras varias, La capilla de Santa Margarita, con seguridad la estructura más antigua del castillo, data de 1124.
Desciendo feliz, tranquilo, pese al “chirimiri” que, agradable al inicio, ahora va calando hasta los huesos. Voy distraído, pensando divertido en que a los más imaginativos, o a los que antes de iniciar la visita hubieran decidido pasar por la seductora fábrica de cerveza cercana al castillo, en la que no podrán renunciar a una pinta, sea esta rubia o negra, les será fácil, incluso, ver los fantasmas que pululando por las diferentes instancias del castillo, y que terminan por hacérsete familiares.
Apenas recorrido un tercio de la ladera, hasta alcanzar la parte baja del castillo, me detengo para contemplar desde esa posición su belleza. Su altura es impresionante y las diversas construcciones que le dan forma, realizadas en etapas y estilos distintos a lo largo de varios siglos, lo conforman como un fantasmagórico edificio de contrastes, cuyo conjunto provoca un incontestable atractivo. Durante el recorrido, absorto en mis pensamientos, percibí, sin ver, una presencia que cada vez se fue haciendo más evidente, hasta materializarse. “Good morning, sir. Could you give me some money, please? (Buenos días, señor. ¿Sería tan amable de darme una limosna?) Debo confesar que, aunque si llevo yo la iniciativa soy capaz de defenderme con cierta dignidad, mi inglés, como cualquiera de las otras lenguas ajenas al español, me son tan extrañas como el ET de Spielberg. Sorprendido en principio no fui capaz de responder, lo que, al parecer, provocó la impaciencia de mi inesperado comunicante. “Guten Morgen, mein Herr. Könnten Sie mir etwas Geld geben?”, me dijo de nuevo en un alemán que sólo fui capaz de reconocer por su dureza gutural, provocándome un cierto desconcierto. Desconcierto que aprovechó el original personaje para, haciendo gala de la impaciencia ya mostrada anteriormente, volver a preguntarme, esta vez en la lengua de Dante, “Buon giorno, signore. Per favore, potrebbe darmi un po di soldi?”. Incapaz de contener la risa por lo insólito de la situación, me detuve y observé con curiosidad al singular personaje, sin poder evitar que se me escapara un “¿cómo?”. Este tenía un aspecto pulcro, casi digno, para el oficio que parecía ejercer. De no ser por la situación y la soledad reinante en el lugar, hubiera pensado que se trataba de un bromista. Como queriendo sacarme de dudas, volvió a repetir hasta por dos veces más y en otras tantas lenguas, que no fui capaz de identificar, la misma pregunta, hasta que, al parecer harto, acabó por soltar, en un español más que correcto, un expresivo: “¿pero qué lengua hablas tú?, ¡coño!”
Si no hubiera sido por los modales mostrados en última instancia, la situación hubiera resultado, incluso, graciosa. No soy persona que tenga demasiada paciencia cuando soy víctima de conminaciones, rayando en la agresividad. Pese a ello, y aún sorprendido de que hubiera manifestado su “queja” en español, guardé la mejor de las composturas posibles, a la espera de que aquel extraño personaje terminara por definir su petición en una lengua en la que yo pudiera hacerme eco. Probablemente mi mirada, nada indulgente y poco conciliadora, le mostró el camino, y el idioma, por el que podría entenderse conmigo. “Disculpe, caballero. No pretendía molestarle”, dijo en un perfecto español, mientras recuperaba el tono amable de las primeras frases en otras lenguas. “Es sólo que, después de hacer un gran esfuerzo por comunicarme con usted, resultaba frustrante, pese a hacerlo en todas las lenguas que conozco.”
Sonreí con desgana y sin reducir un ápice la sobriedad de mi gesto le pregunté cuántos idiomas hablaba. “Cuatro, razonablemente bien”, respondió con un tono no exento de orgullo: “español, francés, inglés y, naturalmente mi lengua materna, el turco”. Durante unos instantes mantuvo su mirada en la mía, probablemente a la espera de un gesto de incredulidad que no se produjo. “Y cuatro”, continuó, “para defenderme en mi “oficio”: alemán, portugués, italiano y, algo de ruso”.
La pregunta se hacia obvia: “¿Y qué hace un tipo como tú en un sitio como este? Pero, por extraño que parezca, no se la formulé, limitándome a sugerirle que le sería más rentable buscar un trabajo de intérprete o traductor, en cualquier entidad multinacional. No pareció agradarle mi respuesta, limitándose a extender su mano con la palma hacia arriba. Ahora sí sonreí. “Lo siento”, le dije mientras reanudaba mi paseo, “no soy yo la persona más adecuada para ofrecerte una ayuda que, dada su irremediable escasez y a tenor de tu calificación “profesional” podría resultarte ofensiva. Tendría más sentido que la solicitaras directamente en el servicio de traducción e interpretación de la Comisión Europea o, si me apuras, en la sede de la onu”.
Minutos después, aconsejado por la pertinaz llovizna, me encontraba sentado en el interior de un tradicional y coqueto pub, situado en Princess Street, elegido conscientemente para la ocasión, por aquello de no transgredir las más elementales normas del turista convencional. Me dije que no siempre es aconsejable apartarse de las inclinaciones naturales del común de los mortales. De otro modo terminaríamos por perder el pulso del mundo real.
Frente al ventanal, mientras degustaba una soberbia pinta de cerveza negra y dejaba correr el tiempo, descansando de la larga caminata iniciada horas antes, me sorprendí, reflejado en el cristal, esbozando la sonrisa más tonta que jamás hubiera imaginado en mi cara. Aún se mantenía viva en mi mente la peripecia con el “aristocrático” indigente, cuando otro curioso personaje vino a llamar mi atención. Sentado en el suelo, junto a la acera, se encontraba un hombre, aparentemente joven, cuyo desvencijado aspecto lo asemejaba, esta vez si, a un verdadero indigente. Sin embargo, este, a diferencia de aquel, no solicitaba limosna alguna. Muy al contrario, parecía estar esperando a una “clientela” ya determinada que, sorprendentemente, acudía junto a él cada diez o quince minutos, como si tuvieran una cita concertada.
Durante un buen rato me mantuve observando las evoluciones del curioso personaje y a los no menos interesantes viandantes que, tras detenerse unos instantes junto a él, le entregaban un billete de banco, nunca inferior a 20 libras esterlinas, para recibir de manos del presunto indigente lo que parecía el cambio del billete en moneda menor. En ningún momento vi elemento u objeto alguno que pudiera concebir la idea de que tras de aquel rito se estaba realizando operación mercantil. No pude por menos que, parodiando lo sucedido anteriormente con el mendigo políglota, imaginar en aquel personaje a una especie de agente de cambio de divisas, o banquero venido a menos.
Lo cierto es que las dos experiencias dejaron una particular huella en mi absorbente imaginación, obligando a mi curiosidad sin límites a interesarme por ello en la recepción del hotel. Sobre el primero de los personajes no obtuve información alguna. “Una de tantas anécdotas”, vino a decirme el recepcionista. Por el contrario, sobre el segundo, la posible explicación resultó ser más dramática. Seguramente podría tratarse de un vulgar “camello” que vendía su mercancía con total impunidad sobre la acera, en la calle, ¡a plena luz del día! La mecánica de venta, de puro simple, era burda. Simulando ser un mendigo, el joven recibía la aparente limosna, siempre en un billete de importe alto, y devolvía el cambio junto con el producto, en el puño cerrado de su mano.
Me voy de Edimburgo con la sensación de haber vivido en escasos dos días la evolución de varios siglos. Desde la historia recogida en la ciudad, concentrada de manera especial en su inigualable castillo, pasando por el “original vendedor” de porquerías que embrutecen la mente y destrozan el alma, hasta lo que parece que será moneda de curso legal en las próximas décadas: cualificados licenciados, capaces de comunicarse en varias lenguas, ejerciendo las profesiones más sorprendentes, incluida la de “indigente ilustrado”, semejante a los juglares del medievo.

Felipe Cantos, escritor.

16 mayo 2006

Ese imposible control del tiempo


Mi alma no intenta ser inmortal, pero si agotar el reino de lo posible. Pindaro.

Desde mi dormitorio escuche una dulce música de inequívoca inspiración irlandesa. Me sentí atraído hacia ella como el oso al olor de un pastel de manzana recién salido del horno. Sin apenas darme cuenta recorrí los veintidós escalones que permiten alcanzar la zona de dormitorios en la planta noble de la casa. La música había conseguido atraparme de tal modo que casi me arrastraba, permitiéndome localizar con toda facilidad el lugar de donde procedía. Como un misil tierra-tierra, programado para un único y sólo objetivo, me dirigía inexorablemente hacia ella. Una vez en la primera planta observé como a través de la puerta de la biblioteca, que se encontraba ligeramente entreabierta, las seductoras notas de la balada que acompañaban a la dulce voz de Enya se expandían con la clara intención de propagarse por toda la casa. No había duda que la melodía era consciente de su poder, permitiéndose con elegante desfachatez hacerse perdonar su intromisión en el relajante silencio de la mañana. Su fuerza inspiradora y la belleza que de ella emanaban penetraban de tal modo en mi interior que consiguieron conmoverme hasta lo más profundo de mi alma. Terminé de abrir las entrecerradas puertas correderas hasta conseguir el suficiente espacio para poder penetrar en el interior de la biblioteca. Durante un cierto tiempo permanecí junto al quicio de la puerta sin atreverme a perturbar aquel momento, quieto, absorto e hipnotizado por la melodía, dejándome acunar por los compases de unas notas musicales que conozco de memoria, pero que cada vez que las escucho me resultan seductoramente nuevas. Sólo el intervalo entre el final de la pieza y el inicio de la siguiente me permitió recuperar la conciencia y conseguir que bajara de la encantadora nube en la que me encontraba. Recargado mi espíritu, decidí continuar con mi labor dejando que la música continuara, sin saber bien de quién había sido la maravillosa idea de ponerla para después marcharse, sin más. Ciertas músicas, como estas, parecen estar programadas para localizar el alma y alcanzarla de lleno. Y no tengo la menor duda que aún sin auditorio humano, ni oído que preste su atención, la casa, la nuestra tiene alma, se merecía tal deferencia. Pero, apenas había girado sobre mí mismo para abandonar la biblioteca cuando en el escaso silencio producido por el impasse musical, escuché un suave sollozo, como un lamento. Deshice el camino andado y traté de localizar de dónde provenía aquel preocupante sonido. Tras la imponente mole del sofá de cuatro plazas que preside el frontal de la biblioteca, frente a la chimenea, se encontraba el pequeño Philip-Marcel, el sexto de mis hijos, de escasos siete años. – Philip, cariño, ¿qué te sucede?
¡Nif, nif! Fue el sonido que, provocado por su húmeda nariz, pude escuchar. Después de volver a sorberse la moca dos o tres veces más, pareció ser capaz de controlar sus emociones, provocadas no sé bien por qué, o venidas de Dios sabe de dónde, y poder articular algunas palabras. Pero aún tardó algunos minutos en conseguirlo, provocando en mí una innecesaria preocupación.
Finalmente, como todo en esta vida, aunque en ocasiones no lo deseemos, nos llega. –Bien, enano, ¿estás ya en condiciones de contarle a este, tu progenitor, qué es lo que te ha puesto en ese lamentable estado?, le pregunté, tratando de darle a mis palabras un tono de optimismo que en lo más profundo de mi ser no sentía en aquellos momentos.
Hubo de pasar una larga hora desde que el “joven” Philip, como lo llama Magali, la asistenta ecuatoriana que ayuda en casa, abandonara la biblioteca algo más tranquilo, para que yo pudiera recuperarme de mi estado de estupefacción. Las palabras del “joven” Philip me obligaron a permanecer aquel largo rato reflexionando sobre la breve, pero sustancial conversación, que durante algunos minutos mantuvimos en la biblioteca. – Sabes, papá, me respondió, yo no quiero ser grande. Yo no tengo ganas de crecer. “Natural”, me dije para mis adentros, sin deseo alguno de interrumpirle. “Entre otras razones, pequeño pillo, porque no hay mejor estado en esta vida que el de un niño en edad de jugar y nulas responsabilidades, mascullé”. Él pareció adivinar mi pensamiento. - No es porque tenga miedo por mí, no, continuó. Sí me gusta crecer y hacerme mayor. Sobre todo, remarcó con cierto énfasis, mientras me lanzaba una retadora mirada, porque cuando sea grande, como tú, podré hacer lo que quiera. ¡Humm!, susurré por toda respuesta. ¿Para qué desencantarle, explicándole que las reglas del juego establecidas en nuestro mundo no permiten a nadie ser libre de manera definitiva? Siempre habrá ataduras y dependencias en otras instancias más altas. ¿Cómo explicarle que, por muy arriba que te encuentres y por libre que uno se sienta, siempre habrá alguien un poco más arriba y un poco más libre, por encima? Y en el caso de que no sea así, aún peor. Seguramente deberemos responder ante algo mucho más severo y complicado que otro adversario con el que constantemente nos encontramos, en esta absurda guerra de competencias que nos hemos impuesto los hombres: nuestra conciencia. Seguramente no lo hubiera entendido. ¿O sí?
Para el caso era lo mismo, ya que al tratar de mostrarle su contradicción en el deseo que tanto le perturbaba, fue su respuesta la que produjo mi estupefacción. Él se negaba a crecer con aquella obstinación, porque entendía que su adaptación a este mundo y el inevitable crecimiento que en él se producía constantemente - los días se le hacían cortísimos – era el que provocaba el envejecimiento de sus padres, y los seres mayores a los que él quiere. No pude evitar una indulgente sonrisa al descubrir, seguramente sin que el “joven” Philip tan siquiera se lo planteara, la sorprendente teoría que sobre la balanza del universo él tenía: unos, inexorablemente, deben envejecer, para que otros crezcan y ocupen su lugar.
De manera que aquello había provocado un estado de cierto terror en él. Parecía sentirse culpable de algún modo.
Ha pasado algún tiempo y el “joven” Philip ha recuperado parte de la tranquilidad perdida en aquel momento. Entre obligaciones escolares, mucho deporte y el reparto racional de su tiempo en diferentes frentes que son de su agrado, parecen haber hecho el milagro. No ha vuelto a manifestar de manera tan evidente aquella perturbadora sensación que le embargaba.
Sin embargo, a punto de cumplir sus ocho años, en más de una ocasión, cuando cree estar sólo y que no le observa nadie, especialmente yo, suele encerrarse en la biblioteca para, sentado en el sofá, con las piernas encogidas y los brazos rodeándolas, en una postura cercana a lo fetal, dejarse seducir por esa música que le transporta de manera intimista hacia sus orígenes y recuperar algo de ese tiempo que tan rápido se nos va. Aún a costa de retrasar su incorporación al mundo de los “adultos” y con la firma decisión de ofrecernos a los demás unos minutos más de existencia.

Felipe Cantos, escritor.

14 mayo 2006

La adopción... de la ira.


Nada hiere más a las conciencias vergonzantes que la proclamación de la verdad. Camilo José Cela.

Durante varios días un desagradable sabor amargo en mi boca no me abandonaba por las mañanas, cuando me levantaba. No recordaba haber tenido semejante sensación nunca antes. Traté de averiguar, todas y cada una de estas últimas mañanas, que es lo que podría estar causando tan desagradable sensación. Pero a fuerza de ser sincero, y teniendo en cuenta lo habitual de mis frugales cenas, no lograba identificar ningún producto que pudiera ser el causante de ello. Tampoco era capaz de reconocer resto físico alguno en mi boca al que achacar tal sensación.
De modo que, no preocupado, pero sí algo desconcertado, decidí acercarme a mi “gurú” privado, mi inestimable médico de familia, el doctor Marichal, para con su ayuda intentar averiguar lo que pudiera estar sucediendo. Es muy posible que no lo crean, pero el citado es de esos doctores que con la utilización de unas pequeñas bolitas blancas, homeopáticas, consigue increíbles resultados en las más complejas sintomatologías. Puedo asegurarles que con algunos de mis hijos, especialmente los adolescentes, hace milagros tales como que por la mañana se comporten como energúmenos maleducados y, previo suministro de la correspondiente dosificación, acaben la tarde-noche como irreconocibles y elegantes caballeros, educados por el mismísimo Oscar Wilde para la práctica del “dandysmo”.
De manera que después de hacerme un pequeño examen combino conmigo que, aparentemente, no se trataba de ningún problema físico, sino más bien psíquico. Algo me estaba perturbando la mente, provocando en mi metabolismo un desasosiego que terminaba por manifestarse de ese modo tan desagradable. ¡Caray!, me dije, ¿será cierto que estoy tocado del ala y que mi mala “bilis” termine por manifestarse de manera tan molesta? El doctor, adivinando lo que cruzaba por mi mente, no olviden que es mi “gurú”, me tranquilizó de inmediato. “No debes preocuparte, Felipe, aunque lo provoca tu mente y se manifiesta en tu boca, en realidad nace en tu alma, que por alguna razón se encuentra, seriamente, herida. Seguramente si reflexionas un momento lograrás saber lo que la ha perturbado”.
Seguí su consejo, y de regreso a casa repasé detenidamente todo cuanto pudiera ser objeto de análisis. La verdad es que, o bien por que la circulación en mi ciudad, en ocasiones tan salvaje como la de Madrid, no me permitió centrarme en mis reflexiones, o sencillamente porque no fui capaz de relacionarlo, llegué a casa como había salido de ella horas antes. Pero, eso si, con mayor tranquilidad de espíritu. Me dije que si no había logrado identificar rápidamente la razón de mi mal, es que este, en principio, no debía ser demasiado importante.
Así que instalado de nuevo en mi pequeña “torre de marfil”, en la que, desde hace más de quince años, trasformo en textos, con mayor o menor fortuna, las experiencias ya vividas y las que diariamente voy absorbiendo, como una esponja, de todo cuanto ha sucedido y sucede a mi alrededor, tanto en mi pequeño mundo, como en mis múltiples viajes, encendí mi ordenador para iniciar mi habitual jornada de trabajo. Debo confesar, sin saber bien por qué, que el gesto me produjo cierta inquietud, al igual que, recordé, había sucedido en días precedente. Al iluminarse la pantalla y colocar ante mi vista la relación de los últimos emails recibidos supe, por fin, que era lo que tanto me había estado perturbando en los últimos días, hasta conseguir que mi cuerpo reaccionara de manera tan desagradable, casi con repugnancia. Allí, ante mis ojos, se encontraban de nuevo los mensajes electrónicos que volvían a repetir, una y otra vez, los mismos exabruptos, insultos y descalificaciones gratuitas de días anteriores cuando “colgué” en Internet mi artículo sobre la adopción.
Han pasado varias jornadas y ya, más tranquilo, he vuelto a mi rutina. Sin embargo, pese a que no deseaba darle continuidad a esta desagradable polémica, principalmente por respeto a todos los que tuvieron la delicadeza de asimilar el artículo de una manera elegante - ofreciéndose amablemente a mostrarme una “visión” muy distinta de la recogida en el artículo o, sencillamente, no sintiéndose afectados por él, al considerarse ajenos a lo allí recogido - en mi interior continuaba viva la llama de una respuesta a la injustísima reacción por parte de todos cuantos, amparados en el anonimato la mayoría, lejos de mostrarme mis “posibles” errores, se limitaron a dejar caer sobre mi todas sus frustraciones – ¿o tal vez se han sentido descubiertos? – con ofensas y descalificaciones que nada dicen en su favor.
Porque si todos y cada uno de ellos se molestara en releer el artículo descubrirían que en ningún momento se manifiesta repudio alguno a los niños de cualquier otra nacionalidad, o etnia, por distinta que esta sea de la nuestra. De hecho, por mi especial situación, hace más de veinte años que me encuentro felizmente inmerso en una comunidad en que la norma es la amalgama de etnias y razas, en número superior a veintitrés. Yo mismo formo parte de un matrimonio mixto. Situación que por otro lado ha permitido que mis hijos se desarrollen en una sociedad multicultural, y se eduquen con toda facilidad en cuatro lenguas, o más. El artículo, en síntesis, iba, y va, dirigido directamente para/por/contra los “adoptantes” en él reflejados y que, mal que nos pese, son muchos más de los deseables. Y quien con ellos no se identifique, que se autoexcluya, que no se de por enterado.
Pero jamás, salvo error en la forma de exponerlo, iba dirigido contra los adoptados que son mencionados en él, simplemente, como la constatación de un hecho lamentable. Jamás como una descalificación de esos pequeños ángeles que son merecedores de todos mi respeto y, si fuera posible, de mi cariño. Nota para navegantes malintencionados y faltones: tengo nueve hijos biológicos… ¡y dos adoptados! Estos últimos, producto de la necesidad de cercanas desgracias, y de un auténtico amor a un ser que conocía con antelación a la adopción.
Me permito recordarles aquí que no es infrecuente que en el momento del alumbramiento algunas madres, y no pocas, sientan un cierto rechazo por el bebé recién concebido. Rechazo que pocos momentos después queda neutralizado cuando la criatura es depositada sobre ella. De modo que no les extrañará que, en este mundo sustentado por un egoísmo desbordante y cada vez más creciente, me resulte francamente difícil asumir que, antes de convivir con él, se pueda amar a alguien que no se conoce, que no se ha visto jamás y que habita a miles de kilómetros de distancia. Cuestión aparte será el deseo, justo y natural, que uno pueda sentir en su interior de conseguir colmar a esa fuerza irrefrenable de la mater/paternidad. Más aún, si este sólo pueda ser posible de conseguir a través de la adopción.
Por otro lado, algunos de los más agresivos me han tachado de cobarde por haber retirado el artículo. Nada más lejos de la cobardía. Si lo hice fue por respeto a ese, lamentablemente, pequeño grupo que se dirigió a mí mostrándome, con todo respeto, el lado más doloroso de este asunto. Ello sí se lo merecían. No era, como les dije respondiendo personalmente a sus emails, esa fibra del corazón la que yo trataba de despertar, y que en muchos casos sólo consiguió despertar la del hígado, provocando una inundación de bilis; sino la de la conciencia.
Para aquellos que amparados en un título, independientemente de la exhibición de titulaciones académicas de las que cada uno podamos hacer gala, han sido capaces de entrar en la descalificación personal, incluso ofensiva, les recordaré que no hay mejor escuela que la de la vida. Ni mejor oficio para comprenderla que el oficio de vivir.
No puedo cerrar esta columna sin expresar mi sorpresa por las reacciones verbalmente tan violentas que he recibido de personas que dicen, presumen de tener el corazón repleto de amor para ofrecer a otros seres. Alguno hay que ha lamentado que no existan leyes para castigar mi “pecado”. En este particular caso les diré que yo, por el contrario, me alegro de que si existan leyes que impidan entregar un niño a quien a la primera oportunidad, incapaz de reflexionar, reacciona de manera tan violenta y visceral.

Felipe Cantos, escritor.