17 mayo 2006

La maternidad: ¿irreprimible deseo natural?


Los éxitos profesionales o sociales en la mujer no colman sus aspiraciones, si deja en el camino parte de sus aspiraciones naturales.

Hace unas semanas tuve la oportunidad de mantener una interesante conversación con varias mujeres, todas ellas de diferentes nacionalidades y pertenecientes a esa nueva generación de las triunfadoras, en lo profesional.
Junto con mi esposa, una más de aquel interesante grupo de exitosas damas, me encontré conversando sobre los más diversos temas, y recibiendo las réplicas más sólidas que pudiera haber imaginado sobre los más variados y polémicos asunto que nos afectan en la actualidad. Tanto en lo político como en lo social. Algunas de ellas consiguiendo impresionarme por su amplia cultura.
Aquel extraordinario grupo de mujeres, cuyas edades se encuentran comprendidas entre los treinta y cinco y los cuarenta y ocho años, bellas por demás gracias a las enormes posibilidades de las que hoy goza el ser humano, especialmente la mujer, para mantenerse en forma, consiguiendo que los años no pasen por ellas y que permitiendo, en el caso de aquel grupo sin exclusión, ofrecer una imagen más cercana a la juventud, casi la adolescencia, que a su edad real, sostenían, sin excepción, el acierto por el rumbo que habían dado a sus vidas. Parecían estar cumpliendo la máxima de Mercé Rodoreda: Una mujer gana siempre, si no es con el trabajo, será con la maternidad o con el amor.
Naturalmente, yo, no perseguía amargarles aquella maravillosa velada, creo que celebrábamos el ascenso de una de ellas a una Dirección General de una multinacional, y lo que primaba principalmente era disfrutar de aquel momento y aquel ambiente creado alrededor de una impresionante mesa de cristal, bellamente decorada y gastronómicamente regalada de manera impecable. Las magníficas viandas y los extraordinarios vinos tampoco invitaban demasiado a convertir aquella reunión en un controvertido y sesudo círculo de debate.
Sin embargo, conociendo, como conocía a todas y cada una de ellas y aprovechando los escasos resquicios que hoy te permite analizar el alma humana, decidí introducir en la conversación el tema de la maternidad, desgraciadamente, desconocido para la mayoría de las once que allí se encontraban, salvo en el caso de mi esposa y dos más de las asistentes.
Sabía perfectamente que colocaba sobre la mesa un tema que crearía polémica y, en algunos casos, cierto dolor. De manera especial si sostenía, como vengo haciendo desde que tengo la posibilidad de observar y reflexionar sobre tan delicado asunto, la negativa a aceptar, salvo las inevitables excepciones que confirmaran la regla, que sea posible la resistencia abierta y directa de la mujer a su maternidad.
En principio todas, incluidas las que ya habían sido madres, trataron de convencerme de que, naturalmente, para la mujer no era inevitable, ni tan siquiera necesario atender “la llamada de la naturaleza”. Que los tiempos habían cambiado y que hoy era posible, como la mayoría de los hombres hacían desde tiempo inmemorial con su paternidad, pasar olímpicamente de la maternidad. La vida, sostenía una de ellas, probablemente la más joven de todas las asistentes, ofrece múltiples alternativas que, horrible palabra en aquel contexto, “sustituían” con suma facilidad esa posible necesidad biológica.
Yo no quise insistir demasiado, y sólo mantuve que, la maternidad en la mujer, como el amor en todos nosotros es imprescindible, si queremos sentirnos vivos. Quise hacerles ver que ni el lugar ni el momento era el más propicio para continuar con la interesante, pero incómoda polémica, especialmente si analizábamos la frustrante situación desde la óptica del embarazo deseado y no conseguido. Pero mi sonrisa de condescendencia y mi silencio - en ocasiones los silencios son más elocuentes que una buena argumentación - provocaron en algunas de ellas una desazón que, sin necesidad de forzar demasiado, acabó con su resistencia. Tal vez el buen vino y el envolvente momento creado alrededor de aquella mesa consiguió el milagro.
Tanja, la más joven y la que con mayor ardor había defendido su tesis en el primer momento, admitió, seguramente porque todavía estaba a tiempo de rectificar, que sus estudios y su profesión le habían impedido tan siquiera plantearse la idea, pero, “tal vez, si encontrara la pareja adecuado, me lo replantearía.”
Aquello, como en un vehículo de formula uno al pisar el acelerador a fondo y abrir la espita, fue el detonante de que todas las demás, algunas cercanas a los cuarenta y ocho años, confirmaran que efectivamente en algún momento de sus vidas habían recibido lo que yo, con cierto sentido del humor, denominaba “la llamada de la selva”. Que, sin duda, el deseo de la maternidad, hoy convertido en frustración, había llamado a su puerta, pero que habían preferido marginarlo hasta encontrar un mejor momento.
Me llamó la atención que la mayoría de ellas no planteaban el problema en relación directa con la posible pareja, claro signo de lo poco que estas hubieran importado para ellas, sino con su propia dinámica. Como si ese “asunto” fuera algo circunstancial, no importante. Sonia, quizás la mayor de todas las asistentes terminó por admitir que en algún momento de su vida la llamada fue tan fuerte que, al no estar enamorada de nadie, llegó a plantearse la posibilidad de tener un hijo sólo para ella, sin ni siquiera comunicárselo al padre. Si es que, llegado el momento, no hubiera optado por las técnicas, menos comprometidas y más seguras de la fertilización “in vitro”.
La realidad es que una por una fueron admitiendo que en algún momento de su existencia habían recibido “la llamada” pero que, cada una por diferentes razones, habían decidido dejarlo pasar, considerando, con el tiempo ya transcurrido en su mayoría, que aquel deseo no era más que un capricho de la madre naturaleza, pero al que podrían soslayar sin problema alguno. Pero no era la conclusión que pude leer en los rostros de la mayoría al despedirnos aquella madrugada.
Han transcurrido varias semanas de aquella inolvidable noche y he tenido la oportunidad de reencontrarme, junto con mi esposa o a solas, con todas y cada una de estas irrepetibles mujeres. En la tranquilidad de sus despachos, con la ciudad a sus pies, en las plantas nobles más altas de los mejores edificios institucionales o empresariales de Madrid, Bruselas o París; o en las azarosas sedes centrales de las impresionantes fábricas que dirigen con acierto y mano firme. Con la amargura dibujada en sus sonrisas y en el rostro una mueca de resignación, junto al recuerdo del hielo roto en aquella intima conversación, dejaron traslucir con toda claridad que en lo más profundo de su ser lamentaban no haber aprovechado las oportunidades que en su momento se les presentaron. Que la maternidad no había dejado de llamar fuerte a sus respectivas puertas y que lamentaban profundamente haberse negado a abrirlas.
Alguna de ellas se atrevió a admitir que consideraba su vida un absoluto fracaso y que a sus “ya” cercanos cincuenta años sus vidas habían dejado de tener sentido. Habían conseguido de la vida lo que un escaso número de mujeres será capaz de alcanzar jamás.
Pero, afirmaban, no tenían a nadie a quien dedicarles aquellos éxitos. Que lo que marcaría sus vidas en el futuro estaría presidido por los compromisos sociales más rutinarios, junto a la soledad más profunda.
Aún resuenan en mis oídos las últimas palabras que dijera Sonia cuando abandoné su despacho en la planta décima del edificio que alberga el Consejo de Europa, desde el que es posible divisar la mayor constelación de edificaciones institucionales que conforma el estado de los estado, la Unión Europea: “Créeme, no me importaría nada que al llegar esta tarde a mi elegante apartamento pudiera encontrarlo desordenado e, incluso, con alguna valiosa pieza comprada en algún exótico país, rota.
Mi esposa, y yo, pensamos lo mismo. ¿Qué será del sentido de nuestras vidas en el momento en que todo en la casa se encuentre, día a día, en el mismo tedioso lugar, sin que uno de los cinco “monstruos” que la habitan haya sacado algo de su lugar. Indudablemente algo habrá muerto en ella.
Del mismo modo que algo nunca nació en el hogar de todas estas exitosas mujeres que, hoy, abrumadoramente, lamentan sus “éxitos” pagados con el dolor de una inexorable frustración “natural”.

Felipe Cantos, escritor.

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