Nada hiere más a las conciencias vergonzantes que la proclamación de la verdad. Camilo José Cela.
Durante varios días un desagradable sabor amargo en mi boca no me abandonaba por las mañanas, cuando me levantaba. No recordaba haber tenido semejante sensación nunca antes. Traté de averiguar, todas y cada una de estas últimas mañanas, que es lo que podría estar causando tan desagradable sensación. Pero a fuerza de ser sincero, y teniendo en cuenta lo habitual de mis frugales cenas, no lograba identificar ningún producto que pudiera ser el causante de ello. Tampoco era capaz de reconocer resto físico alguno en mi boca al que achacar tal sensación.
De modo que, no preocupado, pero sí algo desconcertado, decidí acercarme a mi “gurú” privado, mi inestimable médico de familia, el doctor Marichal, para con su ayuda intentar averiguar lo que pudiera estar sucediendo. Es muy posible que no lo crean, pero el citado es de esos doctores que con la utilización de unas pequeñas bolitas blancas, homeopáticas, consigue increíbles resultados en las más complejas sintomatologías. Puedo asegurarles que con algunos de mis hijos, especialmente los adolescentes, hace milagros tales como que por la mañana se comporten como energúmenos maleducados y, previo suministro de la correspondiente dosificación, acaben la tarde-noche como irreconocibles y elegantes caballeros, educados por el mismísimo Oscar Wilde para la práctica del “dandysmo”.
De manera que después de hacerme un pequeño examen combino conmigo que, aparentemente, no se trataba de ningún problema físico, sino más bien psíquico. Algo me estaba perturbando la mente, provocando en mi metabolismo un desasosiego que terminaba por manifestarse de ese modo tan desagradable. ¡Caray!, me dije, ¿será cierto que estoy tocado del ala y que mi mala “bilis” termine por manifestarse de manera tan molesta? El doctor, adivinando lo que cruzaba por mi mente, no olviden que es mi “gurú”, me tranquilizó de inmediato. “No debes preocuparte, Felipe, aunque lo provoca tu mente y se manifiesta en tu boca, en realidad nace en tu alma, que por alguna razón se encuentra, seriamente, herida. Seguramente si reflexionas un momento lograrás saber lo que la ha perturbado”.
Seguí su consejo, y de regreso a casa repasé detenidamente todo cuanto pudiera ser objeto de análisis. La verdad es que, o bien por que la circulación en mi ciudad, en ocasiones tan salvaje como la de Madrid, no me permitió centrarme en mis reflexiones, o sencillamente porque no fui capaz de relacionarlo, llegué a casa como había salido de ella horas antes. Pero, eso si, con mayor tranquilidad de espíritu. Me dije que si no había logrado identificar rápidamente la razón de mi mal, es que este, en principio, no debía ser demasiado importante.
Así que instalado de nuevo en mi pequeña “torre de marfil”, en la que, desde hace más de quince años, trasformo en textos, con mayor o menor fortuna, las experiencias ya vividas y las que diariamente voy absorbiendo, como una esponja, de todo cuanto ha sucedido y sucede a mi alrededor, tanto en mi pequeño mundo, como en mis múltiples viajes, encendí mi ordenador para iniciar mi habitual jornada de trabajo. Debo confesar, sin saber bien por qué, que el gesto me produjo cierta inquietud, al igual que, recordé, había sucedido en días precedente. Al iluminarse la pantalla y colocar ante mi vista la relación de los últimos emails recibidos supe, por fin, que era lo que tanto me había estado perturbando en los últimos días, hasta conseguir que mi cuerpo reaccionara de manera tan desagradable, casi con repugnancia. Allí, ante mis ojos, se encontraban de nuevo los mensajes electrónicos que volvían a repetir, una y otra vez, los mismos exabruptos, insultos y descalificaciones gratuitas de días anteriores cuando “colgué” en Internet mi artículo sobre la adopción.
Han pasado varias jornadas y ya, más tranquilo, he vuelto a mi rutina. Sin embargo, pese a que no deseaba darle continuidad a esta desagradable polémica, principalmente por respeto a todos los que tuvieron la delicadeza de asimilar el artículo de una manera elegante - ofreciéndose amablemente a mostrarme una “visión” muy distinta de la recogida en el artículo o, sencillamente, no sintiéndose afectados por él, al considerarse ajenos a lo allí recogido - en mi interior continuaba viva la llama de una respuesta a la injustísima reacción por parte de todos cuantos, amparados en el anonimato la mayoría, lejos de mostrarme mis “posibles” errores, se limitaron a dejar caer sobre mi todas sus frustraciones – ¿o tal vez se han sentido descubiertos? – con ofensas y descalificaciones que nada dicen en su favor.
Porque si todos y cada uno de ellos se molestara en releer el artículo descubrirían que en ningún momento se manifiesta repudio alguno a los niños de cualquier otra nacionalidad, o etnia, por distinta que esta sea de la nuestra. De hecho, por mi especial situación, hace más de veinte años que me encuentro felizmente inmerso en una comunidad en que la norma es la amalgama de etnias y razas, en número superior a veintitrés. Yo mismo formo parte de un matrimonio mixto. Situación que por otro lado ha permitido que mis hijos se desarrollen en una sociedad multicultural, y se eduquen con toda facilidad en cuatro lenguas, o más. El artículo, en síntesis, iba, y va, dirigido directamente para/por/contra los “adoptantes” en él reflejados y que, mal que nos pese, son muchos más de los deseables. Y quien con ellos no se identifique, que se autoexcluya, que no se de por enterado.
Pero jamás, salvo error en la forma de exponerlo, iba dirigido contra los adoptados que son mencionados en él, simplemente, como la constatación de un hecho lamentable. Jamás como una descalificación de esos pequeños ángeles que son merecedores de todos mi respeto y, si fuera posible, de mi cariño. Nota para navegantes malintencionados y faltones: tengo nueve hijos biológicos… ¡y dos adoptados! Estos últimos, producto de la necesidad de cercanas desgracias, y de un auténtico amor a un ser que conocía con antelación a la adopción.
Me permito recordarles aquí que no es infrecuente que en el momento del alumbramiento algunas madres, y no pocas, sientan un cierto rechazo por el bebé recién concebido. Rechazo que pocos momentos después queda neutralizado cuando la criatura es depositada sobre ella. De modo que no les extrañará que, en este mundo sustentado por un egoísmo desbordante y cada vez más creciente, me resulte francamente difícil asumir que, antes de convivir con él, se pueda amar a alguien que no se conoce, que no se ha visto jamás y que habita a miles de kilómetros de distancia. Cuestión aparte será el deseo, justo y natural, que uno pueda sentir en su interior de conseguir colmar a esa fuerza irrefrenable de la mater/paternidad. Más aún, si este sólo pueda ser posible de conseguir a través de la adopción.
Por otro lado, algunos de los más agresivos me han tachado de cobarde por haber retirado el artículo. Nada más lejos de la cobardía. Si lo hice fue por respeto a ese, lamentablemente, pequeño grupo que se dirigió a mí mostrándome, con todo respeto, el lado más doloroso de este asunto. Ello sí se lo merecían. No era, como les dije respondiendo personalmente a sus emails, esa fibra del corazón la que yo trataba de despertar, y que en muchos casos sólo consiguió despertar la del hígado, provocando una inundación de bilis; sino la de la conciencia.
Para aquellos que amparados en un título, independientemente de la exhibición de titulaciones académicas de las que cada uno podamos hacer gala, han sido capaces de entrar en la descalificación personal, incluso ofensiva, les recordaré que no hay mejor escuela que la de la vida. Ni mejor oficio para comprenderla que el oficio de vivir.
No puedo cerrar esta columna sin expresar mi sorpresa por las reacciones verbalmente tan violentas que he recibido de personas que dicen, presumen de tener el corazón repleto de amor para ofrecer a otros seres. Alguno hay que ha lamentado que no existan leyes para castigar mi “pecado”. En este particular caso les diré que yo, por el contrario, me alegro de que si existan leyes que impidan entregar un niño a quien a la primera oportunidad, incapaz de reflexionar, reacciona de manera tan violenta y visceral.
Felipe Cantos, escritor.
Durante varios días un desagradable sabor amargo en mi boca no me abandonaba por las mañanas, cuando me levantaba. No recordaba haber tenido semejante sensación nunca antes. Traté de averiguar, todas y cada una de estas últimas mañanas, que es lo que podría estar causando tan desagradable sensación. Pero a fuerza de ser sincero, y teniendo en cuenta lo habitual de mis frugales cenas, no lograba identificar ningún producto que pudiera ser el causante de ello. Tampoco era capaz de reconocer resto físico alguno en mi boca al que achacar tal sensación.
De modo que, no preocupado, pero sí algo desconcertado, decidí acercarme a mi “gurú” privado, mi inestimable médico de familia, el doctor Marichal, para con su ayuda intentar averiguar lo que pudiera estar sucediendo. Es muy posible que no lo crean, pero el citado es de esos doctores que con la utilización de unas pequeñas bolitas blancas, homeopáticas, consigue increíbles resultados en las más complejas sintomatologías. Puedo asegurarles que con algunos de mis hijos, especialmente los adolescentes, hace milagros tales como que por la mañana se comporten como energúmenos maleducados y, previo suministro de la correspondiente dosificación, acaben la tarde-noche como irreconocibles y elegantes caballeros, educados por el mismísimo Oscar Wilde para la práctica del “dandysmo”.
De manera que después de hacerme un pequeño examen combino conmigo que, aparentemente, no se trataba de ningún problema físico, sino más bien psíquico. Algo me estaba perturbando la mente, provocando en mi metabolismo un desasosiego que terminaba por manifestarse de ese modo tan desagradable. ¡Caray!, me dije, ¿será cierto que estoy tocado del ala y que mi mala “bilis” termine por manifestarse de manera tan molesta? El doctor, adivinando lo que cruzaba por mi mente, no olviden que es mi “gurú”, me tranquilizó de inmediato. “No debes preocuparte, Felipe, aunque lo provoca tu mente y se manifiesta en tu boca, en realidad nace en tu alma, que por alguna razón se encuentra, seriamente, herida. Seguramente si reflexionas un momento lograrás saber lo que la ha perturbado”.
Seguí su consejo, y de regreso a casa repasé detenidamente todo cuanto pudiera ser objeto de análisis. La verdad es que, o bien por que la circulación en mi ciudad, en ocasiones tan salvaje como la de Madrid, no me permitió centrarme en mis reflexiones, o sencillamente porque no fui capaz de relacionarlo, llegué a casa como había salido de ella horas antes. Pero, eso si, con mayor tranquilidad de espíritu. Me dije que si no había logrado identificar rápidamente la razón de mi mal, es que este, en principio, no debía ser demasiado importante.
Así que instalado de nuevo en mi pequeña “torre de marfil”, en la que, desde hace más de quince años, trasformo en textos, con mayor o menor fortuna, las experiencias ya vividas y las que diariamente voy absorbiendo, como una esponja, de todo cuanto ha sucedido y sucede a mi alrededor, tanto en mi pequeño mundo, como en mis múltiples viajes, encendí mi ordenador para iniciar mi habitual jornada de trabajo. Debo confesar, sin saber bien por qué, que el gesto me produjo cierta inquietud, al igual que, recordé, había sucedido en días precedente. Al iluminarse la pantalla y colocar ante mi vista la relación de los últimos emails recibidos supe, por fin, que era lo que tanto me había estado perturbando en los últimos días, hasta conseguir que mi cuerpo reaccionara de manera tan desagradable, casi con repugnancia. Allí, ante mis ojos, se encontraban de nuevo los mensajes electrónicos que volvían a repetir, una y otra vez, los mismos exabruptos, insultos y descalificaciones gratuitas de días anteriores cuando “colgué” en Internet mi artículo sobre la adopción.
Han pasado varias jornadas y ya, más tranquilo, he vuelto a mi rutina. Sin embargo, pese a que no deseaba darle continuidad a esta desagradable polémica, principalmente por respeto a todos los que tuvieron la delicadeza de asimilar el artículo de una manera elegante - ofreciéndose amablemente a mostrarme una “visión” muy distinta de la recogida en el artículo o, sencillamente, no sintiéndose afectados por él, al considerarse ajenos a lo allí recogido - en mi interior continuaba viva la llama de una respuesta a la injustísima reacción por parte de todos cuantos, amparados en el anonimato la mayoría, lejos de mostrarme mis “posibles” errores, se limitaron a dejar caer sobre mi todas sus frustraciones – ¿o tal vez se han sentido descubiertos? – con ofensas y descalificaciones que nada dicen en su favor.
Porque si todos y cada uno de ellos se molestara en releer el artículo descubrirían que en ningún momento se manifiesta repudio alguno a los niños de cualquier otra nacionalidad, o etnia, por distinta que esta sea de la nuestra. De hecho, por mi especial situación, hace más de veinte años que me encuentro felizmente inmerso en una comunidad en que la norma es la amalgama de etnias y razas, en número superior a veintitrés. Yo mismo formo parte de un matrimonio mixto. Situación que por otro lado ha permitido que mis hijos se desarrollen en una sociedad multicultural, y se eduquen con toda facilidad en cuatro lenguas, o más. El artículo, en síntesis, iba, y va, dirigido directamente para/por/contra los “adoptantes” en él reflejados y que, mal que nos pese, son muchos más de los deseables. Y quien con ellos no se identifique, que se autoexcluya, que no se de por enterado.
Pero jamás, salvo error en la forma de exponerlo, iba dirigido contra los adoptados que son mencionados en él, simplemente, como la constatación de un hecho lamentable. Jamás como una descalificación de esos pequeños ángeles que son merecedores de todos mi respeto y, si fuera posible, de mi cariño. Nota para navegantes malintencionados y faltones: tengo nueve hijos biológicos… ¡y dos adoptados! Estos últimos, producto de la necesidad de cercanas desgracias, y de un auténtico amor a un ser que conocía con antelación a la adopción.
Me permito recordarles aquí que no es infrecuente que en el momento del alumbramiento algunas madres, y no pocas, sientan un cierto rechazo por el bebé recién concebido. Rechazo que pocos momentos después queda neutralizado cuando la criatura es depositada sobre ella. De modo que no les extrañará que, en este mundo sustentado por un egoísmo desbordante y cada vez más creciente, me resulte francamente difícil asumir que, antes de convivir con él, se pueda amar a alguien que no se conoce, que no se ha visto jamás y que habita a miles de kilómetros de distancia. Cuestión aparte será el deseo, justo y natural, que uno pueda sentir en su interior de conseguir colmar a esa fuerza irrefrenable de la mater/paternidad. Más aún, si este sólo pueda ser posible de conseguir a través de la adopción.
Por otro lado, algunos de los más agresivos me han tachado de cobarde por haber retirado el artículo. Nada más lejos de la cobardía. Si lo hice fue por respeto a ese, lamentablemente, pequeño grupo que se dirigió a mí mostrándome, con todo respeto, el lado más doloroso de este asunto. Ello sí se lo merecían. No era, como les dije respondiendo personalmente a sus emails, esa fibra del corazón la que yo trataba de despertar, y que en muchos casos sólo consiguió despertar la del hígado, provocando una inundación de bilis; sino la de la conciencia.
Para aquellos que amparados en un título, independientemente de la exhibición de titulaciones académicas de las que cada uno podamos hacer gala, han sido capaces de entrar en la descalificación personal, incluso ofensiva, les recordaré que no hay mejor escuela que la de la vida. Ni mejor oficio para comprenderla que el oficio de vivir.
No puedo cerrar esta columna sin expresar mi sorpresa por las reacciones verbalmente tan violentas que he recibido de personas que dicen, presumen de tener el corazón repleto de amor para ofrecer a otros seres. Alguno hay que ha lamentado que no existan leyes para castigar mi “pecado”. En este particular caso les diré que yo, por el contrario, me alegro de que si existan leyes que impidan entregar un niño a quien a la primera oportunidad, incapaz de reflexionar, reacciona de manera tan violenta y visceral.
Felipe Cantos, escritor.
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