16 mayo 2006

Ese imposible control del tiempo


Mi alma no intenta ser inmortal, pero si agotar el reino de lo posible. Pindaro.

Desde mi dormitorio escuche una dulce música de inequívoca inspiración irlandesa. Me sentí atraído hacia ella como el oso al olor de un pastel de manzana recién salido del horno. Sin apenas darme cuenta recorrí los veintidós escalones que permiten alcanzar la zona de dormitorios en la planta noble de la casa. La música había conseguido atraparme de tal modo que casi me arrastraba, permitiéndome localizar con toda facilidad el lugar de donde procedía. Como un misil tierra-tierra, programado para un único y sólo objetivo, me dirigía inexorablemente hacia ella. Una vez en la primera planta observé como a través de la puerta de la biblioteca, que se encontraba ligeramente entreabierta, las seductoras notas de la balada que acompañaban a la dulce voz de Enya se expandían con la clara intención de propagarse por toda la casa. No había duda que la melodía era consciente de su poder, permitiéndose con elegante desfachatez hacerse perdonar su intromisión en el relajante silencio de la mañana. Su fuerza inspiradora y la belleza que de ella emanaban penetraban de tal modo en mi interior que consiguieron conmoverme hasta lo más profundo de mi alma. Terminé de abrir las entrecerradas puertas correderas hasta conseguir el suficiente espacio para poder penetrar en el interior de la biblioteca. Durante un cierto tiempo permanecí junto al quicio de la puerta sin atreverme a perturbar aquel momento, quieto, absorto e hipnotizado por la melodía, dejándome acunar por los compases de unas notas musicales que conozco de memoria, pero que cada vez que las escucho me resultan seductoramente nuevas. Sólo el intervalo entre el final de la pieza y el inicio de la siguiente me permitió recuperar la conciencia y conseguir que bajara de la encantadora nube en la que me encontraba. Recargado mi espíritu, decidí continuar con mi labor dejando que la música continuara, sin saber bien de quién había sido la maravillosa idea de ponerla para después marcharse, sin más. Ciertas músicas, como estas, parecen estar programadas para localizar el alma y alcanzarla de lleno. Y no tengo la menor duda que aún sin auditorio humano, ni oído que preste su atención, la casa, la nuestra tiene alma, se merecía tal deferencia. Pero, apenas había girado sobre mí mismo para abandonar la biblioteca cuando en el escaso silencio producido por el impasse musical, escuché un suave sollozo, como un lamento. Deshice el camino andado y traté de localizar de dónde provenía aquel preocupante sonido. Tras la imponente mole del sofá de cuatro plazas que preside el frontal de la biblioteca, frente a la chimenea, se encontraba el pequeño Philip-Marcel, el sexto de mis hijos, de escasos siete años. – Philip, cariño, ¿qué te sucede?
¡Nif, nif! Fue el sonido que, provocado por su húmeda nariz, pude escuchar. Después de volver a sorberse la moca dos o tres veces más, pareció ser capaz de controlar sus emociones, provocadas no sé bien por qué, o venidas de Dios sabe de dónde, y poder articular algunas palabras. Pero aún tardó algunos minutos en conseguirlo, provocando en mí una innecesaria preocupación.
Finalmente, como todo en esta vida, aunque en ocasiones no lo deseemos, nos llega. –Bien, enano, ¿estás ya en condiciones de contarle a este, tu progenitor, qué es lo que te ha puesto en ese lamentable estado?, le pregunté, tratando de darle a mis palabras un tono de optimismo que en lo más profundo de mi ser no sentía en aquellos momentos.
Hubo de pasar una larga hora desde que el “joven” Philip, como lo llama Magali, la asistenta ecuatoriana que ayuda en casa, abandonara la biblioteca algo más tranquilo, para que yo pudiera recuperarme de mi estado de estupefacción. Las palabras del “joven” Philip me obligaron a permanecer aquel largo rato reflexionando sobre la breve, pero sustancial conversación, que durante algunos minutos mantuvimos en la biblioteca. – Sabes, papá, me respondió, yo no quiero ser grande. Yo no tengo ganas de crecer. “Natural”, me dije para mis adentros, sin deseo alguno de interrumpirle. “Entre otras razones, pequeño pillo, porque no hay mejor estado en esta vida que el de un niño en edad de jugar y nulas responsabilidades, mascullé”. Él pareció adivinar mi pensamiento. - No es porque tenga miedo por mí, no, continuó. Sí me gusta crecer y hacerme mayor. Sobre todo, remarcó con cierto énfasis, mientras me lanzaba una retadora mirada, porque cuando sea grande, como tú, podré hacer lo que quiera. ¡Humm!, susurré por toda respuesta. ¿Para qué desencantarle, explicándole que las reglas del juego establecidas en nuestro mundo no permiten a nadie ser libre de manera definitiva? Siempre habrá ataduras y dependencias en otras instancias más altas. ¿Cómo explicarle que, por muy arriba que te encuentres y por libre que uno se sienta, siempre habrá alguien un poco más arriba y un poco más libre, por encima? Y en el caso de que no sea así, aún peor. Seguramente deberemos responder ante algo mucho más severo y complicado que otro adversario con el que constantemente nos encontramos, en esta absurda guerra de competencias que nos hemos impuesto los hombres: nuestra conciencia. Seguramente no lo hubiera entendido. ¿O sí?
Para el caso era lo mismo, ya que al tratar de mostrarle su contradicción en el deseo que tanto le perturbaba, fue su respuesta la que produjo mi estupefacción. Él se negaba a crecer con aquella obstinación, porque entendía que su adaptación a este mundo y el inevitable crecimiento que en él se producía constantemente - los días se le hacían cortísimos – era el que provocaba el envejecimiento de sus padres, y los seres mayores a los que él quiere. No pude evitar una indulgente sonrisa al descubrir, seguramente sin que el “joven” Philip tan siquiera se lo planteara, la sorprendente teoría que sobre la balanza del universo él tenía: unos, inexorablemente, deben envejecer, para que otros crezcan y ocupen su lugar.
De manera que aquello había provocado un estado de cierto terror en él. Parecía sentirse culpable de algún modo.
Ha pasado algún tiempo y el “joven” Philip ha recuperado parte de la tranquilidad perdida en aquel momento. Entre obligaciones escolares, mucho deporte y el reparto racional de su tiempo en diferentes frentes que son de su agrado, parecen haber hecho el milagro. No ha vuelto a manifestar de manera tan evidente aquella perturbadora sensación que le embargaba.
Sin embargo, a punto de cumplir sus ocho años, en más de una ocasión, cuando cree estar sólo y que no le observa nadie, especialmente yo, suele encerrarse en la biblioteca para, sentado en el sofá, con las piernas encogidas y los brazos rodeándolas, en una postura cercana a lo fetal, dejarse seducir por esa música que le transporta de manera intimista hacia sus orígenes y recuperar algo de ese tiempo que tan rápido se nos va. Aún a costa de retrasar su incorporación al mundo de los “adultos” y con la firma decisión de ofrecernos a los demás unos minutos más de existencia.

Felipe Cantos, escritor.

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