17 mayo 2006

Mendigos del siglo XXI: inevitable retorno al pasado.


La evolución que se producirá en todas las áreas del conocimiento en los próximos cien años, del siglo XXI, será comparable a la creada en todo el periodo comprendido en los últimos diez siglos; excepto en las relaciones humanas, que regresaremos al siglo X.

Edimburgo, once de la mañana de un llovioso día, como no podía ser de otro modo. Cansado tras la visita a su histórico castillo decido descender por su ladera posterior, al parecer algo más suave en su declive que la parte principal que, al subir, provocó mi agotamiento antes de comenzar la inevitable visita. Pese a todo ha sido el comienzo de una gran jornada. Es difícil explicar las sensaciones que se pueden obtener en lugares tan emblemáticos, llenos de historia. A poco que uno se olvide del resto de los turistas, objetivo nada fácil, y deje correr su imaginación, logrará revivir las tradiciones y, por qué no, las leyendas que encerradas entre esas piedras se mantienen, casi, vivas. El Malecón, forjado en piedra sobre el extinto volcán, por los glaciares; la batería Mill’s Mount, desde la que, desde hace varios siglos se dispara el cañón todos los días a las 13 horas; el hospital, construido en el siglo xvii, y que hoy alberga el Museo Escocés de Servicios Unidos, o, entre otras varias, La capilla de Santa Margarita, con seguridad la estructura más antigua del castillo, data de 1124.
Desciendo feliz, tranquilo, pese al “chirimiri” que, agradable al inicio, ahora va calando hasta los huesos. Voy distraído, pensando divertido en que a los más imaginativos, o a los que antes de iniciar la visita hubieran decidido pasar por la seductora fábrica de cerveza cercana al castillo, en la que no podrán renunciar a una pinta, sea esta rubia o negra, les será fácil, incluso, ver los fantasmas que pululando por las diferentes instancias del castillo, y que terminan por hacérsete familiares.
Apenas recorrido un tercio de la ladera, hasta alcanzar la parte baja del castillo, me detengo para contemplar desde esa posición su belleza. Su altura es impresionante y las diversas construcciones que le dan forma, realizadas en etapas y estilos distintos a lo largo de varios siglos, lo conforman como un fantasmagórico edificio de contrastes, cuyo conjunto provoca un incontestable atractivo. Durante el recorrido, absorto en mis pensamientos, percibí, sin ver, una presencia que cada vez se fue haciendo más evidente, hasta materializarse. “Good morning, sir. Could you give me some money, please? (Buenos días, señor. ¿Sería tan amable de darme una limosna?) Debo confesar que, aunque si llevo yo la iniciativa soy capaz de defenderme con cierta dignidad, mi inglés, como cualquiera de las otras lenguas ajenas al español, me son tan extrañas como el ET de Spielberg. Sorprendido en principio no fui capaz de responder, lo que, al parecer, provocó la impaciencia de mi inesperado comunicante. “Guten Morgen, mein Herr. Könnten Sie mir etwas Geld geben?”, me dijo de nuevo en un alemán que sólo fui capaz de reconocer por su dureza gutural, provocándome un cierto desconcierto. Desconcierto que aprovechó el original personaje para, haciendo gala de la impaciencia ya mostrada anteriormente, volver a preguntarme, esta vez en la lengua de Dante, “Buon giorno, signore. Per favore, potrebbe darmi un po di soldi?”. Incapaz de contener la risa por lo insólito de la situación, me detuve y observé con curiosidad al singular personaje, sin poder evitar que se me escapara un “¿cómo?”. Este tenía un aspecto pulcro, casi digno, para el oficio que parecía ejercer. De no ser por la situación y la soledad reinante en el lugar, hubiera pensado que se trataba de un bromista. Como queriendo sacarme de dudas, volvió a repetir hasta por dos veces más y en otras tantas lenguas, que no fui capaz de identificar, la misma pregunta, hasta que, al parecer harto, acabó por soltar, en un español más que correcto, un expresivo: “¿pero qué lengua hablas tú?, ¡coño!”
Si no hubiera sido por los modales mostrados en última instancia, la situación hubiera resultado, incluso, graciosa. No soy persona que tenga demasiada paciencia cuando soy víctima de conminaciones, rayando en la agresividad. Pese a ello, y aún sorprendido de que hubiera manifestado su “queja” en español, guardé la mejor de las composturas posibles, a la espera de que aquel extraño personaje terminara por definir su petición en una lengua en la que yo pudiera hacerme eco. Probablemente mi mirada, nada indulgente y poco conciliadora, le mostró el camino, y el idioma, por el que podría entenderse conmigo. “Disculpe, caballero. No pretendía molestarle”, dijo en un perfecto español, mientras recuperaba el tono amable de las primeras frases en otras lenguas. “Es sólo que, después de hacer un gran esfuerzo por comunicarme con usted, resultaba frustrante, pese a hacerlo en todas las lenguas que conozco.”
Sonreí con desgana y sin reducir un ápice la sobriedad de mi gesto le pregunté cuántos idiomas hablaba. “Cuatro, razonablemente bien”, respondió con un tono no exento de orgullo: “español, francés, inglés y, naturalmente mi lengua materna, el turco”. Durante unos instantes mantuvo su mirada en la mía, probablemente a la espera de un gesto de incredulidad que no se produjo. “Y cuatro”, continuó, “para defenderme en mi “oficio”: alemán, portugués, italiano y, algo de ruso”.
La pregunta se hacia obvia: “¿Y qué hace un tipo como tú en un sitio como este? Pero, por extraño que parezca, no se la formulé, limitándome a sugerirle que le sería más rentable buscar un trabajo de intérprete o traductor, en cualquier entidad multinacional. No pareció agradarle mi respuesta, limitándose a extender su mano con la palma hacia arriba. Ahora sí sonreí. “Lo siento”, le dije mientras reanudaba mi paseo, “no soy yo la persona más adecuada para ofrecerte una ayuda que, dada su irremediable escasez y a tenor de tu calificación “profesional” podría resultarte ofensiva. Tendría más sentido que la solicitaras directamente en el servicio de traducción e interpretación de la Comisión Europea o, si me apuras, en la sede de la onu”.
Minutos después, aconsejado por la pertinaz llovizna, me encontraba sentado en el interior de un tradicional y coqueto pub, situado en Princess Street, elegido conscientemente para la ocasión, por aquello de no transgredir las más elementales normas del turista convencional. Me dije que no siempre es aconsejable apartarse de las inclinaciones naturales del común de los mortales. De otro modo terminaríamos por perder el pulso del mundo real.
Frente al ventanal, mientras degustaba una soberbia pinta de cerveza negra y dejaba correr el tiempo, descansando de la larga caminata iniciada horas antes, me sorprendí, reflejado en el cristal, esbozando la sonrisa más tonta que jamás hubiera imaginado en mi cara. Aún se mantenía viva en mi mente la peripecia con el “aristocrático” indigente, cuando otro curioso personaje vino a llamar mi atención. Sentado en el suelo, junto a la acera, se encontraba un hombre, aparentemente joven, cuyo desvencijado aspecto lo asemejaba, esta vez si, a un verdadero indigente. Sin embargo, este, a diferencia de aquel, no solicitaba limosna alguna. Muy al contrario, parecía estar esperando a una “clientela” ya determinada que, sorprendentemente, acudía junto a él cada diez o quince minutos, como si tuvieran una cita concertada.
Durante un buen rato me mantuve observando las evoluciones del curioso personaje y a los no menos interesantes viandantes que, tras detenerse unos instantes junto a él, le entregaban un billete de banco, nunca inferior a 20 libras esterlinas, para recibir de manos del presunto indigente lo que parecía el cambio del billete en moneda menor. En ningún momento vi elemento u objeto alguno que pudiera concebir la idea de que tras de aquel rito se estaba realizando operación mercantil. No pude por menos que, parodiando lo sucedido anteriormente con el mendigo políglota, imaginar en aquel personaje a una especie de agente de cambio de divisas, o banquero venido a menos.
Lo cierto es que las dos experiencias dejaron una particular huella en mi absorbente imaginación, obligando a mi curiosidad sin límites a interesarme por ello en la recepción del hotel. Sobre el primero de los personajes no obtuve información alguna. “Una de tantas anécdotas”, vino a decirme el recepcionista. Por el contrario, sobre el segundo, la posible explicación resultó ser más dramática. Seguramente podría tratarse de un vulgar “camello” que vendía su mercancía con total impunidad sobre la acera, en la calle, ¡a plena luz del día! La mecánica de venta, de puro simple, era burda. Simulando ser un mendigo, el joven recibía la aparente limosna, siempre en un billete de importe alto, y devolvía el cambio junto con el producto, en el puño cerrado de su mano.
Me voy de Edimburgo con la sensación de haber vivido en escasos dos días la evolución de varios siglos. Desde la historia recogida en la ciudad, concentrada de manera especial en su inigualable castillo, pasando por el “original vendedor” de porquerías que embrutecen la mente y destrozan el alma, hasta lo que parece que será moneda de curso legal en las próximas décadas: cualificados licenciados, capaces de comunicarse en varias lenguas, ejerciendo las profesiones más sorprendentes, incluida la de “indigente ilustrado”, semejante a los juglares del medievo.

Felipe Cantos, escritor.

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