A causa de la debilidad de nuestros sentidos no somos capaces de juzgar la verdad. Anaxágoras de Clazomene.
Hace algunos años tuve la oportunidad de conocer de manera muy cercana a un magnífico sacerdote, e inigualable misionero en África: el padre Ferrer. Pertenecía a la Congregación conocida como los Padres Blancos, por su siempre inmaculado hábito. Y a fe que, al menos él, lo era tanto por dentro como por fuera. Durante meses, hasta que realizara su último viaje, sin retorno, a la misión que durante más de treinta y cinco años atendiera en el maltratado continente africano, mantuvimos una estrecha relación que nos permitió a ambos conocernos muy bien a través de interminables charlas sobre los más variados temas que afectan, de manera irremediable, a ese imprevisible ser que habita este mundo: el ser humano.
Nuestro amor a los libros era siempre un buen punto de partida para, iniciadas nuestras reflexiones, realizar amplios recorridos que iban desde la religión, como no podía ser de otro modo tema inevitable en nuestra convivencia, hasta arribar a puertos tan dispares como la moda, la gastronomía, la literatura, el ocio, los grandes avances en los campos de la tecnología, especialmente en el terreno de la medicina - él era un irrepetible médico - para terminar, si fuera preciso, con el inevitable filón que supone para cualquier buen conversador, el deporte en particular, y el fútbol en especial. Pero había un tema: los movimientos de masas a través de los medios de comunicación - aquel en que McLuhan nos incluyó a todos denominándolo “la aldea global” – y del que yo sabía que él había sido un experto.
De manera que, pese a su negativa, cuya razón sólo más tarde logré comprender, no me resistía a abandonar el tema cada vez que era posible ponerlo sobre la mesa: el diseño de ambiciosos programas para controlar a las masas a través del suministro de pequeñas, y en ocasiones vulgares, dosis de mensajes subliminales que van moldeando la mente humana, hasta conseguir conducirla donde se desea.
Finalmente un día, tras mi enorme insistencia, conseguí vencer sus muchas reticencias y terminó por conceder que efectivamente era conocedor de la aplicación de técnicas para la orientación de masas a través de la modulación de sus mentes. Admitió que la propia Iglesia las había utilizado, siempre según sus palabras, de buena fe, tratando de unificar criterios y mensajes que pudieran llegar con mayor facilidad al conjunto de sus creyentes, o a la captación de nuevos. Y, aún más, me señaló impresionado, que ciertas congregaciones de características “más terrenales” que a la que él pertenecía, caso de la milenaria Compañía de Jesús y el más reciente, pero no menos influyente Opus Dei, habían colaborado en más de una ocasión con los poderes establecidos. “Ni te imaginas el contenido subliminal que puede contener en algunas ocasiones el simple anuncio de una lavadora, en los medios de comunicación”, terminó por sentencia al concluir una de nuestras charlas.
Durante muchos años, una vez que el padre Ferrer retornara a África, no volví a tener la oportunidad de profundizar sobre un tema tan complejo. Aunque he de reconocer que siempre mantuve la certeza de sus palabras en mi mente y, como mero espectador, permanecía atento, a la espera de hallarme ante aquel caso que recogiera de manera clara y contundente sus últimas palabras. Oír de maquiavélicas conspiraciones venida desde lo más profundo de las sociedades secretas, especialmente atribuidas al siempre cerrado mundo del sionismo, aunque nunca demostradas, se convirtieron en algo habitual para mí. De las versiones menos sólidas y más vulgares, puedo asegurarles que ocasiones hubo mil. Pero todas contenían, al menos yo así las percibí, vulgares mensajes para reconducir, o condicionar el deseo, o la necesidad, de una simple operación comercial. Aunque no es menos cierto que en su mayoría se conseguían, y se consiguen, los objetivos. Baste recordar con que facilidad, salvo la económica, una multinacional del disco, o del libro consigue “torcer” la voluntad de la mayoría, hasta casi obligarles a comprar aquel disco, o libro que ellos consideran “interesante”.
Sin embargo, recientemente he podido contemplar boquiabierto el mensaje ofrecido por una cadena de televisión. Concretamente Canal Plus. En ella se ofrecía, y se ofrece si no ha terminado, un spot publicitario, presentado por el británico Michael Robinson, sobre las bondades y grandes cualidades que envuelven el mundo del fútbol. Por cierto, un inciso. ¿Será realmente cierto que el tal Robinson no ha sido capaz de mejorar su relación con nuestra lengua después de tantos años? ¿O realmente se trata de venderse mejor, como antaño hicieran el inefable presentador alemán, Frank Johan, y la irrepetible Herta Flankel, intérprete de aquella televisiva perrita llamada Marilyn, en la década de los sesenta?
En fin, sea como fuere, la realidad es que siempre había esperado encontrar un alto grado de sofistificación cuando tropezara con uno de esos pérfidos planes para dominar las mentes de todos nosotros. Y puede que así lo hayan calculado al realizar la campaña televisiva el autor y su equipo. Ahora bien, lejos de buscar las enrevesadas formas que habitualmente se le suponen a estas tramas, al parecer, quizás para desviar la intención intrínseca en el contenido de las instrucciones recibidas, ha preferido ir al objetivo con una campaña abierta y directa por demás. Eso sí, elegantemente presentada por Robison y, casi, poéticamente exhibida.
Pero la realidad es que, pese a que el mensaje es demasiado directo, casi abrupto en su ejecución, para lo que se supone deben ser estas “maquiavélicas” tramas, recordando el mensaje del padre Ferrer, tengo la percepción que bajo esa presentación tan poco sutil se encuentra, una vez más, la voluntad de torcer, o en el mejor de los casos de distraernos y reconducirnos hacia objetivos perfectamente calculados.
Aunque practicante del baloncesto, soy un amante razonable del fútbol y procuro no perderme aquellos acontecimientos balompédicos que, por su interés, merecen la pena verse con agrado. Pero jamás hubiera llegado a pensar que este, ni ningún otro deporte o actividad, fuera del índole que fuera, podría llegar a sustituir los valores tradicionales por los que ha discurrido la vida de mis compatriotas y la mía propia, así como la de nuestros antepasados a lo largo de cientos, o miles de años. Decir que el fútbol es ¡nuestra religión!; ¡nuestra familia!; ¡nuestra vida!, creo que, aún tratándose de un anuncio, es una pasada. A menos que, como decía el padre Ferrer, en este mensaje, para cretinos, se encuentren vertidas intenciones, desde luego bastante alejadas de lo subliminal, para tratar de atraer a la secta a todos aquellos que a lo largo de estos últimos años se han ido quedando vacíos de otros valores más tradicionales como la lealtad, la honradez, la sinceridad, la amistad y tantos otros hoy vilipendiados.
Felipe Cantos, escritor.
Hace algunos años tuve la oportunidad de conocer de manera muy cercana a un magnífico sacerdote, e inigualable misionero en África: el padre Ferrer. Pertenecía a la Congregación conocida como los Padres Blancos, por su siempre inmaculado hábito. Y a fe que, al menos él, lo era tanto por dentro como por fuera. Durante meses, hasta que realizara su último viaje, sin retorno, a la misión que durante más de treinta y cinco años atendiera en el maltratado continente africano, mantuvimos una estrecha relación que nos permitió a ambos conocernos muy bien a través de interminables charlas sobre los más variados temas que afectan, de manera irremediable, a ese imprevisible ser que habita este mundo: el ser humano.
Nuestro amor a los libros era siempre un buen punto de partida para, iniciadas nuestras reflexiones, realizar amplios recorridos que iban desde la religión, como no podía ser de otro modo tema inevitable en nuestra convivencia, hasta arribar a puertos tan dispares como la moda, la gastronomía, la literatura, el ocio, los grandes avances en los campos de la tecnología, especialmente en el terreno de la medicina - él era un irrepetible médico - para terminar, si fuera preciso, con el inevitable filón que supone para cualquier buen conversador, el deporte en particular, y el fútbol en especial. Pero había un tema: los movimientos de masas a través de los medios de comunicación - aquel en que McLuhan nos incluyó a todos denominándolo “la aldea global” – y del que yo sabía que él había sido un experto.
De manera que, pese a su negativa, cuya razón sólo más tarde logré comprender, no me resistía a abandonar el tema cada vez que era posible ponerlo sobre la mesa: el diseño de ambiciosos programas para controlar a las masas a través del suministro de pequeñas, y en ocasiones vulgares, dosis de mensajes subliminales que van moldeando la mente humana, hasta conseguir conducirla donde se desea.
Finalmente un día, tras mi enorme insistencia, conseguí vencer sus muchas reticencias y terminó por conceder que efectivamente era conocedor de la aplicación de técnicas para la orientación de masas a través de la modulación de sus mentes. Admitió que la propia Iglesia las había utilizado, siempre según sus palabras, de buena fe, tratando de unificar criterios y mensajes que pudieran llegar con mayor facilidad al conjunto de sus creyentes, o a la captación de nuevos. Y, aún más, me señaló impresionado, que ciertas congregaciones de características “más terrenales” que a la que él pertenecía, caso de la milenaria Compañía de Jesús y el más reciente, pero no menos influyente Opus Dei, habían colaborado en más de una ocasión con los poderes establecidos. “Ni te imaginas el contenido subliminal que puede contener en algunas ocasiones el simple anuncio de una lavadora, en los medios de comunicación”, terminó por sentencia al concluir una de nuestras charlas.
Durante muchos años, una vez que el padre Ferrer retornara a África, no volví a tener la oportunidad de profundizar sobre un tema tan complejo. Aunque he de reconocer que siempre mantuve la certeza de sus palabras en mi mente y, como mero espectador, permanecía atento, a la espera de hallarme ante aquel caso que recogiera de manera clara y contundente sus últimas palabras. Oír de maquiavélicas conspiraciones venida desde lo más profundo de las sociedades secretas, especialmente atribuidas al siempre cerrado mundo del sionismo, aunque nunca demostradas, se convirtieron en algo habitual para mí. De las versiones menos sólidas y más vulgares, puedo asegurarles que ocasiones hubo mil. Pero todas contenían, al menos yo así las percibí, vulgares mensajes para reconducir, o condicionar el deseo, o la necesidad, de una simple operación comercial. Aunque no es menos cierto que en su mayoría se conseguían, y se consiguen, los objetivos. Baste recordar con que facilidad, salvo la económica, una multinacional del disco, o del libro consigue “torcer” la voluntad de la mayoría, hasta casi obligarles a comprar aquel disco, o libro que ellos consideran “interesante”.
Sin embargo, recientemente he podido contemplar boquiabierto el mensaje ofrecido por una cadena de televisión. Concretamente Canal Plus. En ella se ofrecía, y se ofrece si no ha terminado, un spot publicitario, presentado por el británico Michael Robinson, sobre las bondades y grandes cualidades que envuelven el mundo del fútbol. Por cierto, un inciso. ¿Será realmente cierto que el tal Robinson no ha sido capaz de mejorar su relación con nuestra lengua después de tantos años? ¿O realmente se trata de venderse mejor, como antaño hicieran el inefable presentador alemán, Frank Johan, y la irrepetible Herta Flankel, intérprete de aquella televisiva perrita llamada Marilyn, en la década de los sesenta?
En fin, sea como fuere, la realidad es que siempre había esperado encontrar un alto grado de sofistificación cuando tropezara con uno de esos pérfidos planes para dominar las mentes de todos nosotros. Y puede que así lo hayan calculado al realizar la campaña televisiva el autor y su equipo. Ahora bien, lejos de buscar las enrevesadas formas que habitualmente se le suponen a estas tramas, al parecer, quizás para desviar la intención intrínseca en el contenido de las instrucciones recibidas, ha preferido ir al objetivo con una campaña abierta y directa por demás. Eso sí, elegantemente presentada por Robison y, casi, poéticamente exhibida.
Pero la realidad es que, pese a que el mensaje es demasiado directo, casi abrupto en su ejecución, para lo que se supone deben ser estas “maquiavélicas” tramas, recordando el mensaje del padre Ferrer, tengo la percepción que bajo esa presentación tan poco sutil se encuentra, una vez más, la voluntad de torcer, o en el mejor de los casos de distraernos y reconducirnos hacia objetivos perfectamente calculados.
Aunque practicante del baloncesto, soy un amante razonable del fútbol y procuro no perderme aquellos acontecimientos balompédicos que, por su interés, merecen la pena verse con agrado. Pero jamás hubiera llegado a pensar que este, ni ningún otro deporte o actividad, fuera del índole que fuera, podría llegar a sustituir los valores tradicionales por los que ha discurrido la vida de mis compatriotas y la mía propia, así como la de nuestros antepasados a lo largo de cientos, o miles de años. Decir que el fútbol es ¡nuestra religión!; ¡nuestra familia!; ¡nuestra vida!, creo que, aún tratándose de un anuncio, es una pasada. A menos que, como decía el padre Ferrer, en este mensaje, para cretinos, se encuentren vertidas intenciones, desde luego bastante alejadas de lo subliminal, para tratar de atraer a la secta a todos aquellos que a lo largo de estos últimos años se han ido quedando vacíos de otros valores más tradicionales como la lealtad, la honradez, la sinceridad, la amistad y tantos otros hoy vilipendiados.
Felipe Cantos, escritor.
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