No es cierto lo que se oye afirmar que el público rebaja el arte; es el artista el que puede envilecer al público. En todos los tiempos en que el arte vino a menos, cayó por culpa de los artistas. Friedrich von Schiller.
A finales del año pasado, más concretamente la primera semana de noviembre, tuve la oportunidad de visitar la 51ª bienal de Venecia, cuando se perfilaba su cierre. He de confesar que, independientemente de las razones que en múltiples ocasiones me han “obligado” a desplazarme hasta esa irrepetible ciudad, el hecho en si de poder estar unas horas en ella ya compensa con creces el viaje. Más, si como en este caso tenemos como complemento un acontecimiento cultural de la magnitud de la Bienal: miel sobre hojuelas.
Pero también he de ser sincero si les digo que jamás tomaría la decisión de fijar mi residencia en esta ciudad. Sus atractivos canales y sus estrechas e históricas calles son un inigualable marco de consumo para el turismo. Pero sus casas, cuyos sótanos sumergidos inspiran la más lúgubre de las situaciones, soportan una de las mayores colonias de ratas existentes en el mundo. Ratas que, en días de crecida de las aguas, suelen hacer acto de presencia utilizando los sumideros y, de manera especial, las conducciones sanitarias.
Lo siento, he desviado mi atención del verdadero objetivo de este artículo. De modo que, dejaremos para mejor momento la histórica Venecia y nos ceñiremos al arte que se desprende de su bienal.
En la visita pude descubrir, una vez más, que el mundo del arte es cada vez más endogámico. Algo muy ajeno al común de los mortales. Y no porque, generalmente, el artista no intente comunicar con el espectador a través de sus creaciones. Objetivo primordial de cualquier manifestación artística. Sino porque, sencillamente, no “llega” el mensaje. Parece como si existiera un muro infranqueable, un triángulo de las Bermudas que todo se lo traga, entre los nuevos creadores, sus obras y los previsibles admiradores/receptores de sus creaciones.
Las obras que realizan, cuya calidad creativa no me cuestionaré jamás, pretenden superar esa barrera, sin conseguirlo. Y no me cuestionaré jamás el valor de una creación artística, porque soy de los que sostienen que en la obra de cualquier artista no es admisible la crítica. Una obra de arte no es ni buena, ni mala. Simplemente, alcanza, o no, la sensibilidad del espectador.
Una de las razones primordiales de la situación denunciada es, repito, el endogámico mundo que lo sustenta. Desde los propios creadores, celosos por demás de sus creaciones, pasando por los marchantes, escasos y mal avenidos, hasta llegar a los críticos, probablemente los máximos responsables de que el arte, en el sentido más amplio de la palabra y en cualesquiera de sus facetas, sea tan desconocido para el hombre de la calle.
Es difícil encontrar, salvo en el mundo de los economistas y, de manera muy especial, en el de la Judicatura, un lenguaje tan pretencioso y concientemente enrevesado como el que los críticos, pretendidos “expertos” del mundo del arte, utilizan. Tal vez eso, el hacer ininteligibles sus opiniones, sea lo que habitualmente desconcierten al hombre de la calle.
Pero aún hay algo más determinante en el mundo del arte que nos obliga a desconfiar de él. La evidente subordinación a unos intereses económicos, casi siempre muy por encima del auténtico valor artístico. ¿Cuántas veces nos hemos preguntado por qué aquella obra, de rasgos incomprensibles, imposible de encontrarle una ubicación en nuestro catálogo personal del buen gusto, o simplemente en aplicación del pragmatismo que nos impone el sentido común, se encontraba expuesta en aquel museo que nos habíamos animado a visitar, incluso, en un destacado lugar del mismo?
O, ¿por qué unos pintores tienen la “inmensa fortuna” de ser reconocidos, y sus obras expuestas en los mejores museos y galerías del mundo cuando, por ejemplo, al pasear por los centros históricos de cualquier gran ciudad, podemos encontrarnos decenas de otros artistas, con sus obras tiradas por los suelos, exhibiendo una indiscutible calidad que, al entender de la mayoría que las contemplan, superan con facilidad lo visto en las deseadas paredes de esos museos y galerías?
Por toda respuesta, los santones de “la cosa” le dirán que: “es posible que no todos están donde merecerían. Pero que no hay sitio para todos, y algunos han de ser los elegidos”. O se despacharía con un irrelevante: “así es la vida”. Pero la triste realidad es que no siempre están las mejores obras en los museos, sino aquellas que han sido tocadas por la varita de “la fortuna”.
Durante un cierto tiempo, hace ya algunos años, tuve la oportunidad de vivir de cerca la expansión que se produjo en el mundo de la pintura y, en menor escala, también, en el resto de las disciplinas que abarcan el mundo de las artes plásticas. Visité con frecuencia los museos y galerías, y acudí con cierta regularidad a las subastas que se realizaban en las más conocidas salas, como las internacionales Sotheby’s y Christie’s, o las madrileñas Durán y Fernando Durán, entre otras.
Ello me permitió descubrir cómo se fabrica un “artista internacional”, a partir de los acuerdos entre galerías, marchantes y críticos, con la natural cooperación o, en el mejor de los casos, de la indiferencia del propio artista que no era, necesariamente, el mejor de los elegibles. Bastaba con que todos ellos se volcaran con un artista y su obra, en ocasiones bastante mediocre, para reconducir el “mundo del arte” hacia los intereses concretos de quienes lo manejan, y viven de ello.
Es más. He sabido de artistas en la élite mundial, ayudados en ocasiones por sus marchantes y algún célebre crítico, pujar, de manera indirecta naturalmente, por sus propias obras, con un doble objetivo: mantener su cotización o, en el peor de los casos, crear el precedente de un precio de salida para la siguiente subasta de sus obras, a celebrar no antes de pasados seis meses, o un año.
Esto, finalmente, ha provocado una triste consecuencia, que sin duda sería aplicable a cualquier otra disciplina de la creación, incluso, como mayor rigor, como es el caso de la literaria. Lo que habitualmente se nos ofrece “en el mercado del arte” ni es lo mejor, ni tampoco lo más representativo y, en ocasiones, probablemente, sí lo menos deseable.
Es lo que deciden, por mor de una serie de de circunstancias entrelazadas, los “santones” que controlan el sector. Llegándose en algunos momentos, especialmente en el mundo de las artes plásticas, a alcanzar el calificativo de burla para con el espectador/comprador. Tanto en lo que se nos muestra, como en el valor artístico que se le da, y en el valor crematístico que se nos solicita.
Quizás la conclusión final que puede derivarse de todo lo dicho es que el mundo de la creación y de las Bellas Artes sería más auténtico, más genuino y asequible a todos en general, si dejara de ser manipulado en pro de unos intereses bastardos muy alejados de lo que significa la calidad.
En lo que se refiere a mi mundo, el literario, sé de autores de renombre, y tengo colegas en la común actividad del escribir, a los que las editoriales, sabedoras de cómo vender “el producto”, les “aconsejan” sobre qué deben escribir, les marcan las pautas de los contenidos, y hasta cuál debe el número aconsejable de palabras – 250.000 – que debe contener la novela en cuestión. Huelga volver a insistir en el estado de putrefacción que se respira en el mundo de los premios literarios.
Es deprimente, pero difícilmente conseguiremos un texto literario de interés y calidad, si al autor le limitamos hasta el número de palabras que debe utilizar al desarrollarlo. Peor será aún el trato dado a los personajes quienes, limitados en el tiempo y en el espacio, tendrán serias dificultades de desarrollar con ciertas garantías literarias su paso por la novela.
Lo que finalmente resulta incuestionable es que cualquier actividad que se desarrolle en el mundo de la creación, si no se dispone de la autenticidad, ni la libertad para utilizarla, jamás conseguiremos un mínimo de la calidad deseable. Pero si, extrañamente, una incomprensible contradicción: la desproporcionada valoración “artística” que de ellas se hacen.
Felipe Cantos, escritor.
2 comentarios:
Excelente artículo: absolutamente
cierto lo que dice el escritor
Felipe Cantos. La "manipulación"
de la Literatura por parte de los
"intermediarios" es con frecuencia
la causa última de la falta de
ilusión por comprar y leer libros.
Excelente artículo. El escritor
Felipe Cantos está en lo cierto.
La manipulación de la Literatura
por los "intermediarios" es, con
frecuencia, la causa última de que
no se compren y se lean libros.
Publicar un comentario