Es un sarcasmo y un peligro para la sociedad que, por la indolencia de una mayoría, quien dirige o pueda dirigir los destinos de una nación se encuentre en los límites de la indigencia intelectual.
Hace décadas que vengo cuestionándome si realmente la clase política, del modo en que se origina y ha derivado su actividad, es necesaria. O dicho de un modo más ácido: ¿son necesarios los políticos, tal y como están concebidos actualmente? Rotundamente ¡no!
Si nos atenemos a los hechos, ante las grandes dificultades que cualquier persona tiene para lograr alcanzar un estatus mínimamente razonable en el ámbito de su profesión, que no siempre logrará, llegaremos a la conclusión de que cualquier intento de alcanzar esos mismos objetivos a través de la vía política es infinitamente más fácil. Y no solamente en la vertiente económica, sino social y de reconocimiento, no siempre positivo, pero si ejecutivo, por parte del resto de la sociedad en la que estamos inmersos. En síntesis: de poder.
Esto no debería ser motivo de reflexión, y aún menos de lamento, si para lograr determinados objetivos partiéramos de las mismas coordenadas. Pero no es así. Pues mientras el profesional “de verdad”, aquel que ha precisado de años de preparación en el ámbito docente: colegios, institutos, universidades y, seguramente, la realización de un buen numero de cursos y masteres para posgraduados; el sujeto que toma la determinación de dedicarse a la política, en una ecuación inversamente proporcional con los beneficios y el poder que puede alcanzar, no tiene necesidad de ninguna formación académica ni intelectual. Tan siquiera de una mínima formación básica que lo avale. Bastará con que se llene de ambición y tenga una absoluta falta de escrúpulos.
Durante años, los que consideraron, entre los que me incluyo, que la política era asunto de los demás, que no nos afectaba directamente, evidente craso error, hoy imperdonable, nos hemos dedicado, según nuestro criterio, a “otras cosas mejor que hacer”, permitiendo que un importante grupo de, no diría que advenedizos pero si, en su mayoría, indigentes intelectuales, se acercaran con toda impunidad a la actividad que mayores efectos tiene sobre la vida diaria del ciudadano.
Dejando al margen los escasos ejemplos, siempre elogiables, que romperían la regla, el grueso de los personajes que transitan por el corrompido mundo de la política dejan, desde el mayor número de caras del prisma, mucho que desear. Los hay licenciados, con cierta dignidad, en materias universitarias; los hay que han obtenido su licenciatura a trancas y barrancas; los hay que su formación es, probablemente humanista pero limitadamente académica y los hay, estos son mayoría, que su formación académica e intelectual es escasa, por no decir inexistente. Dicho de otro modo: lo que es posible esperar, de positivo, en la gestión de una persona con formación académica, difícilmente, pese a su buena intención, será posible hacerlo de quien no ha superado los estudios primarios, o el inicio de un bachillerato.
A lo largo de mi existencia he conocido políticos en todas las esferas de dicha actividad. Desde las más altas instancias, hasta la concejalía más humilde, pongo por ejemplo, en el pueblo de Barlovento, de la isla canaria de La Palma. Lamentablemente siempre he llegado a la misma conclusión: no es posible el ejercicio de la actividad política sin una mínima formación intelectual y académica. Por mucho que sea de agradecer los “encomiables” esfuerzos del taxista de turno, del pescador bien intencionado, del hortelano-viticultor, o del oficial primero administrativo venidos a concejales, diputados, o senadores por mor de las listas presentadas por los partidos políticos.
Todos ellos devendrán irremisiblemente a formar parte del grupo de marionetas que el cacique de turno manejará a su antojo, según sus conveniencias. Naturalmente, a menor formación, mayor dependencia. Con lo que la política se convertirá, de facto se ha convertido, en una actividad en manos de asociaciones de presión más preocupadas por su propio provecho y su subsistencia que por los problemas de los ciudadanos, a quien dicen representar.
Por esa razón, todos aquellos que viven de la política y no para la política, se verán atrapados, pese a encontrarse en más de una ocasión en dura lucha con su propia conciencia, en una tela de araña que, en aras de la disciplina de grupo, y del “qué haré sino”, tendrán, definitivamente, hipotecada su vida y su pensamiento.
Es evidente que en el modelo de convivencia que hemos creado se precisan determinadas personas para determinadas funciones. Entre ellos, mal que nos pese, la función del político. Su presencia se nos ha hecho, sino imprescindible, digamos que si necesaria, para la inevitable delegación de la administración de los intereses de la comunidad a la que pertenecemos. Por esa razón se impone, hoy más que nunca, una escrupulosa selección de quienes nos han de representar.
Sorprende y resulta difícil de entender que frente a las exigencias que para la práctica de cualquier actividad profesional mínimamente cualificada, con una incidencia relativa y parcial en el seno de la sociedad, se precisen años de estudios y experiencia y una constante puesta al día, mientras que para el ejercicio de la política, cuyos efectos e influencia sobre la vida diaria del ciudadano es de vital importancia, yo diría que devastadores, no sea precisa ninguna preparación ni académica, ni intelectual.
Resulta kafkiano tener que asumir como, por mor del ejercicio de la política, podemos encontrarnos al frente de un gobierno a un indigente intelectual cuya formación académica se encuentra, con facilidad, por debajo de un altísimo porcentaje de los ciudadanos a los que lidera. Los casos hoy son innumerables, comenzando por Hispanoamérica, con los Chávez, Morales, Castro, Kirchner a la cabeza. Y, sin necesidad de ir demasiado lejos, en nuestra propia casa, los Zapatero, Montilla, Trujillo y, aunque con una supuesta formación, los Moratinos de turno. Por supuesto que este endémico mal se da en todas las demás formaciones políticas.
De manera que aceptando que los políticos se han convertido en un mal necesario, imagino que muchos de ustedes se estarán preguntando qué solución cabe esperar para mejorar una situación que, pervertida hasta lo más profundo, continúa deteriorándose.
Naturalmente que recuerdo que existe lo que de una manera coloquial se denomina la carrera de “Políticas”. Pero eso no deja de ser la teoría de una más que compleja formación. Desde mi modesto punto de vista, entiendo que al igual que procede hacer con cualesquiera de las actividades profesionales que se ejercen de cara y para el ciudadano – jueces, diplomáticos, notarios o comandante de aeronave – los candidatos a “políticos” deberían pasar por las diversas aulas que, a lo largo de algunos años, les permitieran poder ejercer una actividad con pleno conocimiento. Es más, llegado el momento, cada uno de ellos debería cubrir el área “profesional” para el que se ha formado. No dando lugar a las bochornosas situaciones de convertir en ministro de Agricultura a quien lo más que sabe del campo es que en él se puede hacer un picnic; ministro de Sanidad a quien jamás ha puesto una tirita; ministro de Cultura a quien no distingue “dixit” de los simpáticos ratones Dixi y Pixi y, no digamos ya, ministro de Defensa a quien ejerció con dureza como objetor de conciencia durante su juventud.
Puede que sea una utopía. Pero si para el ejercicio de cualquier profesión es imprescindible una buena formación, repito, no comprendo como para el ejercicio de la actividad que más afecta a la vida del ciudadano, la política, pueda ser realizada por el primer advenedizo ambicioso sin más titulación y bagaje que su falta de escrúpulos.
Supongo que se estarán preguntando como realizar la selección para convertir al “licenciado político” en político activo. Pues del mismo modo que los partidos políticos presentan sus listas para hacerse con el poder, podría hacer las formaciones profesionales al presentar sus candidatos. De todos los elegidos en cada circunscripción podría salir, elegidos por los propios profesionales, no “colegas ni compañeros de partidos”, quien los presidiera y liderara.
En cualquier caso no es más que una de las muchas posibilidades de plantear alternativas a una situación que cada día se hace más agobiante. Aquí no cabe el tópico de “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Lo malo que conocemos ha superado, especialmente en estos últimos años, todo lo previsiblemente tolerable. Pues si bien es cierto que, como antes les decía, existe una necesidad de cubrir esos espacios, no es menos cierto que, para que el remedio no sea peor que la enfermedad, como sucede hasta ahora, habría que encontrarse personas muy especiales, o especializadas, para tales objetivos.
Sé que es difícil substraerse a la adición que supone ocupar parcelas de poder, por pequeñas que estas sean. El poder tiende a corromper. Y lamentablemente, en mayor o menor grado, siempre lo consigue. No conozco a nadie que habiendo llegado a un determinado nivel de poder lo abandone voluntariamente. Siempre hay que sacarlo de allí a empellones. Y si alguien le dice que lo dejo por voluntad propia, no le crea. Con toda seguridad si aparentó hacerlo, es por que la alternativa era suficientemente atractiva.
Soy consciente de que el tener una amplia formación no siempre garantiza una buena, y honrada, ejecución de la labor encomendada. Pero de lo que si estoy seguro es que sin ella las posibilidades del fracaso son plenas. Ya que el problema viene desde el momento en que asumido el cargo el sujeto en cuestión se olvida de las principales razones que lo llevaron hasta él, entre otras sus incumplidas promesas como político, el hecho de que este pudiera ser un profesional cualificado, antes que “político al uso”, le permitiría no temer por su futuro y el de los suyos, ni depender de manera absoluta de lo que decida “su jefe de filas”. Con toda seguridad la moralidad y la ética de la mayoría de ellos se vería sumamente beneficiada y, por ende, todos nosotros también.
Lo cierto es que sobre la necesidad de tener políticos hay “anécdotas” que demuestran con claridad que su ausencia, en la mayoría de los casos, es fácilmente asumible. En la milenaria China y en otras civilizaciones similares, debido a las grandes distancias en el tiempo y en el espacio, durante siglos, los ciudadanos sabían de sus gobernantes de tarde en tarde, llegándoles las noticias cuando ya no tenían vigencia, o habían sido sustituidas por otras. Pese a ello el ciudadano era razonablemente feliz y no parecía “echar de menos a esa casta tan desprestigiada”. Salvo, naturalmente, cuando aparecían a cobrarles el diezmo arropados por el ejército.
Felipe Cantos, escritor.
Hace décadas que vengo cuestionándome si realmente la clase política, del modo en que se origina y ha derivado su actividad, es necesaria. O dicho de un modo más ácido: ¿son necesarios los políticos, tal y como están concebidos actualmente? Rotundamente ¡no!
Si nos atenemos a los hechos, ante las grandes dificultades que cualquier persona tiene para lograr alcanzar un estatus mínimamente razonable en el ámbito de su profesión, que no siempre logrará, llegaremos a la conclusión de que cualquier intento de alcanzar esos mismos objetivos a través de la vía política es infinitamente más fácil. Y no solamente en la vertiente económica, sino social y de reconocimiento, no siempre positivo, pero si ejecutivo, por parte del resto de la sociedad en la que estamos inmersos. En síntesis: de poder.
Esto no debería ser motivo de reflexión, y aún menos de lamento, si para lograr determinados objetivos partiéramos de las mismas coordenadas. Pero no es así. Pues mientras el profesional “de verdad”, aquel que ha precisado de años de preparación en el ámbito docente: colegios, institutos, universidades y, seguramente, la realización de un buen numero de cursos y masteres para posgraduados; el sujeto que toma la determinación de dedicarse a la política, en una ecuación inversamente proporcional con los beneficios y el poder que puede alcanzar, no tiene necesidad de ninguna formación académica ni intelectual. Tan siquiera de una mínima formación básica que lo avale. Bastará con que se llene de ambición y tenga una absoluta falta de escrúpulos.
Durante años, los que consideraron, entre los que me incluyo, que la política era asunto de los demás, que no nos afectaba directamente, evidente craso error, hoy imperdonable, nos hemos dedicado, según nuestro criterio, a “otras cosas mejor que hacer”, permitiendo que un importante grupo de, no diría que advenedizos pero si, en su mayoría, indigentes intelectuales, se acercaran con toda impunidad a la actividad que mayores efectos tiene sobre la vida diaria del ciudadano.
Dejando al margen los escasos ejemplos, siempre elogiables, que romperían la regla, el grueso de los personajes que transitan por el corrompido mundo de la política dejan, desde el mayor número de caras del prisma, mucho que desear. Los hay licenciados, con cierta dignidad, en materias universitarias; los hay que han obtenido su licenciatura a trancas y barrancas; los hay que su formación es, probablemente humanista pero limitadamente académica y los hay, estos son mayoría, que su formación académica e intelectual es escasa, por no decir inexistente. Dicho de otro modo: lo que es posible esperar, de positivo, en la gestión de una persona con formación académica, difícilmente, pese a su buena intención, será posible hacerlo de quien no ha superado los estudios primarios, o el inicio de un bachillerato.
A lo largo de mi existencia he conocido políticos en todas las esferas de dicha actividad. Desde las más altas instancias, hasta la concejalía más humilde, pongo por ejemplo, en el pueblo de Barlovento, de la isla canaria de La Palma. Lamentablemente siempre he llegado a la misma conclusión: no es posible el ejercicio de la actividad política sin una mínima formación intelectual y académica. Por mucho que sea de agradecer los “encomiables” esfuerzos del taxista de turno, del pescador bien intencionado, del hortelano-viticultor, o del oficial primero administrativo venidos a concejales, diputados, o senadores por mor de las listas presentadas por los partidos políticos.
Todos ellos devendrán irremisiblemente a formar parte del grupo de marionetas que el cacique de turno manejará a su antojo, según sus conveniencias. Naturalmente, a menor formación, mayor dependencia. Con lo que la política se convertirá, de facto se ha convertido, en una actividad en manos de asociaciones de presión más preocupadas por su propio provecho y su subsistencia que por los problemas de los ciudadanos, a quien dicen representar.
Por esa razón, todos aquellos que viven de la política y no para la política, se verán atrapados, pese a encontrarse en más de una ocasión en dura lucha con su propia conciencia, en una tela de araña que, en aras de la disciplina de grupo, y del “qué haré sino”, tendrán, definitivamente, hipotecada su vida y su pensamiento.
Es evidente que en el modelo de convivencia que hemos creado se precisan determinadas personas para determinadas funciones. Entre ellos, mal que nos pese, la función del político. Su presencia se nos ha hecho, sino imprescindible, digamos que si necesaria, para la inevitable delegación de la administración de los intereses de la comunidad a la que pertenecemos. Por esa razón se impone, hoy más que nunca, una escrupulosa selección de quienes nos han de representar.
Sorprende y resulta difícil de entender que frente a las exigencias que para la práctica de cualquier actividad profesional mínimamente cualificada, con una incidencia relativa y parcial en el seno de la sociedad, se precisen años de estudios y experiencia y una constante puesta al día, mientras que para el ejercicio de la política, cuyos efectos e influencia sobre la vida diaria del ciudadano es de vital importancia, yo diría que devastadores, no sea precisa ninguna preparación ni académica, ni intelectual.
Resulta kafkiano tener que asumir como, por mor del ejercicio de la política, podemos encontrarnos al frente de un gobierno a un indigente intelectual cuya formación académica se encuentra, con facilidad, por debajo de un altísimo porcentaje de los ciudadanos a los que lidera. Los casos hoy son innumerables, comenzando por Hispanoamérica, con los Chávez, Morales, Castro, Kirchner a la cabeza. Y, sin necesidad de ir demasiado lejos, en nuestra propia casa, los Zapatero, Montilla, Trujillo y, aunque con una supuesta formación, los Moratinos de turno. Por supuesto que este endémico mal se da en todas las demás formaciones políticas.
De manera que aceptando que los políticos se han convertido en un mal necesario, imagino que muchos de ustedes se estarán preguntando qué solución cabe esperar para mejorar una situación que, pervertida hasta lo más profundo, continúa deteriorándose.
Naturalmente que recuerdo que existe lo que de una manera coloquial se denomina la carrera de “Políticas”. Pero eso no deja de ser la teoría de una más que compleja formación. Desde mi modesto punto de vista, entiendo que al igual que procede hacer con cualesquiera de las actividades profesionales que se ejercen de cara y para el ciudadano – jueces, diplomáticos, notarios o comandante de aeronave – los candidatos a “políticos” deberían pasar por las diversas aulas que, a lo largo de algunos años, les permitieran poder ejercer una actividad con pleno conocimiento. Es más, llegado el momento, cada uno de ellos debería cubrir el área “profesional” para el que se ha formado. No dando lugar a las bochornosas situaciones de convertir en ministro de Agricultura a quien lo más que sabe del campo es que en él se puede hacer un picnic; ministro de Sanidad a quien jamás ha puesto una tirita; ministro de Cultura a quien no distingue “dixit” de los simpáticos ratones Dixi y Pixi y, no digamos ya, ministro de Defensa a quien ejerció con dureza como objetor de conciencia durante su juventud.
Puede que sea una utopía. Pero si para el ejercicio de cualquier profesión es imprescindible una buena formación, repito, no comprendo como para el ejercicio de la actividad que más afecta a la vida del ciudadano, la política, pueda ser realizada por el primer advenedizo ambicioso sin más titulación y bagaje que su falta de escrúpulos.
Supongo que se estarán preguntando como realizar la selección para convertir al “licenciado político” en político activo. Pues del mismo modo que los partidos políticos presentan sus listas para hacerse con el poder, podría hacer las formaciones profesionales al presentar sus candidatos. De todos los elegidos en cada circunscripción podría salir, elegidos por los propios profesionales, no “colegas ni compañeros de partidos”, quien los presidiera y liderara.
En cualquier caso no es más que una de las muchas posibilidades de plantear alternativas a una situación que cada día se hace más agobiante. Aquí no cabe el tópico de “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Lo malo que conocemos ha superado, especialmente en estos últimos años, todo lo previsiblemente tolerable. Pues si bien es cierto que, como antes les decía, existe una necesidad de cubrir esos espacios, no es menos cierto que, para que el remedio no sea peor que la enfermedad, como sucede hasta ahora, habría que encontrarse personas muy especiales, o especializadas, para tales objetivos.
Sé que es difícil substraerse a la adición que supone ocupar parcelas de poder, por pequeñas que estas sean. El poder tiende a corromper. Y lamentablemente, en mayor o menor grado, siempre lo consigue. No conozco a nadie que habiendo llegado a un determinado nivel de poder lo abandone voluntariamente. Siempre hay que sacarlo de allí a empellones. Y si alguien le dice que lo dejo por voluntad propia, no le crea. Con toda seguridad si aparentó hacerlo, es por que la alternativa era suficientemente atractiva.
Soy consciente de que el tener una amplia formación no siempre garantiza una buena, y honrada, ejecución de la labor encomendada. Pero de lo que si estoy seguro es que sin ella las posibilidades del fracaso son plenas. Ya que el problema viene desde el momento en que asumido el cargo el sujeto en cuestión se olvida de las principales razones que lo llevaron hasta él, entre otras sus incumplidas promesas como político, el hecho de que este pudiera ser un profesional cualificado, antes que “político al uso”, le permitiría no temer por su futuro y el de los suyos, ni depender de manera absoluta de lo que decida “su jefe de filas”. Con toda seguridad la moralidad y la ética de la mayoría de ellos se vería sumamente beneficiada y, por ende, todos nosotros también.
Lo cierto es que sobre la necesidad de tener políticos hay “anécdotas” que demuestran con claridad que su ausencia, en la mayoría de los casos, es fácilmente asumible. En la milenaria China y en otras civilizaciones similares, debido a las grandes distancias en el tiempo y en el espacio, durante siglos, los ciudadanos sabían de sus gobernantes de tarde en tarde, llegándoles las noticias cuando ya no tenían vigencia, o habían sido sustituidas por otras. Pese a ello el ciudadano era razonablemente feliz y no parecía “echar de menos a esa casta tan desprestigiada”. Salvo, naturalmente, cuando aparecían a cobrarles el diezmo arropados por el ejército.
Felipe Cantos, escritor.
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