16 junio 2007

La inspiración detrás de los cristales.



La inspiración es la hipótesis que reduce al autor al papel del observador. Paúl Valery.

Como casi todas las tardes de estos últimos años, desde que me instalara definitivamente en Bruselas, me encuentro en mi estudio, situado en la cuarta planta de la casa. Hoy parece un día para malos presagios.
Si bien este amaneciera soleado, en escasos minutos se ha tornado de un gris tan pesado que consigue agobiarme. Es la misma “panza de burro” que en ocasiones impide al sol de las islas Canarias extender su luz y ejercer de astro rey.
La pertinaz lluvia golpea con fuerza los cristales, casi con rabia. Como si se tratara de alguien que deseando entrar no se le permitiera. No me atrevo a mantener la mirada hacia el exterior. El agua de la lluvia, al deslizarse sobre los castigados cristales, dibuja sobre ellos horribles caras que incitadas por los constantes relámpagos consiguen intimidarme.
Debo confesarles que el estado de ánimo que anida en mí, nada optimista, seguramente tiene mucho que ver con el hecho de llevar algún tiempo sin ser capaz de crear ningún texto, ninguna página que pudiera resistir el más elemental análisis literario.
He intentado alejarme de la vida cotidiana, refugiarme en mi trabajo. Pero no es posible. El ritmo que me he (ha sido) impuesto no lo permite. He realizado grandes esfuerzos en franca lucha conmigo mismo, intentando sobreponerme. Me he dicho de todo. He recorrido las interioridades de mi ordenador en busca de cualquier texto, de cualquier palabra que me iluminara. Con mi memoria he repasado todo en mi interior, y con mi vista, el exterior que me rodea. Pero ni aún así: ha sido inútil.
Tengo la sensación de que algo ha huido de mí, para refugiarse en cualquier lugar de esta enorme casona. Lo sé. Sé perfectamente que no ha salido de ella. Que se encuentra jugando conmigo, evitando cualquier contacto que le obligue a entrar de nuevo en mí.
Yo no he creído jamás en eso que, desde la noche de los tiempos, los artistas dieron en llamar “la inspiración”. Siempre he mantenido que si existiera tal “dama”, lo más probable es que su aportación a cualquier apreciable texto, o acto de creación, no sobrepasaría el cinco por ciento en el conjunto total de la obra realizada. Que no es más que ese reflejo momentáneo, esa luz que se enciende por unos instantes ante nosotros, o en nuestro interior, provocada por una circunstancial imagen, o un momentáneo recuerdo. Incluso, si no tomas nota inmediata, difícilmente volverá a repetirse. De manera que, me guste o no, el otro noventa y cinco por ciento he de aportarlo yo. Pero, ¿cómo?
Decido sentarme frente al ordenador tratando de exprimir mi cerebro. Probablemente, él, el ordenador, sea en gran medida el responsable de la huida del escurridizo “duende de la creación”. Hasta hace algunos meses, siempre había utilizado la pluma como instrumento esencial para escribir mis textos. Jamás había permitido que lapicero o bolígrafo alguno profanara mi santuario, a la hora de plasmar, con mayor o menor fortuna, mis textos. El tacto entre los dedos y la cadencia de su recorrido sobre el papel, conjuntamente con el susurrante sonido al deslizarse sobre él, se habían convertido en los “duendes” de mi creación literaria que hacían innecesaria cualquier otra colaboración externa.
Pero ahora, ese instrumento ha conseguido hacerme la vida “tan fácil” que no puedo desprenderme de su diabólico efecto y vago por mi estudio en busca de los mágicos elementos que me han permitido, durante más de veinte años, atrapar entre el papel y la sangrante pluma el cuerpo intangible de mis personajes.
He de hacerme eco de las palabras, más que sonidos, que provocan mis pasos al desplazarme sobre el centenario suelo de madera de la casona. Algunos son como mis propios lamentos, en una insólita solidaridad por tranquilizar mi conciencia. Otros, algo más suaves, evocadores de tiempos anteriores. Los hay que me incitan a pensar las historias que podría contar y que no soy capaz de hilvanar. Los demás, los más numerosos, son simplemente ruidos estridentes que consiguen descentrarme y alejarme de mi objetivo.
Me empeño en culparme de haber prestado demasiada atención a acontecimientos coyunturales, esencialmente políticos, ajenos a mi vocación de escritor y alejados por demás de mis intereses intelectuales.
Aún así, aprovecho el frágil momento para lamerme mis propias heridas y, autoexculpándome, me concedo las necesarias indulgencias, como no podría ser de otra manera. Si bien puede ser fácil encontrar puntos de referencia para desarrollar una obra, no será tan fácil conseguir que esta tome forma.
El mundo literario puede ser, en la mente del autor, como una tela de araña. Te atrapara y apoyado sobre ella podrás sentir que los caminos, como los hilos de la tela, son numerosos, pero difícil de decidir por cual irse, para escapar de la trampa.
En mi paseo sin destino he llegado hasta el cuarto de baño. Allí, sentado frente a la pared recubierta por atractivos azulejos de un suave tono sepia, consigo recuperar parte de la tranquilidad perdida.
Durante un largo rato he permanecido observando las imágenes que forman los caprichosos trazos que en el proceso de cocción han dado vida los diversos colores. De nuevo descubro que, con algo de imaginación, entre otras múltiples figuras, vuelvo a ver caras sobre el muro de cerámica. Creo reconocerlas. Parecen como si las mismas que minutos antes dibujara la lluvia sobre los cristales hubieran logrado conseguir, en el baño, su malogrado objetivo de alcanzar el interior de mi estudio. Ahora parecen más calmadas en su desesperación.
Decido no lamentarme más y ponerme manos a la obra. Varias son las alternativas, pero todas sin excepción dependerán de que esas caras que ahora se encuentran sobre el muro de cerámica y antes golpearan con desesperación la ventana de mi estudio, consigan por fin introducirse en mi cerebro para dar forma y vida a los personajes que se convertirán en protagonistas de algún futuro relato.
No sé si lo conseguiré. Pero de lo que no tengo duda es de la locura que parece estar dominando todo mi universo creativo. Por lo pronto, seguiré vigilante, a la espera de que las desconcertantes caras tomen la iniciativa.
Ya se enterarán si se produce el milagro de convertir gotas de lluvia en personajes reconocibles.

Felipe Cantos, escritor.

01 junio 2007

El síndrome de Estocolmo del votante de izquierda.



Estamos especializados en una armoniosa repetición del desastre y la estupidez. Terenci Moix.

Desde que tengo uso de razón he intentado conocer los principales pilares que sustentan las convicciones del ser humano y, de manera especial, la fuente de las que emanan estas. Debo confesar, decepcionado, que, cercano a los sesenta años, no creo haber logrado mi objetivo. Aun más, a medida que los años van pasando tengo la sensación de encontrarme cada vez más lejos de mi objetivo.
La raíz del mal, lamentablemente, se apoya en algo tan sencillo como que la gran mayoría carece de esas sólidas convicciones que nos permitan transitar por este mundo con la seguridad de creer saber donde vamos y lo que deseamos. Es una minoría la que, aunque finalmente pudiera estar equivocada, se aferra a sus convicciones para intentar hacer de este mundo algo más limpio y habitable.
Sin lugar a dudas, una de las principales razones que provocan y fomentan tal situación se encuentra en la falta de formación, tanto cultural como intelectual, de una población mundial en grave crisis de identidad.
De esa población mundial, la que conocemos como occidental, sumida, endogámicamente, en la indolencia más absoluta por todo lo que no se mueva en su entorno más cercano, y en un consumismo exacerbado que la aleja del mínimo análisis de las cosas. Las demás, lejos de plantearse alternativas razonablemente mejores, en una loca carrera por alcanzar el “paraíso” occidental, deslizándose vertiginosamente por la misma pendiente de errores.
De manera que no debe sorprendernos que a lo largo de nuestra existencia nos encontremos frecuentemente con situaciones que presentadas en su inicio como algo fácil de discernir, acaben por convertirse en enigmas indescifrables para el común, y no tan común de los mortales.
Una de estas, en principio, fáciles situaciones, es la que ha motivado esta reflexión e inspirado el presente escrito: la “incomprensible fidelidad” de las, llamadas, bases de la izquierda a los, igualmente llamados, sus líderes.
Si nos detenemos por un momento a recapacitar en la reacción normal de cualquier ser humano que, en su vivir cotidiano, se pudiera sentir agredido, ofendido o vilipendiado a nivel personal, veremos que, por lo general, reaccionará contra lo que considera injusto y se revelará contra aquello, incluso físicamente. Sin embargo, sorprendentemente, no es fácil ver que eso suceda cuando se trata de una colectividad. ¿Acaso las convicciones que sustentan la personalidad de un sujeto no son las mismas en ambos casos?
Seguramente Pío Baroja tenía razón cuando aseguraba que “A una colectividad se la engaña mejor que a un hombre”. De otro modo no cabe comprensión alguna ante los absurdos posicionamientos que las, mal llamadas, bases de izquierda, vienen tomando desde hace décadas. Parecen querer olvidar, y no asumir, que su “filosofía”, encarnada en el socialismo, supuso un estrepitoso fracaso en todo el mundo, certificándose su muerte con la caída del muro de Berlín, hace ahora 18 años.
Con ello, no sólo desaparecía una manera, claramente errónea, de interpretar, políticamente, la sociedad, sino, también la trasnochada falacia que supone la, hoy, inexplicable división de esta en izquierda y derecha.
Sin embargo, esa nueva situación dio origen a una nueva clase política que no siendo capaz de acercarse a la, también hoy, mal llamada derecha, prefirió, y prefiere, mantenerse al “otro lado”, en una opción que no pudiéndose definirse como izquierda – algunos lo identifican como “los progres” carentes de referencia moral alguna - se queda en, simplemente, “no derecha”; negando los principios de esta pero, sorprendentemente, viviendo inmersos de lleno en ellos.
Pero si difícil resulta de comprender ese hipócrita ejercicio de equilibrio por parte de los llamados líderes de la izquierda, aún resulta más desconcertante los inamovibles posicionamientos de “sus bases”, cuando, hagan lo que hagan “sus líderes”, estas continúan apoyándoles.
En la actualidad son numerosos los países en los que grandes masas de ciudadanos mal formados, peor aconsejados y sibilinamente informados hasta el engaño - autonominados incondicionales de la “fantasmal” izquierda - elevan o mantienen en el poder a inmerecidos líderes. Un simple repaso al área hispanoamericana, incluida España, nos dejara ver la grotesca situación actual: Evo Morales, en Bolivia; Fidel Castro, en Cuba; Hugo Chávez, en Venezuela; Néstor Kirchner, en Argentina, y alguno otro más, hasta llegar a nuestro ínclito Rodríguez Zapatero, en España.
Todos ellos, sin excepción, elevados al poder, o mantenidos en ellos, por mor de esa incomprensible obstinación de unas bases que se dicen de izquierda, incapaces de realizar reflexión alguna sobre el comportamiento de estos “líderes” aunque, como en el caso de España, con el señor Rodríguez Zapatero a la cabeza, sean fácilmente demostrables sus desatinos, sino abusos de poder: loca negociación con una banda terrorista; intervención interesada y desvergonzada en el ámbito privado de la economía; tolerancia y fraude en alguna de las más importantes Instituciones del Estado; perversión del sistema democrático y traición a la constitución y a los principios que juro defender; creación de nuevas brechas entre los ciudadanos, por razones estrictamente personales, abriendo heridas ya cicatrizadas que estos daban por olvidadas; negociaciones descabelladas y concesiones inadmisibles a minorías políticas por el sólo interés de mantenerse en el poder…como sea; nula colaboración con la Administración de Justicia, sino obstrucción, para el esclarecimiento del más terrible atentado sufrido en Europa, por razones que desconocemos pero que no resultan difíciles de adivinar. Si afiláramos el lápiz y entráramos de lleno a buen seguro que la lista se haría interminable.
Y pese a todo, lejos de haber sido barrido en las urnas en las últimas elecciones, este hombre ha conseguido mantener el techo de sus votantes razonablemente alto. Y uno se pregunta qué es lo que debe hacer mal un “líder de izquierdas” - aun recordamos con estupor la etapa anterior del Felipe González como presidente de gobierno o, como ejemplo más actual, lo sucedido en el incendio de Guadalajara en la Comunidad castellano manchega - para que sus votantes, aparentemente poco reflexivos e irresponsables, lo repudien y envíen con su voto, o con su abstención, fuera de la actividad política. ¿Tal vez recuperar el derecho de pernada de los grandes señores medievales? ¿O ni tan siquiera así, estos abnegados votantes, estarían dispuestos a negarse a los caprichos del señor “marqués”, o “conde” de turno?
Por mucho que se analice resulta incomprensible, en pleno siglo xxi, esa fidelidad, rayando en una paranoia cercana al síndrome de Estocolmo, basada en esa manida y estúpida frase de: “estos son los míos”.

Felipe Cantos, escritor.