La inspiración es la hipótesis que reduce al autor al papel del observador. Paúl Valery.
Como casi todas las tardes de estos últimos años, desde que me instalara definitivamente en Bruselas, me encuentro en mi estudio, situado en la cuarta planta de la casa. Hoy parece un día para malos presagios.
Si bien este amaneciera soleado, en escasos minutos se ha tornado de un gris tan pesado que consigue agobiarme. Es la misma “panza de burro” que en ocasiones impide al sol de las islas Canarias extender su luz y ejercer de astro rey.
La pertinaz lluvia golpea con fuerza los cristales, casi con rabia. Como si se tratara de alguien que deseando entrar no se le permitiera. No me atrevo a mantener la mirada hacia el exterior. El agua de la lluvia, al deslizarse sobre los castigados cristales, dibuja sobre ellos horribles caras que incitadas por los constantes relámpagos consiguen intimidarme.
Debo confesarles que el estado de ánimo que anida en mí, nada optimista, seguramente tiene mucho que ver con el hecho de llevar algún tiempo sin ser capaz de crear ningún texto, ninguna página que pudiera resistir el más elemental análisis literario.
He intentado alejarme de la vida cotidiana, refugiarme en mi trabajo. Pero no es posible. El ritmo que me he (ha sido) impuesto no lo permite. He realizado grandes esfuerzos en franca lucha conmigo mismo, intentando sobreponerme. Me he dicho de todo. He recorrido las interioridades de mi ordenador en busca de cualquier texto, de cualquier palabra que me iluminara. Con mi memoria he repasado todo en mi interior, y con mi vista, el exterior que me rodea. Pero ni aún así: ha sido inútil.
Tengo la sensación de que algo ha huido de mí, para refugiarse en cualquier lugar de esta enorme casona. Lo sé. Sé perfectamente que no ha salido de ella. Que se encuentra jugando conmigo, evitando cualquier contacto que le obligue a entrar de nuevo en mí.
Yo no he creído jamás en eso que, desde la noche de los tiempos, los artistas dieron en llamar “la inspiración”. Siempre he mantenido que si existiera tal “dama”, lo más probable es que su aportación a cualquier apreciable texto, o acto de creación, no sobrepasaría el cinco por ciento en el conjunto total de la obra realizada. Que no es más que ese reflejo momentáneo, esa luz que se enciende por unos instantes ante nosotros, o en nuestro interior, provocada por una circunstancial imagen, o un momentáneo recuerdo. Incluso, si no tomas nota inmediata, difícilmente volverá a repetirse. De manera que, me guste o no, el otro noventa y cinco por ciento he de aportarlo yo. Pero, ¿cómo?
Decido sentarme frente al ordenador tratando de exprimir mi cerebro. Probablemente, él, el ordenador, sea en gran medida el responsable de la huida del escurridizo “duende de la creación”. Hasta hace algunos meses, siempre había utilizado la pluma como instrumento esencial para escribir mis textos. Jamás había permitido que lapicero o bolígrafo alguno profanara mi santuario, a la hora de plasmar, con mayor o menor fortuna, mis textos. El tacto entre los dedos y la cadencia de su recorrido sobre el papel, conjuntamente con el susurrante sonido al deslizarse sobre él, se habían convertido en los “duendes” de mi creación literaria que hacían innecesaria cualquier otra colaboración externa.
Pero ahora, ese instrumento ha conseguido hacerme la vida “tan fácil” que no puedo desprenderme de su diabólico efecto y vago por mi estudio en busca de los mágicos elementos que me han permitido, durante más de veinte años, atrapar entre el papel y la sangrante pluma el cuerpo intangible de mis personajes.
He de hacerme eco de las palabras, más que sonidos, que provocan mis pasos al desplazarme sobre el centenario suelo de madera de la casona. Algunos son como mis propios lamentos, en una insólita solidaridad por tranquilizar mi conciencia. Otros, algo más suaves, evocadores de tiempos anteriores. Los hay que me incitan a pensar las historias que podría contar y que no soy capaz de hilvanar. Los demás, los más numerosos, son simplemente ruidos estridentes que consiguen descentrarme y alejarme de mi objetivo.
Me empeño en culparme de haber prestado demasiada atención a acontecimientos coyunturales, esencialmente políticos, ajenos a mi vocación de escritor y alejados por demás de mis intereses intelectuales.
Aún así, aprovecho el frágil momento para lamerme mis propias heridas y, autoexculpándome, me concedo las necesarias indulgencias, como no podría ser de otra manera. Si bien puede ser fácil encontrar puntos de referencia para desarrollar una obra, no será tan fácil conseguir que esta tome forma.
El mundo literario puede ser, en la mente del autor, como una tela de araña. Te atrapara y apoyado sobre ella podrás sentir que los caminos, como los hilos de la tela, son numerosos, pero difícil de decidir por cual irse, para escapar de la trampa.
En mi paseo sin destino he llegado hasta el cuarto de baño. Allí, sentado frente a la pared recubierta por atractivos azulejos de un suave tono sepia, consigo recuperar parte de la tranquilidad perdida.
Durante un largo rato he permanecido observando las imágenes que forman los caprichosos trazos que en el proceso de cocción han dado vida los diversos colores. De nuevo descubro que, con algo de imaginación, entre otras múltiples figuras, vuelvo a ver caras sobre el muro de cerámica. Creo reconocerlas. Parecen como si las mismas que minutos antes dibujara la lluvia sobre los cristales hubieran logrado conseguir, en el baño, su malogrado objetivo de alcanzar el interior de mi estudio. Ahora parecen más calmadas en su desesperación.
Decido no lamentarme más y ponerme manos a la obra. Varias son las alternativas, pero todas sin excepción dependerán de que esas caras que ahora se encuentran sobre el muro de cerámica y antes golpearan con desesperación la ventana de mi estudio, consigan por fin introducirse en mi cerebro para dar forma y vida a los personajes que se convertirán en protagonistas de algún futuro relato.
No sé si lo conseguiré. Pero de lo que no tengo duda es de la locura que parece estar dominando todo mi universo creativo. Por lo pronto, seguiré vigilante, a la espera de que las desconcertantes caras tomen la iniciativa.
Ya se enterarán si se produce el milagro de convertir gotas de lluvia en personajes reconocibles.
Felipe Cantos, escritor.
Como casi todas las tardes de estos últimos años, desde que me instalara definitivamente en Bruselas, me encuentro en mi estudio, situado en la cuarta planta de la casa. Hoy parece un día para malos presagios.
Si bien este amaneciera soleado, en escasos minutos se ha tornado de un gris tan pesado que consigue agobiarme. Es la misma “panza de burro” que en ocasiones impide al sol de las islas Canarias extender su luz y ejercer de astro rey.
La pertinaz lluvia golpea con fuerza los cristales, casi con rabia. Como si se tratara de alguien que deseando entrar no se le permitiera. No me atrevo a mantener la mirada hacia el exterior. El agua de la lluvia, al deslizarse sobre los castigados cristales, dibuja sobre ellos horribles caras que incitadas por los constantes relámpagos consiguen intimidarme.
Debo confesarles que el estado de ánimo que anida en mí, nada optimista, seguramente tiene mucho que ver con el hecho de llevar algún tiempo sin ser capaz de crear ningún texto, ninguna página que pudiera resistir el más elemental análisis literario.
He intentado alejarme de la vida cotidiana, refugiarme en mi trabajo. Pero no es posible. El ritmo que me he (ha sido) impuesto no lo permite. He realizado grandes esfuerzos en franca lucha conmigo mismo, intentando sobreponerme. Me he dicho de todo. He recorrido las interioridades de mi ordenador en busca de cualquier texto, de cualquier palabra que me iluminara. Con mi memoria he repasado todo en mi interior, y con mi vista, el exterior que me rodea. Pero ni aún así: ha sido inútil.
Tengo la sensación de que algo ha huido de mí, para refugiarse en cualquier lugar de esta enorme casona. Lo sé. Sé perfectamente que no ha salido de ella. Que se encuentra jugando conmigo, evitando cualquier contacto que le obligue a entrar de nuevo en mí.
Yo no he creído jamás en eso que, desde la noche de los tiempos, los artistas dieron en llamar “la inspiración”. Siempre he mantenido que si existiera tal “dama”, lo más probable es que su aportación a cualquier apreciable texto, o acto de creación, no sobrepasaría el cinco por ciento en el conjunto total de la obra realizada. Que no es más que ese reflejo momentáneo, esa luz que se enciende por unos instantes ante nosotros, o en nuestro interior, provocada por una circunstancial imagen, o un momentáneo recuerdo. Incluso, si no tomas nota inmediata, difícilmente volverá a repetirse. De manera que, me guste o no, el otro noventa y cinco por ciento he de aportarlo yo. Pero, ¿cómo?
Decido sentarme frente al ordenador tratando de exprimir mi cerebro. Probablemente, él, el ordenador, sea en gran medida el responsable de la huida del escurridizo “duende de la creación”. Hasta hace algunos meses, siempre había utilizado la pluma como instrumento esencial para escribir mis textos. Jamás había permitido que lapicero o bolígrafo alguno profanara mi santuario, a la hora de plasmar, con mayor o menor fortuna, mis textos. El tacto entre los dedos y la cadencia de su recorrido sobre el papel, conjuntamente con el susurrante sonido al deslizarse sobre él, se habían convertido en los “duendes” de mi creación literaria que hacían innecesaria cualquier otra colaboración externa.
Pero ahora, ese instrumento ha conseguido hacerme la vida “tan fácil” que no puedo desprenderme de su diabólico efecto y vago por mi estudio en busca de los mágicos elementos que me han permitido, durante más de veinte años, atrapar entre el papel y la sangrante pluma el cuerpo intangible de mis personajes.
He de hacerme eco de las palabras, más que sonidos, que provocan mis pasos al desplazarme sobre el centenario suelo de madera de la casona. Algunos son como mis propios lamentos, en una insólita solidaridad por tranquilizar mi conciencia. Otros, algo más suaves, evocadores de tiempos anteriores. Los hay que me incitan a pensar las historias que podría contar y que no soy capaz de hilvanar. Los demás, los más numerosos, son simplemente ruidos estridentes que consiguen descentrarme y alejarme de mi objetivo.
Me empeño en culparme de haber prestado demasiada atención a acontecimientos coyunturales, esencialmente políticos, ajenos a mi vocación de escritor y alejados por demás de mis intereses intelectuales.
Aún así, aprovecho el frágil momento para lamerme mis propias heridas y, autoexculpándome, me concedo las necesarias indulgencias, como no podría ser de otra manera. Si bien puede ser fácil encontrar puntos de referencia para desarrollar una obra, no será tan fácil conseguir que esta tome forma.
El mundo literario puede ser, en la mente del autor, como una tela de araña. Te atrapara y apoyado sobre ella podrás sentir que los caminos, como los hilos de la tela, son numerosos, pero difícil de decidir por cual irse, para escapar de la trampa.
En mi paseo sin destino he llegado hasta el cuarto de baño. Allí, sentado frente a la pared recubierta por atractivos azulejos de un suave tono sepia, consigo recuperar parte de la tranquilidad perdida.
Durante un largo rato he permanecido observando las imágenes que forman los caprichosos trazos que en el proceso de cocción han dado vida los diversos colores. De nuevo descubro que, con algo de imaginación, entre otras múltiples figuras, vuelvo a ver caras sobre el muro de cerámica. Creo reconocerlas. Parecen como si las mismas que minutos antes dibujara la lluvia sobre los cristales hubieran logrado conseguir, en el baño, su malogrado objetivo de alcanzar el interior de mi estudio. Ahora parecen más calmadas en su desesperación.
Decido no lamentarme más y ponerme manos a la obra. Varias son las alternativas, pero todas sin excepción dependerán de que esas caras que ahora se encuentran sobre el muro de cerámica y antes golpearan con desesperación la ventana de mi estudio, consigan por fin introducirse en mi cerebro para dar forma y vida a los personajes que se convertirán en protagonistas de algún futuro relato.
No sé si lo conseguiré. Pero de lo que no tengo duda es de la locura que parece estar dominando todo mi universo creativo. Por lo pronto, seguiré vigilante, a la espera de que las desconcertantes caras tomen la iniciativa.
Ya se enterarán si se produce el milagro de convertir gotas de lluvia en personajes reconocibles.
Felipe Cantos, escritor.
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