24 octubre 2008

Negarnos la verdad de una realidad incontestable.


La conciencia no puede estar equivocada. Alfred de Vigny.

Desde hace algún tiempo, más del deseable, me encuentro terriblemente desconcertado. Escarbo entre las neuronas de mi cerebro y vago por el interior de mi alma en busca de respuestas que consigan tranquilizar el desasosiego que me invade.
Repasando con detenimiento mi vida actual, no logro encontrar nada que pudiera justificar semejante estado de ánimo. Todo en ella, aparentemente, está en el ordenado equilibrio universal. Gozo de una situación, casi, envidiable.
En el espectro intelectual, mantengo viva cada mañana la creatividad que me permite recoger mis vivencias diarias, para verterlas sobre el papel. La satisfacción es inmensa. Creo, a diferencia de otras muchas personas, que soy un privilegiado por tener la oportunidad, a través de mis textos, de vivir más, y más profundamente.
Me gustaría darle las gracias a ese Dios al que una gran mayoría de ciudadanos de este mundo, en cualesquiera de las religiones que profesan, se dirigen cuando lo necesitan o, como en mi caso, deciden agradecerle los favores. Lamentablemente, en lo que afecta a los valores que sostienen sólidamente a los creyentes, tengo una concepción muy personal de “dios”.
En lo que se refiere a la salud, debo agradecer a la madre naturaleza su generosidad para conmigo. Me aproximo a grandes zancadas, como si calzara las botas de siete leguas del cuento, a los sesenta años, en una plenitud física fuera de toda lógica. Aunque debo confesar que continúo sin poder asumir al “señor mayor” que todas las mañanas aparece frente a mi, en el espejo del cuarto de baño. Su insistencia, sin que consiga exasperarme, viene resultando bastante cargante.
Pero dejando al margen a quien vulgarmente denominaríamos, por sus constantes e innecesarias apariciones, como un “coñazo”, pocas cosas son las que puedan perturbarme y a las que me vea obligado a renunciar, o que me impida continuar con la misma actividad diaria de cuando tenía veinticinco años.
En el deporte, actividad imprescindible para mi buen estado, no sólo físico sino anímico, mantengo un ritmo diario casi endiablado. Mis rivales son, por lo común, la mitad de “viejos” que yo y, pese a ello, estoy en un más que razonable promedio de buenos resultados.
En lo afectivo y familiar, después de haber superado con grandes dificultades una dolorosa, y al parecer inevitable, separación de unos hijos a los que adoraba, he podido reconstruir, yo diría que de manera inusualmente fácil, gracias a una excepcional mujer, un nuevo núcleo familiar en el que el amor y la salud son su principal patrimonio. Mis seis – nuevos – hijos suponen un equilibrio emocional de proporciones incalculables. Mi esposa es el decisivo complemento a todo mi/nuestro universo. Imposible concebir la vida sin ella.
En la vertiente económica, como diría un castizo - “sin que los duros nos salgan por las orejas” – mi balanza de pagos se encuentra razonablemente equilibrada. Incluso, puedo alcanzar determinados caprichos que les están vedados a la mayoría de mis semejantes.
En resumen, puedes, o pareces poder, tenerlo todo: En lo físico, una situación innecesariamente superable; en lo afectivo, pleno al quince con sobredosis de verdadero amor; en lo económico, obligaciones deseadas, con posibilidades de ser resueltas sin grandes traumas.
Y pese a ello, algo no acaba de funcionar bien en mi estado anímico. ¿Por qué no consigo disfrutar plenamente de un momento como este? De manera que ¿cómo no desesperarse ante una situación tan anacrónica?
Únicamente razones externas pueden ser las causantes de mis males. Así que, decidido a dar con ellas, me encomendé a los grandes filósofos de nuestra cultura para ver si entre las páginas de sus siempre reconfortantes escritos lograba encontrar las causas, y por ende el consejo que me permitiera resolver el enigma.
No fue una mala decisión pues, finalmente, encontré lo que buscaba. O eso creo. Se me resumió en cuatro palabras que abarcan otros tantos conceptos: apatía, indolencia y la más importante, vergüenza. Todos ellos aglutinados en “ese algo” que conocemos como conciencia. Hay quien tiene la habilidad de hacer converger todas ellas en lo que se conoce como “el mal del relativismo”.
Observando cuanto acontece a mi alrededor, lo que veo logra provocarme fuertes arcadas, antesala del vómito. No logro comprender a mis compatriotas – los españoles - y por extensión al resto del mundo conocido como “primer mundo”.
Resulta difícil aceptar como los grupos de poder - políticos, jueces, instituciones estatales, y ese sin fin de gentes pegadas a las doloridas espaldas del votante/contribuyente - que deberían ser el ejemplo y la salvaguarda del resto de los ciudadanos, ofenden constantemente la inteligencia de estos. Estamos dando vida, crédito casi ilimitado a quienes han convertido el ejercicio de estas actividades en algo deleznable, socavando los cimientos de las instituciones que soportan el edificio constitucional.
Bien es cierto que, aprovechando la excepcional situación personal y familiar que líneas más arriba les exponía, podría dejarme mecer o, como diría un “modelno”, pasar de todo. Probablemente sería lo más fácil y, desde luego, lo más cómodo.
Pero no es posible. Eso me llevaría a sumergirme de lleno en la primera palabra rescatada de los textos filosóficos: la indolencia. Ello, irremisiblemente, me permitiría desembarcar con facilidad en otra de las palabras: la apatía.
Pero ambas palabras no logro encontrarlas en mi diccionario particular. Tal vez sea porque ambas chocan de manera frontal, hasta desaparecer eclipsadas, por la conciencia. Y, desde la perspectiva intelectual, con mi inteligencia natural.
Puede que en ambos casos no mucha, pero sin duda suficiente para no poder soportar los constantes ataques de los que somos objeto a diario los ciudadanos “normales”.
Estoy seguro de que habrá más de un lector que se preguntará por qué no dejo de quejarme y criticar, y poniéndome manos a la obra participo en esa “carnicería” intelectual.
La alternativa es aún menos seductora. Si malo es permanecer a prudente distancia del putrefacto núcleo, resulta aún peor introducirse en su interior – lo digo con conocimiento de causa – para revolcarse en la podredumbre que domina en la actualidad las actividades jurídicas, institucionales y, controlando todo ello, la política. Sé, perfectamente, que mi estómago no lo soportaría.
De manera que aquí nos encontramos. Enfangados hasta el cuello por culpa de quienes deberían ser nuestros adalides, nuestros espejos en los que poder mirarnos y, lo más grave, controlados por nuestras conciencias en dura lucha interior que, como en mi caso, no te permite ser todo lo feliz que pudieras.
Vivimos un mundo en el que la única opción razonable, aunque no plausible, es recluirte con los tuyos en tu pequeña parcela y cerrando los ojos hacer la “vista gorda” – valiente contradicción – para no tomar decisiones que pudieran acarrearte mayores consecuencias.
Finalmente, la conclusión es muy simple: ¿hasta dónde la inteligencia de un hombre puede ser ofendida, para que su conciencia le autorice a traspasar los límites de la indolencia y la apatía, y optar por opciones que le obligarían ha realizar gestos o actos, seguramente, no recomendables?

Felipe Cantos, escritor.

Chávez: Mismos miserables, iguales métodos, evidentes resultados.


¡Pueblo! Despiértate en la esperanza. Gracchus Babeuf.

Tengo como norma evitar escribir textos, o emitir opiniones sobre asuntos o temas de los que apenas tenga conocimiento.
Creo, por respeto a uno mismo, que es mejor dejar el espacio a quienes puedan aportar, por sus conocimientos y experiencias, un máximo de claridad. Ello, pese a que en ocasiones, aunque de manera indirecta, pueda disponer de los mínimos parámetros que permiten juzgar una situación de manera razonable, para obtener una conclusión muy cercana a la realidad vivida por los denunciantes de una injusticia.
Durante mucho tiempo, tanto como para terminar conociendo bien el “talante” que destilan los actuales líderes populistas de unas izquierdas iberoamericanas, conscientemente perdidos en sus locas miserias, incluida la propia España, he preferido mantenerme como mero espectador de cualquier otro punto de atención que no fuera esta última.
Pero he de confesar que cada vez me resulta más difícil abstraerme, ni tan siquiera por la facilidad que permite la distancia, de determinadas situaciones que requieren una permanente denuncia.
Hace algunos meses, más concretamente el pasado septiembre, motivado por la implantación en España de la asignatura ¿académica? Educación para la ciudadanía, redacté un texto, publicado en este mismo espacio, con la pretensión de denunciar la aberrante asignatura; a la vez que, enterado del aterrador proyecto del ínclito Chávez, en Venezuela, que pretendía, ignoro si lo ha conseguido, mantener bajo la tutela del estado a todos los jóvenes menores de 20 años. Mi intención, naturalmente, fue llamar la atención de la opinión pública, en la medida de mis posibilidades.
Creo que esa fue una de las escasas ocasiones en que me acerqué a un asunto alejado de lo que habitualmente soy capaz de analizar. Doctores tiene la iglesia, decía el clásico.
Sin embargo, de nuevo, motivado por excesos de políticos que, sin que nadie se lo demande, salvo sus incondicionales en el medrar a costa del ciudadano, pretenden “salvar nuestro futuro”, me siento en la obligación de esgrimir mi pluma con el único objetivo de ponerme al lado de esa Venezuela, que tanto me recuerda a mi querida isla de La Palma – en ella nació una de mis hijas – que lucha por normalizar una situación política que el Comandante Chávez, con sus desquiciados sueños de grandeza, ha desvirtuado de manera inmoral.
Entre sus últimas pretensiones, la de cambiar las reglas del juego para mantenerse de por vida en el poder, rayan en la locura. Nadie está legitimado, aún menos nuestro ínclito personaje – baste recordar su historial de dictadura y violencia - para ambicionar semejante aberración. Ni tan siquiera en el caso de que exista una desorientada mayoría que lo demandara.
En democracia la alternancia es primordial. Como decía Lord Acton: "El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los “grandes” hombres son casi siempre malas personas". El entrecomillado de grandes es mío.
De manera que si “nuestro comandante” tuviera un mínimo de dignidad, que por sus actos lo dudo, debería ser el primero en replantearse seriamente su continuidad. Aunque soy consciente de que eso es lo mismo que pedirle peras al olmo.
Históricamente son demasiados los actos que provocan una total desconfianza sobre este personaje, difícil de superar. Aunque en una amplia escala de sus valores, basta citar algunos de las últimos, como lamentable ejemplo de lo que no debería ser jamás un dirigente político: mirar hacia otro lado cuando se están produciendo ataques a las sinagogas judías, mientras presume de su sólida alianza con Irán; ordenar la inmediata expulsión del territorio venezolano, del eurodiputado español Luis Herrero, en una clara confirmación de un talante dictatorial que no tolera opinión contraria alguna, o conseguir con toda clase de artimañas el beneplácito de una mayoría minoritaria para perpetuarse en el poder.
Ello, ilustra de manera perfecta el comportamiento de este personaje, mitad de opereta mitad de terror, pero tremendamente peligroso para Venezuela, y no menos para el resto del mundo.
Sé que será difícil, pero desde la humildad de estas solidarias líneas animo a todos los venezolanos de bien, que traten de no bajar la guardia, aceptando los hechos como consumados. Es tópico, si. Pero la esperanza es lo último que se debe perder. O mejor, quizás, no perderla jamás. De otro modo, la vida tendría poco sentido.



Felipe Cantos, escritor.

La crisis de unos pocos, el drama de muchos.



Yo no sé si soy un estadista. Lo que si es cierto es que, de la política, lo que me interesa es mandar. Manuel Azaña.

Cuando la conciencia del político supera las coordenadas de un razonable comportamiento, que en su caso, a tenor de las experiencias esta es, sin duda, de una gran elasticidad, se provocan situaciones como la que estamos atravesando en esta crisis llamada, parodiando aquella de la guerra de Irak, “la madre de todas las crisis” económico-financieras.
Bien es cierto que tratándose de personajes, por lo general, perversos, siniestros y, si son inteligentes, maquiavélicos, en síntesis, poco fiables; no es difícil llegar a la conclusión de que toquen lo que toquen, o se acerquen a lo que se acerquen, siempre correremos el riesgo de que provoquen una catástrofe.
Son tantos y tan conocidos los ejemplos que ilustrarían esta afirmación que resultaría una pérdida de tiempo, por repetitiva, el enumerar algunos. Sin duda, por su brevedad, resultaría más rentable enumerar aquellos pocos que sí merecieron, o merecen, nuestro respeto. ¡Son tan escasos!
De manera que nos ceñiremos a los que, por el momento, han provocado la última crisis financiera que nos está devorando, además de los ahorros de toda una vida, la tranquilidad que, se le suponía, debería garantizar una sociedad llamada del bienestar.
Algunos hombres de bien, como siempre, en su ingenuidad, habían llegado a convencerse de que, pese a la falta de formación intelectual y académica y en algunos casos de cerebro, de nuestros políticos, desde la inmejorable posición en la que se encuentran, cuanto menos serían capaces de proteger aquellos intereses que les permiten obtener tan altas plusvalías. Naturalmente, por extensión, también a los mortales que les dotamos de tales privilegios.
Pero, tan siquiera en una situación tan excepcional han sido incapaces, una vez más, de no traspasar la línea entre lo lícito y lo ilícito.
De manera que cuando la terrible realidad financiera nos acosa día a día, manifestándose como un volcán en erupción a punto de estallar, todo lo que se les ocurre a nuestros “inteligentes políticos” es disponer del dinero de todos y cada uno de los ciudadanos, provenientes de los impuestos que pagamos, para sacar de la más repugnante de las excrecencias a sus amigos y socios políticos, en el poder.
Porque el resultado de esa decisión, sorprendentemente tomada por gobiernos de antagónicas ideologías, lo cual confirma la sospecha de que un político es ante todo, eso, un político, no podrán beneficiar más que aquellos que inmersos en la especulación financiera más cruda han obtenido durante años pingues beneficios.
Beneficios que, sin duda, no reintegraran jamás a las arcas de los damnificados, al encontrarse estos esfumados, diversificados en los más variados bienes de consumo como suntuosas casas, espléndidos automóviles, cuadros y piezas de arte. Y todo ello aderezado con un tren de vida más que exigente en el lujo y la exhibición.
Aunque con esta medida quieran hacernos creer que, en realidad, se trata de proteger los intereses de los más perjudicados, los impositores de sus escasos fondos en cualquiera de las alternativas financieras que en su momento les fueron sugeridas, la realidad se nos muestra, si cabe, aún más cruel.
Es difícil de entender que tanto en cuanto los pequeños inversores perjudicados, a lo más que puedan aspirar es a perder lo menos posible de esos pequeños ahorros, invertidos en las cuentas de los “grandes cerebros” de la especulación financiera; estos, por lo que se vislumbra, no tendrán responsabilidad ni obligación alguna de justificar las fortunas acumuladas durante años de salvaje especulación y mala gestión.
De nuevo, no logramos entender las decisiones de estos siniestros personajes –los políticos- que jugando con lo que no es suyo, disponen a su antojo y con toda naturalidad –yo diría que incluso impunidad – para proteger los intereses de una minoría, paradójicamente, culpable del desastre en primera persona.
Provengo de la clase empresarial, en la que “milité” durante más de treinta años, por lo que me siento plenamente capacitado y autorizado para emitir opiniones que, por otro lado, están en el ánimo del empresario “de verdad”; aquel que vive su vocación y su empresa a pie de obra. No de aquel otro, el financiero, que jugando con el dinero de los demás, jamás ha sentido el vértigo del riesgo empresarial, ni el temor de la puesta en marcha de una iniciativa empresarial.
De manera que cimentado en esas premisas y acostumbrado a pasar de la ruina a la opulencia, y viceversa, en función de la marcha de las empresas creadas, no puedo estar de acuerdo en que “papá estado”, con el dinero de todos los contribuyentes, acuda a socorrer a aquellos que, con toda seguridad dispondrán de un sólido patrimonio, obtenido de la especulación, sino de la malversación de aquellos capitales prestados por el empresariado “normal” o, aún más lamentable, del hombre de la calle.
Soy consciente de que, para la mayoría de los previsibles, sino ya, perjudicados por esta terrible crisis, que no ha hecho más que iniciar su caminar, lo que voy a decir a continuación es un sacrilegio. Pero los gobiernos implicados deberían dejar que el curso de los acontecimientos se desarrollara de manera natural, y no inyectando dinero, insisto, del contribuyente, en apoyo de estas empresas financieras.
Puede que las dificultades fueran muchas, pero al menos conseguiríamos, en una selección natural, que los más sólidos soportaran la crisis y cimentaran una verdadera reactivación con futuro.
De otro modo, con las decisiones a poner en práctica por los estados “proteccionistas”, sólo se conseguirá, repito, con el dinero del contribuyente - al menos en lo que a España se refiere - que el dinero se canalice por oscuros canales de manera que, al final, este no llegue jamás al verdadero necesitado, y menos aún a quien utilizándolo de manera adecuada pudiera provocar una reactivación positiva.
Por otro lado, en el caso especial de España, la maniobra se puede calificar de descabelladamente fraudulenta. El “señor” Zapatero, ¡cómo no!, pretende, literalmente, endosar la nada despreciable cifra de ¡ciento cincuenta mil millones de euros!, a las entidades financieras en “dificultades”, sin necesidad, dicen que para evitar su estigmatización, de dar a conocer sus nombres.
La mayor parte de estas entidades en “dificultades” son gestionadas por los propios políticos a través de las entidades financieras existentes en sus comunidades autónomas.
Pero si impresentable resulta tal situación, peor es recordar que esas mismas entidades, para conceder un miserable crédito de 10.000,- euros, han sido, y son, capaces de pedir garantías por valores que superen cuatro o cinco veces lo solicitado. Amén de la firma de cuantos garantes sean posibles comprometer.
No es de extrañar que al común de los mortales esta situación, además de un desánimo infinito, acabe por provocarle interminables arcadas.

Felipe Cantos, escritor.