El más grande fruto de la
justicia es la serenidad del alma. Epicuro.
Llevo mucho tiempo sin poner negro sobre blanco. Razones tan
personales como ineludibles me habían retirado temporalmente del mundo del
escribidor.
Y digo bien, escribidor. Ya que aún estoy pendiente de que, después de
tanto tiempo sin escribir, las musas regresen y retomen su obligación de
inspirar, cuanto menos, los dos primeros renglones de textos, digamos, más creativos.
Mientras tanto me conformaré, y bien que vale la pena, con ejercer de
escribidor y tratar de denunciar las atrocidades que se están sucediendo
permanentemente en mi pobre país, antes llamado España.
Bien sabe el Divino que igualmente de lo inevitable de mi retirada
temporal, sólo temporal, ha sido mi permanente deseo de regresar cuanto antes a
mi faceta de analítico denunciante.
Aunque mi residencia habitual se encuentra en Bruselas, que tampoco es
pecata minuta a efectos de críticas por hacer, no es menos cierto que el mal
olor, la pestilencia que nos llega desde mi desvencijada piel de toro es de tal
magnitud que resulta insoportable.
Ni tan siquiera es posible eludirla con la utilización de la
indolencia y el pasotismo que impera como una moda impuesta por el marianismo
más despreciable; aderezado por el “buenismo”, más bien imbecilidad supina,
heredado del nunca suficientemente odiado Zapatero.
Y si bien es cierto que las palabras que uno esgrima puedan parecerles
a algunos exageradas, seguramente cambiara inmediatamente de opinión si le
recordamos, entre otras, la conocida y nunca bien entendida “trama de los ERES
andaluces” o, el caso Bárcenas, sin dejar a nuestro paso los malolientes casos
de la familia Pujol, el del Palau de la música catalana, o Bankia y sus
preferentes.
Resulta repugnante hasta la arcada verse, aún en la lejanía, inmerso, como
mero espectador claramente perjudicado, por el simple hecho de ser español, con
esa asquerosa casta política, con esas ratas que se han adueñado de la voluntad,
del dinero y, por ende, de la libertad de los españoles.
En esa perversa pirámide creada por estos delincuentes, que tan
siquiera precisan de guante blanco, se
han corrompido todos los cimientos de la sociedad española. En una sola
alternativa y sin posibilidad de elegir en listas abiertas a aquellos en quien
realmente desearíamos depositar nuestra confianza, nos vemos obligados a elegir
cada cuatro años, bajo la presunta honradez de un personaje que la encabeza,
una innumerable sarta de indocumentados y paniaguados, carentes, por lo
general, de la más mínima formación intelectual y/o cultural.
Estos, convertidos por mor de los votos en el poder legislativo,
elegirán, para mayor gloria de sus intereses bastardos, al poder ejecutivo,
para llevar a cabo sus felonías, y al poder judicial, para cubrirse de manera
obscena las espaldas.
Sé, perfectamente, que las generalizaciones son injustas por demás.
Pero es tal el incontable número de mangantes políticos, o viceversa, y las
mareantes cifras que se pueden barajar en todas y cada una de las felonías por
estos cometidas, que sólo cabría la posibilidad de salvar a aquellos que
avergonzados de tanto mangante suelto, colega suyo, abandonaran las filas de
los partidos y se desvincularan de esa casta, si es posible dejando un claro
testimonio de denuncia.
De otro modo, y a tenor de la magnitud alcanzada por los delitos
cometidos, lo dicho, la denuncia de toda una casta, si es que ofensiva se
percibe, de ningún modo es injusta, ni gratuita.
Por ello, reitero mi admiración por la valiente labor realizada por la
Jueza Alaya, ejemplo claro y cabeza
visible de ese grupo de jueces, desgraciadamente demasiado pequeño,
comprometidos con la verdad y con la justicia. Que sepa que el aliento de todos
los que confiamos en la justicia está junto a ella.
Felipe Cantos, escritor.