14 junio 2013

Bendita jueza Alaya

 
 
 
 
 
El más grande fruto de la justicia es la serenidad del alma. Epicuro.
 
Llevo mucho tiempo sin poner negro sobre blanco. Razones tan personales como ineludibles me habían retirado temporalmente del mundo del escribidor.
Y digo bien, escribidor. Ya que aún estoy pendiente de que, después de tanto tiempo sin escribir, las musas regresen y retomen su obligación de inspirar, cuanto menos, los dos primeros renglones de textos, digamos,  más creativos.
Mientras tanto me conformaré, y bien que vale la pena, con ejercer de escribidor y tratar de denunciar las atrocidades que se están sucediendo permanentemente en mi pobre país, antes llamado España. 
Bien sabe el Divino que igualmente de lo inevitable de mi retirada temporal, sólo temporal, ha sido mi permanente deseo de regresar cuanto antes a mi faceta de analítico denunciante.  
Aunque mi residencia habitual se encuentra en Bruselas, que tampoco es pecata minuta a efectos de críticas por hacer, no es menos cierto que el mal olor, la pestilencia que nos llega desde mi desvencijada piel de toro es de tal magnitud que resulta insoportable.
Ni tan siquiera es posible eludirla con la utilización de la indolencia y el pasotismo que impera como una moda impuesta por el marianismo más despreciable; aderezado por el “buenismo”, más bien imbecilidad supina, heredado del nunca suficientemente odiado Zapatero.  
Y si bien es cierto que las palabras que uno esgrima puedan parecerles a algunos exageradas, seguramente cambiara inmediatamente de opinión si le recordamos, entre otras, la conocida y nunca bien entendida “trama de los ERES andaluces” o, el caso Bárcenas, sin dejar a nuestro paso los malolientes casos de la familia Pujol, el del Palau de la música catalana, o Bankia y sus preferentes. 
Resulta repugnante hasta la arcada verse, aún en la lejanía, inmerso, como mero espectador claramente perjudicado, por el simple hecho de ser español, con esa asquerosa casta política, con esas ratas que se han adueñado de la voluntad, del dinero y, por ende, de la libertad de los españoles.
En esa perversa pirámide creada por estos delincuentes, que tan siquiera  precisan de guante blanco, se han corrompido todos los cimientos de la sociedad española. En una sola alternativa y sin posibilidad de elegir en listas abiertas a aquellos en quien realmente desearíamos depositar nuestra confianza, nos vemos obligados a elegir cada cuatro años, bajo la presunta honradez de un personaje que la encabeza, una innumerable sarta de indocumentados y paniaguados, carentes, por lo general, de la más mínima formación intelectual y/o cultural. 
Estos, convertidos por mor de los votos en el poder legislativo, elegirán, para mayor gloria de sus intereses bastardos, al poder ejecutivo, para llevar a cabo sus felonías, y al poder judicial, para cubrirse de manera obscena las espaldas.
Sé, perfectamente, que las generalizaciones son injustas por demás. Pero es tal el incontable número de mangantes políticos, o viceversa, y las mareantes cifras que se pueden barajar en todas y cada una de las felonías por estos cometidas, que sólo cabría la posibilidad de salvar a aquellos que avergonzados de tanto mangante suelto, colega suyo, abandonaran las filas de los partidos y se desvincularan de esa casta, si es posible dejando un claro testimonio de denuncia.
De otro modo, y a tenor de la magnitud alcanzada por los delitos cometidos, lo dicho, la denuncia de toda una casta, si es que ofensiva se percibe, de ningún modo es injusta, ni gratuita.
Por ello, reitero mi admiración por la valiente labor realizada por la Jueza Alaya, ejemplo  claro y cabeza visible de ese grupo de jueces, desgraciadamente demasiado pequeño, comprometidos con la verdad y con la justicia. Que sepa que el aliento de todos los que confiamos en la justicia está junto a ella.
Felipe Cantos, escritor.