29 junio 2006

¡De eso nada!

Aquí estoy, yo soy quien lo hizo, vuelve tu espalda hacía mí. Virgilio.

Nunca he logrado entender como pudo llegarse a la conclusión de que un pueblo, una nación una sociedad tiene en su seno los políticos, y cualquier otro impresentable personaje, que se merece. ¿Quién demonios se atrevió a acuñar semejante majadería?
Bien es cierto que, como consecuencia del equívoco y lamentable planteamiento en la distribución de los votos, en cualquier reconocida democracia puede darse, de hecho se da, irónicas situaciones en donde no siempre el más votado, ni el mejor, puede resultar finalmente el que termine haciéndose con el poder.
Pero si bien hemos de aceptar como jurídicamente legal semejante situación, en función de las reglas establecidas, jamás las reconoceré como legítimas, igualmente apoyado en esas reglas que permiten hacerse con el poder a grupúsculos que puede no alcanzar más allá del 35% de los votos de los ciudadanos. Aún menos reconocerles como tales y asumirlos como propios.
De manera que en ningún caso estoy por la labor de aceptar que un impresentable y mal político, elegido sabe Dios por qué circunstancias ajenas a la lógica y al sentido común, es tan mío y, haga lo que haga, soy merecedor y responsable de él, como los que le han votado. ¡De eso nada!
Estoy dispuesto a asumir, qué duda cabe, que las reglas de juego que nos hemos impuesto en esta sociedad nuestra, aunque imperfectas, han de ser respetadas para que un mínimo orden sea posible. Pero bajo ningún concepto a aceptar que la responsabilidad emanada de las decisiones de esas mayorías/minoritarias, cuyas decisiones, por lo general carentes de la mínima reflexión, son igualmente mías. Como decía en el encabezamiento de este artículo, repito: ¡de eso nada!
No llegaré al extremo, como pensaba un buen amigo mío ya fallecido, que le era imposible ser demócrata en el sentido más amplio de la palabra. Decía, no carente de razón, que le resultaba incomprensible que el voto de un doble licenciado en Económicas y Empresariales, con veinticinco años de experiencia profesional a su espalda, era su caso, tuviera el mismo valor que el de, con todos los respetos, un joven empleado de los servicios de limpieza del ayuntamiento, recién inmigrado y legalizado por mor de los intereses de un determinado partido. “Imposible, añadía, que pueda ser tan reflexivo y formado como el mío.”
Pero si, cuanto menos, procuraré no asumir las consecuencias negativas de las malas decisiones de terceros que, pensando sabe Dios con qué parte de su cuerpo, deciden encumbrar al poder a personajes de dudosa catadura moral e indiscutible indigencia intelectual. Incluso a iluminados por cualquier “dios menor”.
Por esa razón, a quienes se les llena la boca de repetir constantemente que lo que está sucediendo en nuestra maltratada España es responsabilidad de todos, y que todos tenemos lo que nos merecemos le diré, una vez más que ¡de eso nada! Allá quien les hayan votado. A los demás sólo nos restará aceptarlo, pero jamás sentirnos complacidos, ni mucho menos cómplices.
Durante las escasas horas que precedieron a las últimas elecciones generales del 2003, repetí, rogué, solicité a cuantos tuve la oportunidad, que dejaran aparcado el corazón y el hígado, entre otras cosas porque la verdad de lo sucedido estaba por descubrirse – hoy así se confirma - y reflexionaran fríamente sobre el sentido de su voto. Que bajo ningún concepto lo cambiaran, fuera este el que fuera, como consecuencia de lo sucedido. Lo sucedido ya no tenía solución. Pero las consecuencias de cambiar su voto podrían ser aún peores.
Algunos reaccionaron. Pero, a la vista está, la inmensa mayoría cambió el signo de su voto y el resultado de las elecciones, y por ende el rumbo, hasta ese momento razonablemente correcto, de España.
El tiempo ha venido a confirmar lo que pensaba. Jamás puede ser bueno anteponer el instinto – no me atrevería yo a decir que los sentimientos - a la razón. La situación de España es, cuanto menos compleja. Pero sobre todo desconcertante. Los racionales problemas que habitualmente preocupan a un país han pasado a un segundo plano, para dejarnos desbordar por otros, sacados del baúl de los recuerdos que parecían, y deberían, haber sido superados hace muchos años.
De manera que pese a no perder de vista el repetido tópico “el hombre es el único animal que tropieza dos (y tres, y cuatro, y…) veces con la misma piedra”, desde esta tribuna deseo apelar al sentido común de cuantos de una manera reflexiva han podido constatar que las consecuencias de una decisión, inspirada por cualquier otra motivación que no sea la razón, generalmente son nefastas.
Por ello, me permitiría pedirles que tengan muy presente que en los próximos meses se sucederán diversos convocatorias que les “invitarán” a reencontrarse consigo mismos y reparar, en la medida de lo posible, por ejemplo Cataluña, los daños causados por un voto irreflexivo. Sin duda, nuevas alternativas con un ideario más que razonable, caso Ciudadanos de Cataluña, serán propuestas para tener muy en cuenta ante las avejentadas, maleadas y corruptas formaciones ya conocidas por todos.
En cualquier caso, sea cual sea la decisión que en su momento tomen, si les rogaría a los irreflexivos e indolentes de turno, que suelen votar aconsejados por cualquier parte de su cuerpo – corazón, hígado, estómago e, incluso, bolsillo – a excepción de la cabeza que, a la vista de los resultados posteriores, asuman de pleno su responsabilidad y no pretendan a posteriori, colocarnos a todos en el mismo “saco” repitiendo eso de que “tenemos los políticos que nos merecemos”. Ellos serán quienes se los merezcan.
Que cuanto menos asuman su responsabilidad, aunque todos nos veamos obligados a aguantar la vela. A los demás sólo nos quedará el triste recurso de armarnos de santa paciencia y aceptar “democráticamente” la situación, repitiendo hasta la saciedad que: ¡¡De eso nada!!

Felipe Cantos, escritor.



24 junio 2006

El cuidadano frente a la universal mediocridad de sus gobernantes.


Es un sarcasmo y un peligro para la sociedad que, por la indolencia de una mayoría, quien dirige o pueda dirigir los destinos de una nación se encuentre en los límites de la indigencia intelectual.

Hace décadas que vengo cuestionándome si realmente la clase política, del modo en que se origina y ha derivado su actividad, es necesaria. O dicho de un modo más ácido: ¿son necesarios los políticos, tal y como están concebidos actualmente? Rotundamente ¡no!
Si nos atenemos a los hechos, ante las grandes dificultades que cualquier persona tiene para lograr alcanzar un estatus mínimamente razonable en el ámbito de su profesión, que no siempre logrará, llegaremos a la conclusión de que cualquier intento de alcanzar esos mismos objetivos a través de la vía política es infinitamente más fácil. Y no solamente en la vertiente económica, sino social y de reconocimiento, no siempre positivo, pero si ejecutivo, por parte del resto de la sociedad en la que estamos inmersos. En síntesis: de poder.
Esto no debería ser motivo de reflexión, y aún menos de lamento, si para lograr determinados objetivos partiéramos de las mismas coordenadas. Pero no es así. Pues mientras el profesional “de verdad”, aquel que ha precisado de años de preparación en el ámbito docente: colegios, institutos, universidades y, seguramente, la realización de un buen numero de cursos y masteres para posgraduados; el sujeto que toma la determinación de dedicarse a la política, en una ecuación inversamente proporcional con los beneficios y el poder que puede alcanzar, no tiene necesidad de ninguna formación académica ni intelectual. Tan siquiera de una mínima formación básica que lo avale. Bastará con que se llene de ambición y tenga una absoluta falta de escrúpulos.
Durante años, los que consideraron, entre los que me incluyo, que la política era asunto de los demás, que no nos afectaba directamente, evidente craso error, hoy imperdonable, nos hemos dedicado, según nuestro criterio, a “otras cosas mejor que hacer”, permitiendo que un importante grupo de, no diría que advenedizos pero si, en su mayoría, indigentes intelectuales, se acercaran con toda impunidad a la actividad que mayores efectos tiene sobre la vida diaria del ciudadano.
Dejando al margen los escasos ejemplos, siempre elogiables, que romperían la regla, el grueso de los personajes que transitan por el corrompido mundo de la política dejan, desde el mayor número de caras del prisma, mucho que desear. Los hay licenciados, con cierta dignidad, en materias universitarias; los hay que han obtenido su licenciatura a trancas y barrancas; los hay que su formación es, probablemente humanista pero limitadamente académica y los hay, estos son mayoría, que su formación académica e intelectual es escasa, por no decir inexistente. Dicho de otro modo: lo que es posible esperar, de positivo, en la gestión de una persona con formación académica, difícilmente, pese a su buena intención, será posible hacerlo de quien no ha superado los estudios primarios, o el inicio de un bachillerato.
A lo largo de mi existencia he conocido políticos en todas las esferas de dicha actividad. Desde las más altas instancias, hasta la concejalía más humilde, pongo por ejemplo, en el pueblo de Barlovento, de la isla canaria de La Palma. Lamentablemente siempre he llegado a la misma conclusión: no es posible el ejercicio de la actividad política sin una mínima formación intelectual y académica. Por mucho que sea de agradecer los “encomiables” esfuerzos del taxista de turno, del pescador bien intencionado, del hortelano-viticultor, o del oficial primero administrativo venidos a concejales, diputados, o senadores por mor de las listas presentadas por los partidos políticos.
Todos ellos devendrán irremisiblemente a formar parte del grupo de marionetas que el cacique de turno manejará a su antojo, según sus conveniencias. Naturalmente, a menor formación, mayor dependencia. Con lo que la política se convertirá, de facto se ha convertido, en una actividad en manos de asociaciones de presión más preocupadas por su propio provecho y su subsistencia que por los problemas de los ciudadanos, a quien dicen representar.
Por esa razón, todos aquellos que viven de la política y no para la política, se verán atrapados, pese a encontrarse en más de una ocasión en dura lucha con su propia conciencia, en una tela de araña que, en aras de la disciplina de grupo, y del “qué haré sino”, tendrán, definitivamente, hipotecada su vida y su pensamiento.
Es evidente que en el modelo de convivencia que hemos creado se precisan determinadas personas para determinadas funciones. Entre ellos, mal que nos pese, la función del político. Su presencia se nos ha hecho, sino imprescindible, digamos que si necesaria, para la inevitable delegación de la administración de los intereses de la comunidad a la que pertenecemos. Por esa razón se impone, hoy más que nunca, una escrupulosa selección de quienes nos han de representar.
Sorprende y resulta difícil de entender que frente a las exigencias que para la práctica de cualquier actividad profesional mínimamente cualificada, con una incidencia relativa y parcial en el seno de la sociedad, se precisen años de estudios y experiencia y una constante puesta al día, mientras que para el ejercicio de la política, cuyos efectos e influencia sobre la vida diaria del ciudadano es de vital importancia, yo diría que devastadores, no sea precisa ninguna preparación ni académica, ni intelectual.
Resulta kafkiano tener que asumir como, por mor del ejercicio de la política, podemos encontrarnos al frente de un gobierno a un indigente intelectual cuya formación académica se encuentra, con facilidad, por debajo de un altísimo porcentaje de los ciudadanos a los que lidera. Los casos hoy son innumerables, comenzando por Hispanoamérica, con los Chávez, Morales, Castro, Kirchner a la cabeza. Y, sin necesidad de ir demasiado lejos, en nuestra propia casa, los Zapatero, Montilla, Trujillo y, aunque con una supuesta formación, los Moratinos de turno. Por supuesto que este endémico mal se da en todas las demás formaciones políticas.
De manera que aceptando que los políticos se han convertido en un mal necesario, imagino que muchos de ustedes se estarán preguntando qué solución cabe esperar para mejorar una situación que, pervertida hasta lo más profundo, continúa deteriorándose.
Naturalmente que recuerdo que existe lo que de una manera coloquial se denomina la carrera de “Políticas”. Pero eso no deja de ser la teoría de una más que compleja formación. Desde mi modesto punto de vista, entiendo que al igual que procede hacer con cualesquiera de las actividades profesionales que se ejercen de cara y para el ciudadano – jueces, diplomáticos, notarios o comandante de aeronave – los candidatos a “políticos” deberían pasar por las diversas aulas que, a lo largo de algunos años, les permitieran poder ejercer una actividad con pleno conocimiento. Es más, llegado el momento, cada uno de ellos debería cubrir el área “profesional” para el que se ha formado. No dando lugar a las bochornosas situaciones de convertir en ministro de Agricultura a quien lo más que sabe del campo es que en él se puede hacer un picnic; ministro de Sanidad a quien jamás ha puesto una tirita; ministro de Cultura a quien no distingue “dixit” de los simpáticos ratones Dixi y Pixi y, no digamos ya, ministro de Defensa a quien ejerció con dureza como objetor de conciencia durante su juventud.
Puede que sea una utopía. Pero si para el ejercicio de cualquier profesión es imprescindible una buena formación, repito, no comprendo como para el ejercicio de la actividad que más afecta a la vida del ciudadano, la política, pueda ser realizada por el primer advenedizo ambicioso sin más titulación y bagaje que su falta de escrúpulos.
Supongo que se estarán preguntando como realizar la selección para convertir al “licenciado político” en político activo. Pues del mismo modo que los partidos políticos presentan sus listas para hacerse con el poder, podría hacer las formaciones profesionales al presentar sus candidatos. De todos los elegidos en cada circunscripción podría salir, elegidos por los propios profesionales, no “colegas ni compañeros de partidos”, quien los presidiera y liderara.
En cualquier caso no es más que una de las muchas posibilidades de plantear alternativas a una situación que cada día se hace más agobiante. Aquí no cabe el tópico de “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Lo malo que conocemos ha superado, especialmente en estos últimos años, todo lo previsiblemente tolerable. Pues si bien es cierto que, como antes les decía, existe una necesidad de cubrir esos espacios, no es menos cierto que, para que el remedio no sea peor que la enfermedad, como sucede hasta ahora, habría que encontrarse personas muy especiales, o especializadas, para tales objetivos.
Sé que es difícil substraerse a la adición que supone ocupar parcelas de poder, por pequeñas que estas sean. El poder tiende a corromper. Y lamentablemente, en mayor o menor grado, siempre lo consigue. No conozco a nadie que habiendo llegado a un determinado nivel de poder lo abandone voluntariamente. Siempre hay que sacarlo de allí a empellones. Y si alguien le dice que lo dejo por voluntad propia, no le crea. Con toda seguridad si aparentó hacerlo, es por que la alternativa era suficientemente atractiva.
Soy consciente de que el tener una amplia formación no siempre garantiza una buena, y honrada, ejecución de la labor encomendada. Pero de lo que si estoy seguro es que sin ella las posibilidades del fracaso son plenas. Ya que el problema viene desde el momento en que asumido el cargo el sujeto en cuestión se olvida de las principales razones que lo llevaron hasta él, entre otras sus incumplidas promesas como político, el hecho de que este pudiera ser un profesional cualificado, antes que “político al uso”, le permitiría no temer por su futuro y el de los suyos, ni depender de manera absoluta de lo que decida “su jefe de filas”. Con toda seguridad la moralidad y la ética de la mayoría de ellos se vería sumamente beneficiada y, por ende, todos nosotros también.
Lo cierto es que sobre la necesidad de tener políticos hay “anécdotas” que demuestran con claridad que su ausencia, en la mayoría de los casos, es fácilmente asumible. En la milenaria China y en otras civilizaciones similares, debido a las grandes distancias en el tiempo y en el espacio, durante siglos, los ciudadanos sabían de sus gobernantes de tarde en tarde, llegándoles las noticias cuando ya no tenían vigencia, o habían sido sustituidas por otras. Pese a ello el ciudadano era razonablemente feliz y no parecía “echar de menos a esa casta tan desprestigiada”. Salvo, naturalmente, cuando aparecían a cobrarles el diezmo arropados por el ejército.

Felipe Cantos, escritor.

21 junio 2006

¡Vale!: “Cataluña is not Spain”. ¿Y después qué?


¿De qué le sirve a un hombre obtener la independencia de su tierra si a cambio pierde la suya?

Pues si. Si alguien no lo remedía, por ejemplo el Tribunal Constitucional, en el supuesto de que el Partido Popular, u otra entidad, estén por la labor de presentar un recurso a tal instancia, se ha iniciado el desgarramiento de España. La aprobación del nuevo texto, una nueva Constitución disfrazada de Estatuto Catalán, por una pírrica mayoría/minoritaria - 35% del censo electoral - ha dado el pistoletazo de salida que, sin duda alguna, la totalidad de los nacionalismos irracionales tratarán de aprovechar en estampida.
Dejando al margen, si finalmente es aplicado, las consecuencias políticas y sociales, a mi entender sumamente negativas, que la aprobación del nuevo estatuto va a provocar en Cataluña, y por extensión a España, en todos los ordenes de nuestra cotidiana vida, he tratado de acercarme a algunos de los más exacerbados defensores, evidentemente votantes del impresentable texto ¿legal?, para conocer de primera mano cómo se sentían después de su aprobación.
He de confesar que durante años he realizado un ejercicio de diálogo permanente con estos defensores de una nacionalidad inventada a golpe de imaginación y fantasía y, siempre, de grandes mentiras. Algunos de ellos, hasta ahora, buenos amigos. Otros, no tanto. Incapaces de concretar en qué fundamentaban sus constantes reivindicaciones, de manera especial el derecho de independencia, todos ellos exponían un sinfín de injustificadas vaguedades que, peligrosamente y a falta de otros argumentos, venían a converger en la “matriz”, en la raíz catalana. En más de una ocasión me he visto obligado a recordarles que cuando anteponemos la “madre” a la razón estamos acercándonos peligrosamente al fascismo.
Entre otros tantos falaces argumentos, a falta de conocer bien su propia historia, he escuchado hasta el hartazgo la falsa cantinela de que mientras Cataluña trabaja para todos los demás, estos duermen plácidamente la siesta. Por lo que los catalanes, naturalmente, tenían todo el derecho del mundo a sentirse perjudicados. Incluso, estafados.
Lo cierto es que, en su fuero interno, y pese a la “encomiable” labor realizada por el sibilino nacionalismo durante los últimos treinta años, todos reconocían no tener la más mínima esperanza de que, jamás, las circunstancias pudieran derivar en una situación tan cercana a sus postulados. Era, y algunos han tenido la valentía de admitirlo, un “bonito” ejercicio de política-ficción.
Lamentablemente, gracias a un traidor irresponsable en el Gobierno de España, la traición a su juramento de defender la Constitución como Presidente es incontestable, lo que parecía, al decir de los interesados, política-ficción se ha convertido, igualmente, en una incontestable realidad.
Varios acontecimientos de todo lo sucedido en estos días me han dejado un desagradable sabor en lo más profundo. Pero dos destacan de manera excepcional. El primero y más terrible es que, al amparo de la nueva situación, algunos de mis polémicos interlocutores durante años, han tratado de justificar la falta de libertad que se ha vivido, y se vive permanentemente, en ese “nuevo país” y, descorazonadoramente, las agresiones recibidas por miembros de otras formaciones políticas, cuando intentaban exponer sus tesis. Por esa razón me refería más arriba a lo “buenos amigos, hasta ahora”. En eso, lamentablemente, sí debo afirmar que se han producido cambios importantes.
El segundo de los hechos es, por el contrario, una tremenda ironía. Nada parece haber cambiado en la mentalidad de quienes hace mucho tiempo vienen tratando de justificar reivindicaciones independentistas. Ahora, a la luz de la nueva situación, continúan, igualmente, siendo incapaces de exponer las “grandes ventajas” que le reportará a su vida cotidiana, como ciudadano de a pie – otra cosa será para la clase política dominante – la aprobación de un Estatuto/Constitución, terriblemente intervencionista en la vida del ciudadano, intencionado prolegómeno de una independencia que se presenta difícilmente evitable.
Aún así, dada la forma en que ha sido realizado el trámite para la aprobación del Estatuto de Cataluña, repleto de irregularidades y de ilegalidades inconstitucionales, y probablemente jurídicas, tengo la esperanza de que la situación pueda ser reversible.
Pese a todo, con ratificación del “infumable texto”, o con el rechazo del mismo por el Tribunal Constitucional, seguiré considerando la nula consistencia de sus argumentaciones y la falta de sentido común a quienes, como ciudadanos “independentistas catalanes” de a pie, vienen apoyando tales postulados. Ninguno a sabido, jamás, decirme, salvo vaguedades, en que le beneficiará cambio tan importante en sus vidas. Por eso, continuaré haciéndoles la misma pregunta que, durante años, ninguno ha sabido responderme con claridad: ¿Independencia? ¡Vale! ¿Y después qué?
¿De qué le sirve a un hombre reclamar la independencia de su tierra si a cambio pierde la suya?

Felipe Cantos, escritor.

06 junio 2006

Dios: inevitable necesidad en la evolución humana.


Dios es el único ser que, para reinar, no tiene siquiera necesidad de existir. Charles Baudelaire.

Asumido que lo más fácil, como buen creyente, es darse por satisfecho con la sola invocación de cualquiera de los diferentes nombres que le son atribuidos, según las múltiples culturas. Generalmente en espera, a veces eternamente y, casi siempre inútilmente, de que venga en nuestro auxilio y nos conceda esa gracia que nos sacará de la dificultad en la que nos hallamos. Sin embargo, admitamos que nos resulta muy difícil la generalización y el poder definir lo que representa para cada ser humano la existencia de un “dios”, tratar de ubicarle en nuestro mundo y, desde luego, acercarle a nuestra vida.
Lo primero, es reflexionar sobre lo que cada uno de nosotros entiende por “dios”. Lo segundo que se hace necesario es llegar a la conclusión definitiva de si creemos, o no, en su existencia. Lo tercero, tanto en un caso como en el otro, es aportar las razones que nos conducen a tales conclusiones. Y pese a que, siempre, en los malos momentos invocamos, e invocaremos su nombre, por lo general más como una inercia cultural que como una creencia asumida, es evidente que no todos lo entendemos del mismo modo, ni lo percibimos de la misma manera.
A partir de los dos principales enfoques desde los que nos atrevemos a analizarlo – el religioso y el científico, que juntos conforman el teológico - y afectado cada uno de nosotros por múltiples y variadas circunstancias, es indudablemente que estaremos percibiendo, y necesitando, un “dios” a nuestra medida. Bien sea por los beneficios que, ingenuamente, esperamos obtener o, todo lo contrario, como una justificación de nuestros propios fracasos. Es más, en demasiadas ocasiones preferimos que así sea. De ese modo nos permitirá cargar sobre “Él” la culpa de todas nuestras desgracias.
Agnósticos, apoyados principalmente en la ciencia, y ateos, haciéndolo sobre las creencias religiosas, han cuestionado la existencia de ese “Ser” supremo responsable de la creación del universo y de cuanto en él sucede. Y si bien es cierto que escuchándoles y leyéndoles es difícil no dejarse seducir por sus reflexiones, no es menos cierto que en la propia negación del “ser” se encuentra la clave de su existencia. En mi opinión, ambas posiciones, las de los creyentes y las de los, ya mencionados, agnósticos y ateos, no son divergentes, sino, más bien, convergentes. Todas ellas conducen finalmente al mismo lugar, al mismo “ser”. La diferencia se fundamenta principalmente, como antes enunciaba, en la posición de la que se parta. Para el creyente, Dios es todo, esta en todo y lo controla todo. Para el no creyente su “dios” es el universo en pleno. Luego, igualmente, todo.
Sin embargo, para los primeros, es posible dirigirse a Dios y hacer que te escuche. Por lo que siempre cabrá la posibilidad de “solicitarle” algo y tener - Él, no nosotros - un cierto control de lo que nos acontece. Por el contrario, para los segundos - entre los que me encuentro - el universo, nuestro “dios”, es incontrolable. O dicho de otro modo, incontrolable por nosotros, pero no por las leyes que lo rigen. De manera que si bien es difícil predecir, por el hombre, cual será el futuro, este, mal que nos pese, esta inexorablemente escrito. Nada de lo que haga o prevea el ser humano cambiará el curso de las cosas. Nada de cuanto sucede en el universo es casual. Se rige por la ley de la balanza, para que se asegure el equilibrio de este. De modo que ahí se encuentra la singularidad y, como antes decía, la coincidencia de ambas, creencias y no creencias. En tanto que el Dios de los creyentes puede escucharte, pero hará lo que crea oportuno y conseguirás, o no, por lo general lo segundo, lo solicitado; al “dios” de los agnósticos será inútil dirigirse ya que, rigiéndose por sus propias reglas, sucederá lo que tenga que suceder. Pero el resultado será, exactamente, el mismo. Nos encontraremos en manos de eso que llamamos destino y del que, pese a creernos que está controlado, no lo controlamos.
Y es que aunque pretendamos ser otra cosa, no somos más que, como el propio universo, energía en potencia en constante movimiento y transformación y formamos parte de él, del mismo modo que los creyentes dicen formar parte de Dios y estar hechos a su imagen y semejanza.
Por esa razón soy un ferviente creyente de la reencarnación. Por supuesto en el devenir de un tiempo indefinible, y siempre sustentado en la reflexión científica que, aunque por distintos caminos, acaba por llevarnos al mismo final que la religiosa. Me refiero, naturalmente, a la reencarnación de eso que llamamos “alma”, sin necesidad de arrastrar por esos caminos de “dios” nuestros denostados y arruinados cuerpos, que se habrán convertido en materia para otros nuevos usos. Ese “alma” que, al decir de los que más severos agnósticos, no es más que una pequeña pero extraordinaria concentración de energía de la misma que controla y domina el universo. Pero ese es otra cuestión merecedora de una reflexión más profunda e independiente, que ahora desbordaría los límites de esta pequeña columna.
Lo cierto es que la necesidad de unas creencias a las que aferrarse, incluso para los no creyentes, han sido reconocidas por los más autorizados pensadores a lo largo de la historia de la humanidad. Recientemente el filósofo norteamericano, Dennett, y el biólogo británico, Wolpert, ambos por distintos caminos, el de la reflexión y el de la ciencia, han llegado a la misma conclusión: Dios es un producto inevitable de la evolución humana.
Así, mientras el primero nos dice: “el hombre necesita saber el por qué de las cosas, y al no hallar respuestas se inventa las creencias”. El segundo sostiene: “El cerebro humano ha evolucionado hasta convertirse en una máquina de creencias, habidas por encontrar una explicación causal de todo cuanto sucede a nuestro alrededor”.
Por ello, desde la humilde perspectiva de un pensador preocupado por cuanto acontece en el devenir diario y, como todos, desbordado por las contradicciones, he de admitir que no es fácil caer en la tentación, aún definiéndome agnóstico, de rechazar de plano la existencia de un ser, de un ente, supremo que, al unísono con nuestras conciencias y “aprovechándose” de nuestras sensibilidades, condicione toda nuestra existencia.
Tratado de acabar esta columna con una nota de ironía, para reducir su presunta trascendencia, les diré que, pese a todo, a mí me resulta muy difícil aceptar que el hombre haya sido capaz de crear, por sí sólo, las inigualables composiciones musicales que se desprenden de, por ejemplo, “Las cuatro estaciones, de Vivaldi”, “El amor brujo, de Manuel de Falla”, las intimistas melodías azerbaijanas interpretadas al Balaban, o el inigualable Poema sinfónico nº 2 de “Mi patria”, comprendido en “El Moldava”. Sin duda que para conseguir conmover de tal manera es imprescindible algo muy cercano a la “suprema inspiración divina”.

Felipe Cantos, escritor.

04 junio 2006

Los falsos valores en el mundo de Las Artes.


No es cierto lo que se oye afirmar que el público rebaja el arte; es el artista el que puede envilecer al público. En todos los tiempos en que el arte vino a menos, cayó por culpa de los artistas. Friedrich von Schiller.

A finales del año pasado, más concretamente la primera semana de noviembre, tuve la oportunidad de visitar la 51ª bienal de Venecia, cuando se perfilaba su cierre. He de confesar que, independientemente de las razones que en múltiples ocasiones me han “obligado” a desplazarme hasta esa irrepetible ciudad, el hecho en si de poder estar unas horas en ella ya compensa con creces el viaje. Más, si como en este caso tenemos como complemento un acontecimiento cultural de la magnitud de la Bienal: miel sobre hojuelas.
Pero también he de ser sincero si les digo que jamás tomaría la decisión de fijar mi residencia en esta ciudad. Sus atractivos canales y sus estrechas e históricas calles son un inigualable marco de consumo para el turismo. Pero sus casas, cuyos sótanos sumergidos inspiran la más lúgubre de las situaciones, soportan una de las mayores colonias de ratas existentes en el mundo. Ratas que, en días de crecida de las aguas, suelen hacer acto de presencia utilizando los sumideros y, de manera especial, las conducciones sanitarias.
Lo siento, he desviado mi atención del verdadero objetivo de este artículo. De modo que, dejaremos para mejor momento la histórica Venecia y nos ceñiremos al arte que se desprende de su bienal.
En la visita pude descubrir, una vez más, que el mundo del arte es cada vez más endogámico. Algo muy ajeno al común de los mortales. Y no porque, generalmente, el artista no intente comunicar con el espectador a través de sus creaciones. Objetivo primordial de cualquier manifestación artística. Sino porque, sencillamente, no “llega” el mensaje. Parece como si existiera un muro infranqueable, un triángulo de las Bermudas que todo se lo traga, entre los nuevos creadores, sus obras y los previsibles admiradores/receptores de sus creaciones.
Las obras que realizan, cuya calidad creativa no me cuestionaré jamás, pretenden superar esa barrera, sin conseguirlo. Y no me cuestionaré jamás el valor de una creación artística, porque soy de los que sostienen que en la obra de cualquier artista no es admisible la crítica. Una obra de arte no es ni buena, ni mala. Simplemente, alcanza, o no, la sensibilidad del espectador.
Una de las razones primordiales de la situación denunciada es, repito, el endogámico mundo que lo sustenta. Desde los propios creadores, celosos por demás de sus creaciones, pasando por los marchantes, escasos y mal avenidos, hasta llegar a los críticos, probablemente los máximos responsables de que el arte, en el sentido más amplio de la palabra y en cualesquiera de sus facetas, sea tan desconocido para el hombre de la calle.
Es difícil encontrar, salvo en el mundo de los economistas y, de manera muy especial, en el de la Judicatura, un lenguaje tan pretencioso y concientemente enrevesado como el que los críticos, pretendidos “expertos” del mundo del arte, utilizan. Tal vez eso, el hacer ininteligibles sus opiniones, sea lo que habitualmente desconcierten al hombre de la calle.
Pero aún hay algo más determinante en el mundo del arte que nos obliga a desconfiar de él. La evidente subordinación a unos intereses económicos, casi siempre muy por encima del auténtico valor artístico. ¿Cuántas veces nos hemos preguntado por qué aquella obra, de rasgos incomprensibles, imposible de encontrarle una ubicación en nuestro catálogo personal del buen gusto, o simplemente en aplicación del pragmatismo que nos impone el sentido común, se encontraba expuesta en aquel museo que nos habíamos animado a visitar, incluso, en un destacado lugar del mismo?
O, ¿por qué unos pintores tienen la “inmensa fortuna” de ser reconocidos, y sus obras expuestas en los mejores museos y galerías del mundo cuando, por ejemplo, al pasear por los centros históricos de cualquier gran ciudad, podemos encontrarnos decenas de otros artistas, con sus obras tiradas por los suelos, exhibiendo una indiscutible calidad que, al entender de la mayoría que las contemplan, superan con facilidad lo visto en las deseadas paredes de esos museos y galerías?
Por toda respuesta, los santones de “la cosa” le dirán que: “es posible que no todos están donde merecerían. Pero que no hay sitio para todos, y algunos han de ser los elegidos”. O se despacharía con un irrelevante: “así es la vida”. Pero la triste realidad es que no siempre están las mejores obras en los museos, sino aquellas que han sido tocadas por la varita de “la fortuna”.
Durante un cierto tiempo, hace ya algunos años, tuve la oportunidad de vivir de cerca la expansión que se produjo en el mundo de la pintura y, en menor escala, también, en el resto de las disciplinas que abarcan el mundo de las artes plásticas. Visité con frecuencia los museos y galerías, y acudí con cierta regularidad a las subastas que se realizaban en las más conocidas salas, como las internacionales Sotheby’s y Christie’s, o las madrileñas Durán y Fernando Durán, entre otras.
Ello me permitió descubrir cómo se fabrica un “artista internacional”, a partir de los acuerdos entre galerías, marchantes y críticos, con la natural cooperación o, en el mejor de los casos, de la indiferencia del propio artista que no era, necesariamente, el mejor de los elegibles. Bastaba con que todos ellos se volcaran con un artista y su obra, en ocasiones bastante mediocre, para reconducir el “mundo del arte” hacia los intereses concretos de quienes lo manejan, y viven de ello.
Es más. He sabido de artistas en la élite mundial, ayudados en ocasiones por sus marchantes y algún célebre crítico, pujar, de manera indirecta naturalmente, por sus propias obras, con un doble objetivo: mantener su cotización o, en el peor de los casos, crear el precedente de un precio de salida para la siguiente subasta de sus obras, a celebrar no antes de pasados seis meses, o un año.
Esto, finalmente, ha provocado una triste consecuencia, que sin duda sería aplicable a cualquier otra disciplina de la creación, incluso, como mayor rigor, como es el caso de la literaria. Lo que habitualmente se nos ofrece “en el mercado del arte” ni es lo mejor, ni tampoco lo más representativo y, en ocasiones, probablemente, sí lo menos deseable.
Es lo que deciden, por mor de una serie de de circunstancias entrelazadas, los “santones” que controlan el sector. Llegándose en algunos momentos, especialmente en el mundo de las artes plásticas, a alcanzar el calificativo de burla para con el espectador/comprador. Tanto en lo que se nos muestra, como en el valor artístico que se le da, y en el valor crematístico que se nos solicita.
Quizás la conclusión final que puede derivarse de todo lo dicho es que el mundo de la creación y de las Bellas Artes sería más auténtico, más genuino y asequible a todos en general, si dejara de ser manipulado en pro de unos intereses bastardos muy alejados de lo que significa la calidad.
En lo que se refiere a mi mundo, el literario, sé de autores de renombre, y tengo colegas en la común actividad del escribir, a los que las editoriales, sabedoras de cómo vender “el producto”, les “aconsejan” sobre qué deben escribir, les marcan las pautas de los contenidos, y hasta cuál debe el número aconsejable de palabras – 250.000 – que debe contener la novela en cuestión. Huelga volver a insistir en el estado de putrefacción que se respira en el mundo de los premios literarios.
Es deprimente, pero difícilmente conseguiremos un texto literario de interés y calidad, si al autor le limitamos hasta el número de palabras que debe utilizar al desarrollarlo. Peor será aún el trato dado a los personajes quienes, limitados en el tiempo y en el espacio, tendrán serias dificultades de desarrollar con ciertas garantías literarias su paso por la novela.
Lo que finalmente resulta incuestionable es que cualquier actividad que se desarrolle en el mundo de la creación, si no se dispone de la autenticidad, ni la libertad para utilizarla, jamás conseguiremos un mínimo de la calidad deseable. Pero si, extrañamente, una incomprensible contradicción: la desproporcionada valoración “artística” que de ellas se hacen.

Felipe Cantos, escritor.