06 diciembre 2010

El virus cibernético Stuxnet, o la reencarnación de la Reina judía Esther.

La inteligencia es el patrimonio mejor repartido (…) René Descartes.

En estos tiempos que corren son escasas las ocasiones en que una noticia te permite esbozar una sonrisa de satisfacción. Excuso decir de alegría.
De manera que parece innecesario señalar que cuando pude leer, hace escasos días, los enormes avances que en materia de defensa, denominada cibernética, han conseguido desarrollar científicos israelíes, con la puesta en marcha de su programa Stuxnet, la satisfacción fue doble.
Al parecer, "el arma", un inteligente virus creado para introducirse en los sistemas informáticos iraníes, ha logrado, no sólo paralizar la mayor parte de los programas de enriquecimiento de uranio, sino que tiene la capacidad de controlar y manipular las instalaciones en las que se realizan. En síntesis, la maravilla Stuxnet logra dañar los sistemas computacionales, determinando en qué sistema se ha de infiltrar antes de decidir si ataca, o no. Pudiera, incluso, conseguir volver las armas del adversario contra sí mismo.
Podría decirles que una de las razones de mi alegría se sustenta en la simpatía que en mi despierta este pueblo, tan injustamente maltratado tantas veces.
Sin embargo, no sería del todo cierto si ocultara mi satisfacción por lo que significaría para todos nosotros. Especialmente para la clase militar. Esos hombres y mujeres que con más frecuencia de la deseable se ven obligados a exponer sus vidas, y a perderlas, en defensa de sus países y de sus principios que, por extensión, suelen coincidir con los nuestros.
Aunque pueda sonar a quimera, conseguir que en el futuro, las guerras, las hicieran quienes las hicieran, pudieran acabar resolviéndose sentados frente al teclado de un sofisticado ordenador, sobrepasa las máximas deseables por cualquier persona de bien.
Tampoco resulta tan insostenible considerar esa posibilidad. En otro plano de la realidad, en más de una ocasión, se ha conseguido salvar vidas, tocando los resortes humanos de que se disponían, sentados frente a la mesa de un frio despacho. Sé que no son los mismos resortes, pero fueron evidentes sus resultados.
Dejando a un lado la ironía, es francamente alentador saber que esa posibilidad existe y que, por fortuna, nos encontramos del lado de quienes las dispone. Por el contrario, si se tratara de elementos subversivos hartamente conocidos por su empeño en destruir lo que conocemos como la civilización occidental, con toda seguridad, y antes de lo que creemos, acabaríamos matándonos los unos a los otros con nuestras propias armas.
Por fortuna, la tecnología punta, al más alto y sofisticado nivel, se encuentra a este lado de la línea que determina, nos guste o no, la permanente confrontación entre dos mundos que entienden la vida de forma completamente opuesta.
Así que quienes se empeñen en continuar con las guerras cruentas, espero se vean en la necesidad de recurrir a las viejas armas de antaño, por lo general de recursos limitados y tan ineficaces como peligrosas para uno mismo.
De este modo, no resultará descabellado, más bien bastante coherente y desde luego deseable, pensar que en no demasiado tiempo las escasas bajas en combate acaben siéndolo por el exceso de cafeína, consecuencia de las interminables horas que los soldados pudieran pasar frente a las pantallas de sus ordenadores.

Felipe Cantos.
Escritor

03 diciembre 2010

Ahora sé por qué cantan los pájaros enjaulados.

Si la justicia no reina con un imperio absoluto, la libertad no es más que un nombre vano.

Hace más de treinta años llegó a mis manos la novela que escribiera Maya Angelou, activista destacada del movimiento feminista en Estados Unidos en los años cincuenta.
En su momento, la novela, cuyo título me he permitido “plagiar” fue literalmente devorada por mi instinto de lector. Aunque no logró marcar un hito en mi particular gusto literario. Sea como fuere, confío en que, cuanto menos, pueda haberse conservado un ejemplar en el Cementerio de los libros, de Ruiz Zafón.
El libro de Maya Angelou pretende recoger las experiencias de quienes viviendo presuntamente en libertad, se ven atados a sus circunstancias, de tal manera que les impiden ser verdaderamente libres.
No se trataba tanto del drama que supone el encierro tras los barrotes de unas inocentes aves, y que pese a ello aún canten, sino adónde puede conducirnos el ligero esbozo del horror que esconde la terrible falta de libertad del hombre común, en su diario devenir y, lo más terrible, la gran ignorancia que de ello, él mismo, muestra.
La dura realidad, pese a tener muy en cuenta las evidentes diferencias entre Oriente y Occidente, es que el hombre, a ambos lados de la línea, se encuentra igual de enjaulado frente a los miserables poderes que lo gobiernan.
Durante siglos, determinadas castas de comunes se han ido erigiendo en nuestros salvadores y autodenominándose de diversas maneras en cuantas lenguas nos son conocidas – políticos, religiosos, científicos, juristas y otros tantos no menos dañinos – irrumpieron sibilinamente en el devenir del resto de sus conciudadanos para, de manera miserable, transformar a la sociedad en aborregados seres, incapaces, por exceso o por defecto, de recuperar las riendas de su propias vidas.
Tal es la vileza de estos grupos, de poderosa y, prácticamente, indestructibles estructuras que resulta una quimera pretender denunciar y aún menos corregir los "aparatosos errores", generalmente intencionados, cometidos por ellos.
La lamentable realidad es que durante siglos, como una tela de araña, han ido extendiendo su maléfica influencia, hasta controlar la mayor parte de nuestra sociedad, presentándose, sibilinamente, como los salvadores; cuando la cruda realidad es que son los causantes de la mayoría de los problemas.
Nadie cuestiona que se precisen personas que nos representen, de acuerdo a los tres poderes que en su día enunciara Montesquieu – el legislativo, el ejecutivo y el judicial – de manera razonable, coherente y, especialmente, honrada.
Pero los hechos demuestran que nada más lejos de esa necesaria realidad. El bochornoso y repugnante espectáculo que diariamente nos vemos obligados a presenciar, ha conseguido traspasar los límites de las conciencias más tolerantes e, incluso, libertinas.
No es posible que quienes deberían ser modelo de comportamiento frente al resto de sus conciudadanos, se conviertan, por mor de su cargo, ya sea político, judicial, o de otro orden, en el centro de sus críticas y quejas. Eso sí, inútiles ambas.
Admitiendo que con toda seguridad el mal se encuentra enquistado en cualquier sociedad representativa de eso que hemos dado en llamar el occidente democrático, no puedo por menos que circunscribir de manera concreta mi análisis a España.
La razón es muy simple. Aunque llevo más de 20 año residiendo fuera de España y tengo una razonable idea de lo que sucede en los países de su entorno, y que a decir verdad no dista demasiado de lo aquí expresado, es en esta, de manera directa, en la que he obtenido las vivencias personales que me permiten poder expresarme como lo hago.
Las castas que en los últimos decenios han pasado a controlar nuestras vidas, convirtiéndonos en los “pájaros enjaulados” de Maya Angelou, campan a sus anchas sin que jurisdicción alguna ponga veto a sus desatinos.
De manera muy especial, dos de estas castas, la política, secundada indecentemente por la judicial, han logrado controlar de manera tal la conciencia del ciudadano común que, a duras penas, este es capaz de poder discernir con claridad entre un acto de generosidad y una barbarie, realizados por ellas.
Soy consciente de que la responsabilidad de tal situación es, en principio, del propio interesado. Pero no es menos cierto que todo, finalmente, se circunscribe a una cuestión de cultura.
La carencia de una mínima formación intelectual, es el material con el que las nefastas castas construyen los barrotes que consiguen encerrar a esas mayoría que, pese a denominarse silenciosa, canta tras ellos, como los pájaros de Maya Angelou.

Felipe Cantos, escritor.

17 junio 2010

Los hombres de verde.


Ahora, más que nunca, todos estamos obligados a ser el centro del equilibrio.

Hace unos días, viajando en compañía de Irina, una de mis pequeñas hijas, me vi atrapado en la conversación más controvertida con la que en los últimos tiempos me ha tocado bregar.
Mientras devorábamos cientos de kilómetros recorriendo las autopistas francesas, atravesando grandes extensiones de bosques verdes e impresionantes praderas de variados y atractivos colores, ella me exponía, imagino que fuertemente influenciada por las “lecciones” que con frecuencia recibe en su escuela, lo lamentable que estaba resultando para el propio hombre su desleal comportamiento con la naturaleza.
Sostenía, a sus poco más de 10 años, que en no demasiado tiempo el hombre acabará con esos escasos bosques y, como es natural, con los grandes beneficios que de ellos obtiene. Evidentemente, como reza la teoría oficial extendida a lo largo y ancho de este mundo, a cambio de tan desleal comportamiento, el hombre, provocará una terrible desertización que perjudicará de manera irreversible a las futuras generaciones.
Lo cierto es que, como les apuntaba al inicio de este pequeño texto, la conversación, interesante por demás, no resultaba nada cómoda, ya que si bien estaba, y estoy, de acuerdo en que el hombre está actuando de manera ciertamente irresponsable con el medio ambiente, provocando en él cambios que en nada le beneficiarán, no es menos cierto que una determinada clase política, de inclinación claramente de izquierdas, nos está tratando de vender su nueva ideología – la antigua fue muriendo hasta firmarse su defunción a partir de la caída del muro de Berlín – envuelta en un catastrofismo a todas luces tendencioso e interesadamente desproporcionado.
La pequeña Irina, en su razonablemente limitada información, se apoyaba en los tópicos hartamente conocidos, que se imparten actualmente en la práctica totalidad de las escuelas del mundo occidental, inmerso en la progresía.
Ciertamente que el hombre, en su evolución en busca del progreso – no confundir con la progresía – y el bienestar para el mayor numero posible de habitantes de este castigado planeta, ha transgredido importantes reglas de juego en su comportamiento con el medio ambiente. Pero lo que parecen olvidar los agoreros de “la causa”, los profesionales de la catástrofe y el caos - del que, por cierto, obtienen jugosos beneficios personales - es que, el hombre, con su acción, presuntamente denigratoria para el medio ambiente, ha contribuido a que millones de personas se hayan visto beneficiadas de manera evidente en su nivel de vida, en su salud, en su vivienda, en su alimentación y en una larga lista de otras necesidades racionalmente cubiertas.
Es incuestionable que hemos de tratar al medio ambiente de manera lo más delicada posible. Entre otras razones, porque nosotros mismos, como seres vivos, formamos parte de ese todo que conocemos como naturaleza. Sin embargo, los vendedores de catástrofes, los chamanes del mal, no deberían olvidar que desde que el hombre puso el pie sobre la tierra esta ha sabido adaptarse a él, del mismo modo que él lo ha hecho con/y en ella.
Los que tratan de convencernos, a los que aún reflexionamos mínimamente – de esa mayoría aborregada mejor no hablar – de que no hay otro camino que el de la inviolabilidad de cualquier fuente, o ente natural para no continuar con su “imparable deterioro”, deberían recordar que desde la noche de los tiempos, el hombre, pese a haber estado irrumpiendo de manera constante en la evolución natural del medio ambiente, la naturaleza ha sabido adaptarse y aceptar esas irrupciones.
Igualmente deberían tener muy en cuenta que no es la misma percepción la que podría tener el hombre sobre el estado de la naturaleza hace, digamos, cinco mil años, que el que viviera hace quinientos años, el que lo analizara desde la distancia de los cincuenta años o, no digamos ya, el que pudiera hacerlo desde la óptica de los últimos cinco años.
En cada uno de esos periodos o épocas, el hombre, de un modo u otro, ha manifestado sus temores sobre el deterioro del medio en que vivía. Pero, con toda seguridad, ese mismo hombre colocado en cada uno de los periodos citados no echaría de menos las grandes selvas del Paleolítico; los inacabados bosques del medioevo; o las razonables arboledas y parques cuidadosamente atendidos de estos últimos siglos.
No cabe duda alguna de que cuando extrapolamos una situación más allá de un tiempo prudencial, o a un entorno radicalmente opuesto, es nuestro deseo, o corta visión, la que provoca la alarma sobre una previsible situación que, a buen seguro, le parecerá una anécdota al personaje que realmente vivirá aquel momento.
No es la realidad tangible de ese previsible momento, sino, nuestra visión de hoy la que nos hace pensar en la catástrofe de mañana, olvidando que el hombre del mañana tendrá adquiridos unos hábitos, una visión de la situación paulatina y claramente adaptada al momento que le ha tocado vivir.
A poco que hagamos uso de nuestra memoria y reflexionemos, nadie se sorprende, ni se preocupa de no ver pasar cada mañana los rebaños que, conducidos por los trashumantes, antaño pasaban por la cañada frente a la que hoy se encuentra construida su vivienda.
Tampoco, cuando realiza una excursión, lamenta o echa de menos la ausencia de cientos de conejos, de liebres e, incluso, de variadas especies de animales más o menos salvajes, libres por las praderas.
Salvo a algunos obsesivos nostálgicos, raramente he escuchado lamentarse a nadie de la ausencia de vacas, caballos, bueyes y otras especies similares, en las cercanías de sus casas. Más bien, todo lo contrario. Excuso decirles si en estos ejemplos incluimos animales salvajes evidentemente peligrosos. Y ello, aún a riego de que nuestros niños deban verlos en pequeñas granjas, en ocasiones experimentales.
No podemos olvidar que la primera obligación natural e instintiva del ser humano es la de la supervivencia. De manera que si este no hubiera sido capaz de adaptar y adaptarse al medio, excuso decirles lo que ello hubiera supuesto para todos nosotros.
Debería ser innecesario señalar que si retrotrayéndonos a nuestro pasado más lejano el hombre hubiera escuchado y seguido las pautas marcadas, hoy, por nuestros “hombres de verde”, con toda seguridad ni ellos podrían en estos momentos machacarnos constantemente con sus mensajes catastrofistas, ni yo estar escribiendo estas líneas.
Puede que sea una pena, visto desde la perspectiva del hombre actual. Pero, no nos engañemos, para bien o para mal la evolución del hombre, y por ende la de la naturaleza en la que vive inmerso, son imparables. Y como se ha demostrado a lo largo de la historia, sólo cabe una posibilidad. Que en esa evolución se produzca la mayor y mejor adaptación, en una fusión menos traumática entre el hombre y la naturaleza. Sea esta del color y la forma que sea.
Nada importará si ambos, entre grandes extensiones de bosques, desiertos inacabables o estructuras de cemento, son capaces de convivir.
Sólo a ese hombre que en cada momento es capaz de comprender el medio natural en el que vive compete su análisis y su adaptación a él. El planteamiento, sorprendentemente siempre catastrofista, de cualquier otra alternativa, retrospectivamente conservadora o extremadamente futurista, serán ganas de perder el tiempo, del mismo modo que lo haríamos si nos dedicáramos a discutir sobre el sexo de los ángeles.

Felipe Cantos, escritor.

24 marzo 2010

¿Por que lo toleramos?


La tolerancia es la virtud del débil. Donatien Alphonse François, Marques de Sade.

El nivel de la casta política en general y de la española en particular ha alcanzado tal grado de denigración que no cabe otra alternativa que preguntarse por qué toleramos semejante situación.
Es muy difícil entender por qué una sociedad que presume de haber alcanzado la madurez democrática, permite a quienes deberían sentirse, cuanto menos, honrados de haber sido elegidos como representantes de esta, lejos de servirla, servirse de ella.
¿Por qué toleramos que quienes tienen el sacrosanto deber de administrar serenamente el poder que se les otorga, poniendo orden y concierto en la sociedad que les ha elegido, sean los primeros en incumplir las reglas de juego?
¿Por qué toleramos que apenas alcanzan el poder lo primero que hacen es cubrirse de privilegios y prebendas en cantidades y volúmenes que jamás obtendrían desarrollando un trabajo honrado?
¿Por qué no reaccionamos frente a la grotesca manera de protegerse, incluso ante la administración de justicia, preparando leyes que les hacen, prácticamente, intocables – incluido el personaje que representa las más altas instancias – valiéndose de artimañas y subterfugios como, entre otros, los famosos suplicatorios o, verbigracia, apelando a una intangible responsabilidad política que a nada conduce finalmente; en vez de, como cualquier ciudadano, respondan clara y directamente ante los tribunales por sus, entre otras, descaradas malversaciones, despreciables tráficos de influencias, múltiples estafas y un sin fin de variados delitos recogidos plenamente en el código penal?
En cuantas ocasiones, politiquillos de tres al cuarto, impresentables personajes de la política, en algunos casos de dudosa reputación, sino claramente delincuentes, cuyo escaso nivel intelectual ha sido obtenido exclusivamente a través de sus cargos políticos, nos obligan, apoyándose en sus “gorilas”, a cederles el sitio en cualquier situación normal, como pueda ser un ascensor, en el trafico, en un espectáculo y otros lugares similares.
¿Por qué hemos de tolerar que quienes son elegidos para servir a la comunidad, y les pagamos por ello, lejos de cumplir con su obligación de una manera sencilla y cordial, pretenden que se les rinda pleitesía, obligándonos a apartarnos como apestados en cuando aparecen?
No es difícil encontrarse en las instituciones nacionales, o supranacionales, a individuos como el mismísimo Alfredo P. Rubalcaba - y otros de igual o peor calaña - cuyo pobre y mediocre aspecto provocaría sino la desconfianza cuanto menos la hilaridad, arrollando a su paso, junto con sus matones oficiales, a cuanto ciudadano se cruza en su camino, incluso condicionando y bloqueando la subida o bajada de un ascensor, hasta que el "señor" se encuentre en el lugar al que se dirige.
¿Por qué cuando gastan, despilfarran, dilapidan el dinero del contribuyente, del que gran parte va a sus bolsillos de manera directa, jamás tienen responsabilidad alguna, ni civil ni penal, como sería el caso de cualquier administrador del mas pequeño ente empresarial, o familiar?
¿Por qué les toleramos utilizar nuestros impuestos para favorecer a aquellas minorías que les permitirán de una forma desvergonzada mantenerse en el poder todo el tiempo posible, realizando componendas y operaciones que, en demasiadas ocasiones, rayan en el lícito penal?
¿Por qué cuando hablan de situaciones críticas, o de realizar cualquier reforma fiscal o administrativa, incluso aceptando que pueda ser necesaria – como planes de empleo, desempleo, jubilaciones y otros - siempre acaban afectando estas de una manera negativa al ciudadano común, y jamás a ellos mismos; además de, con el descaro más absoluto, burlarse del ciudadano aumentándose las cuotas, que pagamos nosotros, y acortando los plazos para recibir los beneficios, en una clara ventaja, mínima, de diez a uno sobre el contribuyente?
¿Por qué toleramos, una y otra vez, que de manera tan grosera se nos tome el pelo con historias “para no dormir” como la capa de ozono, el calentamiento global y otras demostradas sandeces, incluida las histéricas sobre la salud, como la última “hazaña” de la gripe A, si todas y cada una de ellas van encaminadas a la obtención de pingues beneficios?
¿Por qué toleramos que nos manipulen de manera tan descarada, creando “instituciones” políticas, que lejos de cumplir un fin social se convierten en máquinas de obtener votos, sin que el ciudadano tenga siquiera la mínima posibilidad de acercamiento ni control, salvo que se declare incondicional de la “secta”?
¿Por qué toleramos que gentes con una formación tan deficiente que a duras penas lograría ser ordenanza en cualquier entidad de cierto nivel, e incapaz de poner orden en sus propias vidas y familias - Zapatero y las góticas - se conviertan de facto en dirigentes y administradores de nuestra vidas y haciendas?
¿Por qué toleramos que frente a las evidencias palpables de grandes patrimonios de decenas de millones de euros, se permitan el lujo de realizar declaraciones públicas, o frente a Hacienda, de unos cuantos cientos o miles de euros?
¿Por qué toleramos, pese a las claras demostraciones de una gestión catastrófica y perversa, sino delictiva, que determinados impresentables continúen en el poder, por el “simple hecho” de haber sido equivocadamente elegidos en su momento.
¿Qué clase de adormidera nos han suministrado, o nos están suministrando que lo que sería imposible de entender en el entorno de una sociedad de personas apolíticas, escandalizando al más indolente de los pasotas, sea visto como algo normal cuando se trata de esta casta, de estos sujetos aferrados al poder de manera tan visceral?
No hay duda alguna que entre las dictaduras por golpes de estados y las que se producen por la “dictadura del voto” hay, en principio, enorme diferencia teóricas, innecesarias de explicar. Pero cuando esta última – la del voto - se convierte un problema enquistado, en el que el ciudadano no tiene posibilidad alguna de defensa, estas llegan a asemejarse de tal manera que resulta difícil de diferenciarlas.
Al fin y a la postre, todas y cada una de ellas tienen sus adeptos y sus detractores. No son menos ni mejores los incondicionales obligados, los beneficiados por un régimen de paniaguados y pesebreros, como el creado por el “régimen” de Zapatero; que los que en cada momento de la historia sostienen, apoyan y jalean regímenes dictatoriales como, por ejemplo, los Castro en Cuba, los Chaves en Venezuela, y otros más de tristes recuerdos.
Puede, en el caso de la “dictadura del voto”, que los políticos afectados precisen más temprano que tarde un juez o, incluso, un confesor. Pero nosotros, los votantes, sin duda que preciamos con toda urgencia un psiquiatra. De otro modo no se entiende nuestro comportamiento.
En cualquiera de los casos, la pregunta final y repetitiva hasta la saciedad es ¿por qué lo toleramos?

Felipe Cantos, escritor.


12 marzo 2010

El clan de la ceja y sus “intelectuales de pacotilla”.


La miseria del pueblo español, la gran miseria moral, está en su chabacana sensibilidad… Ramón María del Valle-Inclán.

¿Por qué aceptamos e, incluso, consideramos como intelectuales a quienes abierta, constante y conscientemente infringen las más elementales normas de decencia intelectual?
Las declaraciones sobre la muerte del disidente cubano Orlando Zapata, realizadas por el actor a tiempo parcial y payaso el resto, Willy Toledo, avaladas - ¡faltaría más! - por el clan de la ceja que capitanea con indiscutible estilo fashion el sempiterno muso de la progresía, “Miguelito” Bosé, y de las que con facilidad podría desprenderse que ha sido merecida, ponen al descubierto la calaña de este sujeto y el de la secta que lo cobija.
En multitud de ocasiones me he preguntado dónde está la gracia de personajes como estos cuando de actuar se trata. Ahora, en la interpretación de su mejor personaje - él mismo – descubrimos que tiene aun menos gracia que la que dudamos en concederle en sus trabajos como presumible actor.
Cuestionarse simplemente la autenticidad de las razones que han llevado a la muerte a Orlando Zapata es de una miseria tan grande que ni él mismo – Willy Toledo - sería capaz de expresar en iguales términos, si se hubiera tratado de un asesino múltiple, convicto y confeso, encerrado en el corredor de la muerte de cualquier cárcel.
Su incomprensible sectarismo, de una falta de rigor inadmisible y despreciable, lo colocan, por méritos propios, junto con su secta, en un lugar privilegiado del ranking de las infamias.
Hace algún tiempo, en esta misma sección publicaba otro artículo en el que me preguntaba como era posible que compositores y cantantes con la sensibilidad a flor de piel – a la que indudablemente hemos de concederle grandes dosis de inteligencia - como por ejemplo, Víctor Manuel o el mismísimo Joan Manuel Serrat, capaces de crear composiciones como las suyas, podían dejarse enmarcar junto a gente tan zafia como el tal Willy, o de una pretendida originalidad a todas luces incomprensible como la del ínclito Miguel Bosé.
Aun sin respuesta, pero en la certeza de que, en el caso de estos sujetos, el alma y su alter ego, el corazón, no entiende de razones del hígado, y de manera especial del bolsillo, hoy me ratifico en mi pregunta. No hay ideología ni inteligencia, salvo por razones crematísticas, que justifique las aberraciones que estos individuos defienden.
Por ello, convencido de que de poco o nada serviría insistirles en lo lamentable de su error, no cabe más que felicitarles.
Felicidades Willy, “Miguelito” y compañia. No cabe duda que a fuerza de autoconvenceros, sabe Dios por qué obscenos intereses - o sí -, sin documentación ni argumentación que lo justifique, es posible mantenerse en la más miserable y falsa de las posiciones.
La pena y con toda seguridad la pregunta que cualquier persona en su sano juicio se hace, o debería hacerse, es por qué ante personajes de esta calaña aún existen seguidores, en su jerga “fans”, que los apoyan y siguen, sin importarles lo que todos y cada uno de ellos representan en la sociedad como “personas”.
Puedo entender que sus cerebros no den para más. Pero, ¿sus estómagos tampoco?

Felipe Cantos, escritor.

05 marzo 2010

Pasen y vean, señores… pasen y vean.



No existe nada que impida más ver la realidad y ciegue más la mente - y la vista - que un sectarismo fanático.

Bajo la impresionante carpa que da cobijo a las tres pistas, el espectáculo comienza con la más clásica de las ceremonias. El vendedor de ilusiones, incansable charlatán, se esfuerza por hacer llegar su voz a la multitud en un intento de recuperar su atención.
Tres fuertes haces de luces provenientes, naturalmente, de la parte superior izquierda, caen sobre el personaje dándole un aspecto casi sobrenatural y resaltando de manera extraordinaria el fuerte color, cómo no, rojo, emanado del aparatoso sombrero de copa que cubre su cabeza. El tronco y sus piernas, hasta la parte inferior de sus muslos, son cubiertos por una casaca tres cuartos, también, cómo no, de un llamativo color rojo. Su deformada figura, que recuerda a un alto y desgarbado Nosferatu a punto de introducirse a la puesta de sol en el ataúd, queda nítidamente definida por unas espectaculares botas de campaña en las que se pierde un negro y bien planchado pantalón bombacho.
El sujeto en cuestión no desentonaría del resto de estrafalarios personajes – piernas-largas, payasos, cabezudos y similares - que como sombras pululan por las pistas, completando la imagen ferial. Pero un detalle en él, llama la atención de los espectadores: las aparatosas cejas que en un inconfundible y exagerado acento circunflejo adornan y protegen de la luz dos ojos de un muertecino color azul.
Pasen y vean, pasen y vean, insiste una y otra vez, quizá consciente del escaso interés que parece ya despertar en el respetable.
Atrapados por la insistencia del encorvado personaje y seducidos por la curiosidad, aquella que mató al gato, algunos deciden finalmente traspasar las lindes de la enigmática puerta, no sin antes pagar un alto peaje por ello. "Espero que merezca la pena", se escucha decir. "No le quepa la menor duda, caballero", les espeta la engolada voz el ínclito charlatán, escondiendo una sibilina, casi siniestra, sonrisa.
Tras caminar unos segundos en la más profunda oscuridad, los atrevidos curiosos desembocan en el interior de una tienda instalada en la primera de las pistas de la gigantesca carpa, en cuya parte superior del marco de la puerta puede leerse "Sala de los honores".
En un momento de indecisión, sienten sobre sus espaldas la presión de una huesuda mano que les introduce definitivamente en el interior de la tienda. Es el vendedor de ilusiones, el charlatán – rojo - ambulante, con su inconfundible sombrero y su impecable casaca. "Esto que ustedes verán, lo he logrado yo solito. Sin apenas ayuda de nadie". "Bueno, si he de ser sincero, continúa, más bien con la apatía, el desinterés y la indolencia de gran parte de los espectadores y la mayoría de mis colegas. "Pero, bueno, casi mejor, pretendió sentenciar. Ya conocen aquello de que si no colaboran, cuanto menos que no estorben".
Incapaces de reaccionar, los atrevidos curiosos no dan crédito a la imagen que ante sus ojos se ofrece. Sobre un sofá de los conocidos como venecianos, dos figuras fácilmente identificables con Almodóvar y Mac'Namara, se afanan en demostrar las numerosas cualidades que les adornan, como dominadores del "arte de la sodomía". A su alrededor, jaleándoles, un Zerolo cualquiera capitanea una turba de enfervorecidos fans del arte de los Dionisios que, como ejército en las fiestas de moros y cristianos, desfilan en círculo alrededor de sus ídolos, profiriendo gritos entusiastas, cuales "locas" descarriadas, en la celebración del mejor día del orgullo gay, y lésbico, naturalmente.
No bien finalizada la salida del último de los curiosos del impresentable antro, cuando se deja oír una enojada voz que pretende dejar las cosas claras. "Coño, por qué demonios no le cambian el nombre y en vez de honores le llaman horrores, a la jodía sala".
Unos metros mas allá del repugnante espectáculo, en la segunda pista, la central, un numeroso grupo de, lo que parecen, machos cabríos, de retorcidos y puntiagudos cuernos, elevados sobre una construcción a medio finalizar, que vagamente recuerda a la bíblica torre de Babel, se afanan en ponerse de acuerdo expresándose en diversas lenguas que poco o nada tienen en común. En un determinado momento, en que parece que la tensión se eleva, uno de los machos cabríos parece enojarse seriamente. "Joder, a ver si nos dejamos de capulladas y hablamos en cristiano, que aquí no hay Dios que se entienda, carajo".
Los desconcertados curiosos pueden escuchar a sus espaldas la engolada voz del rojo charlatán sacamuelas tratando de instar al grupo discordante a poner paz. "Tiene razón, Montillón. Bien está lo que está bien… para el personal, claro". Su sibilina sonrisa no tiene desperdicios. "Pero, hombre, aquí, y entre nosotros…". Con un aparente gesto de picardía dibujado en su amanerada boca, invita a los estupefactos visitantes a continuar con la visita.
Desplazado el grupo hasta la tercera y última de las pistas, encuentran en ella dos tiendas de características similares a las anteriores, pero de menor tamaño. Dada la dificultad para acoger en una sola a los visitantes, estos son divididos en dos grupos de modo que cada uno de ellos pueda alternar la visita. El primero se introduce en la carpa situada a la izquierda del centro de la pista. Sobre su puerta puede leerse en caracteres árabes, Alianza de Civilizaciones. "Esto promete", se escucha murmurar. “¿Por qué?", se interesa una segunda voz. "Supongo", interviene una tercera, obligando a detenerse por un momento al grupo para volver la mirada "que es por lo que pone sobre la puerta de la otra pequeña carpa": los intereses de las minorías mayoritarias.
Apenas pasados unos minutos cuando del interior de las dos carpas se escuchan sonidos tan contradictorios que provocan el desconcierto en ambos grupos. Del primero de ellos, el de la izquierda, las palabras, desagradables por demás, logran alcanzar en algunos momentos el calificativo de blasfemias. Del segundo, las risas y risotadas que se escuchan son tan aparatosas que podría decirse, sin temor a equivocarse, que alguien, en su interior, ha perdido el juicio.
Finalmente ambos grupos vuelven a coincidir en el pequeño espacio central que separa las carpas. Estos no pueden evitar interrogarse con la mirada. "Chicos" acaba por decir uno de los integrantes del grupo de la izquierda, con evidente signos de contrariedad: "Estos es indignante. Pues no pretende que comprendamos las bondades de eso que llama Alianza de Civilizaciones, mientras ultrajan todos nuestros principios y signos de nuestra civilización. Hasta había un tío parecido al presentador ese cheposo, si, hombre, el vestido de rojo, que se dedica a descolgar crucifijos y morderlos".
Uno de los curiosos que procedía de la segunda de las carpas, la de la derecha, apenas conteniendo la risa, acabó por decir: "Pues lamento lo escuchado. Pero no te preocupes, en cuanto te introduzcas en la otra carpa te aseguro que tu risa superará sin duda a tu mal humor".
Aun sin comprender bien el mensaje recibido y con serias dudas de que pueda haber algo que convierta su claro malestar en una simple sonrisa, el malhumorado visitante se introduce en la segunda de las carpas, seguido de sus habituales acompañantes. En los escasos treinta segundos en que sus ojos han podido captar algunas de las imágenes que se exhiben en el interior y leer algunos de los textos que ilustran estas, parte de los curiosos visitantes comienzan a exhibir abiertas sonrisas que acaban por convertirse en sonoras carcajadas que, como sucediera antes, traspasan las lindes del interior de la carpa. Otros no saben bien si unirse al coro de risas, o llorar.
Sobre pequeños altillos de madera, a modo de escenarios, se exhiben sin pudor algunos "personajes" que a la sombra del ínclito presentador de rojo, a quien en algún momento alguien llamó zp, se afanan en dar vida y carácter a la futura generación de seres alienados. Entre otros, y como modelos destacados, pueden identificarse sin dificultad a Rodolfo Chiquilicuatre y su banda de “elegantes damas”; El Koala con su Corrá “pa pá”; la mini-ministra Aido con su ministerio del aborto y del clítoris. En lugar preferente los más conocidos representantes del sindicato de la ceja muestran con orgullo su eterna pancarta en la que puede leerse: "zp, hermano, te damos la mano… con talón, claro".
A la salida de la carpa, rematando la pequeña muestra exhibida en su interior, un grupo de esperpénticos personajes, difíciles de ser ubicados en ningún lugar de la jungla urbana conocida, se desgañitan interpretando una canción que, salvo uno, el más joven de los visitantes, nadie es capaz de reconocer. “Son las legiones de progres, la guardia pretoriana de ese charlatán de presentador, conocido como zp”, comenta. “Les llaman la generación nini (ni estudio, ni trabajo), cantando su principal y único éxito. Vamos, su himno, Dame pan y llámame tonto”.
Los últimos visitantes que, desolados, abandonan la gigantesca carpa que cobija, entre otros, los tres penosos espectáculos exhibidos, no pueden evitar un escalofrío ante la muestra de repugnante vulgaridad e indecencia que domina todo el interior.
En la puerta, un personaje disfrazado de juez – o no - semejante al juez Garzón, distribuye sentencias que pueden ser adaptadas al gusto del consumidor. A su lado, con su rutinario cántico, el charlatán rojo continúa vendiendo su burda mercancía: pasen y vean señores,… pasen y vean.
Uno de los visitantes, curioso por demás, no puede evitar el preguntar. Oiga, ¿zp, no? Bien, zp, ¿cómo se llama este circo?
El ínclito personaje inicia su respuesta con una desagradable sonrisa, difícil de definir, Creo que se llamaba España. Pero ahora, sentencia, definiendo su sonrisa en un gesto burlonamente macabro, no sabría decirle. Dependerá de quién y para que lo pregunte.

Felipe Cantos, escritor.

01 enero 2010

OBRAS PUBLICADAS POR EL AUTOR


El diccionario mágico. (Novela de 200 páginas. Publicado en 2007).
Es una obra dirigida a un lector juvenil, bien redactada que da protagonismo a un libro con características sobrenaturales, que transforma por completo la vida del protagonista, Sascha, que lo encuentra por casualidad y se siente atraído hacia él, a pesar de su aversión por la letra impresa. Pasar las páginas sin tocarlas, viajar a cualquier lugar y disfrutar de aventuras extraordinarias, etc., pero siempre minimizando el riesgo para evitar que sus padres tomen conciencia de lo que está sucediendo.
El primer viaje lo hace en solitario, tomando las palabras necesarias de una ubicación exacta del maravilloso diccionario. Pero tal empresa exige numerosos requisitos de imprevisibles consecuencias, normas que implican cambios relacionados con el lugar de origen y el de llegada, factores que pueden alterar el rumbo de la historia, etc. El primer intento resultó ser un sonoro fracaso… O no, porque, de repente, el sillón sobre el que está sentado nuestro protagonista, se dirige con amabilidad a él, ofreciéndose como medio de transporte allá donde Sascha quiera ir.
Además de un libro juvenil, Diccionario mágico es una novela de aventuras, de sorpresas, un recorrido minucioso por parajes con los que sólo soñamos, un retrato del valor y la adversidad. Pero todo tiene un precio, porque este libro esconde muchos más misterios de los que el lector puede entrever a priori.
Felipe Cantos consigue imprimir un ritmo adecuado a la trama que engancha desde el principio. Con una imaginación sorprendente, nos arranca de nuestro sillón con la misma facilidad que Michael Ende en su vanagloriada Historia Interminable, libro con rasgos similares a éste, aunque mejor resuelto. Es, por lo tanto, un libro dirigido a un público que degusta estos manjares donde magia, poderes mágicos, sorpresa, malos y buenos, etc., forman los ingredientes de un suculento almuerzo de letras.


Marionetas de Dios. (Novela de 400 páginas)

La dinastía Báthory, legendaria familia enraizada en los Carpatos, controla las tierras de la Rumania más conocida en el siglo XIII – Valaquia, Moldavia y Transilvania – rigiendo los destinos de sus habitantes con una sanguinaria tiranía. El culto al diablo, con ritos sangrientos, domina todas las esferas del poder, encabezado por Erzsébet Báthory – la Condesa Sangrienta – y aceptado por la práctica totalidad del resto de los integrantes de la cruel familia, a excepción de su sobrino Alessandro Báthory.Vlad Tepes, insigne guerrero e inigualable estadista, quien siglos después inspiraría, injustamente, el personaje central de la novela de Bram Stoker, Drácula, liberará a Alessandro Báthory, treinta años después, del cautiverio al que fuera sometido en el castillo de Bran (Transilvania) por la perversa Erzsébet Báthory, dando lugar al nacimiento de una nueva dinastía Báthory/Batori que recorrerá los momentos y entroncará con los personajes más significativos de la historia de Europa hasta nuestros días. Los descendientes de Alessandro Báthory, siglos después, ayudados por los poderes ocultos que controlan los hilos que mueven el mundo, conseguirán, apoyados en unas justas reclamaciones de derechos dinásticos, colocar a la Unión Europea en estado de dinamitación, y al resto de las principales potencias en situación de guerra latente, la III.Sólo la existencia de un simple documento en poder de un discreto profesor de historia, Raúl Cifuentes, protagonista involuntario, podrá detener la terrible situación que se cierne sobre el futuro de la Unión Europea, y del mundo.A través de este relato apócrifo de la historia de una dinastía europea, aunque influyente poco conocida, y apoyado en hechos y personajes reales, el autor nos adentra en los entresijos de un mundo que, trabajando desde la clandestinidad que permiten las sombras, pone al descubierto el constante peligro al que los “Juan Nadie”, o “Raúl Cifuentes”, es decir la casi totalidad de la humanidad, estamos sometidos por los “dioses” que mueven los hilos del mundo.


Esa difícil convivencia. (Novela de 208 páginas. Publicado en 2003).
Divertida parodia de las nuevas situaciones creadas a raíz del acordado cambio de rol en el seno familiar. En clave de humor, ternura e ironía el relato recoge las peripecias de Ernesto y Sophie, sólido matrimonio de clase media alta al más tradicional estilo. Él, empresario de reconocido éxito y, ella, licenciada universitaria, en dique seco, y “brillante” ama de casa, cansados de escucharse los mutuos reproches sobre las bondades de los recíprocos papeles que les ha tocado interpretar en la sociedad en la que se hallan inmersos, deciden aceptar el reto de cambiarlos.


Mar de brumas. /Más allá de la eterna paz. (Novela de 366 páginas. Publicada en 2001).

El noble anciano, más conocido como “el anciano monarca”, ha alcanzado un merecido reconocimiento como intelectual. Camino de su centenario tratará de encontrar la inspiración para la que él considera su última novela. En un vano intento de recordar su pasado, pasará revista a todo lo que ha sido su vida durante casi un siglo. Su intención es alejarse de la realización de un texto autobiográfico. Sin embargo, el “anciano monarca” no podrá evitar verse arrastrado de lleno en un extraño relato en el que se convertirá en el personaje central del mismo. Desde el primer instante en el que inicia el recorrido por las diversas etapas de su pasado, descubrirá horrorizado como este se ha convertido en una terrible nebulosa en donde se confunden la realidad y la ficción, con perturbadora facilidad.Las dificultades a las que debe enfrentarse para poder separar las distintas versiones que en la vida de todo ser humano se desarrollan a lo largo de su existencia – lo que realmente somos y lo que nos hubiera gustado ser – se convierten en un muro infranqueable para él. La confusión en la mente del “anciano monarca”es tal que no logrará separar la realidad de la ficción. Esta última, ayudada por sus deseos y sueños más arraigados en su ser se hará fuerte en su memoria, provocando con ella la aparición y el enfrentamiento de dos personajes contradictorios en sus nacimientos, pero convergentes y semejantes hasta ser confundidos físicamente.El literario relato, esta aderezado con interesantes apuntes de la historia más siniestra y misteriosa de nuestra vieja Europa y de retazos de evocadores y poéticos momentos, desarrollados en diferentes puntos del viejo continente – España, Rumanía, Italia, Rusia y Bélgica- . Con toda seguridad las situaciones en las que nos hemos encontrado muchos de nosotros, en ocasiones sin ser plenamente conscientes de ello, no se diferenciarán demasiado de las que se describen en el presente relato.


Con la venia, señoría. (Novela de 592 páginas. Publicada en 1998).

“Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno”. Esta frase, de Jorge Luis Borges, se convierte en el santo y seña de Fermín Santos, protagonista sobre el que gira esta historia, escrita sobre la base de hechos y personajes reales. El autor se adentra en la difícil tarea de encontrar respuestas a las razones que impulsan al protagonista a comportarse de manera dispar y, en ocasiones, distante de sus propias convicciones. Los eternos valores morales sobre la vida y la muerte, directamente enfrentados con valores tan materiales como la propiedad privada y las finanzas bancarias son consolidados mediante la representación del bien y del mal y encarnados, según su juego, en todos y cada uno de los personajes que deambulan, con mayor o menor fortuna, a lo largo de la novela y centrados de manera singular en dos de ellos: Yasmina y Kuya.Tres son los elementos principales que el autor maneja como base de la narración: El Amor, como indiscutible sentimiento capaz de conseguir mover y conmover al ser humano y que este realice lo que por otras motivaciones jamás sería capaz. La justicia, virtud de escaso relieve y concepto desgraciadamente abstracto y que tan fácilmente es hoy desplazado y sustituido por otros valores de intereses, aunque injustos, más deseados por el hombre. La venganza, indiscutible sensación de satisfacción, como compensación de una injusticia mal reparada. Los tres son la piedra angular que dan vida a la presente obra en la que, con toda seguridad, el lector se verá en más de una ocasión claramente reflejado.


La inJusticia en España. (Ensayo de 192 páginas. Publicado en 1996).

Se trata de un análisis pragmático, práctico y racional -no jurídico ni técnico - de la traumática situación en la que se encuentra la Administración de la Justicia Española.Esta obra, distanciándose de los espectaculares asuntos judiciales que llamaron, o llaman la atención en cada momento – Banesto; Gal; Filesa; Kio; Gescartera y otros similares – aunque importantes, escasos, racionaliza y sintetiza los graves problemas que aquejan a la Administración de Justicia en España, y perjudican de manera tan ostensible a la totalidad de los españoles, en cuatro grandes defectos: Lenta, cara, ineficaz e irresponsable. Con ella, no se pretende enseñar leyes a nadie. Pero sí ser una contundente denuncia de la caótica situación en que se encuentra; de las razones que los inspiran y de los verdaderos culpables – sus señorías: los magistrados y los jueces – que las generan y las fomentan, sin que ello, necesariamente, signifique mala fe, o prevaricación, sino, el desconocimiento más absoluto e, incluso, la estupidez. Hoy, lamentablemente en los grandes asuntos que nos afectan a todos, hay que tener muy en cuenta, incluso, la inclinación política de estos profesionales. Un juez puede arruinar de por vida a una empresa, a una familia, o a un particular con sus errores, intencionados o no, siendo su riesgo, a lo más, una llamada de atención, una anecdótica sanción y, tal vez, un tirón de oreja.