05 marzo 2010

Pasen y vean, señores… pasen y vean.



No existe nada que impida más ver la realidad y ciegue más la mente - y la vista - que un sectarismo fanático.

Bajo la impresionante carpa que da cobijo a las tres pistas, el espectáculo comienza con la más clásica de las ceremonias. El vendedor de ilusiones, incansable charlatán, se esfuerza por hacer llegar su voz a la multitud en un intento de recuperar su atención.
Tres fuertes haces de luces provenientes, naturalmente, de la parte superior izquierda, caen sobre el personaje dándole un aspecto casi sobrenatural y resaltando de manera extraordinaria el fuerte color, cómo no, rojo, emanado del aparatoso sombrero de copa que cubre su cabeza. El tronco y sus piernas, hasta la parte inferior de sus muslos, son cubiertos por una casaca tres cuartos, también, cómo no, de un llamativo color rojo. Su deformada figura, que recuerda a un alto y desgarbado Nosferatu a punto de introducirse a la puesta de sol en el ataúd, queda nítidamente definida por unas espectaculares botas de campaña en las que se pierde un negro y bien planchado pantalón bombacho.
El sujeto en cuestión no desentonaría del resto de estrafalarios personajes – piernas-largas, payasos, cabezudos y similares - que como sombras pululan por las pistas, completando la imagen ferial. Pero un detalle en él, llama la atención de los espectadores: las aparatosas cejas que en un inconfundible y exagerado acento circunflejo adornan y protegen de la luz dos ojos de un muertecino color azul.
Pasen y vean, pasen y vean, insiste una y otra vez, quizá consciente del escaso interés que parece ya despertar en el respetable.
Atrapados por la insistencia del encorvado personaje y seducidos por la curiosidad, aquella que mató al gato, algunos deciden finalmente traspasar las lindes de la enigmática puerta, no sin antes pagar un alto peaje por ello. "Espero que merezca la pena", se escucha decir. "No le quepa la menor duda, caballero", les espeta la engolada voz el ínclito charlatán, escondiendo una sibilina, casi siniestra, sonrisa.
Tras caminar unos segundos en la más profunda oscuridad, los atrevidos curiosos desembocan en el interior de una tienda instalada en la primera de las pistas de la gigantesca carpa, en cuya parte superior del marco de la puerta puede leerse "Sala de los honores".
En un momento de indecisión, sienten sobre sus espaldas la presión de una huesuda mano que les introduce definitivamente en el interior de la tienda. Es el vendedor de ilusiones, el charlatán – rojo - ambulante, con su inconfundible sombrero y su impecable casaca. "Esto que ustedes verán, lo he logrado yo solito. Sin apenas ayuda de nadie". "Bueno, si he de ser sincero, continúa, más bien con la apatía, el desinterés y la indolencia de gran parte de los espectadores y la mayoría de mis colegas. "Pero, bueno, casi mejor, pretendió sentenciar. Ya conocen aquello de que si no colaboran, cuanto menos que no estorben".
Incapaces de reaccionar, los atrevidos curiosos no dan crédito a la imagen que ante sus ojos se ofrece. Sobre un sofá de los conocidos como venecianos, dos figuras fácilmente identificables con Almodóvar y Mac'Namara, se afanan en demostrar las numerosas cualidades que les adornan, como dominadores del "arte de la sodomía". A su alrededor, jaleándoles, un Zerolo cualquiera capitanea una turba de enfervorecidos fans del arte de los Dionisios que, como ejército en las fiestas de moros y cristianos, desfilan en círculo alrededor de sus ídolos, profiriendo gritos entusiastas, cuales "locas" descarriadas, en la celebración del mejor día del orgullo gay, y lésbico, naturalmente.
No bien finalizada la salida del último de los curiosos del impresentable antro, cuando se deja oír una enojada voz que pretende dejar las cosas claras. "Coño, por qué demonios no le cambian el nombre y en vez de honores le llaman horrores, a la jodía sala".
Unos metros mas allá del repugnante espectáculo, en la segunda pista, la central, un numeroso grupo de, lo que parecen, machos cabríos, de retorcidos y puntiagudos cuernos, elevados sobre una construcción a medio finalizar, que vagamente recuerda a la bíblica torre de Babel, se afanan en ponerse de acuerdo expresándose en diversas lenguas que poco o nada tienen en común. En un determinado momento, en que parece que la tensión se eleva, uno de los machos cabríos parece enojarse seriamente. "Joder, a ver si nos dejamos de capulladas y hablamos en cristiano, que aquí no hay Dios que se entienda, carajo".
Los desconcertados curiosos pueden escuchar a sus espaldas la engolada voz del rojo charlatán sacamuelas tratando de instar al grupo discordante a poner paz. "Tiene razón, Montillón. Bien está lo que está bien… para el personal, claro". Su sibilina sonrisa no tiene desperdicios. "Pero, hombre, aquí, y entre nosotros…". Con un aparente gesto de picardía dibujado en su amanerada boca, invita a los estupefactos visitantes a continuar con la visita.
Desplazado el grupo hasta la tercera y última de las pistas, encuentran en ella dos tiendas de características similares a las anteriores, pero de menor tamaño. Dada la dificultad para acoger en una sola a los visitantes, estos son divididos en dos grupos de modo que cada uno de ellos pueda alternar la visita. El primero se introduce en la carpa situada a la izquierda del centro de la pista. Sobre su puerta puede leerse en caracteres árabes, Alianza de Civilizaciones. "Esto promete", se escucha murmurar. “¿Por qué?", se interesa una segunda voz. "Supongo", interviene una tercera, obligando a detenerse por un momento al grupo para volver la mirada "que es por lo que pone sobre la puerta de la otra pequeña carpa": los intereses de las minorías mayoritarias.
Apenas pasados unos minutos cuando del interior de las dos carpas se escuchan sonidos tan contradictorios que provocan el desconcierto en ambos grupos. Del primero de ellos, el de la izquierda, las palabras, desagradables por demás, logran alcanzar en algunos momentos el calificativo de blasfemias. Del segundo, las risas y risotadas que se escuchan son tan aparatosas que podría decirse, sin temor a equivocarse, que alguien, en su interior, ha perdido el juicio.
Finalmente ambos grupos vuelven a coincidir en el pequeño espacio central que separa las carpas. Estos no pueden evitar interrogarse con la mirada. "Chicos" acaba por decir uno de los integrantes del grupo de la izquierda, con evidente signos de contrariedad: "Estos es indignante. Pues no pretende que comprendamos las bondades de eso que llama Alianza de Civilizaciones, mientras ultrajan todos nuestros principios y signos de nuestra civilización. Hasta había un tío parecido al presentador ese cheposo, si, hombre, el vestido de rojo, que se dedica a descolgar crucifijos y morderlos".
Uno de los curiosos que procedía de la segunda de las carpas, la de la derecha, apenas conteniendo la risa, acabó por decir: "Pues lamento lo escuchado. Pero no te preocupes, en cuanto te introduzcas en la otra carpa te aseguro que tu risa superará sin duda a tu mal humor".
Aun sin comprender bien el mensaje recibido y con serias dudas de que pueda haber algo que convierta su claro malestar en una simple sonrisa, el malhumorado visitante se introduce en la segunda de las carpas, seguido de sus habituales acompañantes. En los escasos treinta segundos en que sus ojos han podido captar algunas de las imágenes que se exhiben en el interior y leer algunos de los textos que ilustran estas, parte de los curiosos visitantes comienzan a exhibir abiertas sonrisas que acaban por convertirse en sonoras carcajadas que, como sucediera antes, traspasan las lindes del interior de la carpa. Otros no saben bien si unirse al coro de risas, o llorar.
Sobre pequeños altillos de madera, a modo de escenarios, se exhiben sin pudor algunos "personajes" que a la sombra del ínclito presentador de rojo, a quien en algún momento alguien llamó zp, se afanan en dar vida y carácter a la futura generación de seres alienados. Entre otros, y como modelos destacados, pueden identificarse sin dificultad a Rodolfo Chiquilicuatre y su banda de “elegantes damas”; El Koala con su Corrá “pa pá”; la mini-ministra Aido con su ministerio del aborto y del clítoris. En lugar preferente los más conocidos representantes del sindicato de la ceja muestran con orgullo su eterna pancarta en la que puede leerse: "zp, hermano, te damos la mano… con talón, claro".
A la salida de la carpa, rematando la pequeña muestra exhibida en su interior, un grupo de esperpénticos personajes, difíciles de ser ubicados en ningún lugar de la jungla urbana conocida, se desgañitan interpretando una canción que, salvo uno, el más joven de los visitantes, nadie es capaz de reconocer. “Son las legiones de progres, la guardia pretoriana de ese charlatán de presentador, conocido como zp”, comenta. “Les llaman la generación nini (ni estudio, ni trabajo), cantando su principal y único éxito. Vamos, su himno, Dame pan y llámame tonto”.
Los últimos visitantes que, desolados, abandonan la gigantesca carpa que cobija, entre otros, los tres penosos espectáculos exhibidos, no pueden evitar un escalofrío ante la muestra de repugnante vulgaridad e indecencia que domina todo el interior.
En la puerta, un personaje disfrazado de juez – o no - semejante al juez Garzón, distribuye sentencias que pueden ser adaptadas al gusto del consumidor. A su lado, con su rutinario cántico, el charlatán rojo continúa vendiendo su burda mercancía: pasen y vean señores,… pasen y vean.
Uno de los visitantes, curioso por demás, no puede evitar el preguntar. Oiga, ¿zp, no? Bien, zp, ¿cómo se llama este circo?
El ínclito personaje inicia su respuesta con una desagradable sonrisa, difícil de definir, Creo que se llamaba España. Pero ahora, sentencia, definiendo su sonrisa en un gesto burlonamente macabro, no sabría decirle. Dependerá de quién y para que lo pregunte.

Felipe Cantos, escritor.

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