25 noviembre 2008

La muerte de Dios.



Y por encima aún quedaba Dios. Miguel Delibes.

Es evidente que el actual inquilino del Planeta Azul recibe una implacable presión de todo cuanto se significa en su inevitable existencia en él.
Esta presión viene ejercida de manera especial por los “mercaderes de valores”, encarnados en esos medios de comunicación incapaces de alejarse jamás de “su verdad”.
El laicismo impuesto desde las más altas esferas del poder, en ocasiones conocido y, casi siempre, oculto en las sombras de la intriga y la manipulación, pero siempre a lomos de un peligroso relativismo, ha conseguido, horadando en el interior del ser humano, minar seriamente sus valores. Especialmente en las jóvenes generaciones.
Aquellos que carentes de valores eternos y creencias solidificadas durante siglos por sus antepasados, hoy son pasto de cualquier burdo vendedor de “ungüentos maravillosos” para todas las dolencias del ser humanos, a excepción de la estupidez.
Soy consciente que para quien cree y se apoya en una corriente de nihilismo positivo, como es mi caso, es difícil de conjugar una inexistente fe en algo divino, con los valores que, generalmente emanados de esa fe, consiguiendo hacer al ser humano algo más soportable para sus semejantes.
Desde que fui capaz de reflexionar, siempre he considerado la existencia de “Dios” como algo vital para el hombre pero, a la vez, puntual en la existencia de este. Naturalmente, me refiero a ese hombre común que vive la religiosidad de manera reposada, sin estridencias. No aquel que la vive de manera profunda e, incluso, rayando en el fanatismo.
Cuando escribí sobre “la inevitable necesidad de Dios en el devenir del ser humano” pretendí subrayar como el hombre, sólido creyente, o no, requería de su presencia, fuera esta desde la óptica de la ciencia más racional, desde la religiosidad más discrecional o, lamentablemente, desde un fundamentalismo destructivo.
Hoy, tiempo después, pese a mi pragmatismo y lejos de la negación del todo, me ratifico en lo escrito, tratando de aclarar lo que para mí supone la idea de “Dios” en la vida de todos nosotros.
Ahora, más que nunca, los planteamientos de Nietzsche cobran un indiscutible valor frente a los ateos que niegan la existencia de Dios. Nietzsche, al proclamar la muerte de Dios, nos lleva directamente a la conclusión de que Dios estaba vivo y el hombre contemporáneo ha sido su asesino.
El sentido común nos hace interpretar las palabras de Nietzsche, evidentemente, en sentido metafórico. De manera que cuando se nos dice asesinado, matado, debemos asumirlo desde el punto de vista espiritual: Dios ha muerto, o lo hemos matado en el mismo instante en que hemos dejado de creer en Él.
Lo que en principio podría resumirse como el final de una creencia religiosa, en pro de un laicismo bienpensante, eso que algunos han dado en llamar el “buenismo”. Pero, la realidad es mucho más cruel.
Si bien hemos de reconocer innumerables errores en la “aplicación” de cualquier religión, de manera especial la cristiana; también, sería justo reconocer que esta se encuentra repleta de valores éticos y morales, que han permitido al ser humano hacer más transitable su paso por este mundo.
Con la muerte o el asesinato de Dios los hombres han asentado un duro golpe a todo el sistema de valores que sostiene la estructura de la cultura occidental/cristiana, dando paso a la máxima expresión del nihilismo negativo. Un nihilismo sin el cual no sería posible la transmutación de los valores, más conocida como la transvaloración.
Sólo así, partiendo de esta situación, es posible entender el comportamiento de “lideres” de toda clase y calaña, de escaso calado social e intelectual, pero no así de una angustiosa presencia.
La carencia de valores que coarten cualquier iniciativa nada recomendable, a lomos del más radical laicismo, nos permite comprender fácilmente la deriva que en el último medio siglo ha llevado a la más lamentable de las degeneraciones a los grandes poderes de los estados y sus instituciones.
Hoy es difícil encontrar, en este Planeta Azul, algún lugar a salvo de la codicia y la putrefacción de quienes han tomado como bandera los “valores” del relativismo, alejándose de cualquier valor, ético o moral, que pueda inquietarles.
Del mismo modo que ocurriera con anteriores civilizaciones, sin esos grandes valores que durante siglos han sido la columna vertebral de la civilización occidental, las posibilidades de sobrevivir son limitadas.
Y no porque desde el exterior se intente, que se intenta, aniquilar la civilización - la cristiana - que más equilibrio y progreso ha aportado al desarrollo del hombre sobre la tierra, como es el caso de nuestro principal antagonista y, pese a lo que se diga, enemigo, el Islam. Baste repasar someramente los datos de que se disponen y las actuaciones de sus líderes, actuales o pasados, para ratificar tal afirmación. Sino porque desde el propio interior se está minando los cimientos que, sin duda, terminarán por hacer caer el edifico completo.
Sólo desde el prisma de un egocentrismo brutal, desprovisto de cualquier valor moral o ético, puede resultar comprensible que el ser humano, apostando por valores con fecha de caducidad, ponga en riesgo su propio bienestar y el futuro de generaciones venideras.
Sé que resulta inútil, casi pueril, apelar a las conciencias de quienes así actúan. Su mal está extremadamente enquistado. Es muy probable que frente a este escrito su irónica sonrisa se ensanche hasta límites insospechados.
Pero no importa. Sólido creyente, o no, como es mi caso, el daño que estos miserables pueden hacer a quienes sostenemos nuestro espíritu sobre valores humanistas, es mínimo.
Al final, terminaremos combatiendo el mal de su enfermedad con sus mismas armas. Como aquellos que manifiestan con angustia que antes de ser ignorados prefieren ser odiados; estos despreciables personajes, que emponzoñan la historia del hombre, ni tan siquiera son dignos del “relativo” desprecio que sus insignificantes figuras nos provocan.
De manera que debemos confiar en que, aún en las peores circunstancias, la figura del hombre “limpio” termine por resaltar sobre estos personajes y sus obscenos comportamientos.

Felipe Cantos, escritor.

15 noviembre 2008

Tres destellos de una España en permanente descomposición.


Todos los pecados tienen su origen en el complejo de inferioridad, que otras veces se llama ambición. Cesare Pavese.

Primer destello: Un cuento más de “princesa encantada”…de haberse conocido.

Vaya por delante mi neutro respeto y un nulo interés por la Institución Monárquica, que raya en la indiferencia. Pero he de reconocer que me encuentro gratamente sorprendido por el aspecto que, poco a poco, va tomando la figura y, de manera específica, el rostro de la “princesa” Letizia.
Es evidente que la adoptada princesa no se encontraba cómoda con su anterior aspecto, lo que me obliga a preguntarme si el Príncipe Felipe tampoco lo estaba. De ser así, algo no ha funcionado bien en una relación que parecía creada por las plumas de los hermanos Grimm, de Charles Perrault, o del mismísimo Andersen. Pero, como viene a cuento en los cuentos, eso es harina de otro costal.
Lo que verdaderamente deseaba transmitirles es que la transformación de la “princesa” Letizia está consiguiendo hacérnosla irreconocible. Hay que realizar un gran esfuerzo para reconocerla en las imágenes que en la actualidad se publican de ella. Por favor, tomen fotos anteriores, obtenidas de cualquier viejo telediario, y colóquenlas junto a las que en la actualidad encontraremos en cualquier medio de comunicación. ¡Asombroso! ¿Verdad? Se asemejan como un huevo a una castaña. O al menos es lo que a mi me parece.
Lo cierto es que, por lo general y salvo honrosas excepciones, jamás le presto atención a ese mundo que recogen con profusión las revistas del corazón, popularmente conocidas como del hígado.
Pero en este caso nuestra “bella princesa” ha conseguido llamar mi atención hasta preocuparme seriamente por su salud. Si se molestan en analizarlo mínimamente verán que su evolución es muy similar a la que viviéramos años atrás con el inigualable “rey del pop”, Michael Jackson.
Confío en que, como aquel, no acabe por perder la nariz o, quién sabe, una oreja. Sería una pena que tras del enorme esfuerzo por conseguir tan privilegiada posición, acabara incapacitada para escuchar las clásicas intrigas de la corte, o no poder oler lo que se cocina en palacio.

Segundo destello: Esa “cosa” llamada Justicia.

Observo como en los últimos meses va aumentando la cólera del ciudadano contra la Administración de Justicia Española, y me pregunto ¿por qué ahora?
¿Qué está sucediendo en nuestra Administración de Justicia que no haya sucedido durante décadas? ¿Tal vez la politización? Desde cualquier perspectiva: eficacia, modos, métodos de trabajo y comprensión de sus protagonistas, es y ha sido un desastre.
Todos sabemos que sus “señorías” siempre han sido seres de otra galaxia, señalados, según ellos, por el dedo divino de no se sabe bien qué “dios”.
Pero la cosa viene de lejos. Ya en 1995 me vi en la necesidad de escribir un libro sobre la comatosa situación de esta Administración de Justicia titulado “La inJusticia en España”.
Difícil de resumir cuanto en el libro se dice, pero si constatar los cuatro grandes males, o defectos de nuestra imprescindible institución: lenta, cara, ineficaz e irresponsable.
Inútil extenderse en lo de “lenta”. Dudo que haya alguien que no lo haya sufrido en sus propias carnes. En cuanto a lo de “cara”, traten de llevar a buen puerto cualquier pleito limitado de recursos, y después me cuentan. Si nos referimos a lo de “ineficaz”, no conozco a nadie que después de una larga espera pueda decir algo positivo de la sentencia. Si es que ha sido capaz de entenderla en el farragoso lenguaje de los jueces. Y sobre lo de “irresponsable”. ¿Conocen algún juez que, previa emisión de una sentencia equivocada, rectificada por instancias superiores, haya sido sancionado, haciéndole responsable de los daños causados a las partes? Y todo ello, contrastando con el enorme y peligroso poder que emana de su cargo.
Un juez puede tomar decisiones equivocadas que afecten de manera negativa la vida y hacienda de las personas sin que ello conlleve, pese al error, responsabilidad alguna para él.
Si para colmo nos tropezamos en el camino con sujetos como el juez Garzón, la situación, además de dramática, se convierte en un esperpento.

Tercer destello: ¿Qué hemos hecho para merecer esto?

Estos días me encuentro inmerso en plena lectura de la que, creo, es la última novela publicada por el escritor mejicano y premio Cervantes, Carlos Fuentes. Relato de sorprendente y original inicio; a ratos delicioso, cuando de realismo, en el que te reconoces, se trata; a ratos complejo, cuando se imponen las reflexiones íntimas de sus protagonistas; a ratos desconcertante en extremo cuando el relato es controlado, desde otro mundo, por un alma en suspensión. Pero siempre sugerente y atractivo, como, por lo general, corresponde a la prosa de mi colega Carlos Fuentes.
Excuso decirles los placenteros momentos que la obra me está ofreciendo. Pero, en honor a la verdad, debo confesarles que la razón que me ha invitado a hablarles del libro es un corto párrafo en el que, con la maestría del buen escritor, Carlos Fuentes resume la que, presumo, es su opinión sobre la clase política. Como es de suponer, nada edificante para esta.
En numerosas ocasiones he definido con toda claridad lo que pienso de esta casta, en la que, sin duda, de tarde en tarde aparece alguno “bueno” que, naturalmente, acabará devorado por la camada, o transmutado en un converso.
Por ello me sorprende que cuantas personas, como el propio Carlos Fuentes, plasma en el relato - los personajes, Jericó y Josué, reconociendo su escaso talento para cualquier actividad deciden dedicarse a la política como última y mejor opción para prosperar (¿o será medrar?) - levanten en más ocasiones su autorizada voz para denunciar a estos personajes que, siendo en su mayoría indigentes intelectuales, se convierten, por mor de un voto raramente reflexionado, en dirigentes de nuestras vidas.
Bien es cierto que, por otro lado, resulta complicado encontrar una solución al problema. ¿Será este realmente el castigo del que nos habla la Biblia?

Felipe Cantos, escritor.

08 noviembre 2008

El “dios” de las matemáticas vs las matemáticas de Dios.


La existencia de Dios debe tenerse en mi espíritu por tan cierta como las verdades de las matemáticas que no contemplan otra cosa que números y figuras. René Descarte.

Hace algunos tiempo tuve la oportunidad de leer una información en la que se nos contaba que el sacerdote Michael Séller, profesor en la Universidad de Cracovia, le había sido concedido el más importante premio académico del mundo - 1.069.000,- euros, por un trabajo científico en el que demostraba “matemáticamente” la existencia de Dios.
Al parecer, el insigne profesor, utilizando las matemáticas, materia que junto con la metafísica domina a la perfección, era - y es – capaz de explicar cualquier razonable incógnita, por incomprensible o extraordinaria que esta pudiera parecer, utilizando el cálculo matemático.
No seré yo quien cuestione tales cualidades y aún menos lo que con ellas pudiera ser capaz de hacer el sacerdote teólogo. Entre otras muchas razones, porque he de confesar mi absoluto desconocimiento de materia tan compleja como las matemáticas exactas.
Lo más cerca que estuve de la “perfección” en esta materia fue cuando, con enormes dificultades, tuve que asimilar conceptos tan extraños, para un hombre de letras, como son los logaritmos y las tablas trigonométricas. Cuestión aparte es la más fácil comprensión, por absurdo que pueda parecer, de los conceptos que entrañan la Teología y la Filosofía.
Sabido es que las ciencias, a través de números, formulas y análogos, han de aprenderse a base de trabajo, y largas horas de estudio. Aquello que nuestros abuelos llamaban “el clavarse de codos”. No hay otra posibilidad.
No sucede así con aquellas otras ciencias que pertenecen al ámbito del mundo interior de todo ser humano. Bien es cierto que en la profundización de tales ciencias se requiere una reflexión que precisa de un tiempo que, por lo general, no estamos dispuestos a emplear o, sencillamente, no disponemos. Pero, sin duda alguna, con su metódico estudio, como sucede con cualquiera de las otras ciencias, se puede alcanzar cotas muy estimables de su dominio.
Pero no es menos cierto que su conocimiento, e incluso su dominio, no depende tanto de la cantidad de libros que puedas “engullir” durante su estudio, en textos que recojan el pensamiento de otros seres humanos. Dependerá, más bien, de la sabiduría interior que liderada por el sentido común anida en cada uno de nosotros.
Por eso, a mi entender, ha de resultar sumamente complejo que un concepto tan metafísico como la existencia de Dios se pueda resumir en un bloque de pragmáticas formulas matemáticas.
Si partimos de la base que la existencia de Dios/dioses y, por añadidura, su plasmación, se debe más a la necesidad del ser humano de crear iconos que justifiquen sus dudas y temores existenciales, llegaremos a la conclusión de que antes de que las matemáticas dominaran el universo de los hombres, estos, colocando cualquier objeto fetichista, incluso una simple piedra con ciertos matices de originalidad, se entregaban a su adoración para dirigir sus plegarias, hacer sus peticiones o, simplemente, realizar sus agradecimientos.
No debería olvidar el padre Michael Séller que si bien las culturas actualmente dominantes han conseguido imponer sus religiones, desterrando todas aquellas otras que, como soporte anímico/espiritual, profesaban, o profesan otras civilizaciones, estas fueron capaces de promocionar, con indiscutible éxito, más de un dios.
Dios me libre de cuestionar la capacidad matemática del insigne personaje. Pero tengo serias dudas, como las de – creo - San Agustín, cuando, en la playa, encontró al niño intentando introducir el agua del mar en un pequeño agujero. Me resulta francamente difícil aceptar que las infinitas maneras de interpretar la existencia de Dios puedan resumirse en formulas matemáticas.
Bien es cierto, y no me cansaré de repetirlo a cuantos tienen a bien escucharlo, o escribirlo en cuantas ocasiones se me han presentado, que las matemáticas impregnan plenamente la vida del ser humano y, por extensión, al universo completo. No hay una sola cosa en él que no esté regida por las leyes matemáticas.
De lo que puede deducirse, sin necesidad de convertir a Dios en una formula matemática, que el universo en sí mismo es la personificación de Dios: ¡Él es Dios! Tal vez, por ello, se pueda alcanzar la idea, incluso confundirla, de que lo uno conlleva a lo otro, y viceversa.
El insigne profesor, apoyado en su tesis, se hace una pregunta en la que, al parecer, trata de sintetizarla: ¿Por qué existe algo en vez de no existir la nada?
Para mí, la respuesta es razonablemente sencilla. Porque la nada absoluta, como tal, no existe ya que, en si misma, es algo. Si no fuera así, ni tan siquiera las reflexiones sobre su existencia o inexistencia, incluidas las del profesor Michael Séller, tendrían cabida en ella.
De ahí que podamos entender que el concepto de la perfección nos lleve directamente a la nada. Porque, de existir esta, eso sería la nada: la perfección. Y, tal vez, por extensión, Dios.
Soy cristiano - por afiliación administrativa – no practicante. Pero convencido de que lejos del fanatismo que cualquier religión pueda infundir, considero imprescindible, vital, la asunción de esta filiación como un hecho irrenunciable, enraizado en lo más profundo de la cultura a la que pertenezco.
Ello me permite exponer, sin renunciar a mis raíces pero marginando el aspecto fanático que toda religión conlleva, que Dios, desde la perspectiva científica, es un todo global y, a la vez, algo intangible. Es la plenitud y la nada. En ese caso es posible que las matemáticas tengan algo, o mucho que decir.
Pero ese Dios, esos dioses que durante toda su vida buscan, necesitan, reclaman y adoran los seres humanos, se encuentran en lo más profundo de las creencias, de la religiosidad, de la sensibilidad de sus sentimientos y de la interpretación que de sus propias sensaciones obtenga, sin que en ello exista la más pequeña posibilidad de cuantificarlo numéricamente.

Felipe Cantos, escritor.

24 octubre 2008

Negarnos la verdad de una realidad incontestable.


La conciencia no puede estar equivocada. Alfred de Vigny.

Desde hace algún tiempo, más del deseable, me encuentro terriblemente desconcertado. Escarbo entre las neuronas de mi cerebro y vago por el interior de mi alma en busca de respuestas que consigan tranquilizar el desasosiego que me invade.
Repasando con detenimiento mi vida actual, no logro encontrar nada que pudiera justificar semejante estado de ánimo. Todo en ella, aparentemente, está en el ordenado equilibrio universal. Gozo de una situación, casi, envidiable.
En el espectro intelectual, mantengo viva cada mañana la creatividad que me permite recoger mis vivencias diarias, para verterlas sobre el papel. La satisfacción es inmensa. Creo, a diferencia de otras muchas personas, que soy un privilegiado por tener la oportunidad, a través de mis textos, de vivir más, y más profundamente.
Me gustaría darle las gracias a ese Dios al que una gran mayoría de ciudadanos de este mundo, en cualesquiera de las religiones que profesan, se dirigen cuando lo necesitan o, como en mi caso, deciden agradecerle los favores. Lamentablemente, en lo que afecta a los valores que sostienen sólidamente a los creyentes, tengo una concepción muy personal de “dios”.
En lo que se refiere a la salud, debo agradecer a la madre naturaleza su generosidad para conmigo. Me aproximo a grandes zancadas, como si calzara las botas de siete leguas del cuento, a los sesenta años, en una plenitud física fuera de toda lógica. Aunque debo confesar que continúo sin poder asumir al “señor mayor” que todas las mañanas aparece frente a mi, en el espejo del cuarto de baño. Su insistencia, sin que consiga exasperarme, viene resultando bastante cargante.
Pero dejando al margen a quien vulgarmente denominaríamos, por sus constantes e innecesarias apariciones, como un “coñazo”, pocas cosas son las que puedan perturbarme y a las que me vea obligado a renunciar, o que me impida continuar con la misma actividad diaria de cuando tenía veinticinco años.
En el deporte, actividad imprescindible para mi buen estado, no sólo físico sino anímico, mantengo un ritmo diario casi endiablado. Mis rivales son, por lo común, la mitad de “viejos” que yo y, pese a ello, estoy en un más que razonable promedio de buenos resultados.
En lo afectivo y familiar, después de haber superado con grandes dificultades una dolorosa, y al parecer inevitable, separación de unos hijos a los que adoraba, he podido reconstruir, yo diría que de manera inusualmente fácil, gracias a una excepcional mujer, un nuevo núcleo familiar en el que el amor y la salud son su principal patrimonio. Mis seis – nuevos – hijos suponen un equilibrio emocional de proporciones incalculables. Mi esposa es el decisivo complemento a todo mi/nuestro universo. Imposible concebir la vida sin ella.
En la vertiente económica, como diría un castizo - “sin que los duros nos salgan por las orejas” – mi balanza de pagos se encuentra razonablemente equilibrada. Incluso, puedo alcanzar determinados caprichos que les están vedados a la mayoría de mis semejantes.
En resumen, puedes, o pareces poder, tenerlo todo: En lo físico, una situación innecesariamente superable; en lo afectivo, pleno al quince con sobredosis de verdadero amor; en lo económico, obligaciones deseadas, con posibilidades de ser resueltas sin grandes traumas.
Y pese a ello, algo no acaba de funcionar bien en mi estado anímico. ¿Por qué no consigo disfrutar plenamente de un momento como este? De manera que ¿cómo no desesperarse ante una situación tan anacrónica?
Únicamente razones externas pueden ser las causantes de mis males. Así que, decidido a dar con ellas, me encomendé a los grandes filósofos de nuestra cultura para ver si entre las páginas de sus siempre reconfortantes escritos lograba encontrar las causas, y por ende el consejo que me permitiera resolver el enigma.
No fue una mala decisión pues, finalmente, encontré lo que buscaba. O eso creo. Se me resumió en cuatro palabras que abarcan otros tantos conceptos: apatía, indolencia y la más importante, vergüenza. Todos ellos aglutinados en “ese algo” que conocemos como conciencia. Hay quien tiene la habilidad de hacer converger todas ellas en lo que se conoce como “el mal del relativismo”.
Observando cuanto acontece a mi alrededor, lo que veo logra provocarme fuertes arcadas, antesala del vómito. No logro comprender a mis compatriotas – los españoles - y por extensión al resto del mundo conocido como “primer mundo”.
Resulta difícil aceptar como los grupos de poder - políticos, jueces, instituciones estatales, y ese sin fin de gentes pegadas a las doloridas espaldas del votante/contribuyente - que deberían ser el ejemplo y la salvaguarda del resto de los ciudadanos, ofenden constantemente la inteligencia de estos. Estamos dando vida, crédito casi ilimitado a quienes han convertido el ejercicio de estas actividades en algo deleznable, socavando los cimientos de las instituciones que soportan el edificio constitucional.
Bien es cierto que, aprovechando la excepcional situación personal y familiar que líneas más arriba les exponía, podría dejarme mecer o, como diría un “modelno”, pasar de todo. Probablemente sería lo más fácil y, desde luego, lo más cómodo.
Pero no es posible. Eso me llevaría a sumergirme de lleno en la primera palabra rescatada de los textos filosóficos: la indolencia. Ello, irremisiblemente, me permitiría desembarcar con facilidad en otra de las palabras: la apatía.
Pero ambas palabras no logro encontrarlas en mi diccionario particular. Tal vez sea porque ambas chocan de manera frontal, hasta desaparecer eclipsadas, por la conciencia. Y, desde la perspectiva intelectual, con mi inteligencia natural.
Puede que en ambos casos no mucha, pero sin duda suficiente para no poder soportar los constantes ataques de los que somos objeto a diario los ciudadanos “normales”.
Estoy seguro de que habrá más de un lector que se preguntará por qué no dejo de quejarme y criticar, y poniéndome manos a la obra participo en esa “carnicería” intelectual.
La alternativa es aún menos seductora. Si malo es permanecer a prudente distancia del putrefacto núcleo, resulta aún peor introducirse en su interior – lo digo con conocimiento de causa – para revolcarse en la podredumbre que domina en la actualidad las actividades jurídicas, institucionales y, controlando todo ello, la política. Sé, perfectamente, que mi estómago no lo soportaría.
De manera que aquí nos encontramos. Enfangados hasta el cuello por culpa de quienes deberían ser nuestros adalides, nuestros espejos en los que poder mirarnos y, lo más grave, controlados por nuestras conciencias en dura lucha interior que, como en mi caso, no te permite ser todo lo feliz que pudieras.
Vivimos un mundo en el que la única opción razonable, aunque no plausible, es recluirte con los tuyos en tu pequeña parcela y cerrando los ojos hacer la “vista gorda” – valiente contradicción – para no tomar decisiones que pudieran acarrearte mayores consecuencias.
Finalmente, la conclusión es muy simple: ¿hasta dónde la inteligencia de un hombre puede ser ofendida, para que su conciencia le autorice a traspasar los límites de la indolencia y la apatía, y optar por opciones que le obligarían ha realizar gestos o actos, seguramente, no recomendables?

Felipe Cantos, escritor.

Chávez: Mismos miserables, iguales métodos, evidentes resultados.


¡Pueblo! Despiértate en la esperanza. Gracchus Babeuf.

Tengo como norma evitar escribir textos, o emitir opiniones sobre asuntos o temas de los que apenas tenga conocimiento.
Creo, por respeto a uno mismo, que es mejor dejar el espacio a quienes puedan aportar, por sus conocimientos y experiencias, un máximo de claridad. Ello, pese a que en ocasiones, aunque de manera indirecta, pueda disponer de los mínimos parámetros que permiten juzgar una situación de manera razonable, para obtener una conclusión muy cercana a la realidad vivida por los denunciantes de una injusticia.
Durante mucho tiempo, tanto como para terminar conociendo bien el “talante” que destilan los actuales líderes populistas de unas izquierdas iberoamericanas, conscientemente perdidos en sus locas miserias, incluida la propia España, he preferido mantenerme como mero espectador de cualquier otro punto de atención que no fuera esta última.
Pero he de confesar que cada vez me resulta más difícil abstraerme, ni tan siquiera por la facilidad que permite la distancia, de determinadas situaciones que requieren una permanente denuncia.
Hace algunos meses, más concretamente el pasado septiembre, motivado por la implantación en España de la asignatura ¿académica? Educación para la ciudadanía, redacté un texto, publicado en este mismo espacio, con la pretensión de denunciar la aberrante asignatura; a la vez que, enterado del aterrador proyecto del ínclito Chávez, en Venezuela, que pretendía, ignoro si lo ha conseguido, mantener bajo la tutela del estado a todos los jóvenes menores de 20 años. Mi intención, naturalmente, fue llamar la atención de la opinión pública, en la medida de mis posibilidades.
Creo que esa fue una de las escasas ocasiones en que me acerqué a un asunto alejado de lo que habitualmente soy capaz de analizar. Doctores tiene la iglesia, decía el clásico.
Sin embargo, de nuevo, motivado por excesos de políticos que, sin que nadie se lo demande, salvo sus incondicionales en el medrar a costa del ciudadano, pretenden “salvar nuestro futuro”, me siento en la obligación de esgrimir mi pluma con el único objetivo de ponerme al lado de esa Venezuela, que tanto me recuerda a mi querida isla de La Palma – en ella nació una de mis hijas – que lucha por normalizar una situación política que el Comandante Chávez, con sus desquiciados sueños de grandeza, ha desvirtuado de manera inmoral.
Entre sus últimas pretensiones, la de cambiar las reglas del juego para mantenerse de por vida en el poder, rayan en la locura. Nadie está legitimado, aún menos nuestro ínclito personaje – baste recordar su historial de dictadura y violencia - para ambicionar semejante aberración. Ni tan siquiera en el caso de que exista una desorientada mayoría que lo demandara.
En democracia la alternancia es primordial. Como decía Lord Acton: "El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los “grandes” hombres son casi siempre malas personas". El entrecomillado de grandes es mío.
De manera que si “nuestro comandante” tuviera un mínimo de dignidad, que por sus actos lo dudo, debería ser el primero en replantearse seriamente su continuidad. Aunque soy consciente de que eso es lo mismo que pedirle peras al olmo.
Históricamente son demasiados los actos que provocan una total desconfianza sobre este personaje, difícil de superar. Aunque en una amplia escala de sus valores, basta citar algunos de las últimos, como lamentable ejemplo de lo que no debería ser jamás un dirigente político: mirar hacia otro lado cuando se están produciendo ataques a las sinagogas judías, mientras presume de su sólida alianza con Irán; ordenar la inmediata expulsión del territorio venezolano, del eurodiputado español Luis Herrero, en una clara confirmación de un talante dictatorial que no tolera opinión contraria alguna, o conseguir con toda clase de artimañas el beneplácito de una mayoría minoritaria para perpetuarse en el poder.
Ello, ilustra de manera perfecta el comportamiento de este personaje, mitad de opereta mitad de terror, pero tremendamente peligroso para Venezuela, y no menos para el resto del mundo.
Sé que será difícil, pero desde la humildad de estas solidarias líneas animo a todos los venezolanos de bien, que traten de no bajar la guardia, aceptando los hechos como consumados. Es tópico, si. Pero la esperanza es lo último que se debe perder. O mejor, quizás, no perderla jamás. De otro modo, la vida tendría poco sentido.



Felipe Cantos, escritor.

La crisis de unos pocos, el drama de muchos.



Yo no sé si soy un estadista. Lo que si es cierto es que, de la política, lo que me interesa es mandar. Manuel Azaña.

Cuando la conciencia del político supera las coordenadas de un razonable comportamiento, que en su caso, a tenor de las experiencias esta es, sin duda, de una gran elasticidad, se provocan situaciones como la que estamos atravesando en esta crisis llamada, parodiando aquella de la guerra de Irak, “la madre de todas las crisis” económico-financieras.
Bien es cierto que tratándose de personajes, por lo general, perversos, siniestros y, si son inteligentes, maquiavélicos, en síntesis, poco fiables; no es difícil llegar a la conclusión de que toquen lo que toquen, o se acerquen a lo que se acerquen, siempre correremos el riesgo de que provoquen una catástrofe.
Son tantos y tan conocidos los ejemplos que ilustrarían esta afirmación que resultaría una pérdida de tiempo, por repetitiva, el enumerar algunos. Sin duda, por su brevedad, resultaría más rentable enumerar aquellos pocos que sí merecieron, o merecen, nuestro respeto. ¡Son tan escasos!
De manera que nos ceñiremos a los que, por el momento, han provocado la última crisis financiera que nos está devorando, además de los ahorros de toda una vida, la tranquilidad que, se le suponía, debería garantizar una sociedad llamada del bienestar.
Algunos hombres de bien, como siempre, en su ingenuidad, habían llegado a convencerse de que, pese a la falta de formación intelectual y académica y en algunos casos de cerebro, de nuestros políticos, desde la inmejorable posición en la que se encuentran, cuanto menos serían capaces de proteger aquellos intereses que les permiten obtener tan altas plusvalías. Naturalmente, por extensión, también a los mortales que les dotamos de tales privilegios.
Pero, tan siquiera en una situación tan excepcional han sido incapaces, una vez más, de no traspasar la línea entre lo lícito y lo ilícito.
De manera que cuando la terrible realidad financiera nos acosa día a día, manifestándose como un volcán en erupción a punto de estallar, todo lo que se les ocurre a nuestros “inteligentes políticos” es disponer del dinero de todos y cada uno de los ciudadanos, provenientes de los impuestos que pagamos, para sacar de la más repugnante de las excrecencias a sus amigos y socios políticos, en el poder.
Porque el resultado de esa decisión, sorprendentemente tomada por gobiernos de antagónicas ideologías, lo cual confirma la sospecha de que un político es ante todo, eso, un político, no podrán beneficiar más que aquellos que inmersos en la especulación financiera más cruda han obtenido durante años pingues beneficios.
Beneficios que, sin duda, no reintegraran jamás a las arcas de los damnificados, al encontrarse estos esfumados, diversificados en los más variados bienes de consumo como suntuosas casas, espléndidos automóviles, cuadros y piezas de arte. Y todo ello aderezado con un tren de vida más que exigente en el lujo y la exhibición.
Aunque con esta medida quieran hacernos creer que, en realidad, se trata de proteger los intereses de los más perjudicados, los impositores de sus escasos fondos en cualquiera de las alternativas financieras que en su momento les fueron sugeridas, la realidad se nos muestra, si cabe, aún más cruel.
Es difícil de entender que tanto en cuanto los pequeños inversores perjudicados, a lo más que puedan aspirar es a perder lo menos posible de esos pequeños ahorros, invertidos en las cuentas de los “grandes cerebros” de la especulación financiera; estos, por lo que se vislumbra, no tendrán responsabilidad ni obligación alguna de justificar las fortunas acumuladas durante años de salvaje especulación y mala gestión.
De nuevo, no logramos entender las decisiones de estos siniestros personajes –los políticos- que jugando con lo que no es suyo, disponen a su antojo y con toda naturalidad –yo diría que incluso impunidad – para proteger los intereses de una minoría, paradójicamente, culpable del desastre en primera persona.
Provengo de la clase empresarial, en la que “milité” durante más de treinta años, por lo que me siento plenamente capacitado y autorizado para emitir opiniones que, por otro lado, están en el ánimo del empresario “de verdad”; aquel que vive su vocación y su empresa a pie de obra. No de aquel otro, el financiero, que jugando con el dinero de los demás, jamás ha sentido el vértigo del riesgo empresarial, ni el temor de la puesta en marcha de una iniciativa empresarial.
De manera que cimentado en esas premisas y acostumbrado a pasar de la ruina a la opulencia, y viceversa, en función de la marcha de las empresas creadas, no puedo estar de acuerdo en que “papá estado”, con el dinero de todos los contribuyentes, acuda a socorrer a aquellos que, con toda seguridad dispondrán de un sólido patrimonio, obtenido de la especulación, sino de la malversación de aquellos capitales prestados por el empresariado “normal” o, aún más lamentable, del hombre de la calle.
Soy consciente de que, para la mayoría de los previsibles, sino ya, perjudicados por esta terrible crisis, que no ha hecho más que iniciar su caminar, lo que voy a decir a continuación es un sacrilegio. Pero los gobiernos implicados deberían dejar que el curso de los acontecimientos se desarrollara de manera natural, y no inyectando dinero, insisto, del contribuyente, en apoyo de estas empresas financieras.
Puede que las dificultades fueran muchas, pero al menos conseguiríamos, en una selección natural, que los más sólidos soportaran la crisis y cimentaran una verdadera reactivación con futuro.
De otro modo, con las decisiones a poner en práctica por los estados “proteccionistas”, sólo se conseguirá, repito, con el dinero del contribuyente - al menos en lo que a España se refiere - que el dinero se canalice por oscuros canales de manera que, al final, este no llegue jamás al verdadero necesitado, y menos aún a quien utilizándolo de manera adecuada pudiera provocar una reactivación positiva.
Por otro lado, en el caso especial de España, la maniobra se puede calificar de descabelladamente fraudulenta. El “señor” Zapatero, ¡cómo no!, pretende, literalmente, endosar la nada despreciable cifra de ¡ciento cincuenta mil millones de euros!, a las entidades financieras en “dificultades”, sin necesidad, dicen que para evitar su estigmatización, de dar a conocer sus nombres.
La mayor parte de estas entidades en “dificultades” son gestionadas por los propios políticos a través de las entidades financieras existentes en sus comunidades autónomas.
Pero si impresentable resulta tal situación, peor es recordar que esas mismas entidades, para conceder un miserable crédito de 10.000,- euros, han sido, y son, capaces de pedir garantías por valores que superen cuatro o cinco veces lo solicitado. Amén de la firma de cuantos garantes sean posibles comprometer.
No es de extrañar que al común de los mortales esta situación, además de un desánimo infinito, acabe por provocarle interminables arcadas.

Felipe Cantos, escritor.





08 septiembre 2008

¿Tiene límites la estupidez?

Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano. Frederich von Schiller.

No tenía ningún deseo de volver a plasmar en estas páginas texto alguno que dejara entrever la decepción que, el incomprensible comportamiento de una mayoría de mis compatriotas, viene provocando en mi estado de ánimo.
Les aseguro que estaba dispuesto, definitivamente, a abandonar las “armas literarias” con las que todos estos años he venido en defender la presumible inteligencia de los españoles, frente al abuso de sus “dirigentes”. Sean estos de la adscripción, o tendencia social que sean.
Soy consciente de que hay momentos en que el devenir de los acontecimientos hace inevitable determinadas situaciones de compleja solución. Pero lo que parece determinantemente estúpido es la facilidad, la maestría que demostramos los indígenas de la maltratada piel de toro para crear/aceptar problemas donde no los había.
Ignoro si las razones son endémicamente inevitables. Si estas se encuentran en lo más profundo de las raíces de nuestra raza, o es, quizás, justamente lo contrario, la terrible mezcla de la que estamos forjados la que hace que nuestro comportamiento sea tan diferente al de el resto de los europeos, por poner un ejemplo cercano.
Bastaría con darse una vuelta por la Europa más convencional, para que el españolito de a pie, simplemente observando las infraestructuras y arquitectura de las ciudades más populares, pudiera deducir donde se forjan la mayoría de esas grandes diferencias de personalidad, de carácter y económicas. En ellas podrán comprobar como una gran parte de lo creado, en algunos casos hace cientos de años, se utilizan, mejorado puntualmente, de manera habitual y permanece inalterable en el tiempo, sin que ello implique menoscabo de la calidad de vida.
De manera que, entre otros muchos ejemplos, ello conlleva un elevado nivel de vida, siempre por encima de la media española, al no tener los elevados costos que la peculiar manera de vivir los españoles, con una constante evolución y transformación de nuestro medio, en demasiadas ocasiones innecesaria, , nos imponemos.
Con esa innecesaria intención de estar en la vanguardia de la “progresía”, no confundir con el progreso, las interminables barrabasadas realizadas por el “señor” Rodríguez Zapatero, con la inestimable colaboración de sus diferentes ejecutivos; aderezadas por las “garzonadas” de incalificables personajes como el “señor” Garzón, ha conseguido perturbar de manera seria los cerebros del español bienpensante, logrando que este ya no entienda nada. O, lo que es peor, lo entienda como lo que realmente es: una burda estafa a los votantes y un deplorable atentado a las inteligencia de los españoles.
Desde que el inquilino de la Moncloa alcanzó el poder en circunstancias nada aclaradas, no ha dejado de mentir ni engañar- a quién así se lo ha permitido, naturalmente- en ningún momento. Por no irnos demasiado lejos con los innumerables embustes y engaños realizados por el “lobby” del “señor” Rodríguez Zapatero, baste recordar alguno de los últimos: la absoluta negación, traspasando los límites de la irresponsabilidad, de una crisis económica a todas luces manifiesta, que se agrava por momentos.
Y ante esa disyuntiva, como siempre, para intentar ocultar, que no resolver o hacer desaparecer el problema, las burdas maniobras hartamente conocidas: levantar expectación, inquietud y polémica en la opinión pública, con asuntos trasnochados o inoportunos que en nada interesan al común de los españoles. Entre estos últimos: desenterrar a los muertos de la Guerra Civil, con el inestimable apoyo, una vez más, de su “señoría” el juez Garzón; iniciar de nuevo la polémica sobre el aborto, o sobre la controvertida eutanasia.
Cualquier cosa es valida, salvo gobernar, aquí y ahora, para tratar de solventar los innumerables problemas que afectan a la sociedad española.
De manera que comprenderán que no pueda sentirme demasiado orgulloso de la capacidad de reflexión de una gran mayoría de mis compatriotas, quienes conocedores de la situación y pese a todo lo vivido durante los pasados cuatro años de constantes mentiras y engaños del “desgobierno” del “señor” Rodríguez Zapatero, lo volvieron a elegir en las pasadas elecciones. (¿)
En cuanto al ínclito “señor” Rodríguez Zapatero, si es que le queda algo de pudor en su catálogo de principios, rogarle encarecidamente que deje de desenterrar viejos y caducos asuntos, felizmente olvidados por la mayoría de los españoles, muertos de toda clase y condición incluidos, y gobierne, si es que es capaz, que lo dudo, para los vivos.
Felipe Cantos, escritor.


31 julio 2008

La verdad nos hará libres… o no.


Todos reclaman la verdad, pero pocos se ocupan de ella. George Berkeley.

Acabo de leer el comunicado sobre la sentencia que condena al locutor de la cadena COPE, Federico Jiménez Losantos, a indemnizar con no se cuentos miles de euros a un presunto agraviado llamado Sr. Zarzalejos, a la sazón, defenestrado director del diario abc.
Vista la sentencia y los antecedentes que he podido recabar, resulta francamente difícil no sorprenderse del resultado, por el momento, del litigio.
No voy a ocultarles mi, casi, inevitable deriva a favor del aguerrido locutor sancionado. Pero lejos de ser un elemento que pudiera coartar mi libertad de opinión, al poderse considerar contaminada, esa “debilidad” hacia el personaje queda ampliamente justificada. Por una simple pero sólida razón: la indiscutible intención de ofrecer una información veraz por parte del belicoso periodista.
Tampoco voy a ocultarles que no siempre estoy de acuerdo con la forma, en ocasiones excesivamente beligerante, utilizada por Federico Jiménez Losantos. Pero, en honor a la verdad, prefiero un exceso en el énfasis mostrado por quien pretende denunciar atropellos; que la inanición, la indolencia o la apatía, sino la plena complicidad, de quienes intentan engañarnos flagrantemente adulterando la verdad de los hechos.
Es posible, casi seguro, que el señor Jiménez Losantos ha traspasado en múltiples ocasiones los límites de la más elemental de las cortesías, al referirse a determinados personajes públicos. Otra cosa es si en aplicación de la libertad de expresión, este hubiera traspasado los límites del código penal. Personalmente creo que no. En cualquier caso, como nos dice el clásico: “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”.
En serio, la gran mayoría de ustedes no podrán negarme que en más de una ocasión han tenido el deseo de “poner a parir” a la gran mayoría de los personajes criticados por Federico Jiménez Losantos, ampliando si fuera posible, los epítetos utilizados por este, ante las flagrantes tomaduras de pelo que pretendían, o consiguieron, infligirnos. Yo, les confieso que si.
Baste, simplemente, con dar un pequeño repaso a la lista de quienes, en los últimos años, han sido objeto de las duras críticas del señor Jiménez Losantos, al haber tenido responsabilidades de gobierno, o de oposición.
Qué decir del señor Zapatero, indigente intelectual donde los haya y mentiroso compulsivo. Si nos referimos a algunos de sus colaboradores más cercanos la sensación de desamparó superará todos los límites. El impresentable “señor” Blanco y sus más que dudosa capacidad de razonar o expresarse con un mínimo de coherencia; el señor Solbes, anodino personaje donde los haya, comprometido eternamente con el vacío más absoluto; la señora de La Vega, extraño primas de varias caras, de las que curiosamente siempre se refleja la misma, ocultándose las otras restantes; los “señores juristas” Bermejo y Conde Pumpido, que en un “tanto monta, monta tanto” han conseguido inimaginables cotas de corrupción y perversión en nuestra justicia. Bien es cierto que con la complicidad del propio “sector” jurídico emergente.
Y así, un interminable rosario de imposibles personajes que a la sombra del poder han obtenido, generalmente por su falta de formación y en ocasiones de credibilidad, inmerecido reconocimiento, cuando no, injustos beneficios. Las Álvarez, Aído, Trujillo y otros casos similares; o los Caldera, Miguel Sebastián, Moratinos, Rubalcaba, etc., ilustran con profusión este recorrido.
Desgraciadamente, los casos en la oposición no dejan de ser tanto o más numerosos, como, si cabe, mayormente decepcionantes. Los bandazos dados por el señor Rajoy, aferrado a sus “sólidos” valores - no se sabe bien si es el señor “ministro de la oposición” quien los mueve, o estos a él – aún no han sido asimilados por la estupefacción de quienes creían que el señor Rajoy era… otra cosa.
Al igual que en el “sector” gubernamental, la lista de “listos” en la oposición sería interminable. Por citar algunos, y que me perdones, o me lo agradezcan, los que no aparecen, las Soraya, Cospedal, Estarás, o Sánchez-Camacho; naturalmente acompañadas de los inefables Gallardón, Arenas, González Pons, García-Escudero o el indescifrable Núñez Feijoo, son un claro ejemplo de los que, con sus deleznables actuaciones, merecen ser puestos en la picota de la crítica más corrosiva. Rayando, si cabe, en la ofensa personal. Ellos, con su comportamiento, lo hacen constantemente en un claro insulto a nuestras inteligencias.
Así que, dejando al margen lo que la justicia pueda entender por libertad de expresión – a la vista de los últimos acontecimientos bastante limitada – en ocasiones, cuando uno se encuentra ante la posibilidad de realizar denuncias en un medio de comunicación de gran difusión, es difícil que no aproveche el momento y se deje llevar por la pasión.
Lo importante para quien lo escucha, o en su defecto para quien en su momento, como consecuencia de un contencioso, ha de juzgarlo, es si el contenido de lo que denunciaba es, o era veraz.
De manera que pueden pasar dos cosas. Una, que además de mentirnos, el sujeto aderece con insultos las mentiras que nos está contando. Dos, que pese al énfasis y a las descalificaciones que aporte al relato, este no pueda ser rebatido por el sujeto criticado.
En el primero de los casos, deberá caer sobre el todo el peso de la justicia, incluidas las indemnizaciones que el juez estime oportunas. En el segundo, si prevalece la verdad y esta no es rebatida, bajo ningún concepto el denunciante debería ser condenado. A lo sumo una llamada de atención a su falta de delicadeza para con el “delincuente” en cuestión.
En síntesis, su “señoría” debería, antes de juzgar las formas, haber juzgado el fondo, en busca de la verdad de lo que pudiera haber dado origen a las descalificaciones. Si estas, finalmente, fueron el aderezo de una denuncia cierta, debería quedar como una mera anécdota del fondo de la cuestión.

Felipe Cantos, escritor.

23 junio 2008

Ese “algo” llamado Amor.


El amor es la más noble fragilidad del alma. John Dryden.

¿Realmente es posible hablar, o escribir, del “amor” con cierto pragmatismo, sin perderse en elucubraciones que nos impida llegar a alguna conclusión? Yo creo que sí.
Y para hacerlo, quizás, lo más razonable sería comenzar por lo que cada uno de nosotros entiende por amor.
Para llevar a cabo tan encomiable objetivo, lo primero que se impone es desterrar la idea de que el amor, al igual que otros sentimientos; o la variada gama de virtudes o defectos que nos definen al ser humano como, por ejemplo, la belleza en cualquiera de sus manifestaciones de imagen, sonido, y color, son subjetivas. No todo depende, como nos dice el acervo popular, “del cristal con que se mire”.
Naturalmente, soy consciente de que cada uno de nosotros es un mundo en si mismo. Pero no tan distintos como para no coincidir, de manera casi absoluta, en los conceptos básicos que tenemos de todo cuanto nos rodea.
Comenzando por los principios morales y éticos, pasando por la inteligencia, el buen gusto, el valor de las cosas, la belleza y otros tantos, hasta alcanzar el amplio universo de los sentimientos, en el que nos encontramos inmersos los seres humanos, desde el más liviano hasta el más profundo, todos ellos, sin excepción, se encuentra sujetos a unas mínimas reglas asumidas, en ocasiones inconscientemente, por todos nosotros.
Sería una osadía por mi parte tratar de analizar en este pequeño texto todo cuanto acontece en nuestras vidas y que de manera constante provoca nuestras sensaciones más ancestrales. De manera que nos quedaremos con el amor. Que si bien es harto complejo, sólo atreviéndonos encontraremos la manera de acercarnos a algo que nos impone en exceso, hasta el punto de intimidarnos.
Por principio, dejando al margen todas aquellas otras opciones de amores distintos al de la pareja tradicional, nos acercaremos a esta alternativa, sin duda la más complicada y contradictoria de cuantas “atacan” al ser humano, y lo haremos “al decir” de nuestros abuelos “cogiendo al toro por los cuernos”.
Sabido es que, aunque el amor lleve el mismo nombre, no es igual para todos. Es indudable que para poder valorar lo que nos afecta en su verdadera dimensión - el amor es, con toda seguridad, uno de los sentimientos que nos acecha de manera más cercana, frecuente y, sobre todo, profunda - es imprescindible saber reconocerlo mediante una mínima y elemental convivencia con él.
Hace tiempo, alguien, pragmático enfermizo, me hizo notar que el valor de las cosas, y en ello incluía también los sentimientos, dependía inexorablemente de que se hubieran constatado y contrastado la mayor cantidad de alternativas posibles de aquello que se pretendía valorar.
Finalmente vino a sintetizarme su reflexión en una máxima que, si bien es endemoniadamente fría al aplicarla a los sentimientos, es de una contundencia aplastante: “…desengáñate, decía, en el amor, quien siempre haya tomado malta, jamás será capaz de reconocer un buen café”.
Y es cierto. Por desgracia, en nuestras vidas, no siempre tenemos la posibilidad de acercarnos a las cosas ni en la cantidad, ni con el grado de intensidad que sería necesario, para poder conocerlas y vivirlas plenamente. En el universo de los sentimientos de manera muy especial.
En unas ocasiones, las más, por infortunio; en otras, por temor o desconfianza. Ello, finalmente, nos “obliga” a aceptar como bueno “aquello” que nos ha tocado en suerte vivir, en el grado en el que somos capaces de reconocer, y reconocernos.
Así, resulta que damos por bueno, incluso muy bueno, la más vulgar y rutinaria de las convivencias en pareja, por el simple hecho de compartir nuestra vida durante años con aquella persona que, “tiempo a”, se acercó a nosotros, o la encontramos casualmente.
Con toda probabilidad, en aquel momento, llegamos a la conclusión de que era lo menos malo del panorama que ante si teníamos, para formar una pareja “estable”. Incluso, en ocasiones, pusimos nuestras reglas de juego, a veces por contrato escrito, y delimitamos los terrenos de juego para evitar interferencias.
Y a eso acabamos por llamarlo “amor”. Y aunque justo es reconocer, como más adelante veremos, que tiene un incuestionable mérito el obtenerlo, la realidad es que, en más ocasiones de las deseables, aunque no siempre por escrito, pero si de manera tácita, se sustenta sobre la base de convenios que para sí quisieran algunas de las más conocidas empresas multinacionales.
Pero nada más lejos de la realidad. El amor, el verdadero amor, es algo intangible y, desde luego, bastante más sólido que una convivencia obtenida para una comunidad de intereses.
Quien bien me conoce sabe que soy un pragmático incurable. Por lo que, al interpretar el mundo de los sentimientos, o las sensaciones que motivan al ser humano, no puedo evitar desviar mis reflexiones hacia el lado de la ciencia.
De modo que, alejándome de lo estrictamente emocional, no me queda otra alternativa, como en este caso, referido al amor, que acogerme al principio de aquello de que “funciona la química”.
Pero, incluso desde esa perspectiva, soy de los que sostienen que cuando de verdadero amor se trata, cuando se siente fácil y profundamente, “porque funciona la química”, tiene un relativo mérito para los afortunados. Es una auténtica suerte fuera de lo común.
Es un regalo que nos viene del universo o, si lo prefieren, del cielo, y del que debemos dar gracias todos los días al levantarnos. Ya saben: aquello de la plantita y el riego diario. También sostendré que ninguna de las otras múltiples maneras de sentir e interpretar el amor, es comparable.
Igualmente soy consciente de que nada es eterno y que del mismo modo que el amor nos alcanza de lleno, se puede marchar, por el mismo principio de que deje de “funcionar la química”.
Pero debo advertir que tras de la fortuna de haberlo obtenido en algún momento, si tiempo después observamos que se nos escapa, será una locura tratar de salvarlo. Es inútil, siquiera, intentarlo, ya que, rigiéndose por el mismo principio natural que al nacer, y que jamás podremos evitar, así se producirá su desaparición.
Lamentablemente, hemos de aceptar que la oportunidad de conocer el verdadero amor no se nos ofrece a todos por igual. Es preciso admitir, y de ahí el principio universal de la compatibilidad, que si no se presentan las circunstancias favorables y una gran dosis de suerte, difícilmente lo lograremos. A lo más un sucedáneo, como la malta, que malamente podrá sustituir al deseado café. Porque, nos guste o no, las leyes del universo son inexorables.
Es importante recordar que, también existen amores no correspondidos. Amores que producen un gran dolor en quienes los sufren, pero que vienen a legitimar el enorme poder de lo que denominamos “la química”. Aquello que pese a nuestra inicial y equilibrado deseo, las leyes naturales que dominan el/nuestro universo nos condicionan de tal manera que no somos capaces de detener su inercia.
Muy al contrario, se manifestará, obligándonos con mayor fuerza a amar a amores no correspondidos e, incluso, a quien nos ignoraron y jamás tuvieron el más mínimo interés por nosotros.
Si alguna conclusión se puede obtener de este escrito, en ningún caso definitiva, es la respuesta a la pregunta que nos hacíamos al inicio del mismo. Sí, siempre será posible poder hablar del amor desde una perspectiva didáctica, sin necesidad de negarnos el camino hacia una reflexión pragmática que nos permita controlar sus resortes, sin que necesariamente este sentimiento se nos pueda “materializar” en cualquiera de los elementos naturales difíciles de sujetar entre nuestras manos: la arena, el aire o el agua.
Sé que es difícil la posibilidad de que todos tengamos acceso a conseguirlo, pero considero imprescindible, utilizando unas buenas dosis de raciocinio, poder discernir con claridad lo que mi buen amigo me decía sobre “el café y la malta”. Seguramente nuestra visión del amor se vería seriamente mejorada.

Felipe Cantos, escritor.

25 abril 2008

¿De qué se sorprenden?



La mentira más común es aquella con la que un hombre se engaña a sí mismo. Engañar a los demás es un defecto relativamente vano. Friedrich Nietzsche.

Ha pasado algo más de un mes desde que se celebraron las Elecciones Generales en España y, como era de esperar en el aborrecible mundo de los políticos, todo sigue igual, con vocación a empeorar.
Lejos de desentrañarse las mil y una desconfianzas, o negarse las evidencias plantadas sobre la presunta honestidad que, como ciudadano de a pie, he venido exponiendo a lo largo de estos años y, de manera especial los dos últimos, en un sinfin de textos, todo lo sucedido en este corto espacio de tiempo ha venido a confirmarnos la terrible realidad de la “casta” política que nos gobierna.
En uno de mis últimos artículos, “Las elecciones en España: entre lo esperpéntico y lo siniestro”, publicado el pasado 3 de marzo, ya denunciaba la difícil decisión de votar a una u otra alternativas - Zapatero versus Rajoy, o viceversa.
Independientemente del resultado - nada que objetar a la decisión final, pues así es la esencia de la mercantil e imperfecta democracia que nos hemos dado, en donde todo está a la venta, incluida nuestra capacidad de reflexionar - los prácticamente once millones de ciudadanos que votaron a Zapatero, vienen a converger de manera lamentable con los, hoy, algo más de diez millones de decepcionados votantes que optamos por la otra alternativa.
Y es que visto lo visto después de los resultados y las decisiones tomadas por el jefe de la oposición, señor Rajoy, autoproclamado “Ministro de la Oposición”, al parecer son escasas las alternativas para crear un equipo suficientemente sólido que permita ver con razonable confianza a una oposición dispuesta a comportarse como tal.
Ello, cómo no, me lleva a denunciar una vez más que los políticos, sean del signo que sean y por mucho que ante sus públicos enseñen los dientes, son parte de una casta cuyo único objetivo es conseguir el poder, en la proporción que la diosa fortuna les conceda, de manera que puedan vivir del erario público infinitamente mejor que el mejor de los ciudadanos de a pie. Si es posible gobernando, y si no, es lo mismo, en la oposición, El caso es tocar moqueta, poltrona, coche oficial, dádivas, o lo que caiga.
No voy a caer en la tentación de plantear si el señor Rajoy debería haber dimitido a los diez minutos de conocerse los resultados, o permanecer de por vida en su cargo de “Ministro de la Oposición”. Aunque no es un consuelo, en su conciencia dejo la incógnita.
Pero si me dirigiré a esos millones de ingenuos ciudadanos, tanto de un signo como del otro, que de manera incomprensible mantienen la esperanza de que con su “poderoso” voto en la mano van a conseguir, elección tras elección, que las cosas cambien e, incluso, mejoren. Con toda razón decía Oscar Wilde que: “No hay otro (peor, diría yo) pecado que la estupidez”.
Olvídenlo. Los partidos políticos son máquinas creadas para la captación y canalización del voto con el único objetivo de mantener en el poder, ya sea gobernando o en la oposición, a esa casta política que, desengáñense, no está diseñada para servir al ciudadano, sino, para servirse de él.
Si tenemos en cuenta que al negársenos las listas abiertas – como en el “súper” todo se nos da empacado y etiquetado - tan siquiera tenemos la posibilidad de decidir quienes nos gustarían que nos representaran, veremos el escaso valor de nuestro voto, salvo para mantener en su puesto al político, vividor de turno.
El colmo es cuando aún aceptando esas listas cerradas, encabezadas por el líder de turno, este, ganador o perdedor, una vez pasadas las elecciones decide pasarse por el forro de sus caprichos la lista presentada y los programas ofrecidos, eliminando esta y cambiando aquellos, según le plazca.
Ya es descorazonador que en manos de una sola persona pueda quedar el destino de cercanos colaboradores con los que en su momento propulsó un determinado proyecto. Pero lo que resulta intolerable es que en esa progresión de desmanes cometidos por el “líder”, resulten ninguneados la práctica totalidad de los afiliados al partido de turno y, por extensión, los millones de votantes que los ampararon. ¿En serio cree el “ministro de la oposición” – señor Rajoy - que los votos de esos millones de personas eran cheques en blanco para hacer con ellos lo que le diera la gana?
Resulta incomprensible que una persona a la que se le suponía un mínimo de seriedad sea capaz de actuar de manera tan irresponsable. Es verdaderamente desalentador descubrir como el inescrutable Rajoy, sin llegar a las veleidades del “tal” Zapatero, se nos ha terminado por revelar como un sibilino personaje de la versión más gallega del “pequeño napoleón” de Víctor Hugo.
Aun sorprende más el que el conjunto de afiliados y votantes de la derecha acepten con toda naturalidad que esto suceda. No pretendo ser lo que vulgarmente se conoce como “mosca cojonera” ni mucho menos ejercer de “gafe”, pero anoten esto: o el grueso del pp reacciona a tiempo, es decir, antes de su congreso, o Rajoy acabará convirtiendo al pp en una sucursal de la izquierda “derechizada”, o viceversa. Eso que se conoce como “centrista” y que, salvo estorbar en el centro, nunca se ha sabido bien cual es su objetivo. Como decía el clásico, o es tu tía o es tu tío, pero ambas cosas, o ninguna, imposible.
En cuanto al otro “político” de turno, el señor Zapatero, ¿qué decir que no se haya dicho? La reciente composición de su nuevo gabinete, con más de lo mismo, ratifica la opinión, en lo que a mi respecta nada buena, de su persona y su quehacer. Entrega de galones para dirigir el ejército ¿español? a una radical catalanista que en innumerables ocasiones ha despreciado lo que significa España como nación; insistir en el nombramiento de una incompetente integral, repudiada por todos los partidos de la Cámara Baja; ratificar a un ministro de exteriores que ha conseguido el dudoso éxito, bien es cierto que con la complacencia del señor Zapatero, de aislarnos de la mayor parte del mundo occidental, incluida la propia Unión Europea; poner de nuevo al frente de la justicia al más parcial y autoproclamado “rojo radical” que hemos conocido en estos últimos años y, para cerrar el grupo, una serie de personas, académica e intelectualmente limitadas, cuyo mayor mérito conocido es haber llevado el carné del psoe en la boca desde que tienen uso de razón.
En cuanto a la continuidad de los engaños y embustes que se pueden esperar del señor Zapatero baste recordar su última hazaña: juro que mientras el fuera presidente jamás se haría trasvase alguno del Ebro. El pasado 15 de abril, bajo sus auspicios, se firmó el acuerdo de iniciar las obras de trasvase del Ebro hacia Cataluña. Naturalmente para contentar a los nacionalistas que lo apoyan y de esa manera mantener el granero de votos que jamás podrá obtener de las comunidades a las que pretende ahogar, y no precisamente con agua: Valencia y Murcia.
Una pequeña anécdota, reveladora por demás, viene a enmarcar las “cualidades” de estadista – de las “humanas” creo que existen lamentables referencias – del renovado presidente español: En una de las recientes cumbres de ministros de la Unión Europea nuestro ínclito personaje, encontrándose, una vez más, cómo no, más sólo que la una, decidió sacudirse el aburrimiento solicitando la presencia de algunos de los interpretes de la cabina española. Durante la banal charla una de las intérpretes lo felicitó por su reciente elección como presidente de todos los españoles, añadiendo que no le envidiaba pues entendía que eran demasiadas la responsabilidad y las dificultades que entrañaba su labor como responsable del Gobierno Español.
La respuesta aún está dando vueltas en la cabeza de todos los que allí se encontraban: “No, esto que yo hago lo podría hacer cualquier español. Millones de españoles.”
Y es cierto, gobernar de manera tan fatua, irresponsable y vacua sin duda alguna está al alcance de cualquier persona cuyo coeficiente intelectual se encuentre entre 70 y 79. Franja en la que parecen encontrarse la mayor parte de mis compatriotas. De otro modo, salvo por una fascinación engañosa por el personaje, no puede comprenderse la reelección de este hombre.
De manera que a la vista de los acontecimientos, ya provenga de la izquierda sectaria o de la impresentable derecha, comprenderán ustedes que a uno se le revuelva el estómago y le den ganas de borrarse para siempre de “eso” que todavía llamamos España.
Más teniendo en cuenta lo difícil que emocionalmente eso puede resultar, especialmente cuando se llevan tantos años fuera de ella, permítaseme que les diga que en situaciones semejantes es imposible no sentirse, cuanto menos, distinto… y distante.

Felipe Cantos, escritor.

08 marzo 2008

Los hipócritas titiriteros del viento.


Son los años (…) quienes al ilustrarnos nos corrompen y nos convierten en cínicos. Villalonga Llorenç.


Desde hace mucho tiempo he venido en reflexionar lo que para cada uno de nosotros pudiera significar ese valor tan deseado y nunca plenamente conseguido de la libertad.
Y debo confesar, muy a mi pesar, que los grandes esfuerzos realizados y la infinidad de textos consumidos, tratando de llegar a alguna conclusión, han sido en vano.
En lo más profundo de mi memoria, alcanzando pequeños recovecos que me sitúan en mi más tierna infancia, se encuentran episodios realizados por el ser humano, para alcanzar esa ansiada libertad, dignos de colocar al hombre muy cerca de Dios, o de ese ser o ente supremo con el que cada uno de nosotros nos sentimos identificados.
En ocasiones me ha parecido que podríamos ser capaces de conseguirlo, pese a luchar contra los enormes inconvenientes que el propio ser humano crea constantemente a sus semejantes. Pero no lo crean, es un espejismo provocado por el ansia de libertad. Somos esclavos de nuestras propias decisiones cuando creemos que tomamos estas en nombre de esa presunta libertad. Bien es cierto que la mayoría de estas decisiones, por lo general, suelen tener una relativa incidencia de orden menor o, cuanto menos, de reducidos efectos sobre nuestros semejantes.
Sin embargo, hay otras en que, repito, creyendo controlar “esa libertad”, paradójicamente nos convertimos en su prisionero, lo que nos obliga a comportarnos de una manera diametralmente opuesta a nuestras creencias y, de manera determinante, a nuestro más sólido deseo. Sólo nos condiciona algo que jamás debería hacerlo: unos intereses fanáticos muy alejados de los sentimientos más profundo, me atrevería a decir valores, que nos guían, o deberían guiarnos. Intereses no siempre sujetos a las reglas de un juego legal, que nos hace, o debería hacernos dudar de nuestra propia inteligencia y, por ende, condicionar el derecho a nuestra propia autoestima.
Lo que viene sucediendo en España en los últimos años no es fácil de explicar, ni siquiera desde la corrompida óptica de la desacreditada política. Para esos millones de aborregados ciudadanos que dan vida a una mayoría que, sin la mínima reflexión, se conforma con poder ir a votar tradicionalmente lo mismo de siempre, es fácilmente aplicable el principio antes expuesto de la presunta pero inexistente libertad. Es inútil, sus cerebros no dan más de si. Bastante tienen con poder digerir a diario los infames programas conocidos popularmente como “telebasura”. Son dignos de lástima, y poco más.
Sin embargo, existen otros ciudadanos, no tan ingenuos y aparentemente “más dignos”, enmarcados en determinados sectores o grupos de presión, como es el caso de los conocidos popularmente como “los titiriteros” que, utilizando de manera indecente su popularidad, intentan reconducir esos votos aborregados, unos, e indecisos, otros.
Todos podemos recordar con estupor como contra el anterior gobierno del pp todo valía: Irak, Prestige (chapapote) y lo que fuera necesario; en tanto que contra el psoe: Incendio con muertos, en Guadalajara, Carmelo en Barcelona, Chapapote en Andalucía, soldados muertos en Afganistán, ¡¡nada!!
Pero no es ese sucio ejercicio de los titiriteros el que más llama mi atención. Todos somos conscientes de lo que, siquiera, supone acercarse a las lindes de la política. Si eres mínimamente honrado, el olor putrefacto que de allí se desprende te obligará a alejarte rápidamente.
Es, lamentablemente, la falta de sentido común, en aplicación de otros intereses bastardos, que muestran determinadas personas a las que se les supone una sensibilidad creadora muy por encima de la media. Casos tan notables como los de Serrat, Víctor Manuel, Sabina, Ana Belén o Miguel Bosé, entre otros muchos, son un claro ejemplo.
De no ser así, y ya es lamentable, sólo cabe cuestionarse seriamente su capacidad de reflexión, su inteligencia. Es muy posible que, por tradición, como ejemplar perteneciente al mundo de la farándula, lo razonable es que el cómico de turno se vea “obligado” a postularse incondicionalmente a favor de lo que aún se conoce como izquierda. Pero yo entiendo que ello debe producirse siempre y cuando las ya de por si sucias reglas del juego político no traspasen su propio mundo. El apoyar a un candidato que, como todos los candidatos, sean del signo que sean, jura – siempre mintiendo - haber hecho más en el pasado y promete más y mejores cosas que su adversario en el futuro, es moneda de curso legal en esa podrida actividad, y sus aledaños.
Pero que un personaje, cualquiera de los citados anteriormente me sirve de ejemplo, presuntamente inteligente y sensible, capaz de crear obras que “llegan” con facilidad a lo más profundo del alma – Serrat y Víctor Manuel son dos claros ejemplos – sean capaces de alinearse junto y en defensa de un insostenible personaje como Rodríguez Zapatero, es muy difícil de entender.
El señor Zapatero no es que haya prometido hacer o deshacer mil y una cosas, que lo ha hecho, es que ha basado su legislatura en crear mil problemas, devolviendo a los españoles a lamentables épocas ya pasadas. Su preocupación no ha sido la de administrar, mejor o peor, aquello para lo que fue designado, aunque en su desarrollo interesado pudiera haber perjudicado seriamente a quienes considera, ignoro por qué, sus enemigos. Es que ha basado toda su labor en el engaño, la mentira y la confrontación, aderezada con fuertes dosis de insensatez.
Y pese a que todo ello pudiera tener sentido – en el universo político, se entiende – no logro salir de mi asombro al observar como reputados personajes de ese citado mundo de la farándula - de manera especial mi admirado Joan Manuel Serrat - han sido, y son, capaces de entenderse e identificarse con un personaje tan nítidamente limitado en lo intelectual, como en lo humano.
No puedo por menos que cuestionarme seriamente que, o los intereses en juego que guían a estos artistas además de bastardos son demasiado importantes, o la sensibilidad e inteligencia que se les suponía se les ha ido con los años.
De otra manera es imposible entender esa simbiosis entre ambas facciones: la más sucia manera de hacer “política” y la sensibilidad creadora, producto de una “presunta” capacidad de raciocinio.
El aspecto zafio, el verbo obtuso y el lenguaje torpe – pongamos por caso a José Blanco, conocido delfín de Rodríguez Zapatero, no logra casar con facilidad con las características que deberían personificar nuestros “admirados” creadores.
Sólo, desde la óptica del absurdo es posible comprender que nuestros jilgueros, paladines de la libertad, se encuentren auto secuestrados por su militancia. Militancia cambiante si los intereses en juego lo aconsejaran. Reacuérdese cuantos de ellos militaban en el Partido Comunista antes de hacerlo en el Psoe.
Ello les obliga a mantenerse en su propio esquema, impidiéndoles ejercer su presumible libertad para oponerse con nítida contundencia a quien, una vez más, es capaz de superarles en su actuación ante las cámaras, mostrando un dolor que en modo alguno siente, exhibiendo lágrimas de cocodrilo al decir que los terroristas están condenados, mientras con mano férrea sostiene el documento que el Congreso de los Diputados le concedió para negociar con la banda terrorista eta.
¿Es posible que a los “señores” titiriteros no se les revuelva el estómago ante tan miserable comportamiento? ¿O acaso su mezquindad es tan grande que prefieren hipotecar su libertad y, de manera especial, su inteligencia, en favor de su cuentas corrientes?

Felipe Cantos, escritor.