25 noviembre 2008

La muerte de Dios.



Y por encima aún quedaba Dios. Miguel Delibes.

Es evidente que el actual inquilino del Planeta Azul recibe una implacable presión de todo cuanto se significa en su inevitable existencia en él.
Esta presión viene ejercida de manera especial por los “mercaderes de valores”, encarnados en esos medios de comunicación incapaces de alejarse jamás de “su verdad”.
El laicismo impuesto desde las más altas esferas del poder, en ocasiones conocido y, casi siempre, oculto en las sombras de la intriga y la manipulación, pero siempre a lomos de un peligroso relativismo, ha conseguido, horadando en el interior del ser humano, minar seriamente sus valores. Especialmente en las jóvenes generaciones.
Aquellos que carentes de valores eternos y creencias solidificadas durante siglos por sus antepasados, hoy son pasto de cualquier burdo vendedor de “ungüentos maravillosos” para todas las dolencias del ser humanos, a excepción de la estupidez.
Soy consciente que para quien cree y se apoya en una corriente de nihilismo positivo, como es mi caso, es difícil de conjugar una inexistente fe en algo divino, con los valores que, generalmente emanados de esa fe, consiguiendo hacer al ser humano algo más soportable para sus semejantes.
Desde que fui capaz de reflexionar, siempre he considerado la existencia de “Dios” como algo vital para el hombre pero, a la vez, puntual en la existencia de este. Naturalmente, me refiero a ese hombre común que vive la religiosidad de manera reposada, sin estridencias. No aquel que la vive de manera profunda e, incluso, rayando en el fanatismo.
Cuando escribí sobre “la inevitable necesidad de Dios en el devenir del ser humano” pretendí subrayar como el hombre, sólido creyente, o no, requería de su presencia, fuera esta desde la óptica de la ciencia más racional, desde la religiosidad más discrecional o, lamentablemente, desde un fundamentalismo destructivo.
Hoy, tiempo después, pese a mi pragmatismo y lejos de la negación del todo, me ratifico en lo escrito, tratando de aclarar lo que para mí supone la idea de “Dios” en la vida de todos nosotros.
Ahora, más que nunca, los planteamientos de Nietzsche cobran un indiscutible valor frente a los ateos que niegan la existencia de Dios. Nietzsche, al proclamar la muerte de Dios, nos lleva directamente a la conclusión de que Dios estaba vivo y el hombre contemporáneo ha sido su asesino.
El sentido común nos hace interpretar las palabras de Nietzsche, evidentemente, en sentido metafórico. De manera que cuando se nos dice asesinado, matado, debemos asumirlo desde el punto de vista espiritual: Dios ha muerto, o lo hemos matado en el mismo instante en que hemos dejado de creer en Él.
Lo que en principio podría resumirse como el final de una creencia religiosa, en pro de un laicismo bienpensante, eso que algunos han dado en llamar el “buenismo”. Pero, la realidad es mucho más cruel.
Si bien hemos de reconocer innumerables errores en la “aplicación” de cualquier religión, de manera especial la cristiana; también, sería justo reconocer que esta se encuentra repleta de valores éticos y morales, que han permitido al ser humano hacer más transitable su paso por este mundo.
Con la muerte o el asesinato de Dios los hombres han asentado un duro golpe a todo el sistema de valores que sostiene la estructura de la cultura occidental/cristiana, dando paso a la máxima expresión del nihilismo negativo. Un nihilismo sin el cual no sería posible la transmutación de los valores, más conocida como la transvaloración.
Sólo así, partiendo de esta situación, es posible entender el comportamiento de “lideres” de toda clase y calaña, de escaso calado social e intelectual, pero no así de una angustiosa presencia.
La carencia de valores que coarten cualquier iniciativa nada recomendable, a lomos del más radical laicismo, nos permite comprender fácilmente la deriva que en el último medio siglo ha llevado a la más lamentable de las degeneraciones a los grandes poderes de los estados y sus instituciones.
Hoy es difícil encontrar, en este Planeta Azul, algún lugar a salvo de la codicia y la putrefacción de quienes han tomado como bandera los “valores” del relativismo, alejándose de cualquier valor, ético o moral, que pueda inquietarles.
Del mismo modo que ocurriera con anteriores civilizaciones, sin esos grandes valores que durante siglos han sido la columna vertebral de la civilización occidental, las posibilidades de sobrevivir son limitadas.
Y no porque desde el exterior se intente, que se intenta, aniquilar la civilización - la cristiana - que más equilibrio y progreso ha aportado al desarrollo del hombre sobre la tierra, como es el caso de nuestro principal antagonista y, pese a lo que se diga, enemigo, el Islam. Baste repasar someramente los datos de que se disponen y las actuaciones de sus líderes, actuales o pasados, para ratificar tal afirmación. Sino porque desde el propio interior se está minando los cimientos que, sin duda, terminarán por hacer caer el edifico completo.
Sólo desde el prisma de un egocentrismo brutal, desprovisto de cualquier valor moral o ético, puede resultar comprensible que el ser humano, apostando por valores con fecha de caducidad, ponga en riesgo su propio bienestar y el futuro de generaciones venideras.
Sé que resulta inútil, casi pueril, apelar a las conciencias de quienes así actúan. Su mal está extremadamente enquistado. Es muy probable que frente a este escrito su irónica sonrisa se ensanche hasta límites insospechados.
Pero no importa. Sólido creyente, o no, como es mi caso, el daño que estos miserables pueden hacer a quienes sostenemos nuestro espíritu sobre valores humanistas, es mínimo.
Al final, terminaremos combatiendo el mal de su enfermedad con sus mismas armas. Como aquellos que manifiestan con angustia que antes de ser ignorados prefieren ser odiados; estos despreciables personajes, que emponzoñan la historia del hombre, ni tan siquiera son dignos del “relativo” desprecio que sus insignificantes figuras nos provocan.
De manera que debemos confiar en que, aún en las peores circunstancias, la figura del hombre “limpio” termine por resaltar sobre estos personajes y sus obscenos comportamientos.

Felipe Cantos, escritor.

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