08 noviembre 2008

El “dios” de las matemáticas vs las matemáticas de Dios.


La existencia de Dios debe tenerse en mi espíritu por tan cierta como las verdades de las matemáticas que no contemplan otra cosa que números y figuras. René Descarte.

Hace algunos tiempo tuve la oportunidad de leer una información en la que se nos contaba que el sacerdote Michael Séller, profesor en la Universidad de Cracovia, le había sido concedido el más importante premio académico del mundo - 1.069.000,- euros, por un trabajo científico en el que demostraba “matemáticamente” la existencia de Dios.
Al parecer, el insigne profesor, utilizando las matemáticas, materia que junto con la metafísica domina a la perfección, era - y es – capaz de explicar cualquier razonable incógnita, por incomprensible o extraordinaria que esta pudiera parecer, utilizando el cálculo matemático.
No seré yo quien cuestione tales cualidades y aún menos lo que con ellas pudiera ser capaz de hacer el sacerdote teólogo. Entre otras muchas razones, porque he de confesar mi absoluto desconocimiento de materia tan compleja como las matemáticas exactas.
Lo más cerca que estuve de la “perfección” en esta materia fue cuando, con enormes dificultades, tuve que asimilar conceptos tan extraños, para un hombre de letras, como son los logaritmos y las tablas trigonométricas. Cuestión aparte es la más fácil comprensión, por absurdo que pueda parecer, de los conceptos que entrañan la Teología y la Filosofía.
Sabido es que las ciencias, a través de números, formulas y análogos, han de aprenderse a base de trabajo, y largas horas de estudio. Aquello que nuestros abuelos llamaban “el clavarse de codos”. No hay otra posibilidad.
No sucede así con aquellas otras ciencias que pertenecen al ámbito del mundo interior de todo ser humano. Bien es cierto que en la profundización de tales ciencias se requiere una reflexión que precisa de un tiempo que, por lo general, no estamos dispuestos a emplear o, sencillamente, no disponemos. Pero, sin duda alguna, con su metódico estudio, como sucede con cualquiera de las otras ciencias, se puede alcanzar cotas muy estimables de su dominio.
Pero no es menos cierto que su conocimiento, e incluso su dominio, no depende tanto de la cantidad de libros que puedas “engullir” durante su estudio, en textos que recojan el pensamiento de otros seres humanos. Dependerá, más bien, de la sabiduría interior que liderada por el sentido común anida en cada uno de nosotros.
Por eso, a mi entender, ha de resultar sumamente complejo que un concepto tan metafísico como la existencia de Dios se pueda resumir en un bloque de pragmáticas formulas matemáticas.
Si partimos de la base que la existencia de Dios/dioses y, por añadidura, su plasmación, se debe más a la necesidad del ser humano de crear iconos que justifiquen sus dudas y temores existenciales, llegaremos a la conclusión de que antes de que las matemáticas dominaran el universo de los hombres, estos, colocando cualquier objeto fetichista, incluso una simple piedra con ciertos matices de originalidad, se entregaban a su adoración para dirigir sus plegarias, hacer sus peticiones o, simplemente, realizar sus agradecimientos.
No debería olvidar el padre Michael Séller que si bien las culturas actualmente dominantes han conseguido imponer sus religiones, desterrando todas aquellas otras que, como soporte anímico/espiritual, profesaban, o profesan otras civilizaciones, estas fueron capaces de promocionar, con indiscutible éxito, más de un dios.
Dios me libre de cuestionar la capacidad matemática del insigne personaje. Pero tengo serias dudas, como las de – creo - San Agustín, cuando, en la playa, encontró al niño intentando introducir el agua del mar en un pequeño agujero. Me resulta francamente difícil aceptar que las infinitas maneras de interpretar la existencia de Dios puedan resumirse en formulas matemáticas.
Bien es cierto, y no me cansaré de repetirlo a cuantos tienen a bien escucharlo, o escribirlo en cuantas ocasiones se me han presentado, que las matemáticas impregnan plenamente la vida del ser humano y, por extensión, al universo completo. No hay una sola cosa en él que no esté regida por las leyes matemáticas.
De lo que puede deducirse, sin necesidad de convertir a Dios en una formula matemática, que el universo en sí mismo es la personificación de Dios: ¡Él es Dios! Tal vez, por ello, se pueda alcanzar la idea, incluso confundirla, de que lo uno conlleva a lo otro, y viceversa.
El insigne profesor, apoyado en su tesis, se hace una pregunta en la que, al parecer, trata de sintetizarla: ¿Por qué existe algo en vez de no existir la nada?
Para mí, la respuesta es razonablemente sencilla. Porque la nada absoluta, como tal, no existe ya que, en si misma, es algo. Si no fuera así, ni tan siquiera las reflexiones sobre su existencia o inexistencia, incluidas las del profesor Michael Séller, tendrían cabida en ella.
De ahí que podamos entender que el concepto de la perfección nos lleve directamente a la nada. Porque, de existir esta, eso sería la nada: la perfección. Y, tal vez, por extensión, Dios.
Soy cristiano - por afiliación administrativa – no practicante. Pero convencido de que lejos del fanatismo que cualquier religión pueda infundir, considero imprescindible, vital, la asunción de esta filiación como un hecho irrenunciable, enraizado en lo más profundo de la cultura a la que pertenezco.
Ello me permite exponer, sin renunciar a mis raíces pero marginando el aspecto fanático que toda religión conlleva, que Dios, desde la perspectiva científica, es un todo global y, a la vez, algo intangible. Es la plenitud y la nada. En ese caso es posible que las matemáticas tengan algo, o mucho que decir.
Pero ese Dios, esos dioses que durante toda su vida buscan, necesitan, reclaman y adoran los seres humanos, se encuentran en lo más profundo de las creencias, de la religiosidad, de la sensibilidad de sus sentimientos y de la interpretación que de sus propias sensaciones obtenga, sin que en ello exista la más pequeña posibilidad de cuantificarlo numéricamente.

Felipe Cantos, escritor.

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