03 diciembre 2010

Ahora sé por qué cantan los pájaros enjaulados.

Si la justicia no reina con un imperio absoluto, la libertad no es más que un nombre vano.

Hace más de treinta años llegó a mis manos la novela que escribiera Maya Angelou, activista destacada del movimiento feminista en Estados Unidos en los años cincuenta.
En su momento, la novela, cuyo título me he permitido “plagiar” fue literalmente devorada por mi instinto de lector. Aunque no logró marcar un hito en mi particular gusto literario. Sea como fuere, confío en que, cuanto menos, pueda haberse conservado un ejemplar en el Cementerio de los libros, de Ruiz Zafón.
El libro de Maya Angelou pretende recoger las experiencias de quienes viviendo presuntamente en libertad, se ven atados a sus circunstancias, de tal manera que les impiden ser verdaderamente libres.
No se trataba tanto del drama que supone el encierro tras los barrotes de unas inocentes aves, y que pese a ello aún canten, sino adónde puede conducirnos el ligero esbozo del horror que esconde la terrible falta de libertad del hombre común, en su diario devenir y, lo más terrible, la gran ignorancia que de ello, él mismo, muestra.
La dura realidad, pese a tener muy en cuenta las evidentes diferencias entre Oriente y Occidente, es que el hombre, a ambos lados de la línea, se encuentra igual de enjaulado frente a los miserables poderes que lo gobiernan.
Durante siglos, determinadas castas de comunes se han ido erigiendo en nuestros salvadores y autodenominándose de diversas maneras en cuantas lenguas nos son conocidas – políticos, religiosos, científicos, juristas y otros tantos no menos dañinos – irrumpieron sibilinamente en el devenir del resto de sus conciudadanos para, de manera miserable, transformar a la sociedad en aborregados seres, incapaces, por exceso o por defecto, de recuperar las riendas de su propias vidas.
Tal es la vileza de estos grupos, de poderosa y, prácticamente, indestructibles estructuras que resulta una quimera pretender denunciar y aún menos corregir los "aparatosos errores", generalmente intencionados, cometidos por ellos.
La lamentable realidad es que durante siglos, como una tela de araña, han ido extendiendo su maléfica influencia, hasta controlar la mayor parte de nuestra sociedad, presentándose, sibilinamente, como los salvadores; cuando la cruda realidad es que son los causantes de la mayoría de los problemas.
Nadie cuestiona que se precisen personas que nos representen, de acuerdo a los tres poderes que en su día enunciara Montesquieu – el legislativo, el ejecutivo y el judicial – de manera razonable, coherente y, especialmente, honrada.
Pero los hechos demuestran que nada más lejos de esa necesaria realidad. El bochornoso y repugnante espectáculo que diariamente nos vemos obligados a presenciar, ha conseguido traspasar los límites de las conciencias más tolerantes e, incluso, libertinas.
No es posible que quienes deberían ser modelo de comportamiento frente al resto de sus conciudadanos, se conviertan, por mor de su cargo, ya sea político, judicial, o de otro orden, en el centro de sus críticas y quejas. Eso sí, inútiles ambas.
Admitiendo que con toda seguridad el mal se encuentra enquistado en cualquier sociedad representativa de eso que hemos dado en llamar el occidente democrático, no puedo por menos que circunscribir de manera concreta mi análisis a España.
La razón es muy simple. Aunque llevo más de 20 año residiendo fuera de España y tengo una razonable idea de lo que sucede en los países de su entorno, y que a decir verdad no dista demasiado de lo aquí expresado, es en esta, de manera directa, en la que he obtenido las vivencias personales que me permiten poder expresarme como lo hago.
Las castas que en los últimos decenios han pasado a controlar nuestras vidas, convirtiéndonos en los “pájaros enjaulados” de Maya Angelou, campan a sus anchas sin que jurisdicción alguna ponga veto a sus desatinos.
De manera muy especial, dos de estas castas, la política, secundada indecentemente por la judicial, han logrado controlar de manera tal la conciencia del ciudadano común que, a duras penas, este es capaz de poder discernir con claridad entre un acto de generosidad y una barbarie, realizados por ellas.
Soy consciente de que la responsabilidad de tal situación es, en principio, del propio interesado. Pero no es menos cierto que todo, finalmente, se circunscribe a una cuestión de cultura.
La carencia de una mínima formación intelectual, es el material con el que las nefastas castas construyen los barrotes que consiguen encerrar a esas mayoría que, pese a denominarse silenciosa, canta tras ellos, como los pájaros de Maya Angelou.

Felipe Cantos, escritor.

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