Las mujeres han servido todos estos siglos como espejos mágicos que poseían el delicioso poder de reflejar la figura masculina al doble de su tamaño natural. Virginia Wolf.
Hace días, sentado en una amable tertulia, tuve la oportunidad de escuchar las diversas versiones sobre la ascendencia de la mujer en la sociedad, y el poder del que, subliminalmente, siempre ha parecido gozar. Bien es cierto que no de manera general, como bloque social, pero sí de manera individual actuando como madres, esposas, hermanas, amantes o, simplemente, compañeras.
Algunos manteníamos la opinión de que en cualesquiera de sus diversas formas, en el núcleo social al que pertenecieran, su capacidad para influir en el devenir de los grandes acontecimientos de la historia, que en cada caso les haya tocado vivir, ha sido, sino decisiva, al menos notable. De manera que la polémica estaba servida.
Desde la noche de los tiempos han sido permanentes las reivindicaciones de las féminas. Desde luego no exenta de razón. De manera notable en los pasados siglos hasta alcanzar, en los albores del siglo xx, los primeros objetivos de sus múltiples y justísimas reivindicaciones.
Cuestionarse asuntos tan evidentes como: ¿Intervenimos las mujeres, como género, en el devenir del ser humano?; ¿Gozamos del poder que por naturaleza nos corresponde como 50% que somos de la humanidad?; ¿La fuerza bruta de nuestros “machos” ha condicionado y condiciona nuestra igualdad e, incluso, superioridad intelectual, evitando que cuanto menos seamos iguales, sino superiores en nuestra capacidad de reflexionar?
Estas y otras tantas preguntas se fueron sucediendo a lo larga de la sugestiva tertulia, que se prolongó durante varias horas, y en la que, naturalmente, la intervención en cantidad y calidad de las damas participantes fue numerosa.
Tal vez abrumado por esa cantidad y, desde luego, por la solidez de los planteamientos expuestos, durante gran parte de la tertulia permanecí escuchando. Mi moderación no fue forzada, fue un auténtico placer. Sobre la mesa se analizaron cuestiones como la “paridad” entre ambos sexos; la famosa “discriminación positiva”, que yo no logro entender que tiene de positiva, ya que discriminar, en si mismo es sumamente negativo, y otras varias.
Sin embargo, terminada la interesante reunión, me llevé la sensación de que, aún reconociendo y reprobando las enormes injusticias que con las mujeres se habían cometido a lo largo y ancho de la historia, y que se continúan cometiendo a lo largo y ancho de este mundo, ninguna de ellas descendió al terreno de lo “mortal” y asentando los pies en el suelo puso sobre la mesa la enorme, y yo diría que definitiva y poderosa, influencia que tiene y ejerce en el seno de la familia, y que es decisiva para el devenir del ser humano.
Es innegable, y nunca será suficientemente denunciado, que en los grandes temas la mujer siempre había sido y, en demasiados lugares del mundo, continúa siendo marginada. Pero no sucede así en lo que afecta a nuestra vida cotidiana que, después de todo, es lo que finalmente nos aportan esas gotas de imprescindible felicidad. La familia, o aquello que en estos tiempos consideremos como tal, es el auténtico refugio en el que al final ponemos nuestras esperanzas de casi todo.
Y en esa parcela, incluso hoy, con la mujer plenamente incorporada al mundo laboral y autosuficiente en lo económico y social - en el llamado mundo occidental, se entiende - esta ha jugado y sigue jugando el papel principal. Son pocas las cosas que escapan a su control. Desde la educación de los hijos, hasta las relaciones sociales, pasando por las decisiones de compra, o el lugar de vacaciones.
Sé, perfectamente, que hay parcelas que, “gracias a ese control, a ese poder” están obligando a la mujer a continuar con las ingratas labores domésticas. Aunque justo es reconocer que cada vez son más los maridos, o parejas, que van incorporando a su agenda diaria funciones como el cuidado de los niños, las obligaciones puramente domésticas, y otras similares.
Pero en materia de decisiones que nos afectan diariamente, que son la esencia del vivir es, sin duda alguna, de dominio, casi, absoluto de la mujer. Ella marca las pautas y condiciona cuanto afecta a la familia, pareja o grupo en el que desarrolla su vida.
Soy consciente de que, como en todos los estados de la vida, existen excepciones que rompen la regla. Pero eso no serviría más que para confirmar tal hecho en si mismo. La realidad es que desde el momento en que nos alejamos de las obligaciones profesionales, o laborales del mal llamado “cabeza de familia”, todo cuanto afecta y concierne a esa familia pasa inexorablemente por el tamiz materno.
No diría yo que nos encontramos en una sociedad matriarcal. Pero tampoco sería justo no reconocer que son muy pocas las cosas que sin el beneplácito de nuestras mujeres son posibles de hacer en el seno familia. Especialmente en lo referente a las relaciones con terceros. Estas serán fluidas con unos, o inexistentes con otros, dependiendo de las simpatías que ambos despierten en la “madre por excelencia”.
Del mismo modo las relaciones con las familias de ambos y en ambos sentidos, funcionaran mejor o peor según se estimule esa misma simpatía. Pero, inexorablemente, la relación tenderá a ser más frecuente y más sólida, salvo excepcionales situaciones, siempre en dirección hacia el entorno familiar materno. Aunque las simpatías de él no vayan precisamente encaminadas en esa dirección.
Y así, por esa vía, se encaminarán cuantas relaciones, escolares, laborales, sociales, o de cualquier otra índole; mostrando con claridad que si bien a la mujer, de manera personal, le ha costado y continúa costándole un gran esfuerzo alcanzar ciertas metas llamadas de alto nivel e indiscutible derecho, no es menos cierto que, tal vez soterradamente, siempre ha disfrutado de la capacidad de controlar y dirigir su entorno más cercano y por extensión los más distantes y complejos.
No debemos olvidar que en esos entornos familiares, cercanos, es donde se fundamentan, sea en la sociedad que sea, todos los personajes destinados a convertirse en los futuros líderes de las diversas fuentes de poder. Por ello, la mujer, encontrándose tan cercana de esos futuros líderes, y dominando su entorno, tiene siempre la posibilidad de transformarlos.
Aunque tópico acuñado mil veces, es un hecho que “detrás de cada gran hombre – y de cada gran mujer, gran joven o gran niño que destaca en alguna disciplina - hay una gran mujer”. Tanto es así que si no fuera por “ellas”, seguramente no hubieran existido muchos de los grandes personajes históricos.
Lamentablemente, aún existe en una gran parte del mundo, principalmente islámico, una situación que en absoluto es coincidente con lo aquí expuesto, impidiendo que las mujeres desarrollen, cuanto menos, esa importante capacidad de poder en su entorno más cercano. De haber podido ejercerlo, no tengo la menor duda de que la influencia de estas, esencialmente en su papel de madres, mejoraría sustancialmente el entorno más negativo, consiguiendo, incluso, evitar que existieran fundamentalismo exacerbados y por ende terrorismo de cualquier sello; ni Mártires de Alá, ni de ningún otro nombre.
Felipe Cantos, escritor.
Hace días, sentado en una amable tertulia, tuve la oportunidad de escuchar las diversas versiones sobre la ascendencia de la mujer en la sociedad, y el poder del que, subliminalmente, siempre ha parecido gozar. Bien es cierto que no de manera general, como bloque social, pero sí de manera individual actuando como madres, esposas, hermanas, amantes o, simplemente, compañeras.
Algunos manteníamos la opinión de que en cualesquiera de sus diversas formas, en el núcleo social al que pertenecieran, su capacidad para influir en el devenir de los grandes acontecimientos de la historia, que en cada caso les haya tocado vivir, ha sido, sino decisiva, al menos notable. De manera que la polémica estaba servida.
Desde la noche de los tiempos han sido permanentes las reivindicaciones de las féminas. Desde luego no exenta de razón. De manera notable en los pasados siglos hasta alcanzar, en los albores del siglo xx, los primeros objetivos de sus múltiples y justísimas reivindicaciones.
Cuestionarse asuntos tan evidentes como: ¿Intervenimos las mujeres, como género, en el devenir del ser humano?; ¿Gozamos del poder que por naturaleza nos corresponde como 50% que somos de la humanidad?; ¿La fuerza bruta de nuestros “machos” ha condicionado y condiciona nuestra igualdad e, incluso, superioridad intelectual, evitando que cuanto menos seamos iguales, sino superiores en nuestra capacidad de reflexionar?
Estas y otras tantas preguntas se fueron sucediendo a lo larga de la sugestiva tertulia, que se prolongó durante varias horas, y en la que, naturalmente, la intervención en cantidad y calidad de las damas participantes fue numerosa.
Tal vez abrumado por esa cantidad y, desde luego, por la solidez de los planteamientos expuestos, durante gran parte de la tertulia permanecí escuchando. Mi moderación no fue forzada, fue un auténtico placer. Sobre la mesa se analizaron cuestiones como la “paridad” entre ambos sexos; la famosa “discriminación positiva”, que yo no logro entender que tiene de positiva, ya que discriminar, en si mismo es sumamente negativo, y otras varias.
Sin embargo, terminada la interesante reunión, me llevé la sensación de que, aún reconociendo y reprobando las enormes injusticias que con las mujeres se habían cometido a lo largo y ancho de la historia, y que se continúan cometiendo a lo largo y ancho de este mundo, ninguna de ellas descendió al terreno de lo “mortal” y asentando los pies en el suelo puso sobre la mesa la enorme, y yo diría que definitiva y poderosa, influencia que tiene y ejerce en el seno de la familia, y que es decisiva para el devenir del ser humano.
Es innegable, y nunca será suficientemente denunciado, que en los grandes temas la mujer siempre había sido y, en demasiados lugares del mundo, continúa siendo marginada. Pero no sucede así en lo que afecta a nuestra vida cotidiana que, después de todo, es lo que finalmente nos aportan esas gotas de imprescindible felicidad. La familia, o aquello que en estos tiempos consideremos como tal, es el auténtico refugio en el que al final ponemos nuestras esperanzas de casi todo.
Y en esa parcela, incluso hoy, con la mujer plenamente incorporada al mundo laboral y autosuficiente en lo económico y social - en el llamado mundo occidental, se entiende - esta ha jugado y sigue jugando el papel principal. Son pocas las cosas que escapan a su control. Desde la educación de los hijos, hasta las relaciones sociales, pasando por las decisiones de compra, o el lugar de vacaciones.
Sé, perfectamente, que hay parcelas que, “gracias a ese control, a ese poder” están obligando a la mujer a continuar con las ingratas labores domésticas. Aunque justo es reconocer que cada vez son más los maridos, o parejas, que van incorporando a su agenda diaria funciones como el cuidado de los niños, las obligaciones puramente domésticas, y otras similares.
Pero en materia de decisiones que nos afectan diariamente, que son la esencia del vivir es, sin duda alguna, de dominio, casi, absoluto de la mujer. Ella marca las pautas y condiciona cuanto afecta a la familia, pareja o grupo en el que desarrolla su vida.
Soy consciente de que, como en todos los estados de la vida, existen excepciones que rompen la regla. Pero eso no serviría más que para confirmar tal hecho en si mismo. La realidad es que desde el momento en que nos alejamos de las obligaciones profesionales, o laborales del mal llamado “cabeza de familia”, todo cuanto afecta y concierne a esa familia pasa inexorablemente por el tamiz materno.
No diría yo que nos encontramos en una sociedad matriarcal. Pero tampoco sería justo no reconocer que son muy pocas las cosas que sin el beneplácito de nuestras mujeres son posibles de hacer en el seno familia. Especialmente en lo referente a las relaciones con terceros. Estas serán fluidas con unos, o inexistentes con otros, dependiendo de las simpatías que ambos despierten en la “madre por excelencia”.
Del mismo modo las relaciones con las familias de ambos y en ambos sentidos, funcionaran mejor o peor según se estimule esa misma simpatía. Pero, inexorablemente, la relación tenderá a ser más frecuente y más sólida, salvo excepcionales situaciones, siempre en dirección hacia el entorno familiar materno. Aunque las simpatías de él no vayan precisamente encaminadas en esa dirección.
Y así, por esa vía, se encaminarán cuantas relaciones, escolares, laborales, sociales, o de cualquier otra índole; mostrando con claridad que si bien a la mujer, de manera personal, le ha costado y continúa costándole un gran esfuerzo alcanzar ciertas metas llamadas de alto nivel e indiscutible derecho, no es menos cierto que, tal vez soterradamente, siempre ha disfrutado de la capacidad de controlar y dirigir su entorno más cercano y por extensión los más distantes y complejos.
No debemos olvidar que en esos entornos familiares, cercanos, es donde se fundamentan, sea en la sociedad que sea, todos los personajes destinados a convertirse en los futuros líderes de las diversas fuentes de poder. Por ello, la mujer, encontrándose tan cercana de esos futuros líderes, y dominando su entorno, tiene siempre la posibilidad de transformarlos.
Aunque tópico acuñado mil veces, es un hecho que “detrás de cada gran hombre – y de cada gran mujer, gran joven o gran niño que destaca en alguna disciplina - hay una gran mujer”. Tanto es así que si no fuera por “ellas”, seguramente no hubieran existido muchos de los grandes personajes históricos.
Lamentablemente, aún existe en una gran parte del mundo, principalmente islámico, una situación que en absoluto es coincidente con lo aquí expuesto, impidiendo que las mujeres desarrollen, cuanto menos, esa importante capacidad de poder en su entorno más cercano. De haber podido ejercerlo, no tengo la menor duda de que la influencia de estas, esencialmente en su papel de madres, mejoraría sustancialmente el entorno más negativo, consiguiendo, incluso, evitar que existieran fundamentalismo exacerbados y por ende terrorismo de cualquier sello; ni Mártires de Alá, ni de ningún otro nombre.
Felipe Cantos, escritor.
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