Entre la razón (lo razonable) y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo. José Donoso Cortés.
Hace escasos días el presidente de un afamado club de fútbol ponía el dedo sobre la llaga con unas declaraciones, en principio no previstas, pero que provocaron su propio desconcierto y, como no, el de los demás, y la ira de los mencionados por él. Y aunque probablemente su intención fuera otra, la realidad es que puso sobre el tapete la verdad de unos hechos que la mayoría de los ciudadanos tenemos muy presente sobre el deporte en general y sobre el fútbol en particular.
Llevo tiempo reflexionando en lo concerniente a los valores que conforman el deporte en su vertiente profesional y de manera especial a aquella que afecta a los jóvenes deportistas. Vaya por delante que mi consideración de joven deportista es para aquellos que se encuentran entre los quince y los veinticinco años. No desearía yo caer en el “error”, ya asumido, de considerar “jóvenes” a todos aquellos que sobrepasados los treinta y tantos y, algunos, sumidos de lleno en la cuarentena, son considerados jóvenes por el simple hecho de continuar viviendo en casa con los “papás”, y a costa de estos. En mi tiempo eran llamados de otra manera que, por respeto a la mínima norma de educación, prefiero no mencionar. Allá ellos y sus “papás”.
Pero vayamos al grano. Soy un absoluto convencido de los valores positivos que representa el deporte en la vida de cualquier persona y de manera muy especial en la de los jóvenes; más aún si este se realiza por puro placer y sin pretensión económica alguna. Por ello, me resulta muy difícil concebir el equilibrio completo del joven, tanto emocional como intelectual, sin una participación racional del deporte en su vida.
Esta participación, evidentemente, en función de sus propias posibilidades. Probablemente mi propia experiencia y el resultado hartamente provechoso que de él he obtenido a lo largo de mi vida, no he dejado de practicar deporte desde que tenía escasos seis años, sea la razón de tan contundente opinión.
Si además, pese a todo lo que está sucediendo en estos últimos tiempos, vamos inexorablemente hacia una sociedad del ocio, no tengo la menor duda de la importancia que el deporte, ya vital para un gran segmento de la población, acabará por tener.
Sin embargo, hay algo en ello que perturba con claridad la buena imagen que el deporte, como principio y disciplina, debería conformar. Es la excesiva profesionalización y por ende, a mi entender y en demasiados casos, los elevados ingresos de los jóvenes deportistas.
Sin dejar de admirar, hasta quedarnos boquiabiertos por sus evoluciones y buen hacer, a figuras como, por poner unos ejemplos patrios, el tenista Rafael Nadal; los baloncestistas Gasol, Navarro o Calderón; el golfista Sergio García, o los futbolistas Raúl o Fernando Torres, debo confesar mi total desacuerdo con los disparatados emolumentos que estos reciben por su “divertido” trabajo.
Soy plenamente consciente de las ronchas que manifestaciones como las mías pueden levantar, hasta abrir heridas en algunos. Pero no por ello dejaré de considerar una aberración las desorbitados ingresos anuales – es fácil que superen los mil millones de las antiguas pesetas – que estos “jóvenes valores del deporte” suelen embolsarse por tan singulares ocupaciones.
Sobradamente soy conocedor de que la mayor parte de esos desmedidos ingresos, independientemente de los premios por sus éxitos, provienen de la publicidad. De manera que no cometeré la torpeza, por no decir la necedad de aconsejar a los interesados que “desprecien” ese dinero ganado, naturalmente y nunca mejor dicho, con el sudor de su frente. Tampoco me harían caso alguno.
Pero si les diría, y no únicamente a ellos sino a las entidades deportivas públicas, junto con las patrocinadoras, que no sería desacertado buscar alternativas que permitieran que gran parte de ese dinero, vía impuestos o alternativas similares, fueran a parar a las arcas de entidades que se preocuparan de la educación y formación - tanto en el aspecto deportivo como en el intelectual - de futuros deportistas en las diferentes disciplinas de las que provinieran los citados ingresos. Incluso, si les place, bajo el control de los propios deportista devengadotes.
En general, me gusta el deporte como espectador, y adoro aquellos que puedo practicar, sin necesidad de que, jamás, haya buscado con ello compensación económica alguna. Considero, y no es poco, que es la única actividad que consigue unir a los contendientes en espíritu e intención. Pero hablo del deporte tal cual, no como una actividad mercantil más.
De modo que, salvando, y asumiendo, los improperios que mi propuesta pudiera provocar en los interesados, mantendré en donde sea necesario que a partir de una más que razonable cifra, digamos cien o ciento cincuenta millones anuales de las antiguas pesetas, nadie, absolutamente nadie, y menos aún un joven de dieciocho años, precisa más para vivir. Salvo que, como sucede, acabe cambiando, caprichosamente, de Porche o Ferrari cada seis meses.
Así que, sin entrar en demagogias, estoy plenamente de acuerdo con las declaraciones del citado presidente, creo que se trataba del señor Calderón, del Real Madrid, a quien sin duda le traicionó el subconsciente, cuando, entre otras perlas, aludió al bajo nivel cultural e intelectual, muy alejado del que pueda obtenerse de cualquier otro joven universitario de la misma generación de estos “jóvenes deportistas privilegiados”.
Para constatar la aberración, baste recordar que, dejando al margen el aspecto económico, inalcanzable a lo largo de varias vidas de la inmensa mayoría de licenciados en cualesquiera de las disciplinas académicas elegidas, aún siendo el primero de su promoción, se precisa entre cinco y ocho años para lograr una licenciatura o un doctorado que te permita diferenciarte profesional y socialmente de lo que llamamos la mayoría. Eso si no lo aderezamos con algunos años más de masteres y especializaciones. Creo innecesario insistir sobre el gran esfuerzo físico y síquico que tal labor requiere.
Frente a esto, nos encontramos con jóvenes que a sus escasos dieciséis o diecisiete años, olvidando cualquier formación académica e intelectual, logran alcanzar, en escasos tres o cuatro años, ingresos - ¿merecidos? – que harían palidecer las rentas personales de algún mediano banquero, o prominente hombre de negocios.
De manera que no comprendo por qué duelen las verdades, cuando son tales, ni las razones que provocan el hipócrita rasgamiento de las vestiduras. Les ruego que reflexionen y no se escandalicen cuando sostengo que las cifras que perciben estos “privilegiados del deporte” son un aberrante disparate. Aún comprendo menos cuando se ofenden si se les identifica, en su mayoría, como personas incultas y limitadas. Soy consciente de que el mercado impone sus reglas. Pero incluso en esas circunstancias es un disparate.
Si además, llegado el momento, y no precisamente ocasional, más bien con demasiada frecuencia - concretamente en el fútbol - ves al jugador de turno tener los más estrepitosos fallos a la hora de materializar jugadas, todo se revela de lo más incongruente.
Teniendo en cuanta los desorbitados emolumentos que se perciben, errar un penalti, o enviar el balón a la grada cuando te encuentras sólo frente al portero, no parece merecedor de mayores emolumentos de los que debería percibir un joven amateur en cualquier disciplina deportiva.
Felipe Cantos, escritor.
Hace escasos días el presidente de un afamado club de fútbol ponía el dedo sobre la llaga con unas declaraciones, en principio no previstas, pero que provocaron su propio desconcierto y, como no, el de los demás, y la ira de los mencionados por él. Y aunque probablemente su intención fuera otra, la realidad es que puso sobre el tapete la verdad de unos hechos que la mayoría de los ciudadanos tenemos muy presente sobre el deporte en general y sobre el fútbol en particular.
Llevo tiempo reflexionando en lo concerniente a los valores que conforman el deporte en su vertiente profesional y de manera especial a aquella que afecta a los jóvenes deportistas. Vaya por delante que mi consideración de joven deportista es para aquellos que se encuentran entre los quince y los veinticinco años. No desearía yo caer en el “error”, ya asumido, de considerar “jóvenes” a todos aquellos que sobrepasados los treinta y tantos y, algunos, sumidos de lleno en la cuarentena, son considerados jóvenes por el simple hecho de continuar viviendo en casa con los “papás”, y a costa de estos. En mi tiempo eran llamados de otra manera que, por respeto a la mínima norma de educación, prefiero no mencionar. Allá ellos y sus “papás”.
Pero vayamos al grano. Soy un absoluto convencido de los valores positivos que representa el deporte en la vida de cualquier persona y de manera muy especial en la de los jóvenes; más aún si este se realiza por puro placer y sin pretensión económica alguna. Por ello, me resulta muy difícil concebir el equilibrio completo del joven, tanto emocional como intelectual, sin una participación racional del deporte en su vida.
Esta participación, evidentemente, en función de sus propias posibilidades. Probablemente mi propia experiencia y el resultado hartamente provechoso que de él he obtenido a lo largo de mi vida, no he dejado de practicar deporte desde que tenía escasos seis años, sea la razón de tan contundente opinión.
Si además, pese a todo lo que está sucediendo en estos últimos tiempos, vamos inexorablemente hacia una sociedad del ocio, no tengo la menor duda de la importancia que el deporte, ya vital para un gran segmento de la población, acabará por tener.
Sin embargo, hay algo en ello que perturba con claridad la buena imagen que el deporte, como principio y disciplina, debería conformar. Es la excesiva profesionalización y por ende, a mi entender y en demasiados casos, los elevados ingresos de los jóvenes deportistas.
Sin dejar de admirar, hasta quedarnos boquiabiertos por sus evoluciones y buen hacer, a figuras como, por poner unos ejemplos patrios, el tenista Rafael Nadal; los baloncestistas Gasol, Navarro o Calderón; el golfista Sergio García, o los futbolistas Raúl o Fernando Torres, debo confesar mi total desacuerdo con los disparatados emolumentos que estos reciben por su “divertido” trabajo.
Soy plenamente consciente de las ronchas que manifestaciones como las mías pueden levantar, hasta abrir heridas en algunos. Pero no por ello dejaré de considerar una aberración las desorbitados ingresos anuales – es fácil que superen los mil millones de las antiguas pesetas – que estos “jóvenes valores del deporte” suelen embolsarse por tan singulares ocupaciones.
Sobradamente soy conocedor de que la mayor parte de esos desmedidos ingresos, independientemente de los premios por sus éxitos, provienen de la publicidad. De manera que no cometeré la torpeza, por no decir la necedad de aconsejar a los interesados que “desprecien” ese dinero ganado, naturalmente y nunca mejor dicho, con el sudor de su frente. Tampoco me harían caso alguno.
Pero si les diría, y no únicamente a ellos sino a las entidades deportivas públicas, junto con las patrocinadoras, que no sería desacertado buscar alternativas que permitieran que gran parte de ese dinero, vía impuestos o alternativas similares, fueran a parar a las arcas de entidades que se preocuparan de la educación y formación - tanto en el aspecto deportivo como en el intelectual - de futuros deportistas en las diferentes disciplinas de las que provinieran los citados ingresos. Incluso, si les place, bajo el control de los propios deportista devengadotes.
En general, me gusta el deporte como espectador, y adoro aquellos que puedo practicar, sin necesidad de que, jamás, haya buscado con ello compensación económica alguna. Considero, y no es poco, que es la única actividad que consigue unir a los contendientes en espíritu e intención. Pero hablo del deporte tal cual, no como una actividad mercantil más.
De modo que, salvando, y asumiendo, los improperios que mi propuesta pudiera provocar en los interesados, mantendré en donde sea necesario que a partir de una más que razonable cifra, digamos cien o ciento cincuenta millones anuales de las antiguas pesetas, nadie, absolutamente nadie, y menos aún un joven de dieciocho años, precisa más para vivir. Salvo que, como sucede, acabe cambiando, caprichosamente, de Porche o Ferrari cada seis meses.
Así que, sin entrar en demagogias, estoy plenamente de acuerdo con las declaraciones del citado presidente, creo que se trataba del señor Calderón, del Real Madrid, a quien sin duda le traicionó el subconsciente, cuando, entre otras perlas, aludió al bajo nivel cultural e intelectual, muy alejado del que pueda obtenerse de cualquier otro joven universitario de la misma generación de estos “jóvenes deportistas privilegiados”.
Para constatar la aberración, baste recordar que, dejando al margen el aspecto económico, inalcanzable a lo largo de varias vidas de la inmensa mayoría de licenciados en cualesquiera de las disciplinas académicas elegidas, aún siendo el primero de su promoción, se precisa entre cinco y ocho años para lograr una licenciatura o un doctorado que te permita diferenciarte profesional y socialmente de lo que llamamos la mayoría. Eso si no lo aderezamos con algunos años más de masteres y especializaciones. Creo innecesario insistir sobre el gran esfuerzo físico y síquico que tal labor requiere.
Frente a esto, nos encontramos con jóvenes que a sus escasos dieciséis o diecisiete años, olvidando cualquier formación académica e intelectual, logran alcanzar, en escasos tres o cuatro años, ingresos - ¿merecidos? – que harían palidecer las rentas personales de algún mediano banquero, o prominente hombre de negocios.
De manera que no comprendo por qué duelen las verdades, cuando son tales, ni las razones que provocan el hipócrita rasgamiento de las vestiduras. Les ruego que reflexionen y no se escandalicen cuando sostengo que las cifras que perciben estos “privilegiados del deporte” son un aberrante disparate. Aún comprendo menos cuando se ofenden si se les identifica, en su mayoría, como personas incultas y limitadas. Soy consciente de que el mercado impone sus reglas. Pero incluso en esas circunstancias es un disparate.
Si además, llegado el momento, y no precisamente ocasional, más bien con demasiada frecuencia - concretamente en el fútbol - ves al jugador de turno tener los más estrepitosos fallos a la hora de materializar jugadas, todo se revela de lo más incongruente.
Teniendo en cuanta los desorbitados emolumentos que se perciben, errar un penalti, o enviar el balón a la grada cuando te encuentras sólo frente al portero, no parece merecedor de mayores emolumentos de los que debería percibir un joven amateur en cualquier disciplina deportiva.
Felipe Cantos, escritor.
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