“El hombre masa carece simplemente de moral, que es siempre, en esencia, sentimiento de sumisión a algo…” José Ortega y Gasset.
De entrada debo confesarles que las pasadas navidades, con valiosos matices, enriquecidos unos y amargos otros, han sido ciertamente desconcertantes, por las evoluciones paranoicas de un presidente de gobierno desnortado.
Hacía mucho tiempo que, salvo el hecho de celebrar inercialmente y, casi, de manera obligada estas festividades navideñas, no me veía en la necesidad de reflexionar sobre el significado e influencia de las mismas, de manera directa en la vida de los ciudadanos de medio mundo e, innegablemente, de manera indirecta en la otra mitad.
Soy un cristiano de esos que se autodenominan “no practicante”. Y a fe que así ha venido siendo desde que cumplí los dieciséis años. Puedo asegurarles que en ningún momento he tenido la mínima tentación de buscar alternativas para, como dicen los que si lo han intentado, “encontrarme”. Jamás he tenido duda alguna de donde he estado, donde estoy y, espero, donde estaré.
Soy plenamente consciente de que todas las religiones te ofrecen el mismo mensaje – incluso, en estos difíciles momentos, el tan polémico Islam – pues todas ellas se encuentran profundamente hundidas en las mismas raíces.
Cuestión aparte es la interpretación, interesada, que de cada uno de sus contenidos pueda hacerse. De manera que una vez imbuido plenamente en la que por tradición y cultura te ha correspondido, de poco sirve andar en la búsqueda de nuevas alternativas que te lleven a un nuevo “paraíso”.
Sin embargo, lo que si aprendí, desde muy pequeño – tal vez tuve la enorme fortuna de encontrar en mi vida buenos maestros, y mejores padres – fue extraer de esa formación religiosa - activa o pasivamente - todo lo positivo que en cualesquiera de ellas se encuentra. De manera especial en dos aspectos: el histórico y el cultural, y destacando de ellos los valores éticos y morales que ambos contienen.
Respecto al primero, el histórico, porque me ha permitido conocer mis ancestros, saber de dónde procedo y recordarme constantemente quién soy. Que no es poco.
El segundo - independiente del mensaje religioso y la perversa interpretación que de cualquier texto teológico pueda hacerse, digo bien, cualquier texto, no sólo del católico - porque me han marcado durante toda mi vida, y continúa haciéndolo, las pautas mínimas de comportamiento que, sin obligarme a tornar en un exagerado beato creyente, me ayuda a intentar ser cada día lo que comúnmente se conoce como “una buena persona” - cuestión aparte de cada uno de nosotros es si lo conseguimos, o no - permitiéndome hacer ver a los demás, y estos a mí, lo más positivo del ser humano.
De siempre he venido sosteniendo que, incluso ante la negada actitud de cerrar ojos y oídos frente a evidencias indiscutibles, es obligado el respeto a la opinión de los demás. Aún así, es conveniente, aunque nos “disfracemos” de laicos o aconfesionales, no olvidar cuáles son nuestras verdaderas raíces. De otro modo estaremos condenados al error permanente. De manera especial en cuanto a la educación que debamos ofrecer a nuestros hijos, para enfrentarse al futuro.
No soy “demasiado amigo” de todo lo que supone la parafernalia eclesial, pudiendo calificarse mi relación con tal sector de la sociedad de respetuosamente distante. Sé, perfectamente, que al amparo del ejercicio de su apostolado se han realizado actos maravillosos, como otros hartamente reprobables.
Por ello, estoy de acuerdo en que la religión, como tal, no tiene por qué ser, necesariamente, la referencia en la que cimentemos toda la formación de nuestros hijos. Pero los innegables valores que contienen su historia y su cultura - nuestra cultura, lo niegue quien lo niegue - si les serán imprescindibles para ubicarse lo más cerca posible de su realidad más inmediata.
Desproveer de esos valores culturales y de esa innegable historia conlleva a un vacío que difícilmente nuestros jóvenes sabrán llenar. O, desgraciadamente, lo harán con sucedáneos materiales que sólo conseguirán cubrir sus necesidades por un corto espacio de tiempo, llevándoles con facilidad a la continua desilusión, sino a algo más lamentable.
Por eso no he logrado comprender nunca la “cruzada” iniciada desde las instituciones del estado, principalmente por el Gobierno liderado por su presidente Rodríguez Zapatero, contra los más elementales principios básicos de nuestra cultura, a todas luces, de profundas raíces católicas.
No se trata de seguir al pie de la letra cuantas directrices emanen desde la cúpula del catolicismo – entiéndase el Papa de Roma – pero si tomar lo mejor que nos ofrece una cultura como la católica, que es la nuestra. Aún menos, convertirse en anticlerical, siguiendo las directrices políticas del gobernante de turno o, aún peor, tratando de alcanzar del modo que sea la licenciatura de “progre”.
Lo importante son los valores positivos que de cualquier religión se puedan obtener y que en el caso de la judeo-cristiana son muchos. No digo yo que desde el más pragmático de los laicismos no sea posible educar de una manera “razonable” a un joven. Aunque, sin duda alguna, dependerá en exceso de la “madera” de la que, este, esté hecho. Si esta no es buena, la carencia de valores profundos condicionara su futuro como persona. Desproveer de esos valores a una juventud es colocarles en la misma situación en la que se encontraría alguien perdido en la inmensidad del desierto, sin agua.
Recientemente viví una experiencia que vino a confirmarme lo importante de inculcar valores éticos y morales a una juventud que jamás les serán aportados criándose en una sociedad que se autodeterminan laica o aconfesional, y cuyos valores se cimentan, principalmente, en ese brutal pragmatismo.
En estas pasadas navidades, realizando, junto con mi familia, una de las tradicionales visitas navideñas, la mayor de mis hijas – catorce años - tuvo la oportunidad reencontrarse con una antigua compañera de colegio, de su misma edad, que había regresado a Alemania para continuar con sus estudios. La “pequeña”, pues pese a su “madura” actitud no dejaba de ser una niña de catorce años, presumía ante mi hija de que hacía algún tiempo que mantenía relaciones intimas, y animaba, más bien la exhortaba a que se iniciara en ellas. “Si bien - acabó por confesarle - aunque no eran lo que esperaba, tampoco estaba mal”.
Cuando al anochecer se despedían, la precoz joven trató de introducir un condón en el pequeño bolso de mi hija. Para la estupefacción de aquella, quien probablemente estaba convencida de la admiración y, probable envidia que habría despertado en su joven e inexperta amiga, mi hija extrajo del interior de su bolsito el pequeño y morboso paquetito y con la mejor de sus sonrisas se lo devolvió.
Como el hecho de inculcar a nuestros hijos una formación moral y ética no es impedimento para mantener con ellos la mayor libertad de comunicación, en cualquier tema que sea preciso, una vez en el coche no me resistí a preguntarle que es lo que había sucedido entre ellas. Cuando acabó de contarme “la anécdota” no pude por menos que sonreírle agradecido y especialmente orgulloso de su madurez. “Papá – concluyó - no podía creerse, cuando le devolví el condón, que le dijera que todavía no me encontraba preparada ni física, ni síquicamente.”
De regreso a casa, desplazándome por la autopista, concluía un día de los más hermosos que he tenido en mi vida. Creo que mi hija, a diferencia de la otra “pequeña” y pese a sus “adelantadas relaciones”, había demostrado una verdadera madurez.
La conclusión final es muy sencilla. No se trata de prohibir o alentar estímulos o sensaciones que la madre naturaleza irá despertando en su momento, en cada uno de nosotros. La cuestión es nutrir a nuestros hijos de valores esenciales – los católicos los tienen y son los nuestros – para que llegado el momento sepan reaccionar ante situaciones complejas. Especialmente para su edad.
Ignoro las edades de las hijas de nuestro laico y progre presidente. Pero especulando que estas se encuentren en la misma coordenada de la de mi hija y se vieran en la necesidad de “enfrentarse” a una situación similar, ¿habrán recibido de su padre la formación necesaria, católica o no, para responder con la misma cordura?
Es más, si el señor Rodríguez Zapatero fuera el padre de la otra pequeña y encontrara casualmente un condón en su bolsito de mano, o sobre la mesilla de noche, ¿llegaría a preocuparse, o estaría encantado de la precocidad de su pequeña?
Felipe Cantos, escritor.
De entrada debo confesarles que las pasadas navidades, con valiosos matices, enriquecidos unos y amargos otros, han sido ciertamente desconcertantes, por las evoluciones paranoicas de un presidente de gobierno desnortado.
Hacía mucho tiempo que, salvo el hecho de celebrar inercialmente y, casi, de manera obligada estas festividades navideñas, no me veía en la necesidad de reflexionar sobre el significado e influencia de las mismas, de manera directa en la vida de los ciudadanos de medio mundo e, innegablemente, de manera indirecta en la otra mitad.
Soy un cristiano de esos que se autodenominan “no practicante”. Y a fe que así ha venido siendo desde que cumplí los dieciséis años. Puedo asegurarles que en ningún momento he tenido la mínima tentación de buscar alternativas para, como dicen los que si lo han intentado, “encontrarme”. Jamás he tenido duda alguna de donde he estado, donde estoy y, espero, donde estaré.
Soy plenamente consciente de que todas las religiones te ofrecen el mismo mensaje – incluso, en estos difíciles momentos, el tan polémico Islam – pues todas ellas se encuentran profundamente hundidas en las mismas raíces.
Cuestión aparte es la interpretación, interesada, que de cada uno de sus contenidos pueda hacerse. De manera que una vez imbuido plenamente en la que por tradición y cultura te ha correspondido, de poco sirve andar en la búsqueda de nuevas alternativas que te lleven a un nuevo “paraíso”.
Sin embargo, lo que si aprendí, desde muy pequeño – tal vez tuve la enorme fortuna de encontrar en mi vida buenos maestros, y mejores padres – fue extraer de esa formación religiosa - activa o pasivamente - todo lo positivo que en cualesquiera de ellas se encuentra. De manera especial en dos aspectos: el histórico y el cultural, y destacando de ellos los valores éticos y morales que ambos contienen.
Respecto al primero, el histórico, porque me ha permitido conocer mis ancestros, saber de dónde procedo y recordarme constantemente quién soy. Que no es poco.
El segundo - independiente del mensaje religioso y la perversa interpretación que de cualquier texto teológico pueda hacerse, digo bien, cualquier texto, no sólo del católico - porque me han marcado durante toda mi vida, y continúa haciéndolo, las pautas mínimas de comportamiento que, sin obligarme a tornar en un exagerado beato creyente, me ayuda a intentar ser cada día lo que comúnmente se conoce como “una buena persona” - cuestión aparte de cada uno de nosotros es si lo conseguimos, o no - permitiéndome hacer ver a los demás, y estos a mí, lo más positivo del ser humano.
De siempre he venido sosteniendo que, incluso ante la negada actitud de cerrar ojos y oídos frente a evidencias indiscutibles, es obligado el respeto a la opinión de los demás. Aún así, es conveniente, aunque nos “disfracemos” de laicos o aconfesionales, no olvidar cuáles son nuestras verdaderas raíces. De otro modo estaremos condenados al error permanente. De manera especial en cuanto a la educación que debamos ofrecer a nuestros hijos, para enfrentarse al futuro.
No soy “demasiado amigo” de todo lo que supone la parafernalia eclesial, pudiendo calificarse mi relación con tal sector de la sociedad de respetuosamente distante. Sé, perfectamente, que al amparo del ejercicio de su apostolado se han realizado actos maravillosos, como otros hartamente reprobables.
Por ello, estoy de acuerdo en que la religión, como tal, no tiene por qué ser, necesariamente, la referencia en la que cimentemos toda la formación de nuestros hijos. Pero los innegables valores que contienen su historia y su cultura - nuestra cultura, lo niegue quien lo niegue - si les serán imprescindibles para ubicarse lo más cerca posible de su realidad más inmediata.
Desproveer de esos valores culturales y de esa innegable historia conlleva a un vacío que difícilmente nuestros jóvenes sabrán llenar. O, desgraciadamente, lo harán con sucedáneos materiales que sólo conseguirán cubrir sus necesidades por un corto espacio de tiempo, llevándoles con facilidad a la continua desilusión, sino a algo más lamentable.
Por eso no he logrado comprender nunca la “cruzada” iniciada desde las instituciones del estado, principalmente por el Gobierno liderado por su presidente Rodríguez Zapatero, contra los más elementales principios básicos de nuestra cultura, a todas luces, de profundas raíces católicas.
No se trata de seguir al pie de la letra cuantas directrices emanen desde la cúpula del catolicismo – entiéndase el Papa de Roma – pero si tomar lo mejor que nos ofrece una cultura como la católica, que es la nuestra. Aún menos, convertirse en anticlerical, siguiendo las directrices políticas del gobernante de turno o, aún peor, tratando de alcanzar del modo que sea la licenciatura de “progre”.
Lo importante son los valores positivos que de cualquier religión se puedan obtener y que en el caso de la judeo-cristiana son muchos. No digo yo que desde el más pragmático de los laicismos no sea posible educar de una manera “razonable” a un joven. Aunque, sin duda alguna, dependerá en exceso de la “madera” de la que, este, esté hecho. Si esta no es buena, la carencia de valores profundos condicionara su futuro como persona. Desproveer de esos valores a una juventud es colocarles en la misma situación en la que se encontraría alguien perdido en la inmensidad del desierto, sin agua.
Recientemente viví una experiencia que vino a confirmarme lo importante de inculcar valores éticos y morales a una juventud que jamás les serán aportados criándose en una sociedad que se autodeterminan laica o aconfesional, y cuyos valores se cimentan, principalmente, en ese brutal pragmatismo.
En estas pasadas navidades, realizando, junto con mi familia, una de las tradicionales visitas navideñas, la mayor de mis hijas – catorce años - tuvo la oportunidad reencontrarse con una antigua compañera de colegio, de su misma edad, que había regresado a Alemania para continuar con sus estudios. La “pequeña”, pues pese a su “madura” actitud no dejaba de ser una niña de catorce años, presumía ante mi hija de que hacía algún tiempo que mantenía relaciones intimas, y animaba, más bien la exhortaba a que se iniciara en ellas. “Si bien - acabó por confesarle - aunque no eran lo que esperaba, tampoco estaba mal”.
Cuando al anochecer se despedían, la precoz joven trató de introducir un condón en el pequeño bolso de mi hija. Para la estupefacción de aquella, quien probablemente estaba convencida de la admiración y, probable envidia que habría despertado en su joven e inexperta amiga, mi hija extrajo del interior de su bolsito el pequeño y morboso paquetito y con la mejor de sus sonrisas se lo devolvió.
Como el hecho de inculcar a nuestros hijos una formación moral y ética no es impedimento para mantener con ellos la mayor libertad de comunicación, en cualquier tema que sea preciso, una vez en el coche no me resistí a preguntarle que es lo que había sucedido entre ellas. Cuando acabó de contarme “la anécdota” no pude por menos que sonreírle agradecido y especialmente orgulloso de su madurez. “Papá – concluyó - no podía creerse, cuando le devolví el condón, que le dijera que todavía no me encontraba preparada ni física, ni síquicamente.”
De regreso a casa, desplazándome por la autopista, concluía un día de los más hermosos que he tenido en mi vida. Creo que mi hija, a diferencia de la otra “pequeña” y pese a sus “adelantadas relaciones”, había demostrado una verdadera madurez.
La conclusión final es muy sencilla. No se trata de prohibir o alentar estímulos o sensaciones que la madre naturaleza irá despertando en su momento, en cada uno de nosotros. La cuestión es nutrir a nuestros hijos de valores esenciales – los católicos los tienen y son los nuestros – para que llegado el momento sepan reaccionar ante situaciones complejas. Especialmente para su edad.
Ignoro las edades de las hijas de nuestro laico y progre presidente. Pero especulando que estas se encuentren en la misma coordenada de la de mi hija y se vieran en la necesidad de “enfrentarse” a una situación similar, ¿habrán recibido de su padre la formación necesaria, católica o no, para responder con la misma cordura?
Es más, si el señor Rodríguez Zapatero fuera el padre de la otra pequeña y encontrara casualmente un condón en su bolsito de mano, o sobre la mesilla de noche, ¿llegaría a preocuparse, o estaría encantado de la precocidad de su pequeña?
Felipe Cantos, escritor.
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