14 enero 2006

A vueltas con la inevitable balanza

Hace algunas fechas vine a plantearles la inexorable ley que, nos guste o no, impone la inevitable balanza del equilibrio en todos los ordenes del universo. Pese a los mail recibidos mostrando, como no puede ser de otro modo, su razonable desacuerdo y discrepando de mi teoría – los ha habido también a favor, que conste en acta - sigo pensando lo mismo, si cabe con mayor fuerza. Dejaremos a un lado la complejidad de lo que supondría entrar en la más simple observación de nuestro universo, en donde las leyes de la balanza se cumplen de manera inexorable de modo que se pueda mantener un mínimo equilibrio en el que, incluso, los cataclismos espaciales son provocados por la materia energética en libertad para la autorregulación de todo él. Así que tratando de descender al terreno de lo accesible para el común de los mortales – como yo - en aquella ocasión mantenía, y aún mantengo, que es inevitable que exista un buen número de pobres de solemnidad para que exista un rico; que son necesarios gestos amables, para compensar los agresivos; que es inevitable gente indeseable, para reconocer a los que merecen nuestro respeto; contar con amores maltratados, para reconocernos y reconocer los buenos; vivir situaciones extremas, para sentir el placer de la felicidad cuando la recobramos y así, sin dejar a un lado los tópicos universales como la noche y el día, o la vida y la muerte, hasta el infinito.
Aún más. Estoy plenamente convencido de que esta inexorable ley donde tiene mayor vigencia es en el mundo de los sentimientos que en ningún otro ámbito de la vida del ser humano. Salvo escasos ejemplos, esos que son la excepción que rompe la regla y razón por lo que han pasado a la historia universal, es difícil encontrar casos en los que la transmisión de sentimientos nobles - desde su escala menor hasta la mayor: simpatía, amistad, afecto, cariño, o amor - se hayan producido de manera incontenible y constante en una sola dirección. Más temprano que tarde un amor no correspondido ha sido compensado con un desamor que, en muchas ocasiones, ha sobrepasado el más simple de los desprecios hasta alcanzar el mayor de los odio por aquella persona que en su momento fue lo más importante en nuestra vida.
Pero debo confesarles mi asombro al tener que admitir que jamás pensé que mi denominada “ley de la balanza” pudiera alcanzar el nivel tan bajo que recientemente descubrí en su aplicación. Les aseguro que no hay ánimo alguno de ofensa, ni humor negro mal entendido. Al menos en la intención de este escritor. Pero no pude por menos que mostrar mi estupefacción al leer durante las pasadas vacaciones, en un periódico de los llamados de “provincia”, un discreto pero encantador artículo - ignoro si su autor, Eduardo Mas, trataba de avisarnos de la “catástrofe” que se nos avecina - que versaba sobre la desaparición de los jumentos, conocidos de manera más popular como burros o asnos.
Continuando con las confesiones, les diré, solemnemente, que en principio, y hasta alcanzar el primer tercio del pequeño artículo, creí que este estaba escrito en clave de humor y que en modo alguno se estaba refiriendo a los pequeños y nobles cuadrúpedos, si no, utilizando la más fina ironía, a los burros – o como gusta de llamar su autor, jumentos - de dos patas.
Porque estarán de acuerdo conmigo en que si algo nos sobra en este país, de manera especial en el mundo de la política y sus aledaños, son los “jumentos” de tan limitado número de extremidades. Y creo, con la misma solemnidad de antes, que en este caso mis disculpas por la comparación deben ir dirigidas hacia la noble bestia de cuatro patas. Son tantos los ejemplos y ejemplares de dos patas que de nada serviría intentar dar nombres y sólo conseguiríamos provocar eso que ellos pomposamente denominan “discriminación negativa”. Pero estoy seguro de que en las mentes de todos ustedes, tengan la inclinación política que tengan, se estarán barajando un sin fin de nombres. Y si no, analicen todo cuanto ha sucedido durante el último semestre en España y verán lo fácil que les resultará.
La síntesis es que una vez más, ahora si, con el deseo pleno de que prevalezca por encima de cualquier otra interpretación la clave del humor, es que, de nuevo, se cumple la inexorable ley de la balanza. No me negaran ustedes que siendo cierta, desgraciadamente, la desaparición progresiva de los pequeños y simpáticos cuadrúpedos, y aunque siempre tuvimos que contar en nuestra fauna con especimenes tan impresentables como los de dos patas, no es menos cierto que el número de estos últimos viene aumentando de manera alarmante. Lo que viene a confirmar de nuevo mi teoría: ante la desaparición de unos burros, los de cuatro patas, es necesario, para mantener el equilibrio, la aparición del mismo número de patas para poder contar con nuevos burros, aunque estos sean solamente de dos.
Y no es que me preocupe en exceso, lo lamento por los ecologistas y demás demagogos del sistema, la definitiva desaparición de los simpáticos animalitos. Pero creo que, cumplido su cometido, como casi todo en este mundo, su ciclo se está cerrando uniendo su principio y su fin. Lo que lamento es que sean ellos y no los de dos patas los que se encuentren en peligro de extinción. Al fin y a la postre, nuestros simpáticos “Plateros” nos han aportado generosamente su inestimable ayuda, siendo en algunos momentos piezas indispensables en el desarrollo del progreso humano, tanto en el aspecto físico: transportes, comunicación y un sin fin de otras actividades; como en el intelectual, inspirando a creadores en el mundo de las Bellas Artes: literatura, pintura, escultura, etc.
Frente a esto, los jumentos de dos patas siempre nos dejarán, en el mejor de los casos, su incompetencia, su deslealtad, su egoísmo, sus malas artes y por encima de todo una imbecilidad supina al creer que el resto de los humanos que no somos como ellos es porque somos tontos y no sabemos reconocer sus “valores”. Cuando la realidad es que son fácilmente reconocibles por lo que son capaces de soportar sus estómagos, esos si, de verdaderos asnos, para poder superar con facilidad lo que al ciudadano de bien le es difícil digerir.
Lo cierto es que no se si entristecerme más por la desaparición de los unos, o por la imparable proliferación de los otros. O por las dos cosas juntas.
Hasta siempre.

Felipe Cantos, escritor.

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