25 enero 2006

La inevitable resignación ante el cambio generacional


Nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. José Ortega y Gasset.

Les aseguro que es cierto. Hacía muchísimo tiempo que no me encontraba tan desconcertado en una situación cuyo desarrollo debería aceptar con aparente normalidad. Dicen los que creen conocerme bien - soy de los que piensan que jamás se termina de conocer bien a alguien - que, por lo general, soy un tipo extremadamente racional y equilibrado, lo que me permite distanciarme de las cosas y tomar estas con cierta filosofía. Vamos, que las acepto, pese a la gravedad de algunas experiencias sufridas, como algo natural, inevitable.
Y bien es cierto que en mi vida, imagino que como en la de todos, ha habido cambios de gran trascendencia, En lo que a mi respecta, en lo personal y anímico, he amado, ignoro si siempre con acierto y pleno convencimiento, más de una vez. He optado por caminos que consideraba definitivos y han resultado ser, definitivamente, un fiasco. He depositado ese imprescindible amor y esa necesaria confianza en quienes finalmente no lo merecía. Estoy convencido de que, sin duda, a la inversa, habrá sucedido lo mismo.
En cuanto a lo profesional y lo económico, parcelas estas en la vida de las personas, para mí, bastante más baladí, he sido alternativamente un discreto y vulgar peón de cualquier mediocre proyecto; así como la parte más importante de un todo, enriqueciéndome y volviendo a empobrecer con toda naturalidad, en más de una ocasión.
Es indudable que la piel se nos comienza a endurecer y cuartearse desde el mismo momento en que iniciamos nuestra andadura por estos mundos de Dios. Por ello, al amparo de cuanto nos sucede a lo largo de nuestra existencia, vamos, unos mejor que otros, aceptando todo aquello que, pese a no estar de acuerdo con ello, lo asumimos como inevitable. De modo y manera que, por ejemplo, salvo los inevitables comentarios del momento, en ocasiones repletos de agresividad, vemos y dejamos pasar ante nuestros ojos las enormes incongruencias y barbaridades cometidas por nuestra clase política, sea esta del signo que sea, con absoluta indiferencia y mayor indolencia por su parte: donde dije digo, digo diego,¡y ya está!. O asumimos con total facilidad inconcebibles sentencias de nuestros jueces y magistrados a sabiendas de que, se use el código de leyes que se use, jamás deberían ser permitidas por el más elemental sentido común.
Pues bien, en base a esa presunta actitud mía ante las cosas suelo optar, imagino nuevamente que como todos, por aceptar los cambios que sobre estas se producen con la mayor naturalidad, por estrambóticos que estos sean. Me digo que la razonable y constante evolución de la especie humana, con sus grandes contradicciones, es irremediable.
Pero hay algo en esa evolución que consigue romper con todo lo dicho hasta ahora y alterar mi tranquilidad de espíritu: son los cambios generacionales, y lo que consigo llevan esos cambios. A fuerza de ser sincero, he de admitir que me cuesta un enorme esfuerzo asumir esa constante evolución de quienes van incorporándose a nuestra clase adolescente, camino de una envidiable juventud. Peor aún, el aceptarla sin más.
Debo igualmente admitir que cuando yo me encontraba censado en las listas de los poseedores de los cerebros más moldeables del universo - los adolescentes - seguramente, pensé de las generaciones anteriores lo mismo que las actuales piensan de los carrozas de turno: es decir, nosotros. Yo soy de la generación de Los Beatles – los menciono, no por que fueran mis preferidos, sino por fijar con exactitud un determinado momento - de modo que no voy a ocultar que aquellos pelos y aquellas músicas desconcertaron hasta límites insospechados a nuestros padres, rompiendo todos sus esquemas, y no digamos ya a nuestros abuelos. Pero había algo en aquella generación - dejando al margen la incomparable e irrepetible música que se creo en las décadas de los sesenta y los setenta, del siglo pasado – que, pese a los indiscutibles cambios, suscitaba una cierta tranquilidad en las generaciones anteriores. Era el razonable deseo de mantener inalterables, en la medida de lo posible, las buenas costumbres, y ciertas tradiciones y valores morales y éticos. Pero, sobretodo, una buena educación. Puede que algo hipocritona. Vale. Pero respetando las mínimas formas y el valor por el buen gusto. Incluso mejorándolo, si era posible. Y ello, pese a las rivalidades existentes entre aquellas influyentes tendencias: “rokers y “mod”, que vinieron a marcar las modas de varias generaciones. Pese a los pelos, o las ropas que cada uno exhibía, incluidos las extravagantes vestimentas rokeras, aún hoy vigentes, se perseguía el buen gusto por la manera de vestir, por los modos de actuar y, salvo excepciones, de manera especial por el modo de comunicarte con tus compañeros y amigos, hoy, “colegas”. Justo es reconocer que, en ocasiones, como pasa con todo, exagerando el abanico de tendencias que podrían ir desde lo más cutre, rayando en lo sucio, hasta alcanzar la categoría de “pijos”.
Ahora es todo lo contrario. La práctica totalidad del universo de nuestros adolescentes gira alrededor del mal gusto, y una inexplicable tendencia a mostrar la mayor cantidad de centímetros de epidermis que sea posible. Aunque este/a se encuentre de viaje turístico en las estepas siberianas, a 30grados bajo cero. Sus ropas son, bajo una mirada mínimamente crítica, impresentables: irregulares y grandes pantalones cuya caja, lejos de marcar una buena figura, ha de mostrar al sujeto, él, como si llevaran un pañal o estuvieran - disculpen la grosería - cagados; ellas mostrando todo lo posible la parte más baja del trasero y exhibiendo, como un trofeo ganado a pulso, la mayor parte posible del pequeño tanga. Si estos son de colores llamativos, como violetas, naranjas y, en algunos casos, fluorescentes, tanto mejor. En cuanto a la parte superior, pequeñas y anodinas piezas sin ninguna personalidad, salvo la de mostrar nuevamente la mayor parte posible de la epidermis de quien la “luce” y, como mínimo, el ombligo. En ocasiones, como antes decía, en pleno invierno exhibiendo, por exceso abajo y por defecto arriba, tal cantidad de piel que difícilmente se libraran, cuando menos, de un resfriado del quince. Todo ello, parte superior e inferior, no sólo del sujeto/a, sino de la ropa, perforada de imperdibles y un sinfín de pequeños elementos metálicos que en función del número y tamaño, supongo, definirán la personalidad del adolescente.
Pero lo peor de todo está en la música con la que se identifican. Hemos pasado de las baladas más melosas, incluso empalagosas, pasando por el Heavy Metal más duro, pero con evidente protesta social y algún que otro mensaje, a la grosería como valor creativo. Dejando a un lado el inevitable “rap”, para mi superado, pero que ha impregnado la música de la última década, y en donde la mayoría de los interpretes son cantantes negros que parecen estar siempre muy enfadados, nos encontramos con “ídolos” de masas de adolescentes cuyos nombres deja mucho que desear y su escasa capacidad creatividad parece haber sido obtenida en el cubo de la basura, o en los urinarios públicos de cualquier suburbio olvidado de una gran ciudad. Estrofas de un indudable mal gusto, y vuelvo a pedir disculpas, como “Fóllame, fóllame, es lo único que me puedes hacer”; o “que te follen tío, que por aquí pasa el río”; o “que te den por el culo y que te folle un pez, a ver si así te enteras de una vez”, son moneda de curso legal en el panorama “artístico” juvenil, y no tan juvenil.
Auque quizás lo peor de todo no sean las “obras” de aquellos jóvenes que, a falta de capacidad creadora, recurren a la siempre fácil y sobrada, en esas edades, capacidad provocadora. Con ellos, a poco que lo intenten, siempre es fácil de que se cumpla la máxima de que “todo es susceptible de empeorar”.
Claro que a tenor de lo que puede suceder con artistas de los llamados consagrados: todo es posible. Alucinado, lo que se dice alucinado quedé hace unos días al comprobar el nivel de creación de uno de nuestros más “insignes cantantes”, Nacho Cano, y escuchar algunos textos de sus últimas composiciones. Es de suponer que se trata de uno de los componentes de aquel añorado grupo que se llamó Mecano. Aunque a tenor de lo que escuche no creo que fuera el más creativo.
Son ustedes capaces de imaginarlo en un estudio de grabación, ante un micrófono, sujetando con la mano izquierda los cascos, o con la derecha, que cada uno es muy quien, con la cara transpuesta en un gesto sólo posible en la cara de un iluminado que está “pariendo” la más bella composición musical, poética o literaria, para venir a decirnos algo así como: “coge mi mano y no te separes, que en el viaje infinito yo cuidaré de que no se despeine tu flequillito” ¡A lo que te obliga la más elemental educación!
De modo que espero comprendan mi resistencia a entender “ciertas” evoluciones generacionales. Confío en no haber perdido el paso al tiempo, pero si he de ser sincero, antes de llegar hasta allí, como “revolucionario”, prefiero quedarme aquí, como “reaccionario”.

Hasta siempre,
Felipe Cantos, escritor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buenos dias:Inicie hace un momento,una pequeña aportacion a lo leido en su articulo.He comenzado a sustituir la expresion "buena educacion"-que implicaria un cierto grado de cultura-por la casi olvidada "urbanidad" que ,a semejanza de los rituales de aproximacion en culturas encerradas en espacios pequeños,como Japon,permiten un respeto a otras formas de comunicacion sin agresividad.Me gusta mucho como escribe y ahora que me estoy iniciando en este juego de internet,procurare seguirlo
Que pase Vd.un buen dia