La otra mañana me encontraba disfrutando de un magnífico desayuno irlandés – pesado por demás (morcillas, salchichas y otros similares) – en el hotel Great Northern de Bundoran, en Donegal. Por si a algunos de ustedes se les escapa les aclararé que se trata de una apacible y relajante región que se encuentra al noroeste de Irlanda. Sentado frente a un amplio ventanal de la edificación, construida en un convencional pero innovado estilo gaélico, algo llamó mi atención con fuerza. Probablemente la causa fuera la ausencia de pensamientos más intensos que a tan temprana hora, las ocho estaban por llegar, no se habían despertado y, sin duda, se encontraban junto a mis inquietudes, igualmente aletargadas, remoloneando aún ambos entre las sabanas.
El caso es que mientras que, provocado por la sorpresa que la imagen que contemplaba, intentaba que la tostada bailando entre mis dedos no fuera a ratificar la desgraciada estadística creada por Murphy – ya saben, aquella de que siempre terminará cayendo por el lado de la mantequilla – quedé vivamente impresionado por la figura de un caballero que se adornaba en la finalización del primer golpe de salida hacia el hoyo número uno. Supongo que en esta actividad, caballero es la forma más correcta de definir al jugador. Y si no, revísese su clásica vestimenta y después digan. Este, cual personaje de un cuento medieval de hadas aladas y magos malvados, quedose petrificado cual bíblica estatua de sal. La postura adoptada, además de arto complicada, se me antojaba no sólo molesta, para el protagonista claro, sino dolorosa. Las piernas se encontraban en una postura de irregular posición. Completamente rígida la izquierda, mientras que la derecha, apoyada sobre la punta de los dedos, se encogía sobre si misma, como en un gesto de dolor, dando forma a una especie de espiral sobre la otra, la izquierda, en un intento de trenzarse con ella, obligando a la cadera a colocarse en una incomodísima posición que, sin duda alguna, a lo largo de los próximos años terminara por provocarle una luxación al ínclito. El torso, naturalmente obligado por la inverosímil postura de la cadera, se desviaba en sentido contrario para poder contrarrestar la fuerza centrífuga que los brazos, en la obligada ejecución del irrepetible golpe, habían provocado. Brazos que permanecían extendido a lo alto, hacia el cielo, con el palo como colofón final. Parecían encontrase en un íntimo ruego dirigido al Altísimo para que el golpe tuviera la fortuna deseada, o en un posicionamiento de legítimo orgullo, reivindicando, visto lo visto, la dudosa calidad del lanzamiento.
Ignoro cual fue el resultado de ese primer golpe. Si este acabó cerca del hoyo número uno, para el que fue ejecutado, si terminó en el bunker del hoyo dieciocho, o si fue a darse un refrescante chapuzón en la cercana laguna. La figura formada, sin duda de manera forzada por su protagonista, atrajo toda mi atención impidiéndome poder observar cualquier otra cosa que simultáneamente pudiera haberse producido en mi entorno. Esta permaneció en aquella inverosímil, casi ridícula posición, mientras vigilaba con ojos de rapaz el viaje de la bola hacía su desconocido destino.
Debo confesar que aquella imagen y de manera especial aquella situación despertó en mí el recuerdo de mis primeros intentos, creo que no fueron más de tres, de acercarme a ese mal llamado: deporte. Por favor, que no se me enfaden los practicantes. Pero de la misma manera que cuando nos referimos al ajedrez como deporte tenemos la delicadeza, ante los deportistas de otras disciplinas, de añadir un “mental”, de igual modo deberíamos hacer cuando nos referimos al golf: añadirle un “venial”. Porque, no nos engañemos. Eso es lo que es el golf: un deporte “venial”. Existen deportes como el ciclismo, el baloncesto, el súper popular fútbol, o todos aquellos que se practican con raquetas, por no hablar de los de alta competición e, incluso, alto riesgo que, utilizando la terminología catequista podríamos, como con el pecado, calificarlos de “graves”. Mientras que al golf, y probablemente algún otro deporte de salón, como el billar, no pasarían la calificación de “veniales”.
Todavía me cuesta contener la risa cuando recuerdo los primeros intentos para conseguir iniciar el recorrido. Fueron tantos los golpes al aire, al suelo, a la izquierda, o a la derecha de la bola – yo creo que es el único momento, por lo que se suda sintiéndote tan ridículo, en el que se podría calificar de deporte, sin más – que la sola evocación de aquellos inútiles golpes me reproducen las agujetas. Pero, amigos, en ocasiones alguno de todos aquellos golpes desperdiciados alcanzaba su destino, bien por compasión de la diosa fortuna, o bien como consecuencia del aire que nuestro golpes provocaban, de modo que en algún momento la bolita, al sentirse acosada por los numerosos intentos, desaparecía de su pequeño pedestal y nosotros, como enfebrecidos Tiger Woods, oteábamos el horizonte en espera de que nuestra cómplice volara rauda hacia su destino, cuando la realidad más dura es que aquella se encontraba bajo nuestra vista y a escasos dos metros de la punta de nuestro pies. De modo que sin haber completado jamás un recorrido, había sobrepasado el par del campo en un cercano trescientos por cien. Par que en ocasiones siendo de sesenta y siete o setenta golpes, yo, junto con el resto de los que intentaban iniciarse, ya había alcanzado los cuarenta o cincuenta golpes sin haber salido del primer hoyo.
No se rían, no. Eso es sadismo. Y desde luego, salvo que hagan el recorrido con ustedes Ballesteros, Piñeiro, o el mismísimo Tiger Woods, les reto a que, si no son practicantes habituales y con algo de punk, con suerte, multiplicaran por dos el par del campo. Bien es cierto que estoy haciendo una exposición del golf desde la perspectiva de un jugador competente, que no es mi caso. Jugador, aquel, que pretende realizar el recorrido cumpliendo técnica, física y estéticamente todas las reglas del juego. Porque de otro modo, como es la casi totalidad de los practicantes amateurs, que son legión en cualquier campo de golf del mundo, o tienen ochenta años, con lo que esta justificado todo a esa edad, o eres firme candidato a dimisionario irrevocable. Será por eso, tal vez, por lo que tan popular se hizo ese famoso slogan, recientemente utilizado por una marca de automóviles, en el que se pregunta con clara intención: ¿tú ya juegas al golf, o aún practicas el sexo?
Ciao.
Felipe Cantos, escritor.
El caso es que mientras que, provocado por la sorpresa que la imagen que contemplaba, intentaba que la tostada bailando entre mis dedos no fuera a ratificar la desgraciada estadística creada por Murphy – ya saben, aquella de que siempre terminará cayendo por el lado de la mantequilla – quedé vivamente impresionado por la figura de un caballero que se adornaba en la finalización del primer golpe de salida hacia el hoyo número uno. Supongo que en esta actividad, caballero es la forma más correcta de definir al jugador. Y si no, revísese su clásica vestimenta y después digan. Este, cual personaje de un cuento medieval de hadas aladas y magos malvados, quedose petrificado cual bíblica estatua de sal. La postura adoptada, además de arto complicada, se me antojaba no sólo molesta, para el protagonista claro, sino dolorosa. Las piernas se encontraban en una postura de irregular posición. Completamente rígida la izquierda, mientras que la derecha, apoyada sobre la punta de los dedos, se encogía sobre si misma, como en un gesto de dolor, dando forma a una especie de espiral sobre la otra, la izquierda, en un intento de trenzarse con ella, obligando a la cadera a colocarse en una incomodísima posición que, sin duda alguna, a lo largo de los próximos años terminara por provocarle una luxación al ínclito. El torso, naturalmente obligado por la inverosímil postura de la cadera, se desviaba en sentido contrario para poder contrarrestar la fuerza centrífuga que los brazos, en la obligada ejecución del irrepetible golpe, habían provocado. Brazos que permanecían extendido a lo alto, hacia el cielo, con el palo como colofón final. Parecían encontrase en un íntimo ruego dirigido al Altísimo para que el golpe tuviera la fortuna deseada, o en un posicionamiento de legítimo orgullo, reivindicando, visto lo visto, la dudosa calidad del lanzamiento.
Ignoro cual fue el resultado de ese primer golpe. Si este acabó cerca del hoyo número uno, para el que fue ejecutado, si terminó en el bunker del hoyo dieciocho, o si fue a darse un refrescante chapuzón en la cercana laguna. La figura formada, sin duda de manera forzada por su protagonista, atrajo toda mi atención impidiéndome poder observar cualquier otra cosa que simultáneamente pudiera haberse producido en mi entorno. Esta permaneció en aquella inverosímil, casi ridícula posición, mientras vigilaba con ojos de rapaz el viaje de la bola hacía su desconocido destino.
Debo confesar que aquella imagen y de manera especial aquella situación despertó en mí el recuerdo de mis primeros intentos, creo que no fueron más de tres, de acercarme a ese mal llamado: deporte. Por favor, que no se me enfaden los practicantes. Pero de la misma manera que cuando nos referimos al ajedrez como deporte tenemos la delicadeza, ante los deportistas de otras disciplinas, de añadir un “mental”, de igual modo deberíamos hacer cuando nos referimos al golf: añadirle un “venial”. Porque, no nos engañemos. Eso es lo que es el golf: un deporte “venial”. Existen deportes como el ciclismo, el baloncesto, el súper popular fútbol, o todos aquellos que se practican con raquetas, por no hablar de los de alta competición e, incluso, alto riesgo que, utilizando la terminología catequista podríamos, como con el pecado, calificarlos de “graves”. Mientras que al golf, y probablemente algún otro deporte de salón, como el billar, no pasarían la calificación de “veniales”.
Todavía me cuesta contener la risa cuando recuerdo los primeros intentos para conseguir iniciar el recorrido. Fueron tantos los golpes al aire, al suelo, a la izquierda, o a la derecha de la bola – yo creo que es el único momento, por lo que se suda sintiéndote tan ridículo, en el que se podría calificar de deporte, sin más – que la sola evocación de aquellos inútiles golpes me reproducen las agujetas. Pero, amigos, en ocasiones alguno de todos aquellos golpes desperdiciados alcanzaba su destino, bien por compasión de la diosa fortuna, o bien como consecuencia del aire que nuestro golpes provocaban, de modo que en algún momento la bolita, al sentirse acosada por los numerosos intentos, desaparecía de su pequeño pedestal y nosotros, como enfebrecidos Tiger Woods, oteábamos el horizonte en espera de que nuestra cómplice volara rauda hacia su destino, cuando la realidad más dura es que aquella se encontraba bajo nuestra vista y a escasos dos metros de la punta de nuestro pies. De modo que sin haber completado jamás un recorrido, había sobrepasado el par del campo en un cercano trescientos por cien. Par que en ocasiones siendo de sesenta y siete o setenta golpes, yo, junto con el resto de los que intentaban iniciarse, ya había alcanzado los cuarenta o cincuenta golpes sin haber salido del primer hoyo.
No se rían, no. Eso es sadismo. Y desde luego, salvo que hagan el recorrido con ustedes Ballesteros, Piñeiro, o el mismísimo Tiger Woods, les reto a que, si no son practicantes habituales y con algo de punk, con suerte, multiplicaran por dos el par del campo. Bien es cierto que estoy haciendo una exposición del golf desde la perspectiva de un jugador competente, que no es mi caso. Jugador, aquel, que pretende realizar el recorrido cumpliendo técnica, física y estéticamente todas las reglas del juego. Porque de otro modo, como es la casi totalidad de los practicantes amateurs, que son legión en cualquier campo de golf del mundo, o tienen ochenta años, con lo que esta justificado todo a esa edad, o eres firme candidato a dimisionario irrevocable. Será por eso, tal vez, por lo que tan popular se hizo ese famoso slogan, recientemente utilizado por una marca de automóviles, en el que se pregunta con clara intención: ¿tú ya juegas al golf, o aún practicas el sexo?
Ciao.
Felipe Cantos, escritor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario