06 enero 2006

La inapelable balanza

Esta mañana me levanté con lo vena filosófica. Ya saben, esa profunda sensación que en algunos momentos de nuestra vida, sin saber bien cómo, ni por qué, comienzas a cuestionarte casi todo, para acabar no entendiendo prácticamente nada. Algunos, aunque no lo crean, somos capaces de adentrarnos en la profundidad de las cosas en cuanto las tostadas tardan algo más de lo normal en salir de la tostadora. Sin embargo, en esta ocasión, la luz se me encendió de manera directa, clara, como una repentina revelación que no me atrevería a calificarla de divina, ¡válgame Dios!, por si alguien pudiera tacharme de sacrílego.
Intuitivamente, mientras las provocadoras tostadas continuaban allí, al sol que más calienta – bien es cierto que la mañana no era de lo más agradecida - me acaricié la cara comprobando con estupor que la barba que ayer había rasurado con autentico primor hacía de nuevo su aparición de una manera casi brutal. “Pinchas, papi, me habían anunciado mis hijos al marcharse al colegio”. Pese ello, torpe de mi, no fui capaz de entender su claro mensaje.
No, no, no desvarío. Naturalmente que estoy al corriente de que el inevitable proceso, y obligación, de una barba es el de crecer y crecer sin posibilidad alguna de detenerse. Más de treinta años llevo comprobándolo sin que, hasta la fecha, haya podido hacer nada por cambiar esa situación. Lo que sucede es que durante la mayor parte de ese tiempo, seguramente más de veinticinco años, me serví de las modernas maquinitas eléctricas para hacerle frente “al problema”. La razón era simple y llanamente ¡terror! Si, terror a las afiladas cuchillas de las maquinitas convencionales.
No se pueden ustedes imaginar lo que suponía para mí la sola idea de verme como me despellejaba vivo durante el inevitable proceso de adecentamiento mañanero, al deslizar, o más bien arar mi cara con una hoja de aquellas llamadas Palmera. ¡Augg! Aún hoy me pone los pelos como escarpias. Incluidos los de la barba. El expresivo video de Robin Williams descarnándose hasta quedarse en los huesos me parecía un juego de niños. Claro que era porque le sucedía a él y no a mí.
Pero retomemos lo de la mañana filosófica. El tacto de mis dedos sobre mi barbuda cara me llevó a la conclusión de que todo en esta vida se rige por lo que yo denomino la “Ley de la balanza”. Es preciso que todo lo que sucede, para que todo esté en su sitio, físico o emocional, termine equilibrando la gran balanza de la vida.
Verán. Yo, antes, al afeitarme con la tranquilizadora maquinilla eléctrica conseguía con suma rapidez un afeitado razonablemente correcto, pero, sin duda, efímero. Me veía obligado a repetir inexorablemente ese ejercicio todas las mañanas. Cuando, por razones que no vienen al caso para no aburrirles, cambié a las temidas cuchillas, eso si, ya bastante modernizadas, observé sorprendido que, además de no dejarme la cara en el camino, salvo pequeños jirones las primeras veces, el efecto del rasurado era infinitamente mejor y, sobre todo, más duradero.
Pero, sorprendentemente, en el devenir de estos últimos cinco años de heroicos y “varoniles” afeitados, he podido comprobar como todo ha ido retornando a su lugar natural. La barba que cedió ante los embates de una más agresiva cuchilla, liberándome de la obligación diaria de combatirla, ha dado por finalizada su condescendencia y fluye con la misma intensidad, si no mayor, que antaño, obligándome, pese a continuar haciéndolo con las terroríficas cuchillas, al afeitado diario, si deseo estar ante los demás mínimamente adecentado.
Pero lo más temible de todo es haber llegado a la conclusión de que la balanza de la vida, sea en lo físico o en lo emocional, funciona en todo nuestro universo, para que este esté equilibrado. Es igual lo que hagas o te propongas: las leyes de la balanza se impondrán más tarde o temprano. Son necesarios gestos amables, para compensar los agresivos; gente indeseable, para reconocer a los que merecen nuestro respeto; pobres de solemnidad, para que existan los ricos; amores maltratados, para reconocernos y reconocer los buenos; situaciones extremas, para sentir el placer de la felicidad cuando la recobramos y, sin dejar a un lado los tópicos universales como la noche y el día, o la vida y la muerte, así hasta el infinito. Si, cierto. Admito que puede resultar desalentador, más para un tipo enfermizamente optimista como yo. Pero las reglas del juego nos vienen marcadas y de nada servirá el grado de participación que tú, o tú, o yo mismo, le imprimamos a nuestros deseos y acciones. El resultado, a la larga, será aquel que nos ha tocado jugar en el infinito universo al que pertenecemos.
Ven como yo sabía que me había levantado con la vena filosófica.
Hasta pronto,

Felipe Cantos, escritor.



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