Generalmente se encuentra en la naturaleza humana más de locura que de sabiduría. Francis Bacon. Barón de Burulan.
La verdad es que ni siquiera tenia muy claro si el titular de este artículo era el más adecuado, como presentación para la habitual columna que vengo realizando en estas colaboraciones. Pero si hubieran estado en mi pellejo, en el momento de la visión que me lo inspiró, estoy convencido de que las dudas de ustedes hubieran sido las mismas.
Bien es cierto que en el ámbito de lo publicitario, base de este texto, uno está acostumbrado a casi todo. Y que el lenguaje que se viene utilizando, incluso falseando la realidad de unos hechos, o mostrando unos resultados a todas luces incorrectos, en más ocasiones de las que desearíamos, están rayando con el código penal.
Pero héteme aquí, que en el relato de lo que deseo exponerles, por la originalidad de lo que vi, llegó a desconcertarme de tal modo que aún hoy, varias semanas después de lo sucedido, no he sido capaz de discernir si era correcto, incorrecto o, incluso irreverente. Esto último, seguramente, será lo más probable.
Al regreso de una excursión por los Países Bajos, concretamente en una de las carreteras comarcales que une la bellísima ciudad de Brujas con la segunda capital de Bélgica, la flamenca Amberes, me vi en la necesidad de ralentizar considerablemente mi marcha para permitir el paso de una enorme caravana de vehículos que, en la tradicional fila india de aquellos que acompañan a su última morada al “agraciado” de turno, se resistían a ser interrumpidos para no romper su armonía y permanecer unidos todos en un mismo grupo. Hasta ahí todo era normal, como en todas estas manifestaciones “sociales” que, dicho sea de paso, aunque sea la última para el interfecto, o quizás por ello, tratamos de mostrarle nuestra innegable solidaridad y no perderlo de vista hasta su última morada, aunque durante años, mientras vivía entre nosotros, nos pudiera haber importado un pimiento.
Pese a mi gran paciencia, que les aseguro fue mucha, el cansancio acumulado en el viaje y aquella interminable fila de coches ralentizados, como si todos en aquella carretera, y no sólo el difunto, dispusieran de todo el tiempo del mundo, consiguió provocarme una cierta desazón que iniciándose en un sentimiento de frustración, acabó con el tiempo convirtiéndose, al decir de los franceses, en un “enervamiento”. Tuve la sensación que aquel desfile en dirección a Dios sabe qué cementerio, se había convertido en un interminable pase de modelos de automóviles de todas las marcas habidas. Para más “inri”, algunos de los pasajeros de los vehículos, tal vez conscientes de mi infortunio, trataron de darme ánimos saludándome con suaves y discretos gestos, desde sus ventanillas. Ignoro quién sería el personaje que todos ellos custodiaban en dirección a su última morada, pero a tenor del elevado número de vehículos, cercano a los cien, debía tratarse de un difunto “de peso”.
Cuando había llegado a un número cercano a la mitad decidí relajarme, arrepanchingándome en mi asiento, a la espera de que aquel tormento pasara. Casi a punto de ceder y dejarme mecer por el ronroneo de los motores al pasar frente a mí, cuando algo me sobresaltó al depositar mi mirada en el parabrisas del, al parecer, el último de los vehículos: iba conducido por un cadáver. Perdón, rectifico: por un esqueleto.
Naturalmente, era consciente de que podía tratarse de una persona disfrazada. Hasta ahí, aunque bastante adormilada, mi perspicacia funcionaba. Hombre, me dije, en esta vida casi todo es posible. Pero semejante falta de respeto en un momento como este, no sé, no sé. Sin embargo, mi curiosidad, como al gato, se despertó consiguió matar, sólo, mi apatía, y decidí averiguar si lo que mis ojos habían contemplado era real. Durante algunos minutos seguí a la caravana sin posibilidad alguna de adelantamiento. Como resultado únicamente lograba ver la silueta de una cabeza completamente pelada, dando la sensación de que aquel vehículo iba conducido por el mismísimo Nosferatu. Mi curiosidad me carcomía.
Finalmente la comitiva de automóviles abandonó la pequeña carretera comarcal para adentrarse en una de las autopistas que, formando parte del “ring”, comunican de manera extraordinaria la casi totalidad de ciudades y villas que conforman la Bélgica más conocida. Por fortuna, pese a que la oscuridad había comenzado a extender su largo manto y a adueñarse de la poca luz natural que languidecía, la permanente luz artificial, de la que disfruta Bélgica en sus autopistas durante toda la noche, había iniciado su trabajo.
Gracias a esa luz que, dicen, es un regalo de los monarcas belgas a sus conciudadanos, pude abandonar la interminable hilera y, acelerando, comenzar los deseados adelantamientos, largamente esperados. Efectivamente mis ojos no me habían engañado y sentado al volante del último de los automóviles que cerraba la comitiva se encontraba ¡un esqueleto!
Los cristales entintados de la limusina me impidieron comprobar si en los asientos traseros de aquel vehículo había alguien sentado. Pero puedo asegurarles que junto al “original” conductor no se hallaba ningún ser vivo que pudiera estar controlando el coche. Coche que por otro lado no dio, en ningún momento, ninguna sensación de inestabilidad, ni realizó maniobra alguna sospechosa. Aquel esqueleto, que sin duda no era un disfraz, sino más bien un artilugio mecánico, ejecutaba los pequeños movimientos que se requerían, para mantener el vehículo en su ruta, como el más hábil de los conductores.
Acelerando me alejé en dirección a la cabeza de la comitiva, dispuesto a averiguar algo más de aquello, si es que era posible. Tuve la sensación que al alejarme de la ventanilla el original personaje realizó un gesto a modo de despedida. Mi curiosidad iba en un aumento directamente proporcional con el de mi estupor. No por el hecho en sí de que fuera un esqueleto el que condujera un automóvil. Efectos publicitarios, y no publicitarios, aún más sorprendentes hemos visto cualquiera de nosotros en múltiples ocasiones. Era el momento en si, la muerte de una persona, y el lugar elegido para la exhibición de “aquello”, una comitiva mortuoria camino del cementerio.
Pero mi sorpresa no había hecho sino comenzar, porque al alcanzar la cabeza de la comitiva, de nuevo, al volante del primero de los automóviles, el que dirigía la comitiva, se encontraba otro esqueleto de iguales características al anterior que al verme en paralelo junto a él, este sí, soltó por un momento su huesuda mano derecha y me saludó, a la vez que abría la boca y realizaba un gesto a modo de escalofriante sonrisa.
Largo rato después de haber regresado a casa aún me sacudían los escalofríos por el efecto del repelús que lo vivido horas antes me había provocado. Cruzaba los dedos mientras me repetía una y otra vez: “lagarto”, “lagarto”. No lograba entender bien cómo era posible que, ni aún tratándose de publicidad, o precisamente por eso, el mundo de los difuntos no se podía respetar, evitando situaciones como esa. Me decía para mis adentros que no, que seguramente yo estaba equivocado y que pese a no haber encontrado cámara, ni foco, ni elemento alguno que lo confirmara, aquello no podía ser más que la filmación de una secuencia de una película, o el sketch humorístico de un anuncio publicitario.
Con esa convicción me quedé más tranquilo y, tomando una copa de licor, decidí sentarme y recuperar las fuerzas gastadas durante el viaje, leyendo la prensa.
Pero no era mi día. Allí, frente a mi, en la contraportada del diario que había elegido, se encontraban de nuevo, esta vez juntos, los dos esqueletos. Ambos, dirigiéndose, el uno al otro y viceversa, la misma macabra sonrisa que pretendieran lucir conmigo cuando me cruce en su camino horas antes. Se daban sus huesudas manos en actitud sumamente amistosa, casi fraternal. Bajo ellos, efectivamente, el anuncio de una empresa de pompas fúnebres, cuya lapidaria frase en grandes caracteres decía: “Servicios funerarios Montrel: probablemente la mejor funeraria del mundo”, para terminar recordándonos a todos la inexcusable obligación de pasar por sus dependencias en cuanto lo consideráramos oportuno.
Admito que la competencia en el mundo de la empresa es dura, y que la imaginación, siempre al poder, debe de utilizarse hasta donde esta sea posible, para obtener los máximos rendimientos. ¿Pero no creen que, en este caso, el creador de la campaña publicitaria se pasó… un pelín?
Felipe Cantos, escritor.
La verdad es que ni siquiera tenia muy claro si el titular de este artículo era el más adecuado, como presentación para la habitual columna que vengo realizando en estas colaboraciones. Pero si hubieran estado en mi pellejo, en el momento de la visión que me lo inspiró, estoy convencido de que las dudas de ustedes hubieran sido las mismas.
Bien es cierto que en el ámbito de lo publicitario, base de este texto, uno está acostumbrado a casi todo. Y que el lenguaje que se viene utilizando, incluso falseando la realidad de unos hechos, o mostrando unos resultados a todas luces incorrectos, en más ocasiones de las que desearíamos, están rayando con el código penal.
Pero héteme aquí, que en el relato de lo que deseo exponerles, por la originalidad de lo que vi, llegó a desconcertarme de tal modo que aún hoy, varias semanas después de lo sucedido, no he sido capaz de discernir si era correcto, incorrecto o, incluso irreverente. Esto último, seguramente, será lo más probable.
Al regreso de una excursión por los Países Bajos, concretamente en una de las carreteras comarcales que une la bellísima ciudad de Brujas con la segunda capital de Bélgica, la flamenca Amberes, me vi en la necesidad de ralentizar considerablemente mi marcha para permitir el paso de una enorme caravana de vehículos que, en la tradicional fila india de aquellos que acompañan a su última morada al “agraciado” de turno, se resistían a ser interrumpidos para no romper su armonía y permanecer unidos todos en un mismo grupo. Hasta ahí todo era normal, como en todas estas manifestaciones “sociales” que, dicho sea de paso, aunque sea la última para el interfecto, o quizás por ello, tratamos de mostrarle nuestra innegable solidaridad y no perderlo de vista hasta su última morada, aunque durante años, mientras vivía entre nosotros, nos pudiera haber importado un pimiento.
Pese a mi gran paciencia, que les aseguro fue mucha, el cansancio acumulado en el viaje y aquella interminable fila de coches ralentizados, como si todos en aquella carretera, y no sólo el difunto, dispusieran de todo el tiempo del mundo, consiguió provocarme una cierta desazón que iniciándose en un sentimiento de frustración, acabó con el tiempo convirtiéndose, al decir de los franceses, en un “enervamiento”. Tuve la sensación que aquel desfile en dirección a Dios sabe qué cementerio, se había convertido en un interminable pase de modelos de automóviles de todas las marcas habidas. Para más “inri”, algunos de los pasajeros de los vehículos, tal vez conscientes de mi infortunio, trataron de darme ánimos saludándome con suaves y discretos gestos, desde sus ventanillas. Ignoro quién sería el personaje que todos ellos custodiaban en dirección a su última morada, pero a tenor del elevado número de vehículos, cercano a los cien, debía tratarse de un difunto “de peso”.
Cuando había llegado a un número cercano a la mitad decidí relajarme, arrepanchingándome en mi asiento, a la espera de que aquel tormento pasara. Casi a punto de ceder y dejarme mecer por el ronroneo de los motores al pasar frente a mí, cuando algo me sobresaltó al depositar mi mirada en el parabrisas del, al parecer, el último de los vehículos: iba conducido por un cadáver. Perdón, rectifico: por un esqueleto.
Naturalmente, era consciente de que podía tratarse de una persona disfrazada. Hasta ahí, aunque bastante adormilada, mi perspicacia funcionaba. Hombre, me dije, en esta vida casi todo es posible. Pero semejante falta de respeto en un momento como este, no sé, no sé. Sin embargo, mi curiosidad, como al gato, se despertó consiguió matar, sólo, mi apatía, y decidí averiguar si lo que mis ojos habían contemplado era real. Durante algunos minutos seguí a la caravana sin posibilidad alguna de adelantamiento. Como resultado únicamente lograba ver la silueta de una cabeza completamente pelada, dando la sensación de que aquel vehículo iba conducido por el mismísimo Nosferatu. Mi curiosidad me carcomía.
Finalmente la comitiva de automóviles abandonó la pequeña carretera comarcal para adentrarse en una de las autopistas que, formando parte del “ring”, comunican de manera extraordinaria la casi totalidad de ciudades y villas que conforman la Bélgica más conocida. Por fortuna, pese a que la oscuridad había comenzado a extender su largo manto y a adueñarse de la poca luz natural que languidecía, la permanente luz artificial, de la que disfruta Bélgica en sus autopistas durante toda la noche, había iniciado su trabajo.
Gracias a esa luz que, dicen, es un regalo de los monarcas belgas a sus conciudadanos, pude abandonar la interminable hilera y, acelerando, comenzar los deseados adelantamientos, largamente esperados. Efectivamente mis ojos no me habían engañado y sentado al volante del último de los automóviles que cerraba la comitiva se encontraba ¡un esqueleto!
Los cristales entintados de la limusina me impidieron comprobar si en los asientos traseros de aquel vehículo había alguien sentado. Pero puedo asegurarles que junto al “original” conductor no se hallaba ningún ser vivo que pudiera estar controlando el coche. Coche que por otro lado no dio, en ningún momento, ninguna sensación de inestabilidad, ni realizó maniobra alguna sospechosa. Aquel esqueleto, que sin duda no era un disfraz, sino más bien un artilugio mecánico, ejecutaba los pequeños movimientos que se requerían, para mantener el vehículo en su ruta, como el más hábil de los conductores.
Acelerando me alejé en dirección a la cabeza de la comitiva, dispuesto a averiguar algo más de aquello, si es que era posible. Tuve la sensación que al alejarme de la ventanilla el original personaje realizó un gesto a modo de despedida. Mi curiosidad iba en un aumento directamente proporcional con el de mi estupor. No por el hecho en sí de que fuera un esqueleto el que condujera un automóvil. Efectos publicitarios, y no publicitarios, aún más sorprendentes hemos visto cualquiera de nosotros en múltiples ocasiones. Era el momento en si, la muerte de una persona, y el lugar elegido para la exhibición de “aquello”, una comitiva mortuoria camino del cementerio.
Pero mi sorpresa no había hecho sino comenzar, porque al alcanzar la cabeza de la comitiva, de nuevo, al volante del primero de los automóviles, el que dirigía la comitiva, se encontraba otro esqueleto de iguales características al anterior que al verme en paralelo junto a él, este sí, soltó por un momento su huesuda mano derecha y me saludó, a la vez que abría la boca y realizaba un gesto a modo de escalofriante sonrisa.
Largo rato después de haber regresado a casa aún me sacudían los escalofríos por el efecto del repelús que lo vivido horas antes me había provocado. Cruzaba los dedos mientras me repetía una y otra vez: “lagarto”, “lagarto”. No lograba entender bien cómo era posible que, ni aún tratándose de publicidad, o precisamente por eso, el mundo de los difuntos no se podía respetar, evitando situaciones como esa. Me decía para mis adentros que no, que seguramente yo estaba equivocado y que pese a no haber encontrado cámara, ni foco, ni elemento alguno que lo confirmara, aquello no podía ser más que la filmación de una secuencia de una película, o el sketch humorístico de un anuncio publicitario.
Con esa convicción me quedé más tranquilo y, tomando una copa de licor, decidí sentarme y recuperar las fuerzas gastadas durante el viaje, leyendo la prensa.
Pero no era mi día. Allí, frente a mi, en la contraportada del diario que había elegido, se encontraban de nuevo, esta vez juntos, los dos esqueletos. Ambos, dirigiéndose, el uno al otro y viceversa, la misma macabra sonrisa que pretendieran lucir conmigo cuando me cruce en su camino horas antes. Se daban sus huesudas manos en actitud sumamente amistosa, casi fraternal. Bajo ellos, efectivamente, el anuncio de una empresa de pompas fúnebres, cuya lapidaria frase en grandes caracteres decía: “Servicios funerarios Montrel: probablemente la mejor funeraria del mundo”, para terminar recordándonos a todos la inexcusable obligación de pasar por sus dependencias en cuanto lo consideráramos oportuno.
Admito que la competencia en el mundo de la empresa es dura, y que la imaginación, siempre al poder, debe de utilizarse hasta donde esta sea posible, para obtener los máximos rendimientos. ¿Pero no creen que, en este caso, el creador de la campaña publicitaria se pasó… un pelín?
Felipe Cantos, escritor.
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