17 enero 2006

Aniversario en el Habana club


Hace escasas noches, naturalmente con sus correspondientes días, pese a la dureza de tener que cumplir la “pila” de años que uno empieza a tener que soportar sobre su espalda, como si por mor de la edad te hubiera convertido en aquel mitológico personaje que, rodilla en tierra, ha de sujetar por toda la eternidad el globo terráqueo, decidí salir a celebrarlo, al decir de los clásicos “como es debido”. Después de todo no se cumple algo más de medio siglo todos los días. ¿Más de medio siglo he dicho? ¡Puaf!
El caso es que deseoso de sujetar tal cantidad de años, o al menos alargarlo el mayor tiempo posible - la otra alternativa, la de que pase rápido el momento, sin duda, es peor, pues sin que apenas te des cuenta llega el siguiente - decidimos, mis acompañantes y yo, prolongar la noche tomando unas copas allí donde la “marcha” que todos llevábamos dentro pudiera desarrollarse y expandirse, cada uno en su medida, cual lava emanada de virulentos volcanes. Para ello nada mejor, nos dijimos, que acercarnos hasta una de esas coquetas y pequeñas salas de música en directo, en donde el ensordecedor ruido de los conversadores, tratando de robarse la palabra, no te permite oír un carajo la música que, en ocasiones, suele ser de cierta dignidad.
El Habana club, que pese a su significado nombre suele estar más dedicado a las bandas de jazz que a lo que se supone al nombrarlo, fue el elegido. Pensamos que si bien el jazz no era la música por excelencia preferida del conjunto del grupo, al menos en aquel ambiente y con aquel sonido se podría producir un seductor momento de intimación, y quién sabe si de confidencias. Después de todo cuando la música no te atrapa pero te acompaña con su seductor sonido, suelen producirse esos mágicos momentos en que los seres más cercanos, estos que nos llamamos amigos para diferenciarnos de aquellos otros más distantes, solemos, al calor de esos momentos, dejarnos, como las cebollas, algunas de las múltiples capas con las que consciente o inconscientemente nos cubrimos.
Así que, todos los demás, como yo mismo - conversador infatigable - nos las prometíamos muy felices, ilusionados con dedicar parte de la noche a dejarnos envolver por las inmortales melodías de los reyes del jazz, como Chris Barber, o el mismísimo Louis Armstrong, entre otros, degustar unas maravillas caipiriñas y, por qué no, si la ocasión se presentaba y con la ayuda de la estimulante bebida brasileira, dedicar cierta parte de ese noctámbulo momento al deporte nacional: “el marujeo”. Y no vayan a creer, pues el nivel intelectual del grupo era alto y el coeficiente de inteligencia, cuanto menos, superaba la media del ciento veinticinco. Pero que quieren que les diga. Eso de despellejar al ausente, naturalmente con estilo y sin hacer sangre, tiene su gracia.
Pero, ¡ay, amigo! Ya saben aquello tan manido de: “el hombre propone y… etc.” La primera dificultad fue encontrar, ¡a las dos de la mañana! una plaza de aparcamiento. Con buena voluntad conseguimos hacerlo a casi siete minutos del local de referencia: el Habana club. Pero las dificultades no habían hecho más que comenzar, pues conseguir una mesa bien pudiera ser parte del guión de la película de Tom Cruise, aún sin filmar: Misión Imposible iii. Tuve que hacer uso de las más viejas artimañas para, poco a poco, conseguir reunir en un rincón, junto a una pequeña mesa en la que apenas se podía colocar los cinco vasos de cualquier contenido, cinco pequeños asientos. Estos eran una especie de taburete de muy poca altura, forrado en una tela que castigaba seriamente con un soberbio latigazo, producido sin duda por la electricidad estática, a quien osara acariciarlos con más violencia de la que ellos podrían soportar y en los que apenas si cabían los traseros de cualquiera de nosotros. Hubo un momento en que, para retener más de un asiento y poder rescatarlo para la causa, tuve que colocar un pie sobre uno, el trasero sobre un segundo y una de mis manos apoyada sobre un tercero, en un indescriptible número de circo. Debieron de pasar más de veinticinco minutos para conseguir que todos pudiéramos sentarnos. Cuando lo conseguimos, hubo un momento en que el grupo no pudo evitar romper el silencio con una estruendosa carcajada. Por fortuna los convecinos, que más que convecinos parecían siameses nuestros por la obligada cercanía, debido al ruido reinante en el local a penas si la escucharon. Mientras reíamos nos mirábamos con estupefacción. El taburete era tan pequeño que nos obligaba a sentarnos de tal modo que nuestras rodillas alcanzaban, o superaban según que caso, la altura de nuestras cabezas. Mirando a nuestro alrededor pudimos comprobar como el resto de los concurrentes se encontraba en la misma ridícula posición que, al margen de lo incómodo, seguramente para la mayoría podría resultar, incluso, nocivo para su salud. La penumbra que suele reinar en estos locales de copas daba a la escena todo el aspecto de una colmena de saltamontes, o cigarras, reunidos y acumulados para protegerse durante las horas nocturnas.
Con un “bueno, pues ya está”, decidimos pasar página y dedicar toda nuestra atención al objetivo que hasta allí nos había llevado: escuchar, en la medida de lo posible algo de buena música y disfrutar de una refrescante caipiriña. Lo primero no parecía fácil, pues el ensordecedor ruido de ambiente apenas si permitía adivinar qué es lo que sonaba como música de fondo. Sin embargo, el segundo, como en un inesperado milagro, se produjo de tal modo que consiguió dar forma también al primero. La llegada de la negrita batanga, con el clásico pañuelo atado sobre su cabeza y contorneándose al caminar entre las cigarras y los saltamontes al ritmo del “meneito”, fue toda una premonición. A través de ella y de lo que emanaba su figura, de senos generosos y compacto pero no exagerado trasero, que al contra luz fue lo más semejante a una aparición, pudimos intuir, contra todo pronóstico, que aquella noche la música que interpretaba la banda era digna merecedora del nombre del local.
Después de pedirle las tan ansiadas caipiriñas esta se marchó con el mismo “meneito” con el que llegara, dejándonos con una agradable sensación. Sorprendentemente, no tardó demasiado en regresar, acompañada de su “meneito” y con las caipiriñas, y tuvimos la oportunidad de confirmar que de todo aquel montaje era lo más cercano a lo auténtico. Los músicos, pese a su buena voluntad, mostraban en la ejecución de las piezas un virtuosismo más cercano a cualquier otro tipo de música y no parecían encontrarse realmente en su “salsa”. Pero ella, simultaneando el servicio de las mesas y emulando a los bailarines de la pista, colaboraba en la animación y puesta en escena de las piezas que la banda, más mal que bien, interpretaba sin poderse desprender del fuerte acento francófono. Mientras nos sirvió las caipiriñas continuó con su canturreo y el “meneito sandunguero” que conmovía el alma y algo más, lo que hizo que olvidáramos todas las primeras molestias y pasáramos un rato agradable.
No se si fruto de la “aparición”, o de las caipiriñas ingeridas, pero por la mañana aún resonaban en nuestros oídos la alegre música obligándonos a acompañarla con el meneito: “Juan Tanamera, menéalo pa…quí, menéalo pa…lla”. Todo resultó ideal en El Habana club que, pese a que tradicionalmente produce buen jazz, en esta ocasión se prodigó, bien es cierto que con graves deficiencias técnicas que cubrieron con su mejor ánimo, interpretando ritmos caribeños difíciles de resistir. Finalmente resultó una buena noche. Y es que yo creo que el alma esta confeccionada sólo con evocadores elementos musicales cuya autenticidad esta a prueba de todo. De modo que bastará con pulsar uno sólo de esos elementos para que veamos las cosas de modo distinto… y mejoradas. Además, ¿hay alguien capaz de resistirse al “meneito” provocado por un buen ritmo salsero aderezado con una refrescante caipiriña? ¡Pues eso!

Hasta siempre.
Felipe Cantos, escritor.

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