Les aseguro que el titular de este pequeño articulo no es un desvarío, ni una tomadura de pelo, ni estratagema alguna para distraerles por no saber de que otra cosa escribir. Hace mucho tiempo, creo que desde que perdí la ingenuidad y comencé a ver las verdaderas caras de este mundo, que he considerado a estos personajes como seres de otra galaxia. Nunca me han parecido personas creíbles ni accesibles y sí, siempre, más cercanas a la estrella Mirach de la constelación de Andrómeda, que a nuestro sufrido mundo. Eso sí, para sorpresa - ¿e indignación? - de propios y extraños, con un pragmatismo y una capacidad para aferrarse a los valores terrenales más que sorprendentes. Por eso, desde que tengo uso de razón, vengo en preguntarme ¿qué es un político? O, más exactamente ¿de que es profesional un político?
Ya sé que se utiliza como respuesta el manido: “de la política”. Pero, lo siento, no me sirve. Desde que uno nace, aun sin pretenderlo, con su sola presencia está haciendo política. De modo que, como todos sabemos, es algo genérico, casi intangible, y demasiado amplio como para convertirlo en una simple “profesión”. Como Dios, puede ser, a la vez, el todo y la nada. De hecho, todos los que tratan de adoptarla como una “profesión” suelen, con anterioridad y para guardarse las espaldas, formarse en cualquier otra disciplina que le permita, esta si, profesionalmente, poder subsistir hasta que consigan meter la cabeza y tratar de medrar. Por eso creo que no existe la profesión de político, sino, más bien, partiendo desde cualquier otra actividad reconocida, el “profesional” de la política. Puede que les parezca lo mismo, pero no lo es. Es relativamente fácil acceder desde cualquier profesión, cuanto más cualificada mejor, a una actividad dentro de la política. Sin embargo, a la inversa, desde la política pura y dura, es absolutamente imposible, sin hacer uso del nepotismo, acercarse a una profesión convencional, y cuanto más cualificada más difícil.
Pese a ello, en mi ingenuidad, en algún momento llegué a pensar que los políticos eran algo así como pequeños dioses, como ellos mismo se consideran, y que enviados por designación divina, como salvadores de todos los demás mortales, se encontraban entre nosotros para poder guiarnos por este mundo tan difícil. Probablemente de ahí venga mi creencia de su origen andromediano. Es posible, casi definitivo en muchos casos, que un determinado entorno y una definida vocación nos conduzcan al ejercicio de una actividad profesional concreta. Pero les aseguro, y ustedes estarán de acuerdo conmigo, que nadie nace político. Como tampoco se nace médico, arquitecto, deportista de élite, programador, ciclista, o buhonero.
Dejando al margen honrosas excepciones, y que suelen durar poco en ese perverso mundo, la mayor parte de los políticos, incluidos los que, por razones que desconozco se denominan “de raza”, suelen carecer de un currículo profesional mínimamente presentable, salvo que el propio ejercicio de la política le haya permitido completar uno a su medida. En palabras más simples: la generalidad de ellos carecen de todo crédito para desenvolverse en la vida civil y son, o han sido, cuando más, mediocres profesionales en lo “suyo”. Aunque, sirviéndose de la política, hayan conseguido encaramarse a los puestos más altos.
La gran mayoría, pese a poder exhibir un título en la pared de su despacho - sorprendentemente y en gran número universitarios - nunca ejercieron su licenciatura y cuentan, como bagaje principal para conseguir el poder y convertirse en nuestros “líderes”, con una filiación, generalmente desde su juventud, a un partido con posibilidades. Cuantos más años tenga el carné del partido mayores serán sus posibilidades para poder medrar - si es que su formación política llega al poder - no ya en la infraestructura del partido, sino en la propia sociedad a la que dice desear representar y defender, y en realidad sólo pretende aprovecharse de ella.
En ocasiones, si su capacidad profesional e intelectual es inferior a la media exigida por las grandes formaciones políticas y sus probabilidades son limitadas, por no decir nulas, cabe la alternativa, ya saben aquello de “más vale ser cabeza de ratón que cola de león”, de acercarse a un pequeño partido marginal, - regional y, hoy, preferiblemente de ideología nacionalista, ecologista, verdes e, incluso, marxista - para, a tenor de quienes forman sus bases, poder alcanzar los mismos objetivos que cabría esperar perdido en la magnificencia de un gran partido: un escaño o puesto en cualquier institución - supranacional, nacional o autonómica - por pequeño que este sea. Soy de los que nunca han creído, y hoy aún menos, en las ideologías obligadas. Me repugnan, además de parecerme unos cretinos, aquellos que dicen: “Estos son los míos. De modo que si alguien a de llevárselo crudo, mejor ellos”. En síntesis: lo importante para un político, como en la selva, es buscar su hueco para poder subsistir, o alcanzar cotas mayores si la suerte le sonríe – se hace innecesario exponer recientes ejemplos en la política española – y vivir de ello lo más y mejor posible.
No me cabe la menor duda de que hay políticos ingenuamente bienintencionados. Pero son tan escasos, y generalmente al principio de sus carreras, que apenas si merece la pena mayor reseña sobre el particular, que la presente. Hay quien manifiesta que allí donde hay un político todo está sucio. Yo no diría tanto. Pero si mantengo que en el ejercicio de la política la máxima es la consecución del poder, aunque para ello haya que jugar sucio cuantas veces sea necesario, usando, si es preciso, los codos, y dejando marcado y en la cuneta a tu adversario.
Sé, perfectamente, que la lucha por conseguir un espacio en la vida profesional e, incluso, en la vida social y familiar, es inevitable y necesaria. Nadie regala nada. Pero hay una gran diferencia entre estas luchas, que sólo afectar al interesado y a su entorno más cercano, con aquellas, que, mal que nos pesen, tiene una influencia plena en la vida de todos los demás. Conseguir el poder por medio del ejercicio político debería ser antes que un premio, una gran responsabilidad para el que lo logra. Sin embargo no es así, y lejos de ser los máximos responsables, pues, además de ostentar el poder sus decisiones nos afectan y dañan, o benefician, a todos, son los primeros en cubrir sus espaldas con leyes que, incluso, nos impiden juzgarlos. Hace tiempo que llegué a la conclusión que para ser un “buen político” hacen falta tres cualidades indispensables y una virtud. Las tres primeras: un cinismo a prueba de intransigentes, una capacidad de encajador al más puro estilo Paulino Uzcudun y un estomago que para si lo quisieran a la limón el mismísimo Obélix junto con el último ganador del concurso de comedores de hamburguesas, tipo Mc’ Donnald. La virtud: una inconmensurable capacidad amnésica en cuanto llegue al poder. De no disponer de estas “cualidades”, no se esfuerce, amigo, su carrera como político estará acabada antes de iniciarse.
Por eso no sorprende la desfachatez con que habituales realizan sus declaraciones los autodenominados “padres de la patria”. Sirva como ejemplo las declaraciones escuchadas en el consejo de la Comisión Europea para formalizar el reciente nombramiento de los Comisarios. A preguntas de un periodista a uno de los nombrados sobre su experiencia profesional para acceder a tan importante y responsable cargo, la respuesta de este no pudo ser más definitiva: “… yo no tengo por que ser un profesional de algo, ni saber de nada. ¡Yo soy un político!
De modo que, pese a mi reflexión, y evitando buscar en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua el mayor número posible de sinónimos de “vividor”, me encuentro en el mismo punto de partida de cuando comencé este artículo: pero, ¿qué es un político?
Hasta siempre.
Felipe Cantos, escritor.
Ya sé que se utiliza como respuesta el manido: “de la política”. Pero, lo siento, no me sirve. Desde que uno nace, aun sin pretenderlo, con su sola presencia está haciendo política. De modo que, como todos sabemos, es algo genérico, casi intangible, y demasiado amplio como para convertirlo en una simple “profesión”. Como Dios, puede ser, a la vez, el todo y la nada. De hecho, todos los que tratan de adoptarla como una “profesión” suelen, con anterioridad y para guardarse las espaldas, formarse en cualquier otra disciplina que le permita, esta si, profesionalmente, poder subsistir hasta que consigan meter la cabeza y tratar de medrar. Por eso creo que no existe la profesión de político, sino, más bien, partiendo desde cualquier otra actividad reconocida, el “profesional” de la política. Puede que les parezca lo mismo, pero no lo es. Es relativamente fácil acceder desde cualquier profesión, cuanto más cualificada mejor, a una actividad dentro de la política. Sin embargo, a la inversa, desde la política pura y dura, es absolutamente imposible, sin hacer uso del nepotismo, acercarse a una profesión convencional, y cuanto más cualificada más difícil.
Pese a ello, en mi ingenuidad, en algún momento llegué a pensar que los políticos eran algo así como pequeños dioses, como ellos mismo se consideran, y que enviados por designación divina, como salvadores de todos los demás mortales, se encontraban entre nosotros para poder guiarnos por este mundo tan difícil. Probablemente de ahí venga mi creencia de su origen andromediano. Es posible, casi definitivo en muchos casos, que un determinado entorno y una definida vocación nos conduzcan al ejercicio de una actividad profesional concreta. Pero les aseguro, y ustedes estarán de acuerdo conmigo, que nadie nace político. Como tampoco se nace médico, arquitecto, deportista de élite, programador, ciclista, o buhonero.
Dejando al margen honrosas excepciones, y que suelen durar poco en ese perverso mundo, la mayor parte de los políticos, incluidos los que, por razones que desconozco se denominan “de raza”, suelen carecer de un currículo profesional mínimamente presentable, salvo que el propio ejercicio de la política le haya permitido completar uno a su medida. En palabras más simples: la generalidad de ellos carecen de todo crédito para desenvolverse en la vida civil y son, o han sido, cuando más, mediocres profesionales en lo “suyo”. Aunque, sirviéndose de la política, hayan conseguido encaramarse a los puestos más altos.
La gran mayoría, pese a poder exhibir un título en la pared de su despacho - sorprendentemente y en gran número universitarios - nunca ejercieron su licenciatura y cuentan, como bagaje principal para conseguir el poder y convertirse en nuestros “líderes”, con una filiación, generalmente desde su juventud, a un partido con posibilidades. Cuantos más años tenga el carné del partido mayores serán sus posibilidades para poder medrar - si es que su formación política llega al poder - no ya en la infraestructura del partido, sino en la propia sociedad a la que dice desear representar y defender, y en realidad sólo pretende aprovecharse de ella.
En ocasiones, si su capacidad profesional e intelectual es inferior a la media exigida por las grandes formaciones políticas y sus probabilidades son limitadas, por no decir nulas, cabe la alternativa, ya saben aquello de “más vale ser cabeza de ratón que cola de león”, de acercarse a un pequeño partido marginal, - regional y, hoy, preferiblemente de ideología nacionalista, ecologista, verdes e, incluso, marxista - para, a tenor de quienes forman sus bases, poder alcanzar los mismos objetivos que cabría esperar perdido en la magnificencia de un gran partido: un escaño o puesto en cualquier institución - supranacional, nacional o autonómica - por pequeño que este sea. Soy de los que nunca han creído, y hoy aún menos, en las ideologías obligadas. Me repugnan, además de parecerme unos cretinos, aquellos que dicen: “Estos son los míos. De modo que si alguien a de llevárselo crudo, mejor ellos”. En síntesis: lo importante para un político, como en la selva, es buscar su hueco para poder subsistir, o alcanzar cotas mayores si la suerte le sonríe – se hace innecesario exponer recientes ejemplos en la política española – y vivir de ello lo más y mejor posible.
No me cabe la menor duda de que hay políticos ingenuamente bienintencionados. Pero son tan escasos, y generalmente al principio de sus carreras, que apenas si merece la pena mayor reseña sobre el particular, que la presente. Hay quien manifiesta que allí donde hay un político todo está sucio. Yo no diría tanto. Pero si mantengo que en el ejercicio de la política la máxima es la consecución del poder, aunque para ello haya que jugar sucio cuantas veces sea necesario, usando, si es preciso, los codos, y dejando marcado y en la cuneta a tu adversario.
Sé, perfectamente, que la lucha por conseguir un espacio en la vida profesional e, incluso, en la vida social y familiar, es inevitable y necesaria. Nadie regala nada. Pero hay una gran diferencia entre estas luchas, que sólo afectar al interesado y a su entorno más cercano, con aquellas, que, mal que nos pesen, tiene una influencia plena en la vida de todos los demás. Conseguir el poder por medio del ejercicio político debería ser antes que un premio, una gran responsabilidad para el que lo logra. Sin embargo no es así, y lejos de ser los máximos responsables, pues, además de ostentar el poder sus decisiones nos afectan y dañan, o benefician, a todos, son los primeros en cubrir sus espaldas con leyes que, incluso, nos impiden juzgarlos. Hace tiempo que llegué a la conclusión que para ser un “buen político” hacen falta tres cualidades indispensables y una virtud. Las tres primeras: un cinismo a prueba de intransigentes, una capacidad de encajador al más puro estilo Paulino Uzcudun y un estomago que para si lo quisieran a la limón el mismísimo Obélix junto con el último ganador del concurso de comedores de hamburguesas, tipo Mc’ Donnald. La virtud: una inconmensurable capacidad amnésica en cuanto llegue al poder. De no disponer de estas “cualidades”, no se esfuerce, amigo, su carrera como político estará acabada antes de iniciarse.
Por eso no sorprende la desfachatez con que habituales realizan sus declaraciones los autodenominados “padres de la patria”. Sirva como ejemplo las declaraciones escuchadas en el consejo de la Comisión Europea para formalizar el reciente nombramiento de los Comisarios. A preguntas de un periodista a uno de los nombrados sobre su experiencia profesional para acceder a tan importante y responsable cargo, la respuesta de este no pudo ser más definitiva: “… yo no tengo por que ser un profesional de algo, ni saber de nada. ¡Yo soy un político!
De modo que, pese a mi reflexión, y evitando buscar en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua el mayor número posible de sinónimos de “vividor”, me encuentro en el mismo punto de partida de cuando comencé este artículo: pero, ¿qué es un político?
Hasta siempre.
Felipe Cantos, escritor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario